El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Uarhukua Chanakua




Por María Celeste Vargas Martínez


Su respiración agitada corta el viento. Sus ojos negros, pequeños y de escuetas pestañas, se fijan en la bola de fuego que rueda veloz a lo largo de la tierra suelta. El silencio de él. La bola rueda y se adueña del enemigo. Gritos y aplausos. Él sonríe, mas no pierde tiempo, pues éste es el que necesita para alcanzar la victoria. Con sus manos callosas aprieta el bastón, uarhukua, como le llamaban sus abuelos y como no olvida  nombrarle él. La madera truena al golpear la bola, el fuego chispea. María, la única mujer del equipo, recibe las llamas y empuñando su bastón las lanza: entran en el territorio enemigo.  Nuevamente, festejos.
                Uarhukua Chanakua es el  juego que ha aprendido de su padre, quien a su vez fue enseñado por sus abuelos. El juego de los bastones o la pelota encendida según sea el caso, se aferra a las manos de él, como lo hacen otras  tradiciones: “Es nuestro deber, Juan,   honrar a los nuestros, respetar sus costumbres”, le dijo su abuelo siendo muy niño. Entonces veía a los grandes adueñarse de ese pedazo de terreno donde  cinco hombres  de cada equipo, con pantalón y camisa de manta y llamativos cinturones, sostenían orgullosos el palo de madera que les servía de bastón para golpear la pelota. El ritual a los dioses de sus ancestros ante la llegada de la noche:  la pelota, también de madera, cubierta de grasa o petróleo se encendía y la lucha comenzaba. La pelota, el fuego, recorría la cancha de uno a otro extremo: los dos equipos luchaban. El bien contra el mal, la luz contra la oscuridad y la gente del pueblo rodeando la cancha. El fuego corría aprisa empujado por los bastones y entonces se transformaba en el sol, el dador de vida, de luz, de protección, recorriendo la bóveda celeste para terminar con la oscuridad, las tinieblas… la muerte. Entonces, Juan veía a su padre  con su vestimenta blanca y celebraba, como  todos, cuando la luz ganaba a  la oscuridad: “Sólo así la madre tierra está en paz y en equilibrio”, decía sonriente su abuelo mientras, emocionado, observaba el combate.
                Ahora, siendo adulto, Juan continúa con la tradición dejada por sus ancestros desde hace más de tres mil años. Ellos veneraban la vida y a sus dioses, veneraban la naturaleza, el equilibrio y ahora en estos tiempos donde la violencia domina  al país, donde la economía está en retroceso,  donde la tecnología ha modificado la vida del ser humano, él no puede dejar que Uarhukua  Chanakua desaparezca. No debe mandarla al olvido. No debe permitir que se aleje de las mentes y de las manos de los pequeños que crecen en esas tierras. “La grandeza de un pueblo se la dan sus tradiciones, sólo así puede mantener sus raíces… Y tú, mi niño, debes estar orgulloso de la sangre de tu cuerpo, de tus ojos, de tus labios, de tu piel morena, de la tierra que se aferra a tus huaraches y de la sabiduría de nosotros los viejos”,  afirmó su abuela, tendida en el petate frío en espera de la muerte, mientras apretaba sus pequeñas manos. La muerte, la oscuridad, la noche; el fuego, la luz, la vida. No,  es su deber, su sangre indígena se lo grita a cada instante,  es su deber seguir con la tradición y seguir jugando Uarhukua  Chanakua.
             Por eso, un par de días atrás preparó su uniforme: pulcro, limpio como el amanecer. Y durante meses pulió su bastón hecho con una rama del tejocote  donde años atrás se columpiara, pero que ahora sucumbía a la sequía. Sí, se preparó para el juego.
Temprano, estaba nervioso, siempre lo está. Habló con los ocho miembros de su equipo. Eligieron quiénes  jugarían y quiénes permanecerían en espera. Se prometieron ganar. La noche llegó y los dos equipos aparecieron en la cancha. Sólo el color de su cinturón los diferenciaba. La pelota, representación del Sol, fue mostrada a la concurrencia: habitantes del pueblo y turistas. La purificación de ésta y los bastones, la bendición del sol, del agua, de la tierra. La oscuridad. La pelota se enciende, el fuego nace y se clava en la mirada de los jugadores: la batalla comienza en la improvisada cancha del pueblo. El fuego rueda y Juan, con toda la fuerza permitida por sus brazos cansados de trabajar en el campo, lo lanza  hacia el enemigo. Y allá va el fuego, la luz,  corriendo, saltando entre la oscuridad, blandiendo su fuerza con energía. Todo es negro, pero el fuego se abre paso entre los pies, entre los bastones, ya se desplaza, ya salta, ya choca, ya chisporrotea… el fuego.
Juan sonríe, María y los otros miembros de su equipo también. Está satisfecho: la luz volvió a ganar a la oscuridad. El fuego recorrió por casi una hora la noche, luchó, ferozmente como  él imagina que lo hacía antes, mucho tiempo antes de la llegada de los españoles,  contra la oscuridad,  en el firmamento, en lo alto del cielo ganando una batalla para alumbrar la vida. 
La luz, el fuego, salió triunfante… la vida nuevamente está en equilibrio

Sola



Por María Celeste Vargas

La carretera abre su  larga bocaza
los árboles       el viento
los carros a un lado pasan,
me siento vacía           la soledad me abraza,
sonríe y devora mis lágrimas,
llego a un pueblo
la habitación aguarda,
solitaria noche  y la cama helada,
el sueño se aleja          canta en esa rama,

el día llega
camino entre calles
ella ofrece su mirada,
en sus brazos un niño             en su rostro la infancia,
él descalzo      ella con largas enaguas,
cabello trenzado         piel morena
y las manos el trabajo las desangra,
bebo algo y la contemplo,
            las muñecas en sus brazos podrían hacer casa,

el mesero una copa acerca:
“El caballero la envía” -  serio señala,
desliza una tarjeta:
“Una mujer bella siempre debe estar acompañada”,
tomo la pluma y mis letras corren apresuradas,
busco a la mujer          sus pasos se marchan,
una  mueca  en el rostro de aquél se dibuja
mis letras no son lo que esperaba,

dejo el lugar                la copa está intacta.

Días soleados,
me uno a grupos y la aventura aguarda,
agua y grandes caminatas,
escalada
el desierto
canciones
y noches estrelladas,

el viento golpea mi rostro
la lancha apresurada se marcha
las aves buscan alimento
y las historias se  entrelazan,

la noche inmensa,
la habitación ya no es tan solitaria
quizá
pronto  alguien se refugie en esta cama.

martes, 3 de mayo de 2016

Escalofrío


Por María Celeste Vargas Martínez 


Esa noche Mario tuvo miedo. Miedo de caminar entre la gente y encontrarse con ella. Miedo de sentir su aliento frío en la nuca,  de su mirada  refugiándose en los ojos  de ella. Miedo de buscar su sombra y no hallarla  más. Y sintió el escalofrío que se había adueñado de su cuerpo desde hacía ya algún tiempo.
            Había sentido su presencia por primera vez dos semanas atrás. Aquella tarde cuando tuvo que apresurar el paso para esquivar la marcha  de un taxi. La vio ahí, del otro lado de la acera, y entonces sintió frío.  La contempló tranquila con su cabello largo y negro,  y con su vieja gabardina. Mario olvidó el suceso hasta el tercer día cuando volvió a verla sentada en el vagón del metro. Trató de identificarla. Estaba seguro de haberla visto en algún lugar, y cuando contempló sus ojos inmediatamente vino a su mente ese rostro en la avenida. El joven bajó del vagón y al subir las escaleras para llegar al paradero de autobuses  la vio otra vez, parada, ajena a todo. Pasó a su lado y contempló sus ojos. No vio nada, sólo soledad y frío. Y cuando se dio la media vuelta ella ya no estaba. Después su imagen fue constante. La veía en la oficina, en la calle, en el cine, y perdió la serenidad cuando una mañana la  sintió en su propia casa, en su habitación, sentada cerca de su cama.  Él le habló, trató de saber el motivo de su presencia, pero ella no contestó… sólo siguió mirándolo.
            Y esa noche, después de salir de trabajar, Mario caminó por más de una hora entre las calles, oscuras y malolientes, de la Ciudad de México. Caminó tratando de perderla, pero no lo logró. Con la cabeza gacha y la mirada baja cruzó con pasos apresurados el callejón que llevaba a su casa. De pronto, dos tipos le cerraron el paso, sacaron un cuchillo y le pidieron el dinero. Mario ofreció escasas monedas. Los delincuentes, nerviosos, se alteraron. No era suficiente, querían más, mucho más. La mano en alto de uno de ellos dejó ver la fatal arma que se depositó con furia en el pecho de Mario.  Un grito, pasos apresurados y después todo fue silencio. Entonces el joven volvió a verla, y se vio a sí mismo tirado en medio de la calle, con los ojos abiertos, y las luces de las ventanas de los vecinos encendiéndose una a una. Sintió  escalofrío mientras el brillo escapaba de sus ojos y la muerte amable le sonreía y le ofrecía la mano.