El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 6 de enero de 2016

Oscuridad




Por María Celeste Vargas Martínez

Le dolía la cabeza y ese terrible olor era insoportable. Temblando, se llevó la mano a la nariz y su estómago devolvió la comida.  Abrió los ojos pero la oscuridad  los cobijó. Frente a ella no se veía nada, ni siquiera sus manos al  palpar su estómago, su cabeza. Ni siquiera la noche era tan oscura.
            Un sonido.
            Algo caminaba cerca o se arrastraba.
            Nuevamente el sonido.
             Se quedó quieta.
            Era como si mordisquearan.
            Respiró con dificultad y ese fuerte olor  penetró en sus pulmones. Sólo entonces se dio cuenta que le dolía mucho el pecho, las manos y las piernas. Trató de incorporarse, pero sus piernas cedieron.
-          Debes esperar, tus piernas aún están débiles  - le dijo una voz cercana.
La piel de ella se crispó. Volteó  hacia  el lugar de donde había salido la voz. La oscuridad había disminuido o sus ojos se estaban adaptando a ella. Creyó ver unos zapatos desgastados, un pantalón… y nada más.
-          ¿En dónde estoy? – preguntó ella.
-          Sólo debes esperar – le dijo la voz sin responder a su pregunta.
-          Me duele todo el cuerpo… no puedo respirar – aclaró ella.
-          Espera -   volvió a decir la voz.
El aire comenzó a faltar a sus pulmones. Se sintió desesperada y con miedo. Golpeó con sus manos el piso y  el agua saltó sobre su rostro.  Un par de manos heladas tomaron las suyas. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Entonces vio a un joven delgado, de amplia sonrisa y cabello revuelto. Atrás de él, dos niños abrazados y con ojos temerosos, allá, sentada sobre el concreto, una mujer embarazada.  Y más allá un grupo de personas la observaba, algunos tenían el rostro risueño, otros preocupado y algunos más se mostraban indiferentes.
El dolor era insoportable.
Tenía frío.
Mucho frío.
La pierna izquierda le dolía.
El aire no entraba a sus pulmones.
Sofocación.
Angustia.
Desesperación.
Llanto.
Apretó las manos del joven y él las suyas. La gente que observaba murmuró. Ella no comprendió nada: sus oídos estaban sordos.
Uno de los niños se inclinó y besó su frente.  Ella sintió el frío de sus labios y la humedad. El dolor se fue. De pronto se sintió aliviada y sus extremidades ligeras. Vio el rostro del joven y éste le sonrió alegre y la ayudó a incorporarse. Ella sacudió su ropa  y alisó su cabello. Los niños la abrazaron y ella  extrañada los acarició. Frente a ella, un grupo mayor a veinte personas la observaba. La mujer embarazada no dejaba de llorar.
-          ¿Se siente bien? – le preguntó al joven mientras observaba a la mujer.
-          Sí, pero todavía no se acostumbra y llora cuando llega alguien nuevo – dijo  él sin dejar de sonreír.
-          Sí, al principio es difícil, pero para  eso estamos aquí… Nosotros seremos tu  familia  – afirmó una mujer vieja de cabello completamente blanco.
-          ¿Aquí? –  preguntó ella.
Sus ojos se habían acostumbrado completamente a la oscuridad del lugar y observó  una  bóveda no muy alta, con pasillos estrechos y en medio un río de aguas negras. Por las orillas caminaban cientos de ratas y más allá se veía los tubos del  drenaje.
Ella quedó perpleja.
-          Tú, al igual que nosotros, tuviste la mala fortuna de caer a una alcantarilla. Ahora, la vida ha terminado, el dolor se ha ido, pero es momento de comenzar a adaptarse a esta nueva forma de seguir – afirmó el joven parado a su lado.
-          Saúl te trajo a la orilla cuando te vio flotando… Él  acostumbra a buscar cuerpos en los diferentes ductos del alcantarillado… Algunos llegan sin vida, otros como tú, golpeados y muy maltrechos, todavía con un halo de luz… entonces nos acercamos a ellos y en silencio esperamos a que la muerte llegue para que puedan estar entre nosotros.
Una imagen llegó a su cabeza. Ella caminando en la noche por esa calle poco iluminada que la llevaba a la parada del autobús.  A lo lejos se ve venir un auto, ella corre porque es el último autobús de la noche. Su pie se dobla. Su quijada se estrella con el filo de la alcantarilla. Cae al agua. Gritos. Se hunde. Trata de salir, pero se hunde más y más… No sabe nadar. Su cuerpo es succionado por el agua. Se estrella contra las paredes del alcantarillado. Un golpe: tres costillas rotas. Una caída, el pie izquierdo partido en  dos. Después, todo fue oscuridad hasta que el dolor la despertó y apareció en ese lugar. 

Sólo no volvió



Por María Celeste Vargas Martínez 

Se apretó los dedos. Los nervios no habían desaparecido y la preocupación se abrió camino. Era la primera vez que su hijo no llegaba a dormir. Lo esperó hasta las doce de la noche, cuando el sueño la cogió en el sillón y se olvidó de todo. Pero no durmió completamente. A veces sentía despertar y aunque deseaba abrir los ojos no podía hacerlo, y una serie de imágenes danzaba frenéticamente frente a ellos.  
            Se asomó por la ventana. Afuera el patio estaba mojado y de las hojas verdes del naranjo escurrían gruesas gotas de agua. Tomás, su perro labrador de diez años,  se acercó a la ventana cuando la vio. Él también estaba preocupado: “No llegó”, fue todo lo que dijo. El animal se echó cerca de la puerta, siempre viendo hacia la calle: seguía esperando a su amo.
            Alma buscó en su agenda, tomó el teléfono. Una y otra vez estuvo marcando  los números que sus manos  con artritis habían garabateado en esa libreta de hojas amarillentas. En cada número era la misma respuesta. Se encaminó a la cocina y se coció un huevo sobre el comal, lo acompañó con frijoles, salsa verde y un café muy caliente. Comió aprisa. Se bañó de la misma manera y después salió a la calle.
-          Cuida la casa, al rato vengo – le dijo a Tomás.
El perro se asomó por la reja y ladró hasta que su ama dio vuelta en la  esquina.
En la fábrica, el vigilante le dijo que  Máximo había salido a las tres de la tarde: “La hora de siempre, seño”.  Su hijo se iba a casa al salir de trabajar y cuando pensaba  ir a otro lugar generalmente llamaba para informarle, pero ayer no lo había hecho. Estuvo afuera de la empresa hasta que la alarma del lugar sonó,  indicándoles a los obreros que era hora de salir.  A las tres de la tarde las paredes grises del lugar comenzaron a parir a  los primeros hombres. Ella, sin conocerlos, le preguntó a cada uno si había visto a su hijo. Nadie sabía nada.
-          Nos fuimos en el mismo camión, él se bajó donde siempre… en la parada del árbol. Yo le dije que se fuera hasta mi casa y esperara a que dejara de llover, porque estaba lloviendo muy fuerte, pero no quiso – le hizo saber Nando, el amigo de  su hijo.
Ella temblaba. Nando tomó sus manos: “Si quiere la acompaño a buscarlo”, le dijo él al ver su rostro  preocupado y con lágrimas. Siguieron preguntando por él a los compañeros, después tomaron el autobús y llegaron a la parada donde él descendía. Preguntaron al checador de los micros.
-          No,  no lo he visto. Yo ayer estuve metido allá – y al decirlo señaló un  establecimiento cruzando la calle – como llovió a cantaros me quedé ahí hasta que la lluvia paró… Como a eso de las seis.
Alma y Nando caminaron por la larga calle donde se encontraban  las bodegas de algunos grandes almacenes. Alma, de vez en vez, arrastraba sus pies cansados que se enredaban entre la basura y piedras que la lluvia del día anterior  había dejado. Estuvo a punto de caer  cuando un par de bolsas de plástico se le enredaron en los pies, pero Nando la sostuvo.
-          Llovió muy fuerte ayer – dijo el hombre.
No sabía qué más decir. Pensaba en su amigo, pensaba en dónde podía estar… pensaba en qué haría esa vieja mujer al no encontrarlo.
-          Sí, nunca había visto llover tan fuerte – señaló ella mientras observaba la caseta de vigilancia de una de las bodegas. ¿Y si preguntamos aquí?
Un vigilante malhumorado les negó el paso y con señas les  dijo que se fueran.  Alma dio un paso atrás y se cubrió la nariz ante el insoportable olor  manando de las dos coladeras sin tapa  que yacían muy cerca de la banqueta.
A las seis de la tarde seguían preguntando en los negocios que se encontraban a lo largo del camino seguido por Máximo día a día, durante los últimos diez años,  cuando él y su madre llegaron a vivir a esa colonia popular del Estado de México.  
Por la noche, Alma estaba frente a un pequeño  escritorio de madera levantando un acta por la desaparición de su hijo. Después de tres horas escuchaba triste las  palabras indiferentes de la mujer que la atendiera al principio: “Le soy sincera doña, la mayoría de la gente que se pierde no aparece… No quiero hacerla sentir mal, sólo quiero que usted se vaya haciendo a la idea”. Alma sintió algo rompiéndose dentro de su pecho y un torrente inundó sus ojos cansados. Eso ella lo sabía perfectamente, México era un país donde mucha gente desaparecía y sólo unos cuantos eran encontrados:  eso decían la televisión y los periódicos, no se hablaba de  algo diferente a la violencia que imperaba en el país.
Máximo había desaparecido: “Sólo no volvió”, dijo Alma cuando la oficial le preguntó si su hijo tenía algún motivo para no regresar a casa. No, no había motivo alguno, simplemente la puerta no se abrió, ella no escuchó sus pasos chapaleando entre el agua encharcada en el patio, no oyó su voz diciendo: “Ya llegué, Jefecita” y tampoco vio sus ojos cansados y sus labios risueños.
 Ahora el joven pertenecía a esa amplia cifra de gente desaparecida en México. Niños, adolescentes y adultos parecían haber sido devorados por la tierra. Era cierto que a muchos de ellos se los habían llevado ante los ojos de algún familiar o algún testigo, pero había otros a quienes simplemente nadie había visto. Habían desaparecido de regreso de un viaje, de camino de la escuela, de la casa de los  primos o, al igual que Máximo, al salir de trabajar.  Y ellos jamás eran encontrados, en parte por el pésimo  sistema judicial existente en México, el cual  jamás buscaba a nadie como debía ser y en parte, porque  muchos de ellos desaparecían en circunstancias jamás pensadas por la policía. Algunos iban a parar con sus bicicletas, por un descuido, al fondo de las barrancas; otros, caían a ríos, socavones, tiraderos de basura que se encontraban en  su camino al fallarles una pisada; algunos más iban a dar a la fosa común al ser atropellados,  asaltados y asesinados en la calle; y muchos, como en el caso de Máximo, caían en las coladeras destapadas que en tardes inciertas y de lluvia no se veían. Entonces, sus pies, tratando de huir de la lluvia y el frío, caían en la oquedad y sus cuerpos, temerosos y dolidos, eran golpeados por la furia del agua sucia y sus gritos eran ahogados por las aguas negras que rápidamente entraban a sus pulmones. Y si los cuerpos,   inertes y sin luz, no se quedaban atorados entre la basura y eran devorados por las ratas, seguían el trayecto del desagüe y llegaban  hasta el pésimo alcantarillado mexicano, donde  nadie encontraba los cuerpos.