Hoy me he sentido como una cifra… Un número
más establecido por la extraña costumbre moderna de contar todo. Hoy, se ha
dicho que 1 de cada 3 mexicanos no recuerda el sismo del 19 de septiembre de
1985 porque nació después del fatídico año.
Aquél 19 de septiembre me levanté a
las siete de la mañana, la misma hora en que siempre me ponía de pie para ir a
la escuela. Me vestí la falda gris a rayas y el suéter verde. Poco después ya
estaba en la cocina desayunando, mis padres nunca permitieron que mis hermanos
y yo fuéramos a la escuela sin los primeros alimentos del día. El huevo frito,
un vaso de jugo de naranja, uno de leche
y un pan, nunca faltaban en la mesa antes de ir a la escuela.
A las 7:19 mis ollas, jarros y vasos de barro – todos de juguete – que pendían de la pared de la cocina,
comenzaron a moverse. Primero muy lentamente, como si una ráfaga de aire se
colocara por la puerta y los hiciera bailar a su antojo. Pero después el
movimiento aumentó. Entonces mi madre y
yo salimos de la cocina: no sé si corriendo… no sé si despacio. Me quedé quieta
en el pasillo mientras todo se movía. No podía caminar: la tierra se deslizaba
bajo mis pies. El movimiento que comenzó lento se hizo más fuerte. Frente a mí,
como a dos metros, un tambo repleto de agua se balanceaba de un lado a otro derramando con fuerza el
líquido. Parecía como si alguien lo sacudiera a propósito. Tuve miedo.
No recuerdo qué pasó después. Tal
vez salimos a la calle y observé los postes de la luz y los cables moviéndose…
todo parece un sueño. Una imagen borrosa que no sé si perteneció a la realidad
o a la ficción de otro momento. A las
ocho, ya estaba yo en mi salón, en el segundo piso de la escuela a la que
asistía. Una enorme grieta, de piso a techo, en una de las paredes nos daba la
bienvenida. Me senté en mi lugar y le pedí a mi compañera de banca que le
sugiriera a la maestra hablar sobre el
sismo. Ella se puso de pie y fue donde la profesora, quien me volteó a ver con
indiferencia y señaló: “¡No!… Para qué hablar de algo tan natural.” Y la clase
comenzó. En ese momento ni ella ni nadie del salón sabía de los alcances que
ese fenómeno natural había causado en el país, pero sobre todo en el Distrito
Federal.
Mi siguiente recuerdo es llevando a
la escuela unas bolsas de arroz para los damnificados. El próximo es una mujer
de mi calle hablando con terror del sismo y yo tratando de explicar, lo más
científicamente que una niña puede hacerlo, el proceso de un movimiento
telúrico. Pero qué sabe una niña de ésas cosas, porque inmediatamente la mujer
me calló diciendo: “¡No… Sí Dios quiere la hoja del árbol se mueve!”.
No recuerdo nada más. No recuerdo
imágenes vistas en la televisión ni el dolor ni el espanto de mis padres ni el
terror de los vecinos ni la desgracia ajena. No recuerdo nada. Ni siquiera la
replica de la noche del 20 de septiembre que atrapó más personas entre los
escombros y que hizo que la gente temerosa saliera a las calles a huir y rezar.
No tengo ninguna remembranza del Hotel Regis devastado, de
Televisa en escombros ni de Tlatelolco.
No puedo evocar los rostros de dolor de las personas atrapadas y su tranquilidad al ser rescatadas
de entre los restos de los edificios. No recuerdo los voluntarios cargando
cuerpos en camiones de transporte de material para construcción ni los médicos
corriendo de un lado a otro tratando de multiplicase para ayudar más ni los
ojos confundidos de las personas ante la imagen que tenían frente a sí… ni la
desesperación de muchos al no encontrar a sus familiares. Sólo recuerdo a mi
padre buscando al hijo de su tía, quien quedó bajo los escombros de un hotel en
el Distrito Federal. Imagino el dolor de ella, la incertidumbre, pero lo siento
lejano.
Las imágenes que mi mente resguarda
me las ha dado la televisión o la radio a lo largo de los años. Veo edificios
destruidos, muertos, gente atrapada en inmuebles, recién nacidos rescatados de
los escombros, la población volcada a la calle ayudando. Pero ninguna de esas
imágenes pertenecen a ese pasado de hace más de 30 años. Es como si mi memoria
jugara conmigo juegos de la infancia y escondiera, para siempre, esos recuerdos
en el armario más olvidado de la mente: donde
nunca podré encontrarlos. Siento dolor, pero no ese vivido sino uno que
pareciera ajeno y lejano… y duele más.
Por eso, hoy me siento como una
cifra… como si nunca hubiera vivido ese momento del 19 de septiembre de 1985,
cuando todo se cimbró a las 7 de la mañana con 19 minutos y México lloró.