Se apretó los dedos. Los nervios no habían
desaparecido y la preocupación se abrió camino. Era la primera vez que su hijo no
llegaba a dormir. Lo esperó hasta las doce de la noche, cuando el sueño la
cogió en el sillón y se olvidó de todo. Pero no durmió completamente. A veces
sentía despertar y aunque deseaba abrir los ojos no podía hacerlo, y una serie
de imágenes danzaba frenéticamente frente a ellos.
Se
asomó por la ventana. Afuera el patio estaba mojado y de las hojas verdes del
naranjo escurrían gruesas gotas de agua. Tomás, su perro labrador de diez
años, se acercó a la ventana cuando la
vio. Él también estaba preocupado: “No llegó”, fue todo lo que dijo. El animal
se echó cerca de la puerta, siempre viendo hacia la calle: seguía esperando a
su amo.
Alma
buscó en su agenda, tomó el teléfono. Una y otra vez estuvo marcando los números que sus manos con artritis habían garabateado en esa
libreta de hojas amarillentas. En cada número era la misma respuesta. Se
encaminó a la cocina y se coció un huevo sobre el comal, lo acompañó con
frijoles, salsa verde y un café muy caliente. Comió aprisa. Se bañó de la misma
manera y después salió a la calle.
-
Cuida
la casa, al rato vengo – le dijo a Tomás.
El perro se asomó por la
reja y ladró hasta que su ama dio vuelta en la
esquina.
En la fábrica, el vigilante
le dijo que Máximo había salido a las
tres de la tarde: “La hora de siempre, seño”.
Su hijo se iba a casa al salir de trabajar y cuando pensaba ir a otro lugar generalmente llamaba para
informarle, pero ayer no lo había hecho. Estuvo afuera de la empresa hasta que
la alarma del lugar sonó, indicándoles a
los obreros que era hora de salir. A las
tres de la tarde las paredes grises del lugar comenzaron a parir a los primeros hombres. Ella, sin conocerlos, le
preguntó a cada uno si había visto a su hijo. Nadie sabía nada.
-
Nos
fuimos en el mismo camión, él se bajó donde siempre… en la parada del árbol. Yo
le dije que se fuera hasta mi casa y esperara a que dejara de llover, porque
estaba lloviendo muy fuerte, pero no quiso – le hizo saber Nando, el amigo
de su hijo.
Ella temblaba. Nando tomó
sus manos: “Si quiere la acompaño a buscarlo”, le dijo él al ver su rostro preocupado y con lágrimas. Siguieron
preguntando por él a los compañeros, después tomaron el autobús y llegaron a la
parada donde él descendía. Preguntaron al checador de los micros.
-
No, no lo he visto. Yo ayer estuve metido allá –
y al decirlo señaló un establecimiento
cruzando la calle – como llovió a cantaros me quedé ahí hasta que la lluvia
paró… Como a eso de las seis.
Alma y Nando caminaron por
la larga calle donde se encontraban las
bodegas de algunos grandes almacenes. Alma, de vez en vez, arrastraba sus pies
cansados que se enredaban entre la basura y piedras que la lluvia del día
anterior había dejado. Estuvo a punto de
caer cuando un par de bolsas de plástico
se le enredaron en los pies, pero Nando la sostuvo.
-
Llovió
muy fuerte ayer – dijo el hombre.
No sabía qué más decir.
Pensaba en su amigo, pensaba en dónde podía estar… pensaba en qué haría esa
vieja mujer al no encontrarlo.
-
Sí,
nunca había visto llover tan fuerte – señaló ella mientras observaba la caseta
de vigilancia de una de las bodegas. ¿Y si preguntamos aquí?
Un vigilante malhumorado les
negó el paso y con señas les dijo que se
fueran. Alma dio un paso atrás y se
cubrió la nariz ante el insoportable olor
manando de las dos coladeras sin tapa que yacían muy cerca de la banqueta.
A las seis de la tarde
seguían preguntando en los negocios que se encontraban a lo largo del camino
seguido por Máximo día a día, durante los últimos diez años, cuando él y su madre llegaron a vivir a esa
colonia popular del Estado de México.
Por la noche, Alma estaba
frente a un pequeño escritorio de madera
levantando un acta por la desaparición de su hijo. Después de tres horas
escuchaba triste las palabras
indiferentes de la mujer que la atendiera al principio: “Le soy sincera doña,
la mayoría de la gente que se pierde no aparece… No quiero hacerla sentir mal,
sólo quiero que usted se vaya haciendo a la idea”. Alma sintió algo rompiéndose
dentro de su pecho y un torrente inundó sus ojos cansados. Eso ella lo sabía
perfectamente, México era un país donde mucha gente desaparecía y sólo unos
cuantos eran encontrados: eso decían la
televisión y los periódicos, no se hablaba de
algo diferente a la violencia que imperaba en el país.
Máximo había desaparecido:
“Sólo no volvió”, dijo Alma cuando la oficial le preguntó si su hijo tenía algún
motivo para no regresar a casa. No, no había motivo alguno, simplemente la
puerta no se abrió, ella no escuchó sus pasos chapaleando entre el agua
encharcada en el patio, no oyó su voz diciendo: “Ya llegué, Jefecita” y tampoco
vio sus ojos cansados y sus labios risueños.
Ahora el joven pertenecía a esa amplia cifra
de gente desaparecida en México. Niños, adolescentes y adultos parecían haber
sido devorados por la tierra. Era cierto que a muchos de ellos se los habían
llevado ante los ojos de algún familiar o algún testigo, pero había otros a
quienes simplemente nadie había visto. Habían desaparecido de regreso de un
viaje, de camino de la escuela, de la casa de los primos o, al igual que Máximo, al salir de
trabajar. Y ellos jamás eran encontrados,
en parte por el pésimo sistema judicial existente
en México, el cual jamás buscaba a nadie
como debía ser y en parte, porque muchos
de ellos desaparecían en circunstancias jamás pensadas por la policía. Algunos
iban a parar con sus bicicletas, por un descuido, al fondo de las barrancas;
otros, caían a ríos, socavones, tiraderos de basura que se encontraban en su camino al fallarles una pisada; algunos
más iban a dar a la fosa común al ser atropellados, asaltados y asesinados en la calle; y muchos,
como en el caso de Máximo, caían en las coladeras destapadas que en tardes inciertas
y de lluvia no se veían. Entonces, sus pies, tratando de huir de la lluvia y el
frío, caían en la coladera y sus cuerpos, temerosos y dolidos, eran golpeados
por la furia del agua sucia y sus gritos eran ahogados por las aguas negras que
rápidamente entraban a sus pulmones. Y si los cuerpos, inertes y sin luz, no se quedaban atorados
entre la basura y eran devorados por las ratas, seguían el trayecto del desagüe
y llegaban hasta el pésimo
alcantarillado mexicano, donde nadie
encontraba los cuerpos.