Por María Celeste Vargas Martínez
La primera vez que escuché su voz
a través del auricular pensé que se había equivocado de número. El teléfono
sonó más de cuatro veces, yo venía subiendo las escaleras que llevaban a mi
departamento y lo escuché. Apresuré el paso pensando en que quizá era mi novio.
Abrí rápido la puerta, arrojé, sobre el sillón, los paquetes que sostenía en
una de mis manos y me apresuré a contestar el teléfono.
-
¿Sí? – pregunté jadeando.
-
Hola… ¿Cómo estás? – interrogó una tierna
voz.
-
Bien -
dije dudando - ¿Quién habla?
-
Yo, Christian
- respondió él tranquilo
-
Y…
¿Con quién quieres hablar? – pregunté yo, no conocía ningún niño con ese
nombre.
-
Pues contigo… ¿Cómo te llamas? – interrogó el
pequeño.
-
Lo siento Christian, temo que te equivocaste
de número… Debes colgar el teléfono
– le dije.
-
¡Bueno… está bien! – respondió él no muy
convencido y colgó.
Recogí los
paquetes del sillón y procedí a las
labores típicas del hogar. Por la noche,
después de finalizar los deberes me senté tranquila a cenar y a ver la
televisión. Mi novio no llamó en todo el día. Al día siguiente salí a la misma
hora de siempre a trabajar – soy
secretaria de medio tiempo en un despacho jurídico. Por la tarde regresé
a casa y me dispuse a lavar. Sonó el teléfono. Conteste rápidamente.
-
¿Sí? – siempre hacía la misma pregunta
al levantar el auricular.
-
Hola… ¿Cómo éstas? – me dijo la pequeña voz -
¿Te acuerdas de mí? – me preguntó.
En realidad
había olvidado la llamada del día anterior, cuando aquel niño se había
equivocado al marcar mi número telefónico.
-
¡Soy Christian! – dijo contento.
-
Hola, creo que te volviste a equivocar de
número, Christian – le señalé mientras estaba dispuesta a colgar.
-
No… No me vayas a colgar… ¡Por favor, no
tengo con quien hablar! Me siento solo y ahorita él fue por mi comida… ¿Puedes platicarme algo? ¿Dime de qué color
son las nubes hoy? – sus palabras eran suplicantes.
Por un
momento guardé silencio. Dudé en colgar el teléfono o platicar con ese pequeño
que a juzgar por su voz no pasaría de los cuatro años. Pensé
que tal vez sus padres habían salido de casa y lo habían dejado solo,
así que le daba por tomar el teléfono y marcar números al azar. Aunque me había
llamado la tarde anterior.
-
Son blancas y enormes… Creo que hoy no
lloverá – le dije sin pensarlo.
-
¡Qué bueno que no llueva! El día anterior al
otro llovió muchísimo y hubo muchos truenos… ¡Me asustan los truenos!… Debo
colgar, se oyen pasos en la escalera… él viene…– señaló apresurado e
inmediatamente colgó.
El resto de
la tarde pensé en ese niño y en que tal vez había cometido un error al entablar una breve
conversación con él. Sus padres podían enfadarse y me podría meter en problemas.
Al día
siguiente el teléfono volvió a sonar a la misma hora, eran casi las cuatro.
-
¿Sí?
-
Hola, soy Christian… Habla bajito porque nos
pueden oír – me dijo en una especie de susurro.
-
¿Quién nos va a oír? – pregunté yo muy quedo.
-
Ellos… Él salió por mi comida, pero se oyen
voces en las escaleras – me dijo.
-
Está bien, hablaré bajito… ¿Cómo sabes mi
número? – lo interrogué.
-
Sólo marqué un número que es muy fácil de
recordar… ¿De qué color son las nubes hoy? – me preguntó.
-
Grises… Tal vez llueva toda la noche y…– no
terminé la frase.
-
Tendré miedo… ¡Extraño a mi mami! – estaba a
punto de llorar.
-
No llores. ¿Dónde está tu mami? – le
pregunté.
-
No sé… Hace mucho que no la veo. Debo colgar…
ahí viene él – colgó
intempestivamente.
Otra vez
pensé en él. Vi su número en el identificador de llamadas y estuve tentada a
marcarle. Pero tal vez el hombre al que se refería como “él” le causaba miedo.
Quizá era un pariente con quien su madre dejaba al niño, y al pequeño no le
gustaba, por eso le daba por llamar por teléfono. Si yo le llamaba lo podría meter en problemas con “él” o con sus padres.
Por la
noche, encendí el televisor y mientras planchaba mi ropa para el día siguiente
escuché una pequeña voz que salía del aparato. Dejé la plancha y volteé
aterrada: la pantalla mostraba a un pequeño que jugaba alegre con un hombre en un
parque. Ésa era la voz del niño del teléfono. La imagen se cortó y apareció una
mujer llorando: “Por favor si alguien sabe del paradero de mi pequeño… ¡No le
hagan daño!” – señaló la mujer bastante consternada. Siguió el locutor del
noticiero diciendo que el pequeño Christian había sido secuestrado dos semanas
atrás. Nadie sabía nada de él. Al principio los secuestradores se habían puesto
en contacto con la familia pidiendo una
enorme suma de dinero, pero cuando descubrieron que habían confundido al niño
con otro de una familia de un político conocido, no volvieron a llamar.
Tomé el
teléfono e inmediatamente marqué a la policía. Un par de horas después mi
departamento estaba lleno de hombres uniformados. Me interrogaron. Al día
siguiente no fui a trabajar. Colocaron diversos aparatos a mi teléfono y
durante ese largo día esperemos la llamada del niño. Antes de las cuatro sonó
el teléfono: respondí.
-
¡Hola! – dije nerviosa esperando escuchar
su voz.
-
Hola, soy Christian – dijo.
Cuando
escuché su nombre sentí que mis piernas se doblaban y mi voz se quebraba. Sus
padres sentados en un sillón lloraban en silencio.
-
¿Cómo estás, Christian? – interrogué.
-
¡Bien!, pero no me gusta este lugar. Hace
frío y huele raro… ¿Me puedes contar un cuento? – me preguntó.
-
Claro – señalé – Pero primero dime… ¿Hay alguien
contigo?
-
No – me dijo muy quedo – Él se fue, pero no tarda en venir así que el cuento debe ser muy
pequeño.
-
¿Hay más hombres aparte de él? – pregunté
tratando de alargar la conversación, pues la policía aún no tenía identificado
el lugar de donde provenía la llamada.
-
Sí, pero ellos no están en el cuarto… Sólo él… ¿Me vas a contar mi cuento? –
nuevamente bajó la voz.
-
¡Claro!… Había una vez un pequeño conejo que
deseaba alcanzar las nubes…
-
Me gustan las nubes – me dijo mientras
veía que la policía lo había encontrado
– mi mami me hablaba siempre de las nubes… ¡Nooo! Debo colgar… se oyen pasos.
Colgó sin
que le pudiera decir algo más. Algunos uniformados salieron apresurados del
apartamento. Los padres del niño bajaron después y yo pedí acompañarlos. Nuestro
recorrido fue largo. Atravesamos la ciudad, recorrimos, a toda velocidad,
calles desconocidas. Cuando estuvimos cerca del lugar el silencio se hizo en el
auto. Había varias patrullas detenidas en lugares estratégicos. Un grupo de
hombres, vestidos de negro y con capuchas, rodeaban una casa que parecía
inhabitada. Con violencia tiraron la puerta: entraron. La madre del niño
aprisionaba fuertemente las manos de su esposo, mientras escondía su rostro
tras el asiento. Él la tomaba con fuerza y no perdía de vista los movimientos de
los uniformados. Estábamos a mitad de la
calle.
De pronto se
escucharon disparos. La mujer gritó y el padre estuvo a punto de bajar de la
patrulla, fue detenido por dos policías. Silencio. Algunos encapuchados
salieron de la casa empujando a un par de hombres. Uno de ellos alto y delgado
con los brazos llenos de tatuajes. El otro, de cabello cano y prominente
estómago. Después uno más salió: cabello negro, grandes y abultadas cejas y
el rostro descompuesto. Minutos después,
un hombre cruzó la puerta cargando
consigo un pequeño bulto envuelto en una cobija. La pareja bajó apresurada de
la patrulla y corrieron al lugar. Yo los seguí. La mujer se abalanzó sobre el
niño y se lo arrebató al policía. El padre abrazó a los dos. Los tres lloraron
por largo rato.
Cuando
hubieron calmado la tristeza y desesperación
los tres voltearon hacia mí.
-
Hola, Christian – fue lo único que se me
ocurrió decir.
Él dudó un
momento y después con una amplia sonrisa me dijo: “Después me puedes acabar de
contar el cuento”. Yo sonreí.