Por María Celeste Vargas
Martínez
El humo de mi cigarro se eleva y choca
contra el techo, recorre los cadáveres de insectos adheridos a él y huye por la ventana. Aspiró fuertemente, un olor a cloro y aromatizante barato entra a mi
cuerpo, en otro momento me hubiera molestado ese aroma, pero ahora ya me he
acostumbrado. La habitación es pequeña y pobremente decorada: cerca de la
puerta que lleva al baño yace una solitaria silla donde descansa en desorden mi
ropa; una vieja televisión pende de una jaula metálica y dos burós, de
carcomida madera, encuadran la cama
de sábanas nada pulcras. Una estrecha
ventana está sobre mi cabeza y un par de cortinas despintadas se mantienen
colgadas con un desgastado listón negro. Giró el rostro y me encuentro
con la espalda suave y limpia de ella. Levanto la sábana y veo mi miembro
dormido y sus nalgas perfectas.
La
acaricio, ella se mueve ligeramente. Subo por su espalda, me acercó a su cuello
y lo beso. Ella sólo deja escapar un ligero susurro. Me pego a su cuerpo y
absorbo su aroma… entra en mí para jamás
irse. Con ella el mundo se detiene.
Sigue
dormida, el cansancio siempre la coge en esta cama cuando está a mi lado. Ella
dice que duerme porque le doy confianza y puedo velar su sueño. La dejo
descansar y pienso en ese poeta que
afirmaba que la juventud a estas alturas de nuestra vida sólo puede darse por
contagio: quizá sea así, sólo una mujer joven puede darme a beber su vitalidad.
Vuelvo
a aspirar mi cigarro y pienso en ella y
la primera vez que la vi hace más de doce años.
Entonces yo vivía cerca del metro Revolución en un edificio viejo de
paredes a punto de caerse y puertas destrozadas. La renta era barata y yo
acababa de perder mi empleo de mensajero en una oficina. Temprano compraba el
periódico y me sentaba en los escalones del edificio buscando trabajo, pero no encontraba
nada. A medio día me iba a los mercados,
cargando bolsas y ayudando a los tianguistas, sólo así salía para ir pasándola.
Y
una tarde en que la lluvia se hizo presente, me refugié en una cornisa de uno
de los negocios que abundan en la zona. Entonces la vi parada cerca de un
teléfono, buscaba en su pequeño bolso una moneda para hacer una llamada. “¿No
puede esperar a que escampe?”, fue lo primero que pensé. Un delgado vestido,
completamente empapado, se adhería a su cuerpo de niña. Hizo la llamada y al
poco tiempo un auto se detuvo y ella se subió, cuando pasaron junto a mí me sorprendió su mirada profunda y
sus ojos opacos.
Dos
días después la volvía a ver, pero ahora estaba parada cerca del metro
Garibaldi, la recordé por sus ojos grandes, el lunar cerca del mentón y sus
coquetos zapatos rosas. La observé mientras yo entregaba unos documentos, tenía
trabajo después de buscar en toda la ciudad, y la seguí mirando hasta que un auto se detuvo.
Ella se recargó en la puerta, sonrió con el hombre que iba al volante y se
trepó al vehículo.
-
Es una niña… ¡Cómo alguien puede
hacerlo con una niña!… ¡Malditos pervertidos! – dije furioso y arranqué mi
moto.
Una semana
después la volví a ver, siempre con atuendos muy ajustados a su delgado cuerpo
infantil. A veces se subía a los autos de los hombres, otras caminaba con ellos
y se perdía entre las calles del Centro Histórico. Cada vez que la veía, mi
cuerpo se llenaba de rabia al pensar que alguien podía hacerle eso a una
niña. Y en una ocasión, cuando vi al chulo que la manejaba, los seguí: los dos se metieron en un
edificio en peores condiciones al que yo
vivía, atrás otro hombre con más niñas. Lo único que se me ocurrió fue ir a dar
parte a la policía, como resultado recibí
una golpiza que me tuvo una semana en cama: “Para que no sigas
metiéndote donde no te llaman, a mi comandante no le gustan los fisgones”, dijo el policía cuya patada en la cabeza me
hizo perder el conocimiento. Los pepenadores me encontraron en el basurero, creyeron que estaba muerto.
Volví a perder mi
empleo.
Y aunque los días
pasaban no dejaba de pensar en esa niña.
Un año después me
topé con ella en el metro. Ella pasó a mi lado indiferente. Entonces la seguí.
La lluvia impidió que saliera, para fortuna mía la estación estaba casi vacía.
-
No es correcto lo que te hacen –
le dije de golpe.
Ella volteó y me
contempló extrañada.
-
Sé que ese hombre te usa para que
te acuestes con… con esos enfermos. No está bien, si quieres yo puedo ayudarte…
te llevó a algún lugar, con gente que en
verdad quiera hacer algo por ti – le dije muy quedo para que nadie me
escuchara.
-
¿Ayudarme? ¿Y quién dice que
necesito que me ayudes? Estoy bien así, no necesito de ti ni de nadie, a menos
claro que quieras que yo…
No la dejé
terminar la frase: “¿Crees que soy uno de ellos? Yo sólo quiero ayudarte… No
tienes que estar sufriendo de esta manera”. Un grupo de estudiantes,
escandaloso e irreverente, se acercó a las escaleras. Ella y yo callamos.
Después de un momento los jóvenes se alejaron gritando y corriendo entre la
lluvia.
- Te equivocas, no sufro. Sufría en
mi pueblo donde a veces no tenía qué
comer. Allá sí la pasaba mal, aquí todo es diferente gano mi dinero y me puedo
comprar lo que quiera. Mira, allá siempre quise unos zapatos rosas y sólo aquí
pude tenerlos – dijo ella mientras me enseñaba su calzado.
- No es correcto… lo que hacen
contigo no es correcto… ¿Cómo puedes aguantar que esos hombres te toquen?
- Ya estoy acostumbrada… Mi padre lo
hacía todo el tiempo… y después mi primo – dijo ella con indiferencia.
Yo esperaba que
su voz temblara al decir eso, pero no,
era firme o quizá cansada por las circunstancias.
Cuando la lluvia
fue menos intensa, ella se quitó el suéter y salió corriendo. Se perdió entre
los puestos. Yo aguardé hasta que dejó
de llover por completo.
Al día siguiente
fui a ver un par de empleos, durante
todo este tiempo sólo logré trabajos temporales. La situación en el país había
decaído y el desempleo estaba en aumento. Aunque los políticos afirmaban lo
contrario, éramos muchos los que andábamos
en busca de cualquier cosa que sirviera para pagar la renta, la luz… los
alimentos. Al menos no estaba casado y
no tenía a quien mantener, es más, ni siquiera tenía novia, para muchas mujeres
era un hombre feo al que no querían tener cerca.
Ese día salí de
mi última cita de empleo, el sol era intenso y el calor insoportable. Cruce la calle y pasé cerca de un puesto: “Hola, ¿me invitas
un helado”, oía una voz tras de mí. Volteé y me encontré con ella. Yo moví la
cabeza y miré a todos lados esperando encontrarme con su padrote o con algún policía.
-
No te preocupes, estoy sola… No
estoy trabajando – dijo ella segura.
Dudé en decirle
que sí, no quería que la gente me viera con ella y me tomaran como uno de sus clientes.
Observé los puestos y vi uno de jugos.
-
Te compro una botella de agua… Tú
te la tomas y yo me voy – le dije seguro.
Ella aceptó.
Caminamos hacia el puesto. “¿Qué le doy don?”, me preguntó la mujer que atendía
el lugar. “Agua para la niña… No sé de qué sabor la quiera… Aquí tiene,
cóbrese”. La mujer tomó el billete y me
dio mi cambió, yo me alejé sin
siquiera voltear mientras escuchaba tras de mí: “¡Gracias, amigo!”.
A partir de ese
día me la encontraba con frecuencia: en la calle, en el metro, en el parque. A
veces intercambiábamos algunas palabras, cuidando siempre que nadie me viera,
pues no deseaba que pensaran mal de mí. Otras sólo la saludaba discretamente de
lejos. Un día por la tarde me la
encontré y le pregunté: “¿Qué te traerán los Reyes mañana?”.
- ¿Los Reyes? – interrogó ella
extrañada.
- Sí, mañana es seis de enero y los
Reyes vendrán… ¿Qué les pedirás? – volví a preguntar.
-
Nada, jamás me han traído nada…
Esos son cuentos para niños – señaló ella indiferente.
-
Uno nunca sabe, quizá en mi casa
te traigan algo – aclaré yo.
Ella me observó
muy seria y guardó silencio: “Me gustaría una muñeca, siempre quise una muñeca…
Pero que sea chiquitita para que la pueda esconder en cualquier lugar”. Yo la contemplé y me alejé, ella muy sonriente
me dijo adiós.
Al día siguiente
estuve vigilando a que el hombre que la cuidaba la dejara sola, cuando lo hizo
corrí hacia ella y le tendí una bolsa. “Espero te guste”, le dije nervioso.
Ella la cogió y la abrió, entonces sus
ojos se hicieron enormes. Sacó delicadamente la pequeña muñeca de rostro de
porcelana y cuerpo de trapo que llevaba puesto un vestido rojo, medias blancas
y zapatitos negros. “Es preciosa”, me dijo y me abrazó. Le acarició el cabello,
sus mejillas rosadas, sus labios rojos; tocó su vestido, vio sus medias, la
olió, sonrió. “Ten llévate la bolsa, no quiero que él se de cuenta”, aclaró y
guardó la muñeca en su pequeño bolso.
Sí, la seguí
frecuentando y así fue por muchos años
hasta que la ropa de niña cambió por jeans y blusas de nada discretos escotes.
Los zapatos rosas dieron paso a altas
botas rojas y su sonrisa inocente se transformó en una carcajada estrepitosa
que espantaba a las aves. Ya para entonces, me detenía a charlar con ella,
aunque no por mucho tiempo porque le espantaba a los clientes. Siempre estaba
ocupada.
Yo seguía
viviendo en ese edificio viejo en espera de que el gobierno del Distrito
Federal nos echara a todos los
inquilinos: sólo se quedaba en amenazas. Cuando hacía calor le compraba algo de beber y en
época de frío le regalaba una bufanda.
La relación se
hizo más cercana, ella ya no era la niña de doce años que conocí y mis años
mozos ya habían pasado. Procuré a algunas mujeres, pero las relaciones nunca me
llevaron a ningún lugar: jamás fui afortunado en el amor. Cuando me sentía
triste charlaba con ella, ambos éramos confidentes. Y una noche cuando un
viento frío helaba los huesos y se metía en el alma para apretujarla, me
encontré con ella en la esquina.
-
No he tenido ningún cliente esta
noche, Luis – me dijo con una mueca.
-
Nadie sale con este frío Nayelli –
aseguré yo.
- Quizá será mejor que me vaya,
siento las nalgas congeladas – afirmó ella y tomó su bolso de la jardinera
donde lo guardaba.
Atravesamos la
calle juntos y caminamos por la estrecha banqueta. El frío era terrible y mis
manos estaban congeladas. Las frotaba de vez en vez, pero parecían no querer
calentarse. Entonces, ella las tomó y las introdujo en su chamarra, yo sentí sus
senos firmes y un extraño calor se adueñó de mí. Las retiré. Ella volvió a
tomarlas y ahora las colocó, con toda
intención, sobre sus senos.
-
No Nayelli, somos amigos – aclaré
yo.
- Los amigos también hacen esto –
dijo ella y se acercó a mí.
Probé sus labios
dulces y apreté su cuerpo contra el mío. Un par de minutos después ya estaba yo pagando un cuarto de hotel. La
amé como jamás había amado a ninguna mujer.
A partir de esa
noche nos veíamos una vez a la semana, nos amábamos con el fervor y el amor con
que sólo viejos conocidos pueden hacerlo. Ella se quedaba toda la noche conmigo
y cuando yo no podía pagarle, ella tomaba de sus ahorros y le decía a su
padrote que había hecho un trabajo especial. Dormía después de hacerme el amor,
siempre como si fuera la primera vez y no regresaba a su casa hasta que el sol
salía.
El ruido en la
calle cesó. La música de los antros cercanos desapareció, me aferré a su cuerpo
y dormí. A la mañana siguiente ella me despertó con un beso en la mejilla.
-
Feliz cumpleaños, Luis – me dijo
mientras me extendía un pequeño envoltorio.
-
No debiste molestarte – aclaré yo.
- Cómo no, tú eres tan lindo
conmigo… Me cuidas, me proteges… Fuiste
el único que se preocupó cuando era niña… Eres un gran hombre – señaló ella.
- Eres la primera mujer que dice
eso… Todas dicen que soy muy feo – mencioné yo mientras trataba de abrir el
regalo.
-
Son unas idiotas, no les hagas
caso… Anda, abre tu regalo que cuarenta y ocho años no se cumplen todos
los días – me dijo y sonrió.
-
Te burlas, pero pronto tus bellos
veinticinco desaparecerán – afirmé yo.
-
No me importa si tú sigues a mi
lado… ¡Estos tres años se han pasado muy rápido.
Destapé el regalo
y una gruesa bufanda negra salió de él: “Tú siempre me regalas una, pero yo
jamás te he visto con alguna… Es un invierno frío”, me dijo y me besó en los
labios mientras aprisa se vestía pues tenía que entregar cuentas.