Por María Celeste Vargas Martínez
Su respiración agitada corta el
viento. Sus ojos negros, pequeños y de escuetas pestañas, se fijan en la bola
de fuego que rueda veloz a lo largo de la tierra suelta. El silencio de él. La
bola rueda y se adueña del enemigo. Gritos y aplausos. Él sonríe, mas no pierde
tiempo, pues éste es el que necesita para alcanzar la victoria. Con sus manos
callosas aprieta el bastón, uarhukua, como le llamaban sus abuelos y como no
olvida nombrarle él. La madera truena al
golpear la bola, el fuego chispea. María, la única mujer del equipo, recibe las
llamas y empuñando su bastón las lanza: entran en el territorio enemigo. Nuevamente, festejos.
Uarhukua
Chanakua es el juego que ha aprendido de
su padre, quien a su vez fue enseñado por sus abuelos. El juego de los bastones
o la pelota encendida según sea el caso, se aferra a las manos de él, como lo
hacen otras tradiciones: “Es nuestro
deber, Juan, honrar a los nuestros,
respetar sus costumbres”, le dijo su abuelo siendo muy niño. Entonces veía a
los grandes adueñarse de ese pedazo de terreno donde cinco hombres
de cada equipo, con pantalón y camisa de manta y llamativos cinturones,
sostenían orgullosos el palo de madera que les servía de bastón para golpear la
pelota. El ritual a los dioses de sus ancestros ante la llegada de la
noche: la pelota, también de madera,
cubierta de grasa o petróleo se encendía y la lucha comenzaba. La pelota, el
fuego, recorría la cancha de uno a otro extremo: los dos equipos luchaban. El
bien contra el mal, la luz contra la oscuridad y la gente del pueblo rodeando
la cancha. El fuego corría aprisa empujado por los bastones y entonces se
transformaba en el sol, el dador de vida, de luz, de protección, recorriendo la
bóveda celeste para terminar con la oscuridad, las tinieblas… la muerte.
Entonces, Juan veía a su padre con su
vestimenta blanca y celebraba, como
todos, cuando la luz ganaba a la
oscuridad: “Sólo así la madre tierra está en paz y en equilibrio”, decía
sonriente su abuelo mientras, emocionado, observaba el combate.
Ahora, siendo adulto, Juan continúa con la
tradición dejada por sus ancestros desde hace más de tres mil años. Ellos
veneraban la vida y a sus dioses, veneraban la naturaleza, el equilibrio y
ahora en estos tiempos donde la violencia domina al país, donde la economía está en
retroceso, donde la tecnología ha
modificado la vida del ser humano, él no puede dejar que Uarhukua Chanakua desaparezca. No debe mandarla al
olvido. No debe permitir que se aleje de las mentes y de las manos de los
pequeños que crecen en esas tierras. “La grandeza de un pueblo se la dan sus
tradiciones, sólo así puede mantener sus raíces… Y tú, mi niño, debes estar
orgulloso de la sangre de tu cuerpo, de tus ojos, de tus labios, de tu piel
morena, de la tierra que se aferra a tus huaraches y de la sabiduría de
nosotros los viejos”, afirmó su abuela,
tendida en el petate frío en espera de la muerte, mientras apretaba sus
pequeñas manos. La muerte, la oscuridad, la noche; el fuego, la luz, la vida.
No, es su deber, su sangre indígena se
lo grita a cada instante, es su deber
seguir con la tradición y seguir jugando Uarhukua Chanakua.
Por eso, un par de días atrás preparó su
uniforme: pulcro, limpio como el amanecer. Y durante meses pulió su bastón
hecho con una rama del tejocote donde años
atrás se columpiara, pero que ahora sucumbía a la sequía. Sí, se preparó para
el juego.
Temprano, estaba nervioso,
siempre lo está. Habló con los ocho miembros de su equipo. Eligieron
quiénes jugarían y quiénes permanecerían
en espera. Se prometieron ganar. La noche llegó y los dos equipos aparecieron
en la cancha. Sólo el color de su cinturón los diferenciaba. La pelota,
representación del Sol, fue mostrada a la concurrencia: habitantes del pueblo y
turistas. La purificación de ésta y los bastones, la bendición del sol, del
agua, de la tierra. La oscuridad. La pelota se enciende, el fuego nace y se
clava en la mirada de los jugadores: la batalla comienza en la improvisada
cancha del pueblo. El fuego rueda y Juan, con toda la fuerza permitida por sus
brazos cansados de trabajar en el campo, lo lanza hacia el enemigo. Y allá va el fuego, la
luz, corriendo, saltando entre la
oscuridad, blandiendo su fuerza con energía. Todo es negro, pero el fuego se
abre paso entre los pies, entre los bastones, ya se desplaza, ya salta, ya
choca, ya chisporrotea… el fuego.
Juan sonríe, María y los otros
miembros de su equipo también. Está satisfecho: la luz volvió a ganar a la
oscuridad. El fuego recorrió por casi una hora la noche, luchó, ferozmente
como él imagina que lo hacía antes,
mucho tiempo antes de la llegada de los españoles, contra la oscuridad, en el firmamento, en lo alto del cielo
ganando una batalla para alumbrar la vida.
La luz, el fuego, salió
triunfante… la vida nuevamente está en equilibrio