El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

sábado, 10 de octubre de 2015

De mexicanos desaparecidos, mineros explotados y periodistas acallados




He publicado dos libros más: El desierto de las mil bocas y Aquí no cabe el olvido.  En realidad lo que deseaba hacer era un par de artículos: uno hablaría sobre los trabajadores de los pozos de carbón en México; y el otro acerca de los desaparecidos en el país. Pero los artículos nunca tomaron forma y el resultado fue una serie de historias, las cuales, al pasar de los meses, se transformaron en libros.  Cuánto de lo escrito es verdad y cuánto es ficción, no lo sé, pero habrá que descubrirlo al ir leyendo.
Los libros están a la venta de forma personal. El desierto de las mil bocas  tiene un costo de 100 pesos mexicanos  y Aquí no cabe el olvido de 120, ambos más gastos de envío. La entrega  para el Distrito Federal  y el área metropolitana es martes, jueves y sábado en Polanco. Para el resto de país  sería por medio de Estafeta.
Para cualquier información comuníquense por este medio o al correo  mcelestevargasm@yahoo.com.mx



El desierto de las mil bocas

En las tierras desérticas de Coahuila, hombres de rostros oscuros y manos callosas son tragados por las bocazas profundas y hambrientas de los pozos de carbón. Marco, periodista de profesión, decide investigar sobre las condiciones de vida y trabajo de los mineros: explotación, falta de capacitación, inseguridad y sueldos ínfimos son una constante. Y el sufrimiento de las mujeres cuyos esposos, hermanos e hijos no fueron escupidos por la tierra, se derrama de los ojos marchitos, tan áridos como ésta. 
                Sin una tumba donde llorar, Fidelia, la joven mujer cuyo marido quedó enterrado en un pozo, ayudará a Marco a descubrir lo que las negras oquedades encierran. Pero investigar en México, indagar más allá de lo que algunos desean se dé a conocer, llevará al periodista a ser devorado por una de las tantas bocas del desierto.


Aquí no cabe el olvido
            El olvido es desesperación, tristeza y angustia.
                                               El olvido es tranquilidad y alegría.
            El olvido es la muerte… El olvido es vivir.

En un México donde la cifra de desaparecidos aumenta cada año, madres, esposas, padres, maridos, hijas, hermanos, buscan a aquellos cuyos rostros no han vuelto a ver más.  Los días transcurren tras el constante ajetreo, las frases trilladas, la indiferencia y la apatía. Los personajes tratan de salir de la oscuridad, buscan la luz, la tranquilidad y exigen, a los políticos, ajenos a la realidad mexicana, el regreso de sus desaparecidos.
                 Aquí no cabe el olvido presenta de forma ligera y ágil las historias de nueve personajes cuyos seres queridos desaparecieron: desde el marido golpeador quien sólo da sufrimiento y dolor, hasta la madre desesperada cuyos hijos fueron sustraídos de un parque. Nueve historias, nueve caminos, nueve situaciones diferentes, miles de vidas que concurren sólo para recordar que en el fondo aún queda la esperanza y el deseo de jamás olvidar.
                              



lunes, 5 de octubre de 2015

Nuestras mascotas que no lo eran



Por María Celeste Vargas Martínez y Daniel Lara Sánchez

Las mascotas son una parte importante de la vida del ser humano, son un miembro más de la familia. Las mascotas nos reconfortan, nos acompañan, nos cuidan y nos dan amor. En estos días hemos estado pensado en “nuestras” mascotas. ¿Por qué las comillas? Porque todas ellas han sido nuestras sin serlo en realidad. Por lo general uno se hace de una mascota cuando la compra o pide a alguien que se la regale. Uno decidió tener un animal en casa, cuidarlo y protegerlo. En nuestro caso no ha sido así, pues todos, inteligentemente, nos adoptaron a nosotros. Sí, fueron ellos quienes nos escogieron para estar a su lado.
                El primero fue un viejo y flaco gato negro. Un día se apareció en la ventana, maulló y poco después, en menos de dos semanas, formó su pandilla. A El Negro, como lo bautizamos, le siguieron El Gris y La Don Gato (tardamos unos días en convencerla de acercarse a nosotros y ahí descubrimos que era hembra... ni modo, el nombre ya lo tenía y no se lo cambiamos).
                Continuaron La Pantera I, Silvestre, El Esponjoso, Guizma, El Payasito, El Montés (a quien nuestra pequeña sobrina le decía “El Camotes”) y la Pantera II. La mayoría de ellos eran callejeros, salvo La Don Gato, El Gris (quienes eran de los vecinos de al lado) y La Pantera II. Esta última, una bella gata de pelaje sedoso, con más de trece kilos de peso, quien decidió dejar a sus dueños para permanecer con nosotros. Un animal tan bien cuidado que tenía alergia a las pulgas de los gatos callejeros. A La Don Gato y a La Pantera las bañábamos con regularidad, pero cuando El Negro veía las cubetas de agua caliente, no lo volvíamos a ver hasta una o dos semanas después. Era el gato más sucio de todos.
                Luego llegó El Boby’s, un pequeño maltés a quien las gatas no dejaban en paz. Un perro que nunca ladraba, lo creíamos mudo, hasta que un día sorprendió a todos con su potente y enérgico ladrido.  Siguió Huck, un beagle negro, más que perro parecía un barril sin fondo: siempre tenía hambre. Le pusimos Huck por sus ojos tristes y porque su familia se mudó y lo abandonó. Huck, como el inseparable amigo de Tom Sawyer, quien vivía como podía en lo alto de un árbol… en el fondo teníamos la esperanza de que en algún momento, el pequeño beagle encontrara a su Tom. Desde el día en que nos visitó por primera vez, no sólo iba a comer, sino a hacer la siesta y a cuidar lo que, a su parecer, era de su propiedad, se apegó a nosotros.
                Y finalmente, Salomé. La gran perra negra, protectora y juguetona, a quien no le gustaba que descansáramos cuando ella estaba presente: sin más nos empujaba por la espalda para que continuáramos jugando. Era curiosa, cual gato: siempre estaba atenta a nuestras acciones. Era cariñosa: nos apresaba con sus patas delanteras y restregaba su cabeza en nosotros. Pedía comida tronando las quijadas y le gustaba que le rascáramos la cabeza y el cuello.
                En estos momentos tenemos un montón de pájaros (gorriones, palomas y colibríes) a quienes alimentar. Los primeros han hecho nidos en los árboles del jardín, las segundas pasan la noche en las ramas y los terceros sólo vienen a comer. Por si fuera poco, también hay un par de lagartijos (uno negro y uno verde) quienes le roban la comida a los pájaros.
                 
                Como verán, hemos tenido muchas mascotas, sin que ninguna haya sido nuestra en realidad. Adoptamos gatos y perros abandonados; adoptamos gatos y perros con “dueños” quienes, seguramente, no les daban un hogar. Pero la verdad, todos esos animales nos adoptaron a nosotros, nos dieron un hogar cálido y nos regalaron momentos llenos de alegría y amor.
                Por el momento no tenemos perros ni gatos, pero sabemos que tarde o temprano uno tocará a nuestra puerta y decidirá quedarse con nosotros. 

                Aquí un viejo poema sobre algunas de “nuestras” mascotas:

Don gato era traviesa,
coqueta
y gustaba dormir a sus anchas,
cuando dormía más parecía
que a la muerte visitaba
y luego de larga
muy larga charla con ella
tranquila regresaba,
abría sus ojos bizcos
y con pereza se levantaba,

Don gato             era   gata
mas de lejos yo no veía nada,
se parecía
a ese gato dibujado y pícaro
que de niña yo amaba,
sólo le faltaba el sombrero y el chaleco
pero dije que Don gato se llamara,
pues el sexo no me importaba,

era celosa
y cuando Daniel
fotografiaba a la Pantera,
Don gato enfurecía
y sin más
un golpe en la cabeza a él le daba,

la Pantera era fiel,
aunque de extraño comportamiento,
y muchas veces
pedí a gritos un psicólogo para ella,
sus temores
más de uno eran:
los gatos
los ratones
los juguetes plásticos
y los ruidos en la noche,

la Pantera estaba loca
y lo único que faltaba
las pulgas: le afectaban,
pero era tierna
amorosa
y a todos             después              cuidaba,

el Gris huraño,
Silvestre juguetón
- el preferido de aquella -
el Esponjoso glotón
-          un hueso bien asado
nunca despreciaba
y cuando se enchilaba
corría al lavadero y el agua          poco le duraba  -
el Montés con mirada perversa
-    rechazado
por su ojo casi cerrado,
pero era fiel a su manera -
el Payasito me daba miedo,
el Huesos demasiado flaco,
el Pantera sigiloso,
la Guizma productiva
y tierna,

y el Negro
sucio
indiferente,
si ponías la mano sobre su lomo
una nube de polvo se alzaba,

él los trajo a todos,
llamó una vez a la ventana
y yo
- inocente -
le ofrecí comida
para que se marchara,
regresó un día
y otro
y cuando vimos
ya eran diecisiete los gatos huérfanos
que en nuestra casa estaban,

la comida aumentó
y los gatos no paraban,
a veces pienso
que entre ellos se llamaban,
corrían la voz
que en nuestra casa
a cualquiera no le faltaba nada,

pero, ¿el perro?
¿Quien le dijo al perro
que los animales nos gustaban?
los perros y los gatos no se llevan,
mucho menos se hablan,
la Don gato odiaba al perro
y entre ella y Guizma lo acosaban,
una lo distraía
mientras la otra
sobre su yugular se lanzaba,

uno más y  aumentó la lista,
pero a él
las salchichas le gustaban,

todos eran buenos,
fieles y tercos,
y por la noche
agradecidos
nos cuidaban.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Sólo no volvió



Se apretó los dedos. Los nervios no habían desaparecido y la preocupación se abrió camino. Era la primera vez que su hijo no llegaba a dormir. Lo esperó hasta las doce de la noche, cuando el sueño la cogió en el sillón y se olvidó de todo. Pero no durmió completamente. A veces sentía despertar y aunque deseaba abrir los ojos no podía hacerlo, y una serie de imágenes danzaba frenéticamente frente a ellos.  
            Se asomó por la ventana. Afuera el patio estaba mojado y de las hojas verdes del naranjo escurrían gruesas gotas de agua. Tomás, su perro labrador de diez años,  se acercó a la ventana cuando la vio. Él también estaba preocupado: “No llegó”, fue todo lo que dijo. El animal se echó cerca de la puerta, siempre viendo hacia la calle: seguía esperando a su amo.
            Alma buscó en su agenda, tomó el teléfono. Una y otra vez estuvo marcando  los números que sus manos  con artritis habían garabateado en esa libreta de hojas amarillentas. En cada número era la misma respuesta. Se encaminó a la cocina y se coció un huevo sobre el comal, lo acompañó con frijoles, salsa verde y un café muy caliente. Comió aprisa. Se bañó de la misma manera y después salió a la calle.
-          Cuida la casa, al rato vengo – le dijo a Tomás.
El perro se asomó por la reja y ladró hasta que su ama dio vuelta en la  esquina.
En la fábrica, el vigilante le dijo que  Máximo había salido a las tres de la tarde: “La hora de siempre, seño”.  Su hijo se iba a casa al salir de trabajar y cuando pensaba  ir a otro lugar generalmente llamaba para informarle, pero ayer no lo había hecho. Estuvo afuera de la empresa hasta que la alarma del lugar sonó,  indicándoles a los obreros que era hora de salir.  A las tres de la tarde las paredes grises del lugar comenzaron a parir a  los primeros hombres. Ella, sin conocerlos, le preguntó a cada uno si había visto a su hijo. Nadie sabía nada.
-          Nos fuimos en el mismo camión, él se bajó donde siempre… en la parada del árbol. Yo le dije que se fuera hasta mi casa y esperara a que dejara de llover, porque estaba lloviendo muy fuerte, pero no quiso – le hizo saber Nando, el amigo de  su hijo.
Ella temblaba. Nando tomó sus manos: “Si quiere la acompaño a buscarlo”, le dijo él al ver su rostro  preocupado y con lágrimas. Siguieron preguntando por él a los compañeros, después tomaron el autobús y llegaron a la parada donde él descendía. Preguntaron al checador de los micros.
-          No,  no lo he visto. Yo ayer estuve metido allá – y al decirlo señaló un  establecimiento cruzando la calle – como llovió a cantaros me quedé ahí hasta que la lluvia paró… Como a eso de las seis.
Alma y Nando caminaron por la larga calle donde se encontraban  las bodegas de algunos grandes almacenes. Alma, de vez en vez, arrastraba sus pies cansados que se enredaban entre la basura y piedras que la lluvia del día anterior  había dejado. Estuvo a punto de caer  cuando un par de bolsas de plástico se le enredaron en los pies, pero Nando la sostuvo.
-          Llovió muy fuerte ayer – dijo el hombre.
No sabía qué más decir. Pensaba en su amigo, pensaba en dónde podía estar… pensaba en qué haría esa vieja mujer al no encontrarlo.
-          Sí, nunca había visto llover tan fuerte – señaló ella mientras observaba la caseta de vigilancia de una de las bodegas. ¿Y si preguntamos aquí?
Un vigilante malhumorado les negó el paso y con señas les  dijo que se fueran.  Alma dio un paso atrás y se cubrió la nariz ante el insoportable olor  manando de las dos coladeras sin tapa  que yacían muy cerca de la banqueta.
A las seis de la tarde seguían preguntando en los negocios que se encontraban a lo largo del camino seguido por Máximo día a día, durante los últimos diez años,  cuando él y su madre llegaron a vivir a esa colonia popular del Estado de México.  
Por la noche, Alma estaba frente a un pequeño  escritorio de madera levantando un acta por la desaparición de su hijo. Después de tres horas escuchaba triste las  palabras indiferentes de la mujer que la atendiera al principio: “Le soy sincera doña, la mayoría de la gente que se pierde no aparece… No quiero hacerla sentir mal, sólo quiero que usted se vaya haciendo a la idea”. Alma sintió algo rompiéndose dentro de su pecho y un torrente inundó sus ojos cansados. Eso ella lo sabía perfectamente, México era un país donde mucha gente desaparecía y sólo unos cuantos eran encontrados:  eso decían la televisión y los periódicos, no se hablaba de  algo diferente a la violencia que imperaba en el país.
Máximo había desaparecido: “Sólo no volvió”, dijo Alma cuando la oficial le preguntó si su hijo tenía algún motivo para no regresar a casa. No, no había motivo alguno, simplemente la puerta no se abrió, ella no escuchó sus pasos chapaleando entre el agua encharcada en el patio, no oyó su voz diciendo: “Ya llegué, Jefecita” y tampoco vio sus ojos cansados y sus labios risueños.
 Ahora el joven pertenecía a esa amplia cifra de gente desaparecida en México. Niños, adolescentes y adultos parecían haber sido devorados por la tierra. Era cierto que a muchos de ellos se los habían llevado ante los ojos de algún familiar o algún testigo, pero había otros a quienes simplemente nadie había visto. Habían desaparecido de regreso de un viaje, de camino de la escuela, de la casa de los  primos o, al igual que Máximo, al salir de trabajar.  Y ellos jamás eran encontrados, en parte por el pésimo  sistema judicial existente en México, el cual  jamás buscaba a nadie como debía ser y en parte, porque  muchos de ellos desaparecían en circunstancias jamás pensadas por la policía. Algunos iban a parar con sus bicicletas, por un descuido, al fondo de las barrancas; otros, caían a ríos, socavones, tiraderos de basura que se encontraban en  su camino al fallarles una pisada; algunos más iban a dar a la fosa común al ser atropellados,  asaltados y asesinados en la calle; y muchos, como en el caso de Máximo, caían en las coladeras destapadas que en tardes inciertas y de lluvia no se veían. Entonces, sus pies, tratando de huir de la lluvia y el frío, caían en la coladera y sus cuerpos, temerosos y dolidos, eran golpeados por la furia del agua sucia y sus gritos eran ahogados por las aguas negras que rápidamente entraban a sus pulmones. Y si los cuerpos,   inertes y sin luz, no se quedaban atorados entre la basura y eran devorados por las ratas, seguían el trayecto del desagüe y llegaban  hasta el pésimo alcantarillado mexicano, donde  nadie encontraba los cuerpos.