El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 25 de febrero de 2016

Cuando el odio debe terminar



Por  María Celeste Vargas Martínez

Puedo sentir su miedo. Su mano tiembla  al aprisionar la mía. Está fría, al igual que yo.  A lo lejos se pueden ver las insistentes luces de la ciudad. Minutos atrás las pensaba como luciérnagas nacidas de la noche, ahora… son sólo luces.
            El camino está vacío,  los últimos autos pasaron hace más de una hora.
            Respiro.
            Tiemblo.
            La cuerda no soportará mucho.
            Su mano sigue apretando la mía.
            Bajo la vista y me encuentro  con los ojos inciertos de ella. Suplica sin lanzar ninguna palabra. Su cuerpo se balancea y su mano libre se sostiene fuertemente de la soga. Tiene miedo, puedo verlo en sus ojos.  Ya no tiene la mirada profunda, ahora la melancolía la ha cobijado.
            Poco a poco me deshago de sus dedos.
-          ¡No, por favor! – suplica.
Su mirada tiembla.
-          ¡Tenía que hacerlo! – musita y baja la vista.
-          Pudiste elegir – aclaro.
-          No era tan fácil – señala.
Me deshago de su mano. Un grito, llanto y ella se sostiene fuertemente de la soga que aprisiona su cintura.  Su cuerpo se balancea más. Mi mano hurga en la bolsa de la chamarra, siento el frío metal. Un ligero chasquido hace a la hoja de esa recién comprada navaja brillar ante la luz de la luna inmensa  que cubre la ciudad. Ella levanta la vista y mueve la cabeza.
-          Todas las noches tengo pesadillas… A veces te recuerdo a ti… a veces a otras… cierro los ojos y las veo… me atormentan -  grita ella.
Silencio.
Suspiro.
-          Todas las noches despierto empapada de sudor… y me duelen las manos… las  nalgas  y mi estómago se revuelve y arrojo todo sobre el piso. Mi cuerpo tiembla, siento como si miles de hormigas se adueñaran de él y me recorren, desespero... quisiera arrancarme la piel de un tirón para que esa sensación muriera… pero no es tan fácil… Ni siquiera he podido estar con un hombre… ¿sabes lo que es eso significa?  – pregunto muy quedo.
En ese momento tengo la misma sensación: como si algo devorara mi cuerpo. Aprieto los dientes y desearía gritar, en verdad, desearía lanzar un grito potente que atraviese el ancho río, recorra los campos y se estrelle contras los edificios, pero he gritado tanto… muchas veces en silencio.
Coloco la navaja cerca de la soga. Mis manos sienten el frío metal de ese puente construido  hace más de cinco décadas. De niña, mi abuelo me hablaba de él, había trabajado como herrero. Dos años les llevó levantarlo, después de una serie de accidentes en los que fallecieron veinte trabajadores, el Puente de Hierro – como se le conoció – unió el Sur de la  ciudad con el Estado de México.
 Mis dientes, dolidos, producen un chasquido.   Cierro los ojos: una vecindad vieja, estrechas habitaciones con olor a humedad, risas, alcohol, humo… golpes y dolor.
-          La vida me ha cobrado todo lo  que he hecho: se llevó a mi madre y ni siquiera puede ir al entierro; mis hijas se perdieron… una se casó con un narco y otra se fue al otro lado… al menos eso creo; y él…  él murió en prisión – afirma ella.
“Él”, todavía recuerdo la risa de él.  Reía burlonamente siempre, dejando ver sus dientes amarillentos por el cigarro.  Reía siempre, cuando nos golpeaba, cuando llevaba a los clientes a los cuartos, cuando se subía sobre  nosotras y nos ladraba cochinadas al oído mientras hacía “las cosas que un hombre le debe hacer a una mujer”, siempre decía eso,  pero nosotros no éramos mujeres. 
-          ¿Cómo  murió? – pregunto.
Ella guarda silencio: la observo. Es delgada, quedaron a un lado sus  piernas torneadas y sus anchas caderas. Su cabello largo  y brillante ahora llega debajo de la oreja y parece una maraña de raíces y mechas. Su  rostro redondo  ya es esquelético, de ojos hundidos y pómulos elevados. Hasta sus amplios senos han desparecido.
Silencio.
-          ¿Cómo murió? – vuelvo a interrogar.
Levanta la vista: “En la cárcel no quieren mucho a la gente como él… Cuando  entró se enteraron  de lo que había hecho y… la tercer noche un grupo lo violó… fue así cada noche durante cuatro meses… un día lo picaron y se infectó la herida, estuvo un mes en enfermería, tiempo en el que descansó de los otros presos, pero cuando se recuperó, la cosas volvieron a ser como antes o peor…  no  soportó y se ahorcó en su celda.”
Sonreí y entonces algo en mi cambió. Fue como si durante veinte años hubiera cargando con un muerto muy pesado  que de pronto  desprende sus largos brazos de mi espalada fatigada y desciende… se aleja. Me sentí más liviana y mi pecho pudo respirar con mayor facilidad.
Sonrío. Sonrío por  sentirme más ligera y por el destino de él: lo imagino pendiendo de una sábana o de su  camisa  manchada… pendiendo en una estrecha celda, tan pequeña como las habitaciones donde nos tenían.
-          ¡Lo merecía! – dije.
Ella se traga el llanto. Él le duele. ¿Cómo puede dolerle la muerte de alguien como él?
-          ¡Ya no eres lo que eras! ¡Mírate nada más!
Mi vista se nubla y la veo a ella con botas altas y ropa ajustada gritándonos: “¡Será mejor que se porten bien, porque si no nos desquitaremos con alguien de su familia!”. Liset llora, al igual que  Miriam, Macarena, Liliana y Sandra… yo ya no puedo llorar.  Anoche ella me amarró de las manos y los pies mientras un hombre hacía lo que quería conmigo. Horas antes, ella me había amarrado cerca del lavadero, a un costado de la jaula de los perros: me desnudó, impregnó mi cuerpo con excremento de los animales, me dejó todo el día en el sol y al anochecer me bañó con agua fría. Y todo por tratar de escapar.
-          La vida ha sido difícil…
-          ¿Por qué dices que no tenías opción?
-          Porque tenía que obedecerlo a él… Si no se desquitaba con mis hijas, tú sabes lo que él podía hacerle a una niña…
-          ¡Éramos unas niñas! Cuando nos llevaron éramos niñas… quizá teníamos la edad de tus hijas, ¿no pensabas en ellas cada noche cuando escuchabas nuestros gritos? … ¡Éramos unas niñas!... Y el tiempo pasó tan rápido… ¡Diez años nos tuvieron ahí!... La policía estaba con ustedes, ¿verdad?
Ella sólo mueve la cabeza.
-          Por esos nuestras familias no pudieron encontrarnos. Mis tíos dijeron que mi madre me buscó, me buscó mucho… Me buscó en la capital, en el estado, en Querétaro, en Puebla, en Tlaxcala… hasta me buscó en otros países… gastó mucho dinero buscándome  por todas partes y yo encerrada en esa vieja vecindad de la capital… Así durante  diez años hasta que dejamos de ser las niñas que le gustaban a tus clientes, entonces nos ofrecieron como  otra mercancía…
-          Ya no me digas más, no quiero recordar.
-          Yo lo recuerdo cada noche, cada instante… Diez años ahí, nuestras familias buscándonos y la policía con ustedes. Siempre he tenido una duda, ¿nos secuestraban al  azar o lo planeaban?
Una fuerte ráfaga movió la soga, era como si el viento quisiera saber también la manera en que ellos actuaban.
-          ¿Cómo lo hacían? -  vuelvo a preguntar.
-          No sé, yo sólo me encargaba de cuidarlas. Un día escuché a Lauro que decía que salía a manejar por las colonias pobres y si veía alguien que le gustaba la subía al carro.
-           Yo  iba a la tienda  - me dije a mi misma como si recordara ese día.
Tomé la navaja y me puse a cortar la soga. Ella bajó la vista: “El médico me da sólo un par de meses, el cáncer ha invadido todo mi cuerpo… empezó en un seno”, dijo ella muy quedo. Sólo entonces me di cuenta que no tenía el seno izquierdo. Levanté la vista y me sentí todavía más liviana. Recordé ese día cuando la había visto por casualidad, pedía limosna  frente a una iglesia, la reconocí inmediatamente. La seguí. Durante dos meses planeé todo esto.
Suspiré. Levanté la vista y vi la luna. Era momento de terminar con todo. Pasé diez años secuestrada, con más de veinte niñas. Cada noche   los hombres pagaban por violarnos. Cada día recibimos los más terribles castigos por parte de Elsa y Lauro. Nos rescató  la Fuerza Antisecuestros cuando un hombre fue detenido  por vender droga, para desgracia de él, y fortuna nuestra, se topó con policías comprometidos. Él les habló de nosotros y ese día que llegaron a la vecindad no localizaron a nadie, sólo  un grupo de niñas, muertas de hambre, golpeadas y humilladas una y otra vez. Durante diez años no pude vivir por ellos y ahora, veinte años después de ser rescatada, el temor y el odio siguen limitando mi vida. ¿Esto es vivir?
Respiro y  me sigo sintiendo liviana. El viento me golpea la falda y  parece susurrarme algo al oído. Sólo entonces me doy cuenta que aquello que descendió de mi cuerpo no fue un muerto si no el odio. El odio que anduvo por tanto tiempo conmigo, ese odio me aprisionó, se apoderó de mi cuerpo y me impidió ver cada día. Sí, ahora es momento de terminar con todo.
Jalo la soga  y la subo. Ella me observa extrañada. La dejo libre y sin mediar  palabra camino rumbo a mi auto. Puedo oír su llanto tras mi espalda.
Me alejo por la noche ya no tan oscura y sólo ahora estoy dispuesta a vivir, porque sé que hay un momento en que el odio debe terminar y la vida debe seguir.