El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Sola




Por María Celeste Vargas Martínez 

Cuando nació
se sintió sola,
parida en una cama fría,
con una madre que no resistió,
lloró, lloró y nadie acudió;
sus ojos se secaron y la garganta se cerró,
la encontró la vecina cuando el Sol salió.

Batida de sangre, 
con el cordón atado al cuerpo muerto de su madre.
Un cuchillo la separó,
el llanto volvió
y la cálida leche de biberón usado
                        la alimentó.

“No sabía que estaba preñada”,
dijo una mujer  y otra respondió.
“Hubiera muerto con ella: ¿qué le vamos a hacer?”.
Pensaron tirarla,
dejarla cerca de la carretera
donde  alguien se compadeciera,
más la noche fue lluviosa
y el remordimiento no las dejaba.

La cuidaron
la alimentaron  con leche de vaca
que una de ellas conseguía
por tumbarse en la cama
y dejar que el hombre maloliente con su cuerpo jugara.

Pasaron los días
y se unió a los críos de las mariposas
que en las noches se desnudaban.

Y el cuerpo de su madre
se deshizo en una zanja.

Creció con ellos, mas la soledad anidó en su alma,
nunca fue a la escuela
vistió remendados y calzó lo que otros le daban,
en el día hacía aseo, planchaba y lavaba,
por la noche se ocultaba bajo la cama
temerosa de que algún hombre le hiciera lo que a la Juana.

Creció:
cabello oscuro, ojos negros y piernas delgadas,
labios carnosos, rostro bello, sonrisa de niña
y la soledad tras ella refugiada.

Fue llevada a una esquina,
aún los quince no la alcanzaban,
falda  corta, sueños rotos
            y en los ojos el miedo se reflejaba.
Un auto se detiene, el vidrio baja,
un hombre sonríe, ella se aleja
y una mujer la empuja… el auto se la traga.
Un hotel cercano, una habitación fría,
el hombre se desnuda y a ella la arroja en la cama.
La oprime, la voltea, la sienta
le dice todo lo que le haga,
ella tiembla
se siente sola… sola y ya sin alma.
La noche acaba
y han sido siete los que han pasado por esa cama.

En el día hace aseo, y trabaja con desgana,
en la  noche se viste para ser una dama,
ya no tiembla
ya no teme a los hombres que le pagan,
cumple sus deseos y escucha sus sucias palabras,
se viste y vuelve a su esquina  a fumar los años que le faltan,
ya no llora
 tampoco ríe,
 y con las mujeres de otras cosas habla,
aprende posiciones, la adoctrinan en temas del alma,
mas ella cree  que el alma no existe
que es algo que los ricos pueden comprar cada mañana
y en la noche antes de verla a ella
la protegen muy bien es su casa,
la arropan, la perfuman y a su mujer encargan,
mujer que cuida a los niños y la casa
y no debe retozar, como ellos quieren, en una cama.

La soledad la  acompaña cada noche
y en el hotel junto a la ventana aguarda,
la ve fingir  e imaginar una vida falsa,
un hombre pasa, otro más,
y un joven, obligado por su padre, a amar a mujer barata,
él dice que podría amarla
ella no cree en nada,
cada semana regresa y unos fierros más le paga,
pasa el tiempo
            y él pegado a su cama,
promete un futuro
            una vida lejos
                                   y una casa,
pero un día cualquiera
ella lo ve abrazando a mujer delgada:
ropa fina
manos delicadas,
anillos en los dedos y sonrisa en la cara,
la soledad la abraza y en una caja le entrega su alma,
se ve de niña en la cama
el llanto, el hambre  riendo a carcajadas,
se encamina a su estancia,
en una viga  hace dos amarras:
en una ella
y en otra su alma.

A ése... no lo conozco



Por María Celeste Vargas Martínez

La niña, de lágrimas secas y sonrisa perdida, tomó el oso de felpa café y lo apretó a su cuerpo. Se acomodó en esa gran silla. Alisó el vestido que le había puesto su abuela, a sabiendas de que a ella no le gustaban los vestidos, y miró uno a uno el rostro de los hombres que ahí se encontraban: aquél parecía el enorme sujeto que siempre está en silencio en la puerta del lugar donde comían, con un gran gorro blanco y una charola en la mano; el otro asemejaba  a un  animal molesto y con el ceño dispuesto a discutir; el de más allá  tenía un aire de un mueble viejo donde las abuelas guardan todo aquello que  no quieren que uno encuentre.
A todos los observó en silencio.
            Se detuvo en el último, sus pequeños pies, que no alcanzaban el piso, se quedaron quietos. Si el oso hubiese sido un ser vivo, en ese momento el aire se hubiera alejado de sus pulmones y muchas lágrimas se desprenderían de sus ojos de madera. Ella se quedó inmóvil: “A ése… no lo conozco”, dijo  y contuvo las lágrimas que su abuela le había dicho que no derramara. 
Bajó la vista y quiso no recordar.

La verdad mata



Por María Celeste Vargas Martínez

Su corazón latía frenético y un olor a gasolina entraba lentamente por su nariz amoratada. Su cabeza chocaba con algunos tubos y el miedo cobijaba su cuerpo dolido por los golpes.
-   ¡Cuídala… y a los niños! – susurró.
El auto frenó. Su quijada comenzó a temblar. El portaequipaje se abrió y un una luz lo cegó. “¡Llegó tu hora!”, dijo uno de los hombres.
Él ya no quiso hablar: ellos callarían sus palabras. Las lágrimas se agolparon en sus ojos.
-   ¿Creíste que la policía te iba a ayudar? ¿Quién crees que nos dijo?
            Un disparó y una ráfaga. Cayó de rodillas, para después quedar sobre la tierra.
-          ¡Pinches periodistas! – dijo un hombre.
El auto se alejó y la muerte, profunda y sola, se inclinó sobre él y lo abrazó. 

                                                      *                      *                  *

 Nota: Por desgracia vivimos en un país donde la verdad puede matar. La impunidad y la inseguridad deambulan todos los días por las calles olvidadas de nuestra nación. A nadie le importa que México sea un país peligroso para los periodistas. Nadie parece pensar en los periodistas muertos y desaparecidos. ¿Por qué habrían de hacerlo? No son sus esposos o esposas, sus hermanos o hermanas, sus hijos o hijas… ni siquiera son conocidos. Pero la muerte de un periodista es otro paso de la sociedad al silencio, a la apatía… a la oscuridad.
            No más periodistas muertos. No más mexicanos asesinados y desaparecidos.
 Porque los periodistas también tenemos derecho a gritar.