El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 23 de mayo de 2014

¿Quién dijo que para contar historias se debe saber leer y escribir?

Les comparto una nueva publicación que forma parte del libro electrónico "Doble  en las rocas",  recientemente dado a conocer por Editorial Letralia (Venezuela, Mayo de 2014). La Editorial festeja su cumpleaños número 18 con  esta edición de autores de varios países. "Iletrado" surge de la tradición oral heredada de mi abuela Francisca, quien nos narraba sorprendentes historias nacidas en el campo mexicano. Una manera de rescatar la importancia de la oralidad  en las comunidades rurales. De ahí, el título de esta entrada: ¿Quién dijo que para contar historias se debe saber leer y escribir?





Iletrado




 Iletrado
Él no sabía leer ni escribir. Cuando iba a la ciudad a vender quesos, habas, quelites y algún guajolote por encargo, tomaba el autobús color de cielo. Se bajaba en el puente lleno de vida como el pasto del campo, “donde usted dobla pa’la derecha”, le decía al chofer. Conocía cada una de las calles de la colonia donde los jueves se ponía el mercado, y él ofertaba su mercancía, porque se guiaba por imágenes: la casa alta de ventanas tristes era donde entregaba el guajolote; la calle que está dos calles arriba de la casa donde en la pared está pintado un refresco; la calle de las casas del color de la sangre; y la calle del perro que siempre le ladra. Sí, conocía todas las calles. Él llegaba temprano cargando un bote de veinte litros en cada brazo y uno más prendido a un lazo que sostenía con su frente y caía en su espalda. Ahí llevaba su mercancía. Primero repartía los encargos, después vendía en el mercado.
Era moreno, de ojos negros y pequeños y frente amplia. Sus dientes estaban amarillos por el tabaco y la falta de aseo. Sus manos eran estrechas, de anchos dedos y llenas de callos. Conocía bien las monedas y sabía dar el cambio. Comía alguna memela o quesadilla de las mujeres, que al igual que él llegaban en el autobús cargando botes, costales y anafres.
Por la tarde regresaba al pueblo. Sabía que, además del autobús azul, también lo acercaba aquel del color de la tierra en cuyo costado había un rayo de sol. Lo abordaba. Entonces, cansado, con el sudor seco en las sienes y los pies dolidos, retornaba a su casa. Dejaba atrás el apretujar de la gente, las voces, el ruido, los empujones y los insultos. Un día alguien le dijo: “indio iletrado”, y él no entendió el insulto. Sí era indio, por sus venas corría sangre mazahua, hablaba jñatio y había aprendido español siendo muy niño. Sin embargo, ¿qué era iletrado?
Sí, Fidencio no sabía leer ni escribir, pero jamás he conocido a nadie que cuente historias tan majestuosas como las narradas por sus labios. Los fines de semana se levantaba muy temprano y comenzaba la labor del campo: alimentar a las gallinas, cambiar el agua de las aves, llevar a pastar a las vacas y revisar el sembradío. Cuando el sol estaba en medio del cielo y hasta él llegaba un olor a sopa con jitomate, a habas asándose en el comal y chile tatemándose a su lado, sabía que era hora de comer.
—Las tripas me rugen de tanta hambre —le decía a su esposa.
—Pos anda, ya siéntate... las tortillas están calientitas —aseguraba ella.
Fidencio jalaba la vieja silla, como la costumbre nos hace realizar algunos actos sin pensarlo, y se acercaba al fogón, ahí comía. Sin mesa ni manteles ni nada. Él y Panchita, su esposa, colocaban el plato cerca del fogón, se servían tacos de salsa y así acompañaban la sopa y los frijoles negros que nadaban en ella. Disfrutaba la comida, acompañada de un vaso de pulque.
Y cuando el sol se iba, cuando un ligero viento abofeteaba el rostro y las nubes blancas comenzaban a tornarse de un color menos pulcro, la casa solitaria de ese par de viejos se transformaba. El silencio de ambos moría tan lentamente como llegaba la noche. Y sus pasos aislados tomaban un nuevo sendero.
En el fogón se colocaba una gran olla de barro donde hervía el café con un trozo de canela. Fidencio sacaba su vieja silla, su amada silla, la ponía frente a ese círculo de tierra muy próximo al corral de los animales. Tomaba pequeñas piedras y rodeaba la tierra sin pasto: delimitaba el espacio dador de vida. De aquí y allá se hacía de ramas, encendía la fogata y sólo se distraía cuando en la hojarasca los pequeños pies comenzaban a hacer ruido. Entonces volteaba y allá los veía venir: uno a uno iban llegando los niños. Los hijos de Fortino, los de Claudia, los de Juana y Martiniano, los de Chole y desde luego los de Rocío, aunque ella estuviera peleada con los viejos y no les hablara.
Fidencio sonreía. Imaginaba que la milpa paría de uno en uno a los niños cuyos pies los llevaban a rodear el círculo. Nacían de pronto, moviendo las matas de maíz, esquivando los frijoles tiernos y las flores amarillas: “La tierra siempre provee”, decía para sí mismo al continuar con su labor.
—Siempre tan puntuales —señalaba Fidencio.
—Sí, en cuanto el sol se va sabemos que ya debemos encaminarnos pa’cá —aclaraba Eustolio.
—¿Qué nos contarás hoy, Tata? —preguntaba una niña.
Tata... Tata era como le decían todos esos pequeños carentes de parentesco con él. Fidencio sabía que no sólo la sangre creaba lazos familiares: la bondad, el amor y el respeto también lo hacían. Por ello disfruta escuchar la palabra Tata en los agrietados labios de los niños.
Entonces, Fidencio se sentaba y Panchita le llevaba una jarra de pulque, curado por él mismo, y café para los niños. El viejo tomaba la jarra con sus manos callosas y decía algo en voz baja. Después bebía con calma mientras los niños lo observaban. Cuando la jarra iba a la mitad, cuando los ojos de Fidencio estaban rojos y cuando sus manos temblaban ante la única bebida embriagante que los pobres tenían a su alcance... sólo entonces sus labios se abrían y las historias nacían. Corrían fluidas, vivas... amadas. Los niños escuchaban asombrados los relatos inverosímiles.
Los minutos pasaban y los personajes jamás imaginados danzaban entre el fuego. Caballos rojos, montados por una damisela envuelta en fuego recorrían el cielo de un pueblo habitado sólo por niños, quienes vivían en casas de paredes transparentes. Y a lo lejos se podía ver la montaña siniestra donde una urraca, que al caer la noche tomaba la forma de una mujer, vivía en un alto árbol de ramas violeta. Y si los niños ponían la atención precisa podían ver, danzando entre el fuego, a la rana parlanchina, al tejón ladrón y la mujer de cabellos largos, habitante del fondo del río.
Mientras algunos se embriagan con el pulque y perdían el conocimiento tumbados en los pisos de tierra de la cantina, allá a las faldas del cerro, la imaginación de Fidencio parecía despertar. Y a cada trago su cabeza se despejaba, levantaba los ojos enrojecidos por la bebida y en la noche oscura, entre la luz de las estrellas y las luciérnagas, imaginaba historias. O mejor dicho: las vivía.
—Oye Tata, ¿y ese toro de fuego puede venir en la noche y llevarnos con él? —preguntó un niño.
—Claro que no. Todo lo que sale de mi boca está aquí y aquí —dijo él al tocarse primero la cabeza y luego el corazón.
—¿Tampoco está la mujer con las piernas de guajolote? —preguntó una niña.
—Tampoco —aseguró el hombre.
—¿Y el hombre con cola de pescado que se lleva a los niños?
—No, él menos está —dijo Fidencio y tomó otro trago de pulque.
Entonces una luz se hizo en sus ojos y me miró fijamente: yo, un citadino llegado al pueblo hacía apenas unos meses, lo observé con detenimiento. Fidencio permitía que los adultos rodeáramos la fogata y escucháramos sus historias. Estiró la mano: “Tenga, amigo, tal vez necesite despejarse un poco la cabeza... la ciudad siempre atolondra a la gente”, me dijo. Tomé la jarra y bebí: jamás había tomado pulque. Pensé que su sabor sería desagradable... por el contrario, tenía un ligero dejo a amaranto. Bebí nuevamente y el líquido bajó por mi garganta, se depositó en mi estómago y de pronto sentí algo extraño recorriendo mi cuerpo. Escuché un ligero crujido, como si algo en mi cabeza se rompiera, y por primera vez desde hacía cinco meses logré ver el campo con otros ojos. Primero percibí un fuerte olor a animales, después llegó hasta mí el aroma del café disfrutado por los niños. Cerré los ojos y escuché el viento susurrando al pasar entre los sembradíos, es más, creí escuchar una risa cuando movió las ramas de la rosa de castilla que yacía a mi lado. Asustado abrí rápidamente los ojos y vi el cielo limpio, negro, con miles de puntos luminosos tarareando en lo alto. Estiré la mano y toqué a las luciérnagas y escuché su delicado aleteo cuando pasaron cerca de mi oído. Todos mis sentidos se habían abierto.
Jamás había bebido nada. Es más, era enemigo de cualquier bebida embriagante del cuerpo y la mente. Siempre relacioné el alcohol con la violencia y la falta de cordura, al ver a mi padre cayéndose de borracho. Pero ahora, ante la jarra de Fidencio que me pasaba de vez en cuando, esa bebida blancuzca y babosa me parecía el mejor elíxir para despertar los sentidos. Llevaba cinco meses sin escribir nada. Había dejado la ciudad, cansado del ruido y el tráfico, y me había refugiado en ese pequeño pueblo donde un conocido me vendió una casa. Todos los días me sentaba a escribir, al menos eso creía yo, al nacer la mañana. Llegaba el cantar de las aves, el mugir de las vacas y el ladrar de los perros. Y caía la tarde y yo seguía pegado a mi computadora sin teclear una sola palabra valiosa.
Ahora, después de tomar el pulque, mi mente se había despejado. Dejé a Fidencio, los niños y sus padres y me senté frente a mi máquina. Escribí, pero no escribí las historias brotando de mi imaginación, sino que me dediqué a plasmar los relatos nacidos, durante mucho tiempo, de los labios de Fidencio.
Un par de semanas después me encontré con el viejo tambaleándose a lo largo de la carretera. Se quitó el sombrero y, al hacerlo, pensé que se vendría hacía abajo. Olía terriblemente a mezcal y pulque. Sus dientes amarillos me sonrieron y después de un breve silencio me preguntó qué era iletrado. Al verme había recordado el viejo insulto en la ciudad. Yo, dudando, le respondí: “Es quien no conoce la letra escrita”. Él guardó silencio un momento y aclaré: “Quien no sabe leer y escribir”.
—¿Y todos lo que saben leer y escribir también saben contar historias como las mías? —me preguntó él con una incertidumbre notable.
—No —dije yo en seco.
—¿Si yo supiera leer y escribir podría contar mejores historias? —volvió a preguntar él.
—No —dije yo de forma sincera, pues Fidencio tenía una forma extraordinaria de narrar historias.
—¿Entonces para qué me serviría leer y escribir? —interrogó él.
—Para nada —le dije yo sin dudarlo. Yo sé leer y escribir y no puedo contar las historias que tú cuentas.
Fidencio guardó silencio un momento, se acercó a mí y me abrazó: “Si supiera que ayer por la noche cuando llovía, salí al corral para ver a mis gallinas que no dejaban de hacer alharaca. Entonces, miré pa’llá pa’l cerro y vi cómo un rayo iluminó el contorno oscuro... y entonces, todo el cerro se movió y se puso de pie... la tierra se estremeció... el durmiente fue despertado por el rayo”, dijo él arrojando su aliento alcoholizado sobre mi rostro. Nos fuimos los dos, rumbo a su casa, mientras él me narraba la historia de los durmientes de piedra, que a simple vista sólo eran cerros y montañas, pero a veces eran despertados por los rayos y entonces recorrían la tierra vigilando a los humanos.

sábado, 3 de mayo de 2014

¿La esclavitud es cosa del pasado?

En ocasiones pensamos que la esclavitud es un concepto perteneciente a otros tiempos, otras tierras... algo lejano que la historia se ha tragado y ocultado para siempre. Sin embargo, la esclavitud sigue caminando a nuestro lado... ¿por cuánto tiempo más?


Manos
Por María Celeste Vargas Martínez



Un rayo de luna se cuela por la pequeña ventana e ilumina los bultos tirados sobre el piso: ropa sucia, rostros cansados, manos callosas y la pobreza adherida a la piel. Afuera, cientos de sonidos entremezclados se combinan con el viento. Abultadas gotas de sudor resbalan por mis sienes. Las noches son calurosas y los días aun más. Mis ojos se niegan al sueño y sólo me dedico a contemplar el hueco de la pared. Mi madre decía que mis ojos eran negros, profundos como la noche y al verlos la paz llegaba a ella. Ahora, no sé cómo son mis ojos ni si aún propaguen la paz para los demás.
Mi bisabuelo me contó que hace muchos, pero muchos años, zarpaban enormes barcos repletos de negros. Atravesaban los mares, desnudos y encadenados, y con poco alimento cuando bien les iba. Llegaban hasta tierras lejanas donde los hombres blancos, de ropa limpia y olorosa, inspeccionaban sus dientes, sus cuerpos y tras el pago se los llevaban con ellos. Su vida transcurría bajo los rayos del sol y si las enfermedades no los mataban lo hacían los mismos hombres. Y cuando un barco era sorprendido en altamar parte de la carga iba dar al fondo de las aguas. El llanto, los gritos y el terror se apoderaban de todos.
Los ojos de mi bisabuelo se nublaban cuando llegaban a él las imágenes pasadas de boca en boca. Entonces se acercaba el cigarro a los labios, aspiraba fuertemente y después de un instante lanzaba el humo al viento. Y una leve ráfaga lo llevaba lejos: atravesaba el pueblo, el río, la selva, las montañas y se elevaba hasta las nubes donde desaparecía. Él decía que así el hombre se deshacía de los malos recuerdos, pero sólo por un tiempo porque al caer la lluvia los traía consigo y los depositaba en los ojos de los hombres, de donde resbalaban y se adherían a su piel. Sólo así ningún ser humano podía olvidar los recuerdos, las historias que han formado parte de su vida y de sus antepasados.
Hace cientos de años de ello y para mí parece tan cercano. No tengo fuertes dientes, mi cuerpo es débil y delgado. Es más, ni siquiera soy un hombre, apenas tengo diez años. Pero yo también he zarpado en barco, atravesado el mar escondido entre cajas y otros niños, y por mí también han pagado.
Mi nombre es Onome y desde hace un par de años estoy aquí en los plantíos de cacao de Costa de Marfil. Nací en una pequeña aldea cerca del río Kuilú. Mi padre, Accre, tiene cuatro esposas con seis hijos cada una. Yo nací de la última y más joven, con menos de treinta años encima y con el hambre pegada a los huesos. Desde los cuatro años la acompañaba al mercado empujando un destartalado carro de hojalata en el que vendíamos bebidas, café y todo cuanto fuera vendible. Aprendí a reñir con los hombres que pretendían irse sin pagar, a deshacerme del calor bajo la sombra del carro, y a engañar el hambre con los múltiples olores que inundaban el mercado. Al llegar a casa ayudaba a mi padre en las labores del campo y cuidaba a mis hermanos menores. Pero un día un hombre llegó, habló con mi padre y los ancianos del consejo. Cuando los vi salir de la pequeña habitación el hombre sonreía y le entregaba a mi padre un fajo de dinero. Mi madre me hizo saber que debía abandonar la aldea y seguir a aquel hombre: “Sólo por un par de años, después regresarás con mucho dinero”. Vi los ojos tristes de mi madre mientras apretaba a mi hermano más pequeño contra su cuerpo. Esa misma tarde mi padre se gastó una parte de los quince euros que recibió por mí, bebiendo con sus amigos. Después aquel hombre alto, delgado, de mirada penetrante, vino por mí y cinco niños más. Todos partimos cuando los sonidos de la selva comenzaban a inundar la noche. Yo era el más joven del grupo. Todos caminamos en silencio a las orillas del río Kuilú. Nuestros estrechos pies se impregnaban de la tierra suelta del camino y las delgadas sandalias, remendadas una y otra vez, parecía que darían su último respiro. Nuestros pasos eran apresurados, guiados por la sombra silenciosa del hombre alto.
Después de caminar un par de horas llegamos cerca de otro poblado donde un vehículo esperaba. Nos subimos rápidamente a él y nos acomodamos en los lugares vacíos, pues había más niños y el chofer aguardando nuestra llegada. El viaje fue largo y desde mi lugar sólo podía ver la cabeza rapada de un niño mayor. El carro saltaba constantemente por lo estrecho y descuidado del camino y el crujir de la hojalata me hacía pensar en que mi madre empujaría sola el carrito al mercado. Antes de llegar a un retén, el hombre que me había comprado bajó del carro para charlar con los guardias. Me levanté un poco y asomé los ojos por el maltratado vidrio, lo vi a él y a los sonrientes guardias recibiendo dinero. Regresó al auto, pasamos sin problemas. A lo largo del viaje el auto se detuvo un par de veces más, el hombre bajaba y yo imaginaba las escenas siguientes. Tenía hambre, no había comido nada desde la mañana e imagino que los otros niños estaban en la misma situación que yo. Paramos cuando el sol estaba a punto de salir. Llegamos a un poblado donde una leve brisa nos daba de lleno en el rostro. Los hombres guardaron el auto en un viejo edificio y nos indicaron que durmiéramos un rato. Nos acostamos sobre el piso viejo, uno cerca del otro.
Un par de horas después, el sol me dio de lleno en la cara y pude ver al hombre alto que entraba al lugar llevando consigo unas bolsas de plástico. Un fuerte olor invadió mi nariz y entró de golpe a mi estómago: “Despiértalos”, le dijo al chofer. Yo me incorporé en cuanto lo sentí venir y algunos de los niños también: el olor los había despertado. Todos teníamos hambre, pero nadie estaba dispuesto a hablar. Nos ofrecieron un poco de pan con pescado, que en realidad no sabía tan bien, pero servía para aplacar el hambre. “Ya hablé con el capitán: todo está bien”, dijo el hombre al chofer mientras le ofrecía pan y café.
Seguía con hambre. La comida sólo había despertado más mi estómago vacío, pero ya no había nada en la bolsa. Miré a los otros niños, mis cinco acompañantes eran vecinos de la aldea, a los otros diez no los conocía. Sólo cinco de ellos se veían más jóvenes que yo, los demás eran mayores. Los pequeños iban descalzos, con pantalones cortos y desgastados y camisas sin mangas que en otro tiempo fueron de colores claros. Sus ojos inspeccionaban todo cuanto había en esa gran habitación que servía de cochera y cuarto de trebejos. Parecían asustados y dos de ellos tal vez eran hermanos, siempre estaban juntos, compartían la comida y se cuidaban de los demás.
Pasamos el día encerrados en esa habitación escuchando a lo lejos los gritos de la gente en algún mercado, y extraños sonidos, como de bramidos de un gran animal enojado. Por la tarde, uno de los niños mayores se dirigió a los hombres y les exigió alimento. El chofer rió y el hombre alto golpeó al niño en la cabeza: “Se comerá cuando yo diga”, ladró. Un par de horas después salió para regresar casi de inmediato llevando consigo una bolsa con algo. Nos arrojó el contenido y varias frutas rodaron hasta nuestros pies. Nos lanzamos sobre ellas y las devoramos inmediatamente.
Al anochecer nos pusimos en marcha. Caminamos por varias calles hasta que llegamos a un lugar donde barcos aguardaban. Imaginé que esos grandes animales eran los que rugían durante el día. Rodeamos un viejo edificio construido de madera maltrecha y con olor a orines. Llegamos hasta un roído barco, que en sus buenos tiempos había sido rojo. Jamás había visto uno de cerca. Sólo los conocía por las historias de mi bisabuelo. Eran enormes e imaginé cuántas personas podían guardar en sus entrañas y entonces me dio miedo. Mi estómago comenzó a temblar y pensé que nos desnudarían y encadenarían ahí adentro. Retrocedí, pero el chofer me dio un empujón. Mis manos comenzaron a temblar y mis ojos inspeccionaban el lugar: cientos de cajas apiladas aquí y allá, un edificio viejo con una débil luz pendiendo de una roída lámpara y dos autos con policías se divisaban a lo lejos, en la entrada de una calle estrecha. Un par de guardias se acercaron a nosotros y recibieron su respectivo pago, después de reñir un poco con el hombre alto. Subimos al barco por una escalinata de madera. Al llegar, un hombre viejo y de barba blanca nos recibió sonriente: “¡Ah, buena compra, muchacho! Con ellos el barco está lleno”, dijo a los hombres. Otro hombre, pequeño y de grandes manos, nos indicó el camino. De reojo vi a aquellos despedirse. Bajamos por una escalinata de metal, llegamos hasta una oscura bóveda donde todo era silencio y un olor pestilente inundaba el aire que debía ser puro. El hombre nos dejó ahí y puso en nuestras manos un poco de pan. Lo devoramos inmediatamente.
Sólo cuando se escuchó el ruido de sus zapatos chocando contra el último escalón, una tenue luz se hizo de la nada: cientos de rostros estaban ante nosotros. En el lugar había algunas cajas apiladas y niños, mujeres y adultos con ojos asustados apretujados unos contra otros. Se escuchó el llanto de un bebé.
El barco comenzó a moverse y nuestros cuerpos a titubear. Al principio el movimiento era lento, después aumentó su intensidad... mi estómago comenzó a protestar. Durante el viaje, algunos hablaban del dinero que ganarían pizcando café en las tierras fértiles de Costa de Marfil. Otros hacían planes diciendo qué se comprarían después de un par de años de trabajar. Yo no sabía qué decir. Uno de mis hermanos mayores había partido al lugar años atrás y regresó diferente. Ya no sonreía, sus manos eran rudas, sus ojos perversos y su cuerpo estaba lleno de cicatrices, aunque con dinero en los bolsillos.
Pasamos largas horas en ese lugar. De vez en vez se escuchaba el llanto de un niño y una madre le cantaba en voz baja una canción de cuna que también me arrulló a mí. Después de algunas horas, el barco comenzó a moverse más... los que habíamos logrado dormir despertamos de súbito. Los apresurados pasos de un hombre bajando por la escalera nos pusieron alerta. “Vamos, vamos, todos deben subir”, dijo mientras daba empellones a los más cercanos a él. Subimos corriendo las estrechas escaleras, y ya cerca de la salida perdí una de mis sandalias. No tuve tiempo de regresar pues otros niños apresuraban más mis pasos. Salimos todos de nuestro escondite. La noche era negra e inmensa. El cielo estrellado y sólo una luz tenue se veía acercarse a nosotros. El capitán del barco se acercó a un par de hombres de su tripulación: “Están a media hora de nosotros”, fue todo lo que dijo y regresó por donde había venido. El llanto se hizo presente. Mi corazón estaba a punto de salir del pecho, y mi cuerpo húmedo temblaba. Miré a mi alrededor: los niños pequeños lloraban, las mujeres abrazaban a sus hijos con gruesas lágrimas en los ojos y los hombres, con los ojos enormes queriendo salirse de las cuencas, veían despavoridos hacia todos lados. La luz se acercó y una especie de puente de madera llegó hasta nuestros pies. “Suban”, gritó el capitán. Apresurados obedecimos. El puente era estrecho, nuestros pasos rápidos y algunos titubearon en la oscuridad de la noche y sólo escuché sus gritos y el choque de sus cuerpos cayendo al mar. Pasamos a un barco todavía más viejo que el anterior.
—Estarán aquí pronto —dijo el viejo capitán a un hombre más joven del otro barco.
—¿Cómo supieron? —preguntó aquél.
—¡Esos malditos saben todo! Si me atrapan con esta carga no saldré jamás de prisión —señaló al capitán alterado.
—No hay lugar para todos —musitó el más joven.
—¿Y qué hago con ellos? —interrogó el capitán enfadado.
—Tú sabrás... ¡El mar acepta todo! —gritó el hombre mientras ordenaba a los suyos quitar el puente.
Volteé y vi los ojos extrañados de quienes se quedaron a bordo. Algunos hombres trataron de saltar, pero no alcanzaron su objetivo. Entre los que se quedaron pude ver a los pequeños hermanos que se abrazaban mientras sus ojos eran devorados por el espanto. Los hombres del capitán acercaban a ellos toneles y otros objetos de donde amarraban largas cuerdas. El golpe de un niño me hizo vigilar mis pasos. Bajamos hasta un lugar no tan grande como el primero, pero con poco espacio. Había ahí más niños y niñas y algunos hombres y mujeres, y en poco tiempo el calor se hizo insoportable. Un penetrante olor a orines y excremento invadió inmediatamente el espacio. Algunos sollozos se dejaban oír de vez en cuando, pero el silencio reinó por un largo rato.
Después del susto alguien dijo: “Su barco fue alcanzado por las autoridades”, y al decirlo lo hacía con temor y orgullo de que el de ellos hubiera salido bien librado.
No había espacio para recostarnos o por lo menos sentarnos. Si alguien hacía eso seguramente sería aplastado. El oxígeno se hizo caliente y pesado. De pronto sentía cómo mi pecho se aceleraba más y más. Algunos comenzaron a gritar, un par de mujeres cayeron al piso. Después de una hora, tal vez, una puerta se abrió en lo alto y una leve brisa entró de repente y refrescó el ambiente.
Por la mañana el sol iluminó el lugar. Los hombres del barco arrojaron un poco de agua y trozos de fruta y pan. Quienes lograron hacerse de algunos pudieron comer. A las pocas horas el barco se detuvo, pero no salimos hasta caída la tarde cuando nos indicaron que lo hiciéramos. Descendimos. El piso se movía bajo mis pies. Unos viejos autobuses nos esperaban. Hicimos filas y antes de subir a los vehículos alguien puso en nuestras manos una fruta. La comí frenético. Llegamos a una finca cuando el sol aún no se metía. Bajamos y un grupo de hombres esperaba al lado de los autobuses. Nos formaron por tamaños y ellos se acercaron a nosotros. Nos señalaban y otros hombres nos apartaban y formaban más grupos. Después, subí a otro auto con varios niños y algunos adolescentes. Un hombre viejo nos miraba con una leve sonrisa en el rostro.
Ya entrada la noche llegamos a otra finca. Descendimos del vehículo y unas mujeres, negras y delgadas como la noche, nos ofrecieron algunas mantas y un poco de alimento. Ese día dormimos al aire libre.
A la mañana siguiente nos levantó temprano la voz de un negro prominente y chimuelo. Puso en mis manos un asador y unos trozos de madera: “Tienen que hacer los tabiques para construir las casas”, bufó y nos miró con recelo a todos. Seguimos a un par de adolescentes delgados. A media mañana ya estaba con los pies embadurnados de lodo y sin saber dónde había quedado mi otra sandalia. Hacíamos los tabiques y cuando estaban secos los apilábamos de siete en siete sobre nuestras cabezas para llevarlos donde otros niños se dedicaban a la construcción de las casas. Los primeros días creí no poder. El lodo se deshacía en mis manos y ningún ladrillo salía de ahí, pero cada golpe del hombre chimuelo me hizo no dudar y aprender rápido.
Después de construir la casa, llegó la pizca. Desde temprano nos levantaba aquel hombre y con un golpe en la cabeza rapada nos hacía saber que era hora de comenzar a trabajar. A mediodía llegaban hasta nosotros un par de adolescentes cargando unas ollas. Una de ellas delgada y de largos y gruesos huesos, la otra pequeña y cabello enredado en el cráneo. Mientras una de ellas servía la escasa comida, el hombre chimuelo se llevaba a la otra hasta las casas donde hacía lo que hacían los mayores. Cada día se llevaba a una diferente y cada día cada una de ellas regresaba con un ojo morado.
Día con día mis manos se hicieron fuertes. Y con el paso de los años las manos de todos se han forjado, de pequeñas extremidades de niños, a fuertes y callosas manos de hombres. Entre la oscuridad mis manos buscan la colilla que tirara el hombre chimuelo por la tarde. La encuentro, la enciendo y aspiro fuerte para luego lanzar el humo al viento. Lo veo alejarse por la ventana. Y los recuerdos de los años en estos campos se van lejos, para que luego, algún día cuando esté en mi aldea la lluvia caiga y deposite en mis ojos estos duros recuerdos y ahora, aunque sea sólo un momento, me olvide de todo y escuche la voz de mi madre susurrando entre los cafetales: “Onome, regresarás con mucho dinero”.