El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 30 de noviembre de 2017

Imágenes



Imágenes arribaron,
                               llegan
                por días
                por meses
                por años,
ellos, los otros, dejaron su rostro en sus ojos
                en sus manos,
                en su cuerpo.

En la noche,
                a la luz del día,
                siempre acompañando,
dibujando  lugares,
sucesos.
                Colores o en blanco y negro.

                Ve y calla
                Escucha y lamenta.

Llegó a sus oídos el llanto
las súplicas,
el polvo invadió sus pulmones,
sintió el temor,
dolor,
incertidumbre.

Ambulancias,
vehículos,
ellos orando para ser rescatados,
eran dos,
dos hombres convertidos en polvo,
dos hombres entre los escombros,
dos bomberos suplicando,
una luz,
                la vida abriéndose paso
y tendiéndoles la mano.

Ha estado en muchos lugares,
recuerda bosques,
                el temor
                la cacería y el llanto,
la montaña nevada,
                la muerte y la desolación,
la mar rugiendo cual bestia,
                la embarcación y sus náufragos,
                el avión en la noche,
                los cuerpos,
el barro descendiendo  veloz,
explosiones,
fuego,
castillos,
pasajes secretos,
juicios,
                persecuciones,

                tormentas de polvo rojo
                la vida bajo la tierra
                otras razas
                                naves y el movimiento veloz,
                no hay luz
                               silencio,
                acortando  distancia-tiempo
                y el agujero los devoró.
               
Ha visto rostros,
ha sabido del temor
y el llanto,
                el olor la ha invadido,
el frío y el calor.
                Hombres,
                Mujeres
                Niños
Ancianos
todos han implorado  compasión.

Lo no acontecido
                no puede cambiar,
el pasado siempre gritará.
¿Quién es?
                ¿Qué es?
                               ¿Algún día las imágenes se irán?
                ¿Algún día el dolor no la buscará?

miércoles, 15 de noviembre de 2017

En mi país hay muchos Méxicos



Por María Celeste Vargas Martínez

Ese día la muerte se acercó a dos hombres: el primero de ellos murió cuando un automovilista borracho lo atropelló. Falleció con el estómago vacío porque esa tarde prefirió comprar el medicamento de su hija Martha y dejar la comida para la hora en que pudiera llegar a casa; el segundo, sucumbió ahogado con una semilla mientras estaba sentado en su amplísima sala observando en su pantalla plana una película, a su lado su  inseparable amigo  Max, un perro boxer de raza pura, degustaba una suculenta carne sazonada exclusivamente para él.
Ambos vieron sus cuerpos inertes: uno sobre la fría y desolada calle y con el pie izquierdo descalzo (“De todas formas ya estaba roto y me entraba el agua por él”, se dijo el hombre triste al no encontrar su zapato en la avenida); el otro tirado sobre la alfombra que había comprado en Europa y con su pijama de seda.
            El primer hombre observa a la ciudad perderse y sólo deja de mirarla cuando siente un gran peso a su lado. Entonces  voltea, junto a él, sentado cómodamente, el segundo hombre. Los dos se miran, para luego fijar su atención en esa nube rechoncha  en la que están posados: no es muy grande y su color grisáceo asemeja al algodón sucio. 
La nube, sube por unos minutos, después baja, continua en forma recta,  gira a la derecha, vuelve a bajar y  sigue su marcha.
            El segundo hombre, alto, grueso como un ropero, cabello completamente peinado y piel olorosa, contempla  al tipo flaco de grandes ojeras, cabello revuelto, pantalón remendado y con un único zapato de obrero.
“¿Es la nueva moda andar con un zapato?” – pregunta el hombre gordo.
El otro lo mira sereno para responder, después de unos segundos, indiferente:  “¡Sí!”.
-          ¿Sabes dónde estamos? –  interroga el hombre obeso.
-          Imagino que iremos a parar a uno de los dos extremos que tiene la muerte – aclara el otro.
-          Seguramente iremos al cielo – señala alegre el hombre gordo mientras contempla bajo sus pies las casas, los parques y las calles que cada vez parecen más pequeñas.
La nube vuela nuevamente en línea recta y vuelve a descender. Ya no hay nada bajo sus pies ni sobre sus cabezas.
-       Qué  mala suerte tengo, apenas mañana iba a comer con el Señor Presidente, ahora mi hijo tendrá que ir solo. Ni modo, deberá explicarle el proyecto de empresas sustentables y casas ecológicas  que pensábamos hacer en la Rivera Maya.
El otro hombre lo examina sin decir nada. Sus ojos miran fijamente  hacia el frente tratando de ver algo en ese lugar con tan poca luz.
-       Se siente un dolor en el pecho dejar a ese México tan lleno de oportunidades. Ese México deseoso de gente que  invierta en sus lugares vírgenes  para construir hoteles de lujo. Un México solidario que le tiende la mano a cualquiera. Un México donde los niños son libres  y llenos de esperanzas para forjar su propio destino en la mejor universidad del mundo. Un México donde los grandes partidos de derecha cobijan a los pequeños grupos que apenas están aprendiendo a entender la política. Un México seguro y próspero…. Un México…  – el hombre  se detiene. Se lleva la mano derecha al rostro y limpia esa lágrima que debería estar ahí si las múltiples cirugías no le impidieran llorar.
El silencio se hace.
El hombre gordo suspira y observa extrañado al hombre de las grandes ojeras.
-          ¿No lo cree así, amigo? – pregunta desconcertado.
-          En realidad no sé si hable de su México o mi México – señala el hombre delgado mientras contempla a su acompañante.
-          ¿Qué no es el mismo país? – interroga molesto el hombre gordo.
-          Por supuesto que no.  En mi país hay muchos Méxicos: en mi México, mi hijo mayor murió  cuando un ladrón asaltó el autobús donde viajaba; y mi cuarto hijo falleció en cuidados intensivos cuando mi esposa dio a luz en el metro, después de ser rechazada  por cuatro hospitales,  su pequeña cabeza  chocó contra las frías lozas grisáceas de los andenes y sólo así el Seguro Social le hizo caso; y mis otras dos hijas no van a la escuela porque no nos alcanza el dinero…. En mi México, nosotros comemos dos veces al día: frijoles, arroz, nopales y,  cuando nos iba bien, retazo de pollo, es lo único que podíamos comprar. En mi México compramos medicamentos similares y tienes que hacer fila para adquirir algunos litros de leche. Y antes de morir en ese accidente, estuve en el fuego cruzado entre un grupo de narcos  y el ejército – el hombre guarda por un momento silencio y deja correr, libre, esa larga y callada lágrima que desciende por su rostro.
El otro hombre lo contempla con la boca abierta y un poco extrañado.
-              En tu México, tu hijo mayor será dueño de tu empresa y al menor le heredaste tu puesto en el partido; tú, tus hijos y tu esposa, tienen los mejores servicios de salud, que son pagados por el resto del pueblo  y todos  los atienden con un  inigualable servilismo. En tu México, comías cinco veces al día y sabes de  la inseguridad, los saltos y el narcotráfico porque lo ves en la televisión sentado cómodamente, caliente y seguro en tu hogar. En tu México imaginas que hay empleo y oportunidades para todos  y cincuenta y cinco pesos, el salario mínimo, te los gastas en el “viene viene” de  la calle  – el hombre guarda silencio y mueve ligeramente la cabeza. En mi México esos  cincuenta y cinco pesos deben alcanzar para la comida, la renta, el pasaje y los medicamentos.
El hombre gordo baja la cabeza y observa sus pantuflas italianas que cuelgan de sus pies fríos.
-          ¿Te das cuenta cómo no vivimos en el mismo México? Lo que ahora me pregunto y que en realidad me preocupa, es si el lugar a donde vamos será tu cielo y por lo tanto mi infierno – dice el hombre cabizbajo y de ojos borrosos.
-          ¿Mi cielo y tu infierno? – interroga molesto el hombre gordo.
-          Sí, mi infierno porque todavía estando muerto me mostrarás que tu descanso sigue siendo mejor de lo que era mi vida en ese México.

miércoles, 8 de noviembre de 2017

La niña de los zapatos rosas II





La vi por primera vez en aquella esquina,
pantalón morado, blusa ajustada  y cabello recogido,
un bolso pequeño
            un collar barato
y en sus ojos el vacío,

los trece años aún no llegaban
cara redonda   y sonrisa dibujada,

de vez en vez mira a un hombre
            en la esquina contraria,
él fuma su cigarro       le sigue otro
y uno más apaga,

un auto se detiene
ella mira al hombre de la esquina
después al auto,
ella duda
el hombre parece dar un paso,
ella  abre la puerta y en el auto se marcha,

el hombre sube a una moto
y  apresurado la  sigue.

Mi café tomo… el cine aguarda.
La función termina
observo la esquina  y ella pegada a la barda,

un carro se acerca,
ella sonríe
la puerta se abre
la luz se enciende
y un hombre gordo una rosa le ofrece.

El auto se aleja
el hombre de la moto emprende la marcha.

Un día                 dos    y      una semana

el rostro de niña en su esquina aguarda.
El hombre de la moto la vigila,
su teléfono suena,
le hace una seña
ella lo mira y él se aleja  por la calle empedrada,

me acerco        ella se retira

pregunto su nombre:
“Mejor se marcha”, dice firme.
La sostengo de la mano:
“¿Te tiene amenazada?”.
Ella sonríe
            saca un cigarro.
“¡Eres una niña!”
Me mira,
“La niña  en un pozo
se ahogó
            en el rancho.”

“Puedo ayudarte”,
ella me mira    se escucha la moto
se sobresalta
“¡Váyase si no quiere que me mate!”.

Él llega    tras él un auto
la niña  deja la esquina y tira el cigarro.

El hombre rara vez se marcha
un policía se lo lleva,
regreso con ella,
“No le hacen nada”,
es un cliente de otras chicas.

Falda roja
cabello al hombro
y sus zapatos rosas.

Por fin habla:
“Al principio lloraba cada noche,
la primera vez creí morir del dolor,
me aterraba ver su cosa.
Si no accedía me golpeaban
me levantaban la falda
me manoseaban
y la violación siempre llegaba”.

Sus ojos profundos me miran,
una lágrima por mi mejilla baja
Ella sonríe:
“Hace mucho que nadie por mí lloraba”.

“Me trajeron a los nueve,
primero en hoteles
luego en la casa,
ahora el Manuel ha rentado un cuarto.
Las paredes frías no me dicen nada
pero  siempre me pagan.
El Manuel me cuida
me compra ropa,
            siempre quise unos zapatos rosas,
en mi pueblo no hay nada.
Iba a vivir  con una tía
pero ella no me quiso en su casa,
mi padre me cambió por una vaca
un barril de tequila
y una chamarra usada.
Lloré por días
y cada noche el dolor me mataba,
pero con los años su cosa ya no me espanta”.

El Manuel llega y a ella la jala,
yo grito
una patrulla se acerca
            se detiene
es el policía de la otra semana:
“Mejor no se meta, amigo”
me escupe a la cara.
En la moto va la niña
su rostro gira
la vista profunda,
sus zapatos rosas,
la patrulla los sigue
 se pierden
y desde entonces no me deja en paz su mirada.

La niña de los zapatos rosas



Por María Celeste Vargas Martínez


El humo de mi cigarro se eleva y choca contra el techo, recorre los cadáveres de insectos adheridos a él y  huye por la ventana.  Aspiró fuertemente, un  olor a cloro y aromatizante barato entra a mi cuerpo, en otro momento me hubiera molestado ese aroma, pero ahora ya me he acostumbrado.  La habitación  es pequeña y pobremente decorada: cerca de la puerta que lleva al baño yace una solitaria silla donde descansa en desorden mi ropa; una vieja televisión pende de una jaula metálica y dos burós, de carcomida madera, encuadran  la cama de  sábanas nada pulcras. Una estrecha ventana está sobre mi cabeza y un par de cortinas despintadas  se mantienen  colgadas con un desgastado listón negro. Giró el rostro y me encuentro con la espalda suave y limpia de ella. Levanto la sábana y veo mi miembro dormido  y sus nalgas perfectas.
            La acaricio, ella se mueve ligeramente. Subo por su espalda, me acercó a su cuello y lo beso. Ella sólo deja escapar un ligero susurro. Me pego a su cuerpo y absorbo su aroma… entra en mí para  jamás irse.  Con ella el mundo se detiene.
            Sigue dormida, el cansancio siempre la coge en esta cama cuando está a mi lado. Ella dice que duerme porque le doy confianza y puedo velar su sueño. La dejo descansar  y pienso en ese poeta que afirmaba que la juventud a estas alturas de nuestra vida sólo puede darse por contagio: quizá sea así, sólo una mujer joven puede darme a beber su vitalidad.
            Vuelvo a aspirar mi cigarro y pienso en ella  y la primera vez que la vi hace más de doce años.  Entonces yo vivía cerca del metro Revolución en un edificio viejo de paredes a punto de caerse y puertas destrozadas. La renta era barata y yo acababa de perder mi empleo de mensajero en una oficina. Temprano compraba el periódico y me sentaba en los escalones del edificio  buscando trabajo, pero no encontraba nada.  A medio día me iba a los mercados, cargando bolsas y ayudando a los tianguistas, sólo así salía para ir pasándola.
            Y una tarde en que la lluvia se hizo presente, me refugié en una cornisa de uno de los negocios que abundan en la zona. Entonces la vi parada cerca de un teléfono, buscaba en su pequeño bolso una moneda para hacer una llamada. “¿No puede esperar a que escampe?”, fue lo primero que pensé. Un delgado vestido, completamente empapado, se adhería a su cuerpo de niña. Hizo la llamada y al poco tiempo un auto se detuvo y ella se subió, cuando pasaron  junto a mí me sorprendió su mirada profunda y sus ojos opacos.
            Dos días después la volvía a ver, pero ahora estaba parada cerca del metro Garibaldi, la recordé por sus ojos grandes, el lunar cerca del mentón y sus coquetos zapatos rosas. La observé mientras yo entregaba unos documentos, tenía trabajo después de buscar en toda la ciudad, y la  seguí mirando hasta que un auto se detuvo. Ella se recargó en la puerta, sonrió con el hombre que iba al volante y se trepó al vehículo.
-          Es una niña… ¡Cómo alguien puede hacerlo con una niña!… ¡Malditos pervertidos! – dije furioso y arranqué mi moto.
Una semana después la volví a ver, siempre con atuendos muy ajustados a su delgado cuerpo infantil. A veces se subía a los autos de los hombres, otras caminaba con ellos y se perdía entre las calles del Centro Histórico. Cada vez que la veía, mi cuerpo se llenaba de rabia al pensar que alguien podía hacerle eso a una niña.  Y en una  ocasión, cuando vi al chulo que la manejaba, los seguí: los dos se metieron en un edificio en peores condiciones al que  yo vivía, atrás otro hombre con más niñas. Lo único que se me ocurrió fue ir a dar parte a la policía, como resultado recibí  una golpiza que me tuvo una semana en cama: “Para que no sigas metiéndote donde no te llaman, a mi comandante no le gustan los fisgones”,  dijo el policía cuya patada en la cabeza me hizo perder el conocimiento. Los pepenadores me encontraron  en el basurero, creyeron que estaba muerto.
Volví a perder mi empleo.
Y aunque los días pasaban no dejaba de pensar en esa niña.
Un año después me topé con ella en el metro. Ella pasó a mi lado indiferente. Entonces la seguí. La lluvia impidió que saliera, para fortuna mía la estación estaba casi vacía.
-          No es correcto lo que te hacen – le dije de golpe.
Ella volteó y me contempló extrañada.
-          Sé que ese hombre te usa para que te acuestes con… con esos enfermos. No está bien, si quieres yo puedo ayudarte… te llevó a algún lugar, con gente que  en verdad quiera hacer algo por ti – le dije muy quedo para que nadie me escuchara.
-          ¿Ayudarme? ¿Y quién dice que necesito que me ayudes? Estoy bien así, no necesito de ti ni de nadie, a menos claro que quieras que  yo…
No la dejé terminar la frase: “¿Crees que soy uno de ellos? Yo sólo quiero ayudarte… No tienes que estar sufriendo de esta manera”. Un grupo de estudiantes, escandaloso e irreverente, se acercó a las escaleras. Ella y yo callamos. Después de un momento los jóvenes se alejaron gritando y corriendo entre la lluvia.
-      Te equivocas, no sufro. Sufría en mi pueblo donde a veces no tenía  qué comer. Allá sí la pasaba mal, aquí todo es diferente gano mi dinero y me puedo comprar lo que quiera. Mira, allá siempre quise unos zapatos rosas y sólo aquí pude tenerlos – dijo ella mientras me enseñaba su calzado.
-      No es correcto… lo que hacen contigo no es correcto… ¿Cómo puedes aguantar que esos hombres te toquen?
-       Ya estoy acostumbrada… Mi padre lo hacía todo el tiempo… y después mi primo – dijo ella con indiferencia.
Yo esperaba que su voz temblara al decir eso, pero no,  era firme o quizá cansada por las circunstancias.
Cuando la lluvia fue menos intensa, ella se quitó el suéter y salió corriendo. Se perdió entre los puestos.  Yo aguardé hasta que dejó de llover por completo.
Al día siguiente fui a ver un  par de empleos, durante todo este tiempo sólo logré trabajos temporales. La situación en el país había decaído y el desempleo estaba en aumento. Aunque los políticos afirmaban lo contrario, éramos muchos los que andábamos  en busca de cualquier cosa que sirviera para pagar la renta, la luz… los alimentos.  Al menos no estaba casado y no tenía a quien mantener, es más, ni siquiera tenía novia, para muchas mujeres era un hombre feo al que no querían tener cerca.
Ese día salí de mi última cita de empleo, el sol era intenso y el  calor insoportable. Cruce la calle  y pasé cerca de un puesto: “Hola, ¿me invitas un helado”, oía una voz tras de mí. Volteé y me encontré con ella. Yo moví la cabeza y miré a todos lados esperando encontrarme  con su padrote o con algún policía.
-          No te preocupes, estoy sola… No estoy trabajando – dijo ella segura.
Dudé en decirle que sí, no quería que la gente me viera con ella  y me tomaran como uno de sus clientes. Observé los puestos y vi uno de jugos.
-          Te compro una botella de agua… Tú te la tomas y yo me voy – le dije seguro.
Ella aceptó. Caminamos hacia el puesto. “¿Qué le doy don?”, me preguntó la mujer que atendía el lugar. “Agua para la niña… No sé de qué sabor la quiera… Aquí tiene, cóbrese”. La mujer tomó el billete y me  dio mi cambió,  yo me alejé sin siquiera voltear mientras escuchaba tras de mí: “¡Gracias, amigo!”.
A partir de ese día me la encontraba con frecuencia: en la calle, en el metro, en el parque. A veces intercambiábamos algunas palabras, cuidando siempre que nadie me viera, pues no deseaba que pensaran mal de mí. Otras sólo la saludaba discretamente de lejos. Un día  por la tarde me la encontré y le pregunté: “¿Qué te traerán los Reyes mañana?”.
-       ¿Los Reyes? – interrogó ella extrañada.
-        Sí, mañana es seis de enero y los Reyes vendrán… ¿Qué les pedirás? – volví a preguntar.
-        Nada, jamás me han traído nada… Esos son cuentos para niños – señaló ella indiferente.
-        Uno nunca sabe, quizá en mi casa te traigan algo – aclaré yo.
Ella me observó muy seria y guardó silencio: “Me gustaría una muñeca, siempre quise una muñeca… Pero que sea chiquitita para que la pueda esconder en cualquier lugar”. Yo  la contemplé y me alejé, ella muy sonriente me dijo adiós.
Al día siguiente estuve vigilando a que el hombre que la cuidaba la dejara sola, cuando lo hizo corrí hacia ella y le tendí una bolsa. “Espero te guste”, le dije nervioso. Ella la cogió  y la abrió, entonces sus ojos se hicieron enormes. Sacó delicadamente la pequeña muñeca de rostro de porcelana y cuerpo de trapo que llevaba puesto un vestido rojo, medias blancas y zapatitos negros. “Es preciosa”, me dijo y me abrazó. Le acarició el cabello, sus mejillas rosadas, sus labios rojos; tocó su vestido, vio sus medias, la olió, sonrió. “Ten llévate la bolsa, no quiero que él se de cuenta”, aclaró y guardó la muñeca en su pequeño bolso. 
Sí, la seguí frecuentando y  así fue por muchos años hasta que la ropa de niña cambió por jeans y blusas de nada discretos escotes. Los zapatos rosas dieron paso a  altas botas rojas y su sonrisa inocente se transformó en una carcajada estrepitosa que espantaba a las aves. Ya para entonces, me detenía a charlar con ella, aunque no por mucho tiempo porque le espantaba a los clientes. Siempre estaba ocupada.
Yo seguía viviendo en ese edificio viejo en espera de que el gobierno del Distrito Federal nos  echara a todos los inquilinos: sólo se quedaba en amenazas. Cuando   hacía calor le compraba algo de beber y en época de frío le regalaba una bufanda.
La relación se hizo más cercana, ella ya no era la niña de doce años que conocí y mis años mozos ya habían pasado. Procuré a algunas mujeres, pero las relaciones nunca me llevaron a ningún lugar: jamás fui afortunado en el amor. Cuando me sentía triste charlaba con ella, ambos éramos confidentes. Y una noche cuando un viento frío helaba los huesos y se metía en el alma para apretujarla, me encontré con ella en la esquina.
-        No he tenido ningún cliente esta noche, Luis – me dijo con una mueca.
-        Nadie sale con este frío Nayelli – aseguré yo.
-        Quizá será mejor que me vaya, siento las nalgas congeladas – afirmó ella y tomó su bolso de la jardinera donde lo guardaba.
Atravesamos la calle juntos y caminamos por la estrecha banqueta. El frío era terrible y mis manos estaban congeladas. Las frotaba de vez en vez, pero parecían no querer calentarse. Entonces, ella las tomó y las introdujo en su chamarra, yo sentí sus senos firmes y un extraño calor se adueñó de mí. Las retiré. Ella volvió a tomarlas y ahora las colocó, con toda  intención,  sobre sus senos.
-        No Nayelli, somos amigos – aclaré yo.
-        Los amigos también hacen esto – dijo ella y se acercó a mí.
Probé sus labios dulces y apreté su cuerpo contra el mío. Un par de minutos después  ya estaba yo pagando un cuarto de hotel. La amé como jamás había amado a ninguna mujer.
A partir de esa noche nos veíamos una vez a la semana, nos amábamos con el fervor y el amor con que sólo viejos conocidos pueden hacerlo. Ella se quedaba toda la noche conmigo y cuando yo no podía pagarle, ella tomaba de sus ahorros y le decía a su padrote que había hecho un trabajo especial. Dormía después de hacerme el amor, siempre como si fuera la primera vez y no regresaba a su casa hasta que el sol salía.
El ruido en la calle cesó. La música de los antros cercanos desapareció, me aferré a su cuerpo y dormí. A la mañana siguiente ella me despertó con un beso en la mejilla.
-          Feliz cumpleaños, Luis – me dijo mientras me extendía un pequeño envoltorio.
-          No debiste molestarte – aclaré yo.
-        Cómo no, tú eres tan lindo conmigo… Me cuidas,  me proteges… Fuiste el único que se preocupó cuando era niña… Eres un gran hombre  – señaló ella.
-      Eres la primera mujer que dice eso… Todas dicen que soy muy feo – mencioné yo mientras trataba de abrir el regalo.
-         Son unas idiotas, no les hagas caso… Anda,  abre tu regalo  que cuarenta y ocho años no se cumplen todos los días – me dijo y sonrió.
-          Te burlas, pero pronto tus bellos veinticinco  desaparecerán – afirmé yo.
-          No me importa si tú sigues a mi lado… ¡Estos tres años se han pasado muy rápido.
Destapé el regalo y una gruesa bufanda negra salió de él: “Tú siempre me regalas una, pero yo jamás te he visto con alguna… Es un invierno frío”, me dijo y me besó en los labios mientras aprisa se vestía pues tenía que entregar cuentas.