"A decir verdad, la casa le había costado
cientos de lágrimas convertidas en un río torrencial que descendía todos los
días por esa calle empinada donde vivía. Un río
profundo, deseado por las tierras
secas del Norte del país. Un río que con
el devenir de los años se convirtió en cercano, normal. Aunque más que lágrimas, le había costado sangre.
Sangre roja y espesa. Sangre que manchaba su rostro, sus manos, las paredes, el
piso y las sábanas de esa primera noche en que Cutberto calmó sus ansias. Las
de él.
Golpes.
Sangre.
Idas al hospital.
Dos costillas fracturadas.
Ojos morados.
Brazos magullados.
Piernas amoratadas.
La intimidad dolida.
El ano ardiendo.
Un brazo roto.
La nariz rota.
La muñeca rota.
Los labios rotos.
Y el alma, la pobre de su alma,
rota, pisada, hecha trizas, mojada de escupitajos, sucia de blasfemias e
insultos.
Eso y más le había costado la casa.
Eso y más le costaba la vida que
cada noche o cada día o cada tarde se le resbalaba por las manos y se perdía en
el drenaje"