El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

lunes, 15 de octubre de 2012

El niño y el teléfono



Por María Celeste Vargas Martínez

 La primera vez que escuché su voz a través del auricular pensé que se había equivocado de número. El teléfono sonó más de cuatro veces, yo venía subiendo las escaleras que llevaban a mi departamento y lo escuché. Apresuré el paso pensando en que quizá era mi novio. Abrí rápido la puerta, arrojé, sobre el sillón, los paquetes que sostenía en una de mis manos y me apresuré a contestar el teléfono.
-          ¿Sí? – pregunté jadeando.
-          Hola… ¿Cómo estás? – interrogó una tierna voz.
-          Bien  - dije dudando - ¿Quién habla?
-          Yo, Christian  - respondió él tranquilo
-          Y…  ¿Con quién quieres hablar? – pregunté yo, no conocía ningún niño con ese nombre.
-          Pues contigo… ¿Cómo te llamas? – interrogó el pequeño.
-          Lo siento Christian, temo que te equivocaste de  número… Debes colgar el teléfono –  le dije.
-          ¡Bueno… está bien! – respondió él no muy convencido y colgó.
Recogí los paquetes del sillón y procedí  a las labores típicas del hogar. Por la  noche, después de finalizar los deberes me senté tranquila a cenar y a ver la televisión. Mi novio no llamó en todo el día. Al día siguiente salí a la misma hora de siempre a trabajar – soy  secretaria de medio tiempo en un despacho jurídico. Por la tarde regresé a casa y me dispuse a lavar. Sonó el teléfono. Conteste rápidamente.
-          ¿Sí? – siempre hacía la misma pregunta al  levantar el auricular.
-          Hola… ¿Cómo éstas? – me dijo la pequeña voz - ¿Te acuerdas de mí? – me preguntó.
En realidad había olvidado la llamada del día anterior, cuando aquel niño se había equivocado al marcar mi número telefónico.
-          ¡Soy Christian! – dijo contento.
-          Hola, creo que te volviste a equivocar de número, Christian – le señalé mientras estaba dispuesta a colgar.
-          No… No me vayas a colgar… ¡Por favor, no tengo con quien hablar! Me siento solo y ahorita él fue por mi comida… ¿Puedes platicarme algo? ¿Dime de qué color son las nubes hoy? – sus palabras eran suplicantes.
Por un momento guardé silencio. Dudé en colgar el teléfono o platicar con ese pequeño que a juzgar por su voz no pasaría de los cuatro años.  Pensé  que tal vez sus padres habían salido de casa y lo habían dejado solo, así que le daba por tomar el teléfono y marcar números al azar. Aunque me había llamado la tarde anterior.
-          Son blancas y enormes… Creo que hoy no lloverá – le dije sin pensarlo.
-          ¡Qué bueno que no llueva! El día anterior al otro llovió muchísimo y hubo muchos truenos… ¡Me asustan los truenos!… Debo colgar, se oyen pasos en la escalera… él viene…– señaló apresurado e inmediatamente colgó.
El resto de la tarde pensé en ese niño y en que tal vez había  cometido un error al entablar una breve conversación con él. Sus padres podían enfadarse y  me podría meter en problemas.
Al día siguiente el teléfono volvió a sonar a la misma hora, eran casi las cuatro.
-          ¿Sí?
-          Hola, soy Christian… Habla bajito porque nos pueden oír – me dijo en una especie de susurro.
-          ¿Quién nos va a oír? – pregunté yo muy quedo.
-          Ellos Él salió por mi comida, pero se oyen voces en las escaleras – me dijo.
-          Está bien, hablaré bajito… ¿Cómo sabes mi número? – lo interrogué.
-          Sólo marqué un número que es muy fácil de recordar… ¿De qué color son las nubes hoy? – me preguntó.
-          Grises… Tal vez llueva toda la noche  y…– no  terminé la frase.
-          Tendré miedo… ¡Extraño a mi mami! – estaba a punto de llorar.
-          No llores. ¿Dónde está tu mami? – le pregunté.
-          No sé… Hace mucho que no la veo. Debo colgar… ahí viene él – colgó intempestivamente.
Otra vez pensé en él. Vi su número en el identificador de llamadas y estuve tentada a marcarle. Pero tal vez el hombre al que se refería como “él” le causaba miedo. Quizá era un pariente con quien su madre dejaba al niño, y al pequeño no le gustaba, por eso le daba por llamar por teléfono. Si  yo le llamaba lo podría meter en  problemas con “él” o con sus padres.
Por la noche, encendí el televisor y mientras planchaba mi ropa para el día siguiente escuché una pequeña voz que salía del aparato. Dejé la plancha y volteé aterrada: la pantalla mostraba a un pequeño que jugaba alegre con un hombre en un parque. Ésa era la voz del niño del teléfono. La imagen se cortó y apareció una mujer llorando: “Por favor si alguien sabe del paradero de mi pequeño… ¡No le hagan daño!” – señaló la mujer bastante consternada. Siguió el locutor del noticiero diciendo que el pequeño Christian había sido secuestrado dos semanas atrás. Nadie sabía nada de él. Al principio los secuestradores se habían puesto en contacto con la familia pidiendo  una enorme suma de dinero, pero cuando descubrieron que habían confundido al niño con otro de una familia de un político conocido, no volvieron a llamar.
Tomé el teléfono e inmediatamente marqué a la policía. Un par de horas después mi departamento estaba lleno de hombres uniformados. Me interrogaron. Al día siguiente no fui a trabajar. Colocaron diversos aparatos a mi teléfono y durante ese largo día esperemos la llamada del niño. Antes de las cuatro sonó el teléfono: respondí.
-          ¡Hola! – dije nerviosa esperando escuchar su  voz.
-          Hola, soy Christian – dijo.
Cuando escuché su nombre sentí que mis piernas se doblaban y mi voz se quebraba. Sus padres sentados en un sillón lloraban en silencio.
-          ¿Cómo estás, Christian? – interrogué.
-          ¡Bien!, pero no me gusta este lugar. Hace frío y huele raro… ¿Me puedes contar un cuento? – me preguntó.
-          Claro – señalé – Pero primero dime… ¿Hay alguien contigo?
-          No – me dijo muy quedo – Él se fue, pero no tarda en venir así que el cuento debe ser muy pequeño.
-          ¿Hay más hombres aparte de él? – pregunté tratando de alargar la conversación, pues la policía aún no tenía identificado el lugar de donde provenía la llamada.
-          Sí, pero ellos no están en el cuarto… Sólo él… ¿Me vas a contar mi cuento? – nuevamente bajó la voz.
-          ¡Claro!… Había una vez un pequeño conejo que deseaba alcanzar las nubes…
-          Me gustan las nubes – me dijo mientras veía  que la policía lo había encontrado – mi mami me hablaba siempre de las nubes… ¡Nooo! Debo colgar… se oyen pasos.
Colgó sin que le pudiera decir algo más. Algunos uniformados salieron apresurados del apartamento. Los padres del niño bajaron después y yo pedí acompañarlos. Nuestro recorrido fue largo. Atravesamos la ciudad, recorrimos, a toda velocidad, calles desconocidas. Cuando estuvimos cerca del lugar el silencio se hizo en el auto. Había varias patrullas detenidas en lugares estratégicos. Un grupo de hombres, vestidos de negro y con capuchas, rodeaban una casa que parecía inhabitada. Con violencia tiraron la puerta: entraron. La madre del niño aprisionaba fuertemente las manos de su esposo, mientras escondía su rostro tras el asiento. Él la tomaba con fuerza y no perdía de vista los movimientos de los uniformados.  Estábamos a mitad de la calle.
De pronto se escucharon disparos. La mujer gritó y el padre estuvo a punto de bajar de la patrulla, fue detenido por dos policías. Silencio. Algunos encapuchados salieron de la casa empujando a un par de hombres. Uno de ellos alto y delgado con los brazos llenos de tatuajes. El otro, de cabello cano y prominente estómago. Después uno más salió: cabello negro, grandes y abultadas cejas y el  rostro descompuesto. Minutos después, un hombre  cruzó la puerta cargando consigo un pequeño bulto envuelto en una cobija. La pareja bajó apresurada de la patrulla y corrieron al lugar. Yo los seguí. La mujer se abalanzó sobre el niño y se lo arrebató al policía. El padre abrazó a los dos. Los tres lloraron por largo rato.
Cuando hubieron calmado la tristeza y desesperación  los tres voltearon hacia mí.
-          Hola, Christian – fue lo único que se me ocurrió decir.
Él dudó un momento y después con una amplia sonrisa me dijo: “Después me puedes acabar de contar el cuento”. Yo sonreí.

Mar



Por María Celeste Vargas Martínez


Al principio tenía miedo. Esa sensación extraña que te invade poco a poco, que comienza a recorrer tu cabeza, tu pecho, los brazos, las piernas y que se deposita tranquila en el estómago.  Y ahí se queda. Entonces sientes cómo miles de hormigas devoran tus entrañas. Y tienes  dolor y esa sensación de que tu estómago no está en su lugar. Después, el aire comienza a irse… cada vez más lejos.  Respiras pero nada llega a tus pulmones y desesperado abres la boca tratando de atrapar, a la fuerza, ese aire que pretende escaparse. Y te aferras de todo, porque afuera hay algo inmenso que te puede llevar lejos y olvidarte en algún lejano lugar.
Así me sentí yo la primera noche. Todo se movía. Era un constante balanceo que no me dejaba poner en pie. Me recosté en la cama y cerré los ojos. No quería ver cómo los objetos danzaban a mi alrededor. No escuchaba nada… absolutamente nada.  Mis oídos se habían hecho sordos a ese constante ir y venir del mar. No salí durante dos días de mi camarote. Me quedé encerrado ahí sin saber nada de lo que pasaba en el barco. A veces pensaba que le daba lástima al Capitán, pues me había dicho que jamás había visto a alguien con un rostro tan lleno de pavor.
De vez en cuando alguien iba a ofrecerme algo de comer: ¿Cómo probar alimento en esos momentos? Otros se acercaban a burlarse de mí. Contaban chistes sobre marineros y hacían bromas sobre mis malestares. Gozaban con las anécdotas de un marinero claustrofóbico y de un contramaestre con un vértigo severo. Reían a carcajadas cada vez que a alguien se le ocurría una broma nueva y se repetían una y otra vez los mismos chistes, y todos reían como si fuera la primera vez que los escuchaban. Ellos llevaban años sobre ese barco… era la primera vez que yo subía a uno y no lo hubiera hecho si el hambre y la enfermedad, que se había adueñado de mi pueblo desde hacía ya tiempo, no me hubieran obligado.
                Era un barco viejo. Parecía como si llevara una eternidad recorriendo cada puerto. Al principio pensé que en la primera tormenta toda su estructura se desplomaría y caería al mar como trozos de papel cortados por un niño. O que una gran ola lo sumergiría por completo y allá iríamos todos… olvidados del mundo.
Si hubiera sido por mí, me hubiera quedado encerrado ahí, pero el  Capitán llamaba a labores, ya se había ablandado por algún tiempo y no estaba dispuesto a ceder más.
                Cuando puse un pie en proa tuve miedo, frente a mí no había nada más que el azul del mar. Parecía un enorme espejo en el que nos deslizábamos sin problema alguno. No había nada a cientos de kilómetros… la tierra era ya un recuerdo lejano. El cielo estaba limpio, sin aves ni nubes que hicieran de las suyas allá arriba. Entonces respiré. Respiré como jamás lo había hecho. Un aire puro, con sabor a fresco, entró en mis pulmones y se esparció lentamente por mi cuerpo. Y lo sentí jugando con mis oídos. Cerré los ojos, levante los brazos, alcé el rostro al sol e imaginé que volaba. Volaba en medio de la nada, mientras el suave viento  chocaba con mis mejillas. Me sentí niño por primera vez desde hacía muchos años. Me vi volando sobre la casa de mis padres, viendo los animales pequeños, pequeñísimos, y a mi madre diciéndome adiós con sus brazos morenos mientras se alzaba la falda para entrar al  río. Vi a mi padre cultivando la tierra y limpiando su frente húmeda con el dorso del brazo. Y ahí estaba Clara con sus largas trenzas negras y la falda que se movía con el viento y dejaba al descubierto sus doradas piernas. Y mi hermano Pepe  con su cabello revuelto y el carrito de madera que Juan le hizo y El Pinto corriendo tras mi sombra, tratando de atraparla sin lograrlo. Todos vivían tranquilos en el pueblo, tal parecía que la enfermedad no había llegado a ellos.
                Me sentí vivo. Vivo como hacía tanto tiempo no me sentía. Mis pies aún vacilaban, pero el miedo ya se había alejado de mí.
                Por la noche vi un cielo inmenso, como un manto negro lleno de  velas eternas. Sentí paz y un susurro llegaba a mis oídos.  Esa noche arrojé miles de lágrimas al mar. En cada una de ellas se fueron los recuerdos. Esas imágenes que me habían atormentado por tanto tiempo se resbalaron de mis ojos y la inmensidad del mar se las llevó lejos y me dijo, con una dulce voz, que era momento de comenzar a andar.

martes, 2 de octubre de 2012

76



Esa tarde tuve que viajar a Tlaxcala, había un pedido urgente que debía entregar en la ciudad y otro más en Huamantla. No tenía ganas de viajar en un día así, atravesar la capital del país en Día de Muertos me llevaría más de tres horas… todas las personas salen a los panteones a llevarle flores a sus difuntos. Mas no había nadie en la empresa que llevara el pedido. Generalmente no se entrega mercancía urgente, pero en los últimos meses las ventas habían caído y la empresa de veladoras en la que trabajaba de chofer no andaba bien.  Cargué la mercancía y me fui.
            A las cuatro llegué a Huamantla, cerca del quiosco bajé la carga. La tienda, que vendía de todo, estaba llena de mujeres, cubiertas por rebozos, que esperaban las veladoras. Me tomé un refresco y una torta cortesía del tendero por llevarle ese mismo día el pedido. Pasadas las cinco me encaminé a Tlaxcala. Un viento frío soplaba y una espesa neblina comenzaba a cubrir la carretera. El cielo se oscureció, la neblina poco a poco se fue disipando y unas gruesas gotas fueron el inicio de la lluvia más fuerte que jamás he visto caer. No se veía nada en la carretera, sólo imágenes borrosas de los cerros a lo lejos. Prendí la radio  y un viejo  bolero se dejó escuchar.
La lluvia arreciaba. 
            De pronto vi en la autopista a una mujer con un niño en brazos, envuelto en un rebozo, y otro agarrado de su falda. Estaban ahí, parados, sin moverse, con la mirada fija no sé en qué mientras el agua les escurría por todo el cuerpo. Pensé: ¿Cómo puede salir alguien con esta lluvia y arriesgar a sus hijos? Me detuve. Bajé el vidrio y le pregunté  si podía ayudarla: “Vamos pa´ Tlaxcala”, dijo. No podía dejarla ahí con  los niños, así que les hice señas para que subieran.  Estaba empapada y aunque a los niños se les resbalaba el agua de los cabellos, parecían no tener frío. Ninguno temblaba, mientras yo ya me había puesto un grueso suéter. Les presté mi vieja cobija para que se secaran y les di  una chamarra para cubrirse del frío. Le hice saber a la mujer que no era buen día para sacar a los niños de casa, y creo que lo tomó como un regaño porque bajó la mirada y no dijo nada por unos minutos.
            Poco después, un hombre joven, una mujer con rostro de niña y un niño aguardaban a la orilla de la carretera. Mi acompañante me vio, sus labios no se abrieron, y yo sin decir palabra alguna sólo me detuve. Los tres  subieron a la cabina. Se secaron y se pusieron cómodos: “¡Caramba, pero cómo se les ocurre sacar a estos niños con esta lluvia!”, dije furioso, y cuando estaba a punto de continuar, el hombre respondió tranquilo… “Tenemos que ir a Tlaxcala”. Lo dijo  como si la frase lo fuera todo… como si fuera un deber el cual tienes que hacer forzosamente, aunque no estés de acuerdo o las ganas se te hayan ido.
            Para sorpresa mía,  metros más adelante otros dos hombres estaban parados a la orilla de la carretera. Ya comenzaba a oscurecer y entre la lluvia y la noche la visibilidad no era muy buena. Los hombres estaban parados ahí, mojados y sin moverse. “Donde caben seis caben setenta más… ¿No cree?”, me dijo el joven mientras abrazaba a su hijo que se había quedado dormido. No tuve otra opción que detenerme. Los hombres subieron a la caja y se acomodaron entre la carga, sólo les hice saber que no mojaran las cajas de veladoras, pues era mercancía que debía entregar.
            Y cuando comenzaba a charlar con las personas que me acompañaban, ya dejando mi enfado a un  lado, otra mujer estaba en el camino, y un metro más allá un niño como de doce años, y unos dos metros adelante tres niños. Me detuve, se acercaron a mí y todos se subieron a la camioneta.
            El hombre joven se llamaba Mario, su esposa Juana que apenas tenía quince años. Ella había huido de su casa y ambos construyeron un jacal entre Huamantla y Apizaco, a las orillas de un poblado que ni siquiera tenía nombre. Poco tiempo después tuvieron a su hijo y lo único que les molestaba era las largas distancias que tenían que recorrer para hacerse de agua y acercarse los víveres. Todos los domingos iban a Huamantla a hacer las compras, sólo tenían que cuidarse de los automovilistas que en esa carretera no tenían mucho cuidado.
   En el transcurso de la charla seguí deteniéndome y subiendo gente. Si ya había comenzado a levantar a algunos, por qué dejaría a los demás en medio del cielo caído. Y cada vez que subía a alguien pensaba… espero que sea el último.  Pero no, siempre había uno más… o varios más en los lugares menos pensados. No sabía cómo podían esperar al lado de lugares tan desolados. No se veía ni una sola casa próxima, ni paradas de autobús… ni nada. A veces estaban cerca de los árboles o entre dos caminos o en un puente… en cualquier lugar.
-          Espero que quepan todos allá atrás –dije un poco preocupado.
-          ¡Claro que cabrán! –señaló el hombre joven con su voz tranquila y pausada.
-          Pero he subido a tantos esta noche… no  sé cuantos van, no creo que… –no  terminé de decir la frase.
-          Van sesenta y faltan dieciséis –aclaró el hombre
Y antes que yo preguntara por qué llevaba la cuenta y por qué faltaban  dieciséis, el hombre me hizo señas para indicarme que un grupo estaba en la carretera. Eran diez, la mayoría adultos y uno que otro anciano. Pensé que el lugar donde habían decidido pedir un aventón no era apropiado: había una curva pronunciada y una carretera estrecha que seguramente llevaba a algún pueblo. Pero no dije nada. En el resto del camino no dije más. Mis acompañantes también guardaron silencio y sólo me indicaban con el dedo cuando alguien esperaba al lado de la carretera. Yo ya no veía nada, la noche había caído y la luna no iluminaba el campo. Sólo se dibujaban a lo lejos las siluetas de los cerros. Pero ellos sabían el lugar exacto en que las personas esperaban. A los últimos que levanté fueron  tres niños, dos hombres y una mujer.
-          Usted es muy bueno –dijo  el niño de la mujer que aún seguía prendado de su falda. No todos nos levantan… algunos nos ven y se alejan.
Sólo sonreí. Eran  casi las siete, entre la lluvia y levantar a la gente había perdido mucho tiempo. Ya entrando a Tlaxcala les pregunté dónde bajaban. Me señalaron una calle, de un lado había una inglesa, muy iluminada y celebrando misa, y enfrente el camposanto: lleno de personas, flores y rezos. Me paré en la calle y todos bajaron. Imaginé que irían a rezar en ese día de Todos los Santos. Me despedí. Ellos dieron las gracias todos a la vez y seguí mi camino hasta la plaza principal donde estaba el almacén para descargar. El dueño recibió la mercancía a regañadientes. Era muy tarde y sus clientes probablemente ya no comprarían veladoras: “Se me descompuso la camioneta y me quedé parado en la carretera” fue lo único que se ocurrió decir. Creo que me creyó y me invitó a pasar la noche en un pequeño hotel cerca de su establecimiento. Como la lluvia aún no paraba decidí dormir ahí. A la mañana siguiente me regresé a México.
Una semana después hice la misma ruta que esa noche lluviosa. Entonces era un día claro, de un sol intenso y un cielo azul. Cuando salí de Huamantla recordé a la mujer y a sus dos hijos. Y en el lugar exacto donde la subí  lo único que vi fue el campo y  tres cruces de metal adornadas con flores amarillas. En cada uno de los lugares donde me había  detenido aquella vez había cruces. Algunas solas, otras en pares, y en esa curva, donde el camino se dividía para dar paso a una angosta carretera, diez cruces aguardaban. Conté cada una de ellas, desde las primeras en Huamantla hasta las últimas al entrar a la Ciudad de Tlaxcala: eran 76.