El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

19 de septiembre de 1985


Hoy me he sentido como una cifra… Un número más establecido por la extraña costumbre moderna de contar todo. Hoy, se ha dicho que 1 de cada 3 mexicanos no recuerda el sismo del 19 de septiembre de 1985 porque nació después del fatídico año.
            Aquél 19 de septiembre me levanté a las siete de la mañana, la misma hora en que siempre me ponía de pie para ir a la escuela. Me vestí la falda gris a rayas y el suéter verde. Poco después ya estaba en la cocina desayunando, mis padres nunca permitieron que mis hermanos y yo fuéramos a la escuela sin los primeros alimentos del día. El huevo frito, un vaso de jugo de naranja, uno de leche  y un pan, nunca faltaban en la mesa antes de ir a  la escuela.  A las 7:19 mis ollas, jarros y vasos de barro – todos de juguete –  que pendían de la pared de la cocina, comenzaron a moverse. Primero muy lentamente, como si una ráfaga de aire se colocara por la puerta y los hiciera bailar a su antojo. Pero después el movimiento aumentó. Entonces mi  madre y yo salimos de la cocina: no sé si corriendo… no sé si despacio. Me quedé quieta en el pasillo mientras todo se movía. No podía caminar: la tierra se deslizaba bajo mis pies. El movimiento que comenzó lento se hizo más fuerte. Frente a mí, como a dos metros, un tambo repleto de agua se balanceaba  de un lado a otro derramando con fuerza el líquido. Parecía como si alguien lo sacudiera a propósito. Tuve miedo.
            No recuerdo qué pasó después. Tal vez salimos a la calle y observé los postes de la luz y los cables moviéndose… todo parece un sueño. Una imagen borrosa que no sé si perteneció a la realidad o a  la ficción de otro momento. A las ocho, ya estaba yo en mi salón, en el segundo piso de la escuela a la que asistía. Una enorme grieta, de piso a techo, en una de las paredes nos daba la bienvenida. Me senté en mi lugar y le pedí a mi compañera de banca que le sugiriera  a la maestra hablar sobre el sismo. Ella se puso de pie y fue donde la profesora, quien me volteó a ver con indiferencia y señaló: “¡No!… Para qué hablar de algo tan natural.” Y la clase comenzó. En ese momento ni ella ni nadie del salón sabía de los alcances que ese fenómeno natural había causado en el país, pero sobre todo en el Distrito Federal.
            Mi siguiente recuerdo es llevando a la escuela unas bolsas de arroz para los damnificados. El próximo es una mujer de mi calle hablando con terror del sismo y yo tratando de explicar, lo más científicamente que una niña puede hacerlo, el proceso de un movimiento telúrico. Pero qué sabe una niña de ésas cosas, porque inmediatamente la mujer me calló diciendo: “¡No… Sí Dios quiere la hoja del árbol se mueve!”.
            No recuerdo nada más. No recuerdo imágenes vistas en la televisión ni el dolor ni el espanto de mis padres ni el terror de los vecinos ni la desgracia ajena. No recuerdo nada. Ni siquiera la replica de la noche del 20 de septiembre que atrapó más personas entre los escombros y que hizo que la gente temerosa saliera a las calles a huir y rezar.
No tengo ninguna remembranza del Hotel Regis devastado, de Televisa en escombros ni de Tlatelolco.  No puedo evocar los rostros de dolor de las personas  atrapadas y su tranquilidad al ser rescatadas de entre los restos de los edificios. No recuerdo los voluntarios cargando cuerpos en camiones de transporte de material para construcción ni los médicos corriendo de un lado a otro tratando de multiplicase para ayudar más ni los ojos confundidos de las personas ante la imagen que tenían frente a sí… ni la desesperación de muchos al no encontrar a sus familiares. Sólo recuerdo a mi padre buscando al hijo de su tía, quien quedó bajo los escombros de un hotel en el Distrito Federal. Imagino el dolor de ella, la incertidumbre, pero lo siento lejano.
            Las imágenes que mi mente resguarda me las ha dado la televisión o la radio a lo largo de los años. Veo edificios destruidos, muertos, gente atrapada en inmuebles, recién nacidos rescatados de los escombros, la población volcada a la calle ayudando. Pero ninguna de esas imágenes pertenecen a ese pasado de hace más de 30 años. Es como si mi memoria jugara conmigo juegos de la infancia y escondiera, para siempre, esos recuerdos en el armario más olvidado de la mente: donde  nunca podré encontrarlos. Siento dolor, pero no ese vivido sino uno que pareciera ajeno y lejano… y duele más.
            Por eso, hoy me siento como una cifra… como si nunca hubiera vivido ese momento del 19 de septiembre de 1985, cuando todo se cimbró a las 7 de la mañana con 19 minutos y  México lloró.