El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 26 de agosto de 2015

Sólo no volvió



Se apretó los dedos. Los nervios no habían desaparecido y la preocupación se abrió camino. Era la primera vez que su hijo no llegaba a dormir. Lo esperó hasta las doce de la noche, cuando el sueño la cogió en el sillón y se olvidó de todo. Pero no durmió completamente. A veces sentía despertar y aunque deseaba abrir los ojos no podía hacerlo, y una serie de imágenes danzaba frenéticamente frente a ellos.  
            Se asomó por la ventana. Afuera el patio estaba mojado y de las hojas verdes del naranjo escurrían gruesas gotas de agua. Tomás, su perro labrador de diez años,  se acercó a la ventana cuando la vio. Él también estaba preocupado: “No llegó”, fue todo lo que dijo. El animal se echó cerca de la puerta, siempre viendo hacia la calle: seguía esperando a su amo.
            Alma buscó en su agenda, tomó el teléfono. Una y otra vez estuvo marcando  los números que sus manos  con artritis habían garabateado en esa libreta de hojas amarillentas. En cada número era la misma respuesta. Se encaminó a la cocina y se coció un huevo sobre el comal, lo acompañó con frijoles, salsa verde y un café muy caliente. Comió aprisa. Se bañó de la misma manera y después salió a la calle.
-          Cuida la casa, al rato vengo – le dijo a Tomás.
El perro se asomó por la reja y ladró hasta que su ama dio vuelta en la  esquina.
En la fábrica, el vigilante le dijo que  Máximo había salido a las tres de la tarde: “La hora de siempre, seño”.  Su hijo se iba a casa al salir de trabajar y cuando pensaba  ir a otro lugar generalmente llamaba para informarle, pero ayer no lo había hecho. Estuvo afuera de la empresa hasta que la alarma del lugar sonó,  indicándoles a los obreros que era hora de salir.  A las tres de la tarde las paredes grises del lugar comenzaron a parir a  los primeros hombres. Ella, sin conocerlos, le preguntó a cada uno si había visto a su hijo. Nadie sabía nada.
-          Nos fuimos en el mismo camión, él se bajó donde siempre… en la parada del árbol. Yo le dije que se fuera hasta mi casa y esperara a que dejara de llover, porque estaba lloviendo muy fuerte, pero no quiso – le hizo saber Nando, el amigo de  su hijo.
Ella temblaba. Nando tomó sus manos: “Si quiere la acompaño a buscarlo”, le dijo él al ver su rostro  preocupado y con lágrimas. Siguieron preguntando por él a los compañeros, después tomaron el autobús y llegaron a la parada donde él descendía. Preguntaron al checador de los micros.
-          No,  no lo he visto. Yo ayer estuve metido allá – y al decirlo señaló un  establecimiento cruzando la calle – como llovió a cantaros me quedé ahí hasta que la lluvia paró… Como a eso de las seis.
Alma y Nando caminaron por la larga calle donde se encontraban  las bodegas de algunos grandes almacenes. Alma, de vez en vez, arrastraba sus pies cansados que se enredaban entre la basura y piedras que la lluvia del día anterior  había dejado. Estuvo a punto de caer  cuando un par de bolsas de plástico se le enredaron en los pies, pero Nando la sostuvo.
-          Llovió muy fuerte ayer – dijo el hombre.
No sabía qué más decir. Pensaba en su amigo, pensaba en dónde podía estar… pensaba en qué haría esa vieja mujer al no encontrarlo.
-          Sí, nunca había visto llover tan fuerte – señaló ella mientras observaba la caseta de vigilancia de una de las bodegas. ¿Y si preguntamos aquí?
Un vigilante malhumorado les negó el paso y con señas les  dijo que se fueran.  Alma dio un paso atrás y se cubrió la nariz ante el insoportable olor  manando de las dos coladeras sin tapa  que yacían muy cerca de la banqueta.
A las seis de la tarde seguían preguntando en los negocios que se encontraban a lo largo del camino seguido por Máximo día a día, durante los últimos diez años,  cuando él y su madre llegaron a vivir a esa colonia popular del Estado de México.  
Por la noche, Alma estaba frente a un pequeño  escritorio de madera levantando un acta por la desaparición de su hijo. Después de tres horas escuchaba triste las  palabras indiferentes de la mujer que la atendiera al principio: “Le soy sincera doña, la mayoría de la gente que se pierde no aparece… No quiero hacerla sentir mal, sólo quiero que usted se vaya haciendo a la idea”. Alma sintió algo rompiéndose dentro de su pecho y un torrente inundó sus ojos cansados. Eso ella lo sabía perfectamente, México era un país donde mucha gente desaparecía y sólo unos cuantos eran encontrados:  eso decían la televisión y los periódicos, no se hablaba de  algo diferente a la violencia que imperaba en el país.
Máximo había desaparecido: “Sólo no volvió”, dijo Alma cuando la oficial le preguntó si su hijo tenía algún motivo para no regresar a casa. No, no había motivo alguno, simplemente la puerta no se abrió, ella no escuchó sus pasos chapaleando entre el agua encharcada en el patio, no oyó su voz diciendo: “Ya llegué, Jefecita” y tampoco vio sus ojos cansados y sus labios risueños.
 Ahora el joven pertenecía a esa amplia cifra de gente desaparecida en México. Niños, adolescentes y adultos parecían haber sido devorados por la tierra. Era cierto que a muchos de ellos se los habían llevado ante los ojos de algún familiar o algún testigo, pero había otros a quienes simplemente nadie había visto. Habían desaparecido de regreso de un viaje, de camino de la escuela, de la casa de los  primos o, al igual que Máximo, al salir de trabajar.  Y ellos jamás eran encontrados, en parte por el pésimo  sistema judicial existente en México, el cual  jamás buscaba a nadie como debía ser y en parte, porque  muchos de ellos desaparecían en circunstancias jamás pensadas por la policía. Algunos iban a parar con sus bicicletas, por un descuido, al fondo de las barrancas; otros, caían a ríos, socavones, tiraderos de basura que se encontraban en  su camino al fallarles una pisada; algunos más iban a dar a la fosa común al ser atropellados,  asaltados y asesinados en la calle; y muchos, como en el caso de Máximo, caían en las coladeras destapadas que en tardes inciertas y de lluvia no se veían. Entonces, sus pies, tratando de huir de la lluvia y el frío, caían en la coladera y sus cuerpos, temerosos y dolidos, eran golpeados por la furia del agua sucia y sus gritos eran ahogados por las aguas negras que rápidamente entraban a sus pulmones. Y si los cuerpos,   inertes y sin luz, no se quedaban atorados entre la basura y eran devorados por las ratas, seguían el trayecto del desagüe y llegaban  hasta el pésimo alcantarillado mexicano, donde  nadie encontraba los cuerpos.  

martes, 25 de agosto de 2015

Salomé, una perra que jamás tuvo una familia




Salomé era una excelente compañía.  En poco tiempo aprendió a dar la pata, pedir comida, sentarse y jugar basquetbol.   Era noble, protectora, juguetona e inteligente.  Salome era una perra criolla negra y  no era nuestra, pues pertenecía a  alguien, como muchos en este país insensible, que sólo la tenía para cuidar  la casa. A temprana hora  le abrían la puerta  y todo el día estaba en la calle. A ellos no les importaba que el calor afuera estuviera a 30 grados, que su lengua, sedienta, pidiera un poco de agua, que su estómago tuviera hambre. Tampoco les importaba que la lluvia, densa y potente, cayera  y la empapara. Ni mucho menos que tuviera pulgas y su pelaje estuviera descuidado. Sólo  cuando el sol estaba a punto de caer, la puerta de su casa se abría y la perra entraba. Podía pasar todo el día en la calle y a sus dueños les tenía sin cuidado que no comiera. Salomé olía mal, pues rara vez la bañaban, tenía un colmillo roto y una uña de su pata izquierda en la misma condición. Sus otras uñas estaban largas y  al caminar producía un ligero sonido con ellas. Sus ojos generalmente estaban sucios y no llevaba un collar que le diera pertenencia a un ser humano. Quizá jamás fue llevada a un veterinario para verificar su estado de salud.
                Salomé amaba las croquetas, el pan de dulce, el pan blanco con mermelada de fresa y el yogurt de durazno… Aunque claro, jamás decía que no a un hueso de pollo. Y le gustaba jugar con su pelota azul.  Pero un día Salomé desapareció y cuando escuché a su dueña decir: “Ni que hiciera falta la pinche perra”,  mi corazón se partió. Pero, ¿qué podía esperarse de quien no se da cuenta que a su lado tiene un ser vivo? Mi esposo y yo la buscamos, porque a nosotros sí nos dolió su ausencia: no tuvimos suerte. Su “familia” no la sintió. Después se harían de otro perro para echarlo a la calle y tenerlo abandonado.
                Como esa “familia” y como la historia de Salomé  hay muchas en México. Se piensa que los animales son sólo objetos a los cuales se les presta atención de vez en cuando: “los perros son para cuidar la casa”; “los gatos para evitar tener ratones”; “las aves para que hagan ruido” y todos los animales “para que acompañen”. Son muchos quienes no cuidan a sus perros y estos terminan en las azoteas, en las marquesinas, en la calle, encadenados en el patio o, como Salomé, olvidados. Perros y gatos  acaban en el mismo lugar .

            En estos tiempos actuales se habla más que nunca de protección animal, pero cuantos de nosotros en realidad tenemos la capacidad de ver que a nuestro lado no está un guardián, un  cazador o un acompañante… A nuestro lado está un ser vivo que necesita cuidados, protección y alimentación y ,a diferencia de Salomé,  una verdadera familia de la que sea miembro.  

No sé si él se irá conmigo





Su respirar es agitado: parece que sus pulmones realizan un enorme esfuerzo al  filtrar el aire. Grandes ojeras rodean sus ojos y su piel está marchita. Días atrás hizo una mueca, ligera, pero pude verla. Su labio inferior se curvó y un par de pliegues surgieron en su mejilla. Me pregunto si es  mucho su dolor, aunque  para reconfortarme pienso que esa expresión nace de sus recuerdos. Sí, creo que de pronto piensa en su madre o en su esposa o en sus hijos y entonces todo su ser se aflige y esa mueca es la forma de lamentarse de su momentánea invalidez. Ayer abrió los ojos un momento y me vio: fijó sus negras pupilas en mí. Fueron sólo unos segundos pero puede ver algo en sus ojos… había algo en su mirar. Hoy ni siquiera ha despertado y sus labios no se han plegado. Está firme, sus músculos parecen tensos. Me acerqué a él y sentí sus manos frías, su rostro helado. Lo cogí un momento y le di calor.
- ¿Sigues ahí?... ¡Cuando te decidas me hablas! – sugiere  mi hermana quien complacida se marcha llevando de la mano a un par de niños.
Olvidé sus nombres. En la madrugada, cuando llegaron, me dijeron cómo se llamaban. Charlé con ellos antes de que mi hermana llegara y me dijera: “Ni lo creas, ellos son míos.” Entonces, la mirada de incertidumbre y miedo de los pequeños desapareció.
 ¡Pablo y Marga! Y son hermanos, ella es dos años mayor al pequeño. Ambos vivían tranquilos con su madre, hasta que a ella se le ocurrió llevar a su nueva pareja a vivir a casa. Todo cambió.
Ahora se van. La niña, de cabello rizado,  me dice adiós y por  la expresión de su rostro sé que ya no tiene dolor; su hermano está triste, quizá confundido, pues no  ha volteado a verme. Los tres se marchan, se alejan por el angosto pasillo.
Volteo hacia la cama y él sigue sin moverse.
Tengo mucho tiempo para pensar en él. Si tan solo supiera un poco de su vida, me sería más fácil tomar una decisión.  Hace tres días pensé en un padre de familia, tenía tres hijos, todos ellos en edad escolar; su esposa, una mujer amable que le preparaba  el desayuno todos los días porque muy temprano el hombre se marcha  a trabajar. Pero ayer, vio sus dedos amarillentos, al igual que sus dientes, y sus manos eran muy delgadas y débiles  para trabajar en una fábrica. También descubrí una herida cerca del hombro… parece una bala. Y pensé que quizá no es un buen hombre.
Suspiro.
¿Por qué es tan difícil?
¿Por qué no puedo ser como mis dos hermanas?
Ellas, sin titubear, toman una decisión. Una llega, observa detenidamente y sin más,  coge una silla y se sienta cerca de la cama. La otra entra, observa la enorme estancia y con una mirada veloz hurga entre las camas. Camina de una cama a otra y… ¡ya está, ha tomado una decisión!  Ambas, tranquilas esperan o actúan de forma rápida, según sea el caso. Pero yo, yo no puedo hacerlo con la misma certeza, me es tan difícil que a veces quisiera tener el carácter  de ellas.
            Quizá deba darle un poco más de tiempo. Tal vez, hoy por la tarde vea a una mujer caminar por el largo pasillo desolado, busque entre las camas y lo encuentre. Y mientras  él está  inmóvil, ella le hable de su vida, de todo lo que es, de lo todo lo que fue y de lo que podría venir.  Tal vez venga y yo tomaré una decisión.
Dos enfermeras atraviesan el pasillo, empujan una camilla, en ella un hombre delgado con la mano caída y los ojos perdidos parecen contemplar las luces del techo. Me alejo de la cama: quizá pueda tomar una decisión rápida con él. Caminó hacia la puerta, pero mi hermana se dirige, tranquila, pausada y sonriente, en la misma dirección donde se han perdido las enfermeras.
-  Es mejor si lo haces rápido… Recuerda que andaré por aquí - me dice ella.
- No te creas con el derecho de poseer todo, yo también estoy aquí – afirma mi otra hermana tras de mí.
Ambas se alejan. Hago una mueca y giro el rostro para contemplar al hombre sobre la cama.
- Tranquila, a veces, debes tomarte un poco más de tiempo – asegura mi hermana mayor que ya regresa.
“Si yo fuera como ellas”,  pienso y antes de llegar a mi lugar al lado del catre volteo y mi hermana ya va por el pasillo con el joven de  la camilla.  Me pregunto si seré indecisa porque soy la más pequeña: mi hermana mayor tiene todo en sus manos, es inteligente y decidida, aunque a veces se toma su tiempo para meditar; mi otra hermana es aventurera, complaciente y precipitada, a veces no le importa nada… ella llega y hace lo que debe.  Aunque en ocasiones mi hermana mayor la reprende  por ser tan precipitada y,  sin más, deshace todos sus planes. Entonces, furiosa, se va a la calle, al campo, a la ciudad, al metro, a donde sea y causa  destrozos en grados mayores. No les importa cuántos ni quienes: sólo cumple sus caprichos a su antojo.  Mi hermana mayor nunca hace eso, ella sólo hace lo que debe en menor escala, es más, a veces es imperceptible y sus acciones son borradas por la voracidad de mi otra hermana.
- ¿Ya has tomado una decisión? Me estoy aburriendo en este lugar, creo que debo salir a la calle – me susurra mi hermana al oído.
- A nuestra hermana no le gustará si haces eso – afirmo yo para persuadirla.
- A ella no le importa, está concentrada en la mujer embarazada y el par de hijos que lleva en el vientre,  ¿crees que notará que me he ido?
- Quizá deberías ser más prudente.
- ¿Prudente?... ¡Por favor, cada una de nosotras tiene una labor!... Yo sólo cumplo la mía y ya es momento de que hagas tu parte –  señala ella antes de salir del lugar.
La estancia es grande, muy grande, calculo que habrá más de treinta camas: acomodadas en dos hileras.  Los techos son altos y delgadas lámparas cuelgan de ellos. Un pequeño buró yace al lado de cada cama y una cortina les da más privacidad a las personas. Mi hermana se ha ido y ya creo escuchar afuera disparos, gritos. Me asomo a la ventana y hay algo de humo a lo lejos. Si fuera como ella de decidida, todo sería más fácil. Pero no, aquí estoy pensando en qué debo hacer. Todos creen que el mundo está regido por binomios: arriba-abajo, afuera-adentro, negro-blanco… vida-muerte. Pero no es así, porque en medio siempre hay algo, algo que está ahí aunque no pueda tocarse y para muchos pase desapercibido. Todos creen que mis hermanas son lo único que existe: la vida y la muerte. Parece no haber más. Pero no es así, en medio de ellas estoy yo y a mí me ha tocado el trabajo más difícil porque antes de que lleguen ellas soy yo quien puede decidir si alguien vive o muerte. Mientras mi hermana la vida se abre paso en medio de la oscuridad y mi hermana la muerte se extiende decidida sin siquiera titubear, yo debo pensar en si es menester dejar vivir a alguien o hacer que simplemente su huella desparezca.
Y ahora estoy aquí y no sé si él se irá conmigo.