Por María Celeste Vargas Martínez
En México el acoso
hacia las mujeres es una constante. Éste se encuentra presente en cualquier
espacio y en cualquier momento: en el transporte público, en el trabajo, en la
calle, en los centros comerciales, en el cine… en las escuelas. El acoso se puede manifestar de
distintas maneras: una mirada, una palabra, una imagen, un roce… un insulto. Cuando
un hombre hostiga, molesta, lanza miradas lascivas o agrade a alguna mujer: la está acosando.
Sí, el acoso siempre está presente. Pero, ¿qué pasa cuando el acoso se da en el entorno donde
vivimos? Entonces, la mujer ya no sólo teme
salir a la calle y enfrentarse a la
estrechez de cerebro de algunos hombres, también lo debe encarar en su entorno cercano. Y debe buscar, a su manera, la forma de lidiar
con ello. Sí, soportar al vecino que siempre la espía por la ventana.
Si ella sale a barrer su patio, ahí está el vecino pronto a mirarla, si riega
sus plantas, si tiende la ropa o simplemente si sale a tomar el fresco… el
vecino acosador siempre estará ahí espiando por la ventana. Aunque a veces no
sólo la mire, pues al vecino también le
da por lanzarse insultos o fotografiarla. Entonces, el estrés y el temor ya no sólo se manifiestan en esos espacios públicos, sino también en lo
privado. La intimidad, el espacio
seguro, lo privado desaparece y a la mujer no le queda nada, ya no tiene un
lugar donde pueda estar tranquila, pues sabe que aun en su casa el vecino la
acosa.
Y ese acoso merma la salud, afecta la seguridad de la
mujer, disminuye su capacidad de concentración, quizá su desarrollo social y
laboral, e incrementa la depresión y el
temor. El acoso es una plaga, una
enfermedad que se extiende y se contagia
y que hace nido en aquellos a quién las sensaciones reprimidas pueden más que
el cerebro.