El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Carta de una cucaracha padre a su hijo cucaracha

Por María Celeste Vargas Martínez



Amado hijo:

Te escribo esta carta porque hoy he estado en las garras de la muerte. El enemigo estuvo acechando mis pasos y cuando creyó que ya me tenía se abalanzó sobre mí y me tiró un golpe. Pero al ver que su puntería era pésima, apresurado huí y él, rabiando  se quedó.  Después apagó la luz, pero ya conozco el truco y cuando la encendió, rápido desaparecí. Por último, ya bastante molesto, trajo una botella y roció mi escondite creyendo que eso podía acabar conmigo. ¡Grande fue su sorpresa al verme salir huyendo y pasar entre sus piernas!
            Los humanos intentan todo, querido hijo, para acabar con nosotras. Sienten que somos intrusas, pues el mundo a ellos pertenece. ¡Cuán equivocados están! Han intentado todo para destruirnos, pero no son rivales ni dignos enemigos. Tratan de ahogarnos,  mas sabemos nadar. Inventan una y mil fórmulas y a ellas hemos sobrevivido. Lo único que podría terminarnos serían sus zapatos: afortunadamente tienen mal tino. Ja, ja, ja… creen ser tan fuertes, pero hasta hoy no se han dado cuenta de su debilidad. O quizá ya lo han hecho y por ello atacan sin más a aquél o aquellos que lo podrían acabar. Ahora que lo pienso es tanto su temor y tan grande su ingenuidad. Destruye a la naturaleza, sin darse cuenta que cuando ésta se haya ido, ni su dinero ni su tecnología podrán regresarla. Y al hombre, al mismo hombre trata de aplastar. Su supuesta inteligencia ha creado tantas armas, no sólo para acabar con nosotras, sino con aquellos iguales a él. Pero no te preocupes, hijo mío, porque ni una bomba atómica con nosotras puede terminar, pero ellos, con su seguridad y supremacía, inmediatamente desaparecerían. Entonces, nosotras saldríamos de nuestros escondites y contentas  nos pondríamos a festejar. ¡Vaya enemigo tan bobo! Ponerse con nosotras cuando nuestros pies pisan la tierra desde millones de años atrás, cuando ellos aún no se paraban en dos patas. Por eso, no desfallezcas, hijo mío, en esta devastadora guerra,  pues aunque yo, tú o cualquiera de nosotras muera, al final la batalla será sólo nuestra.

Carta de un árbol


Por María Celeste Vargas Martínez
 
No siento mi cuerpo, ni mis raíces, ni mis ramas, ni el cosquilleo de las ardillas que siempre corren. No siento a las orugas devorando mis hojas ni al pájaro carpintero hurgando en mi tronco, ni a la mariposa saliendo de su capullo. Tampoco siento el agua de lluvia llenándome de vida, ni puedo escuchar al riachuelo corriendo apresurado a mi lado, ni oler el aroma de la tierra mojada mientras penetra en mí. No veo las nubes  ni el azul del cielo y el sol y el viento han desaparecido.
            Desde hace unos días todo es oscuridad, pero en este cielo no hay estrellas ni Luna ni grillos, ni esos sonidos típicos de las noches en el campo. Estoy recostado sobre otros árboles. Ellos también se lamentan de vez en vez, pero ninguno entendemos lo que ha pasado. Todos estamos desnudos… nos han quitado nuestras ramas y la savia de nuestras heridas escurre y se solidifica. Llevo varios días aquí. Todo se mueve y de repente hay fuertes  saltos donde todos temblamos. Se escuchan sonidos, pero ninguno cercano… todos ajenos.
            El movimiento ha cesado. De pronto la luz se hace… es tan intensa que a cualquiera podría cegar. Se escuchan ruidos. Alguien habla: “Esta semana he cortado muchos árboles, los haré vigas para don Julián”. Todos temblamos  porque sabemos que hasta aquí hemos llegado.

jueves, 29 de agosto de 2019

La calle de los locos

Por María Celeste Vargas Martínez
Llegué a Villas Tranquilidad hace cuatro años. El vendedor me ofreció la casa como “una exclusiva belleza en una zona residencial… ¡La mejor del municipio!”. Yo ingenuamente le creí; ahora pienso que  todo vendedor  tiene una especie de  pacto con el diablo y logran atrapar entre sus garras, de una manera tan sutil  que ni siquiera nos damos cuenta, a los incrédulos como yo.   El lugar, a simple vista, no parecía desagradable: casas amplias, seguridad las 24 horas del día, barda perimetral,  zona de negocios, una tienda  departamental a menos de cinco minutos a pie. Y yo, yo estaba cansado del tráfico de la ciudad. Aunque también contribuyó a la labor de convencimiento el canto de las aves en un árbol aledaño, negro   y azul brillante  ante las plumas de los reyes del cielo y un grupo de borregas que  atravesó la avenida principal cuando yo iba llegando al lugar.  Todo tenía un  toque provinciano  y mi mente, cansada,  imaginó que ahí la vida era tranquila.
Pero como yo estaba acostumbrado a vivir en propiedad privada, cual iluso y descerebrado,  pensé que en cualquier lugar se vivía igual. Jamás imaginé que mi pared Norte era la  Sur del vecino, mi pared Sur era la Norte del otro,  y mi Oeste era el Este del de más allá.  Al menos, mi piso no era el techo de alguien más y mi techo no era piso de otro.  Jamás pensé en detalles vitales para la correcta convivencia. Es más,  no me tomé cinco minutos, o más bien, cinco días, para pensar en la palabra “Condominio”.  Y ahora que lo pienso, nuestros lindos gobernantes deberían prohibir  estos palomares que pululan como plagas  y  por los que sacan fotos y alardean por los triunfos logrados: “Un hogar digno para los mexicanos”, rezan por ahí los spots, pero ni lugar digno ni hogar. En fin. 
Compré la casa: primer error.
La calle, una cerrada con veinticinco propiedades,  me dio paz… al menos al principio. Por algo el lugar se llamaba Villas Tranquilidad. ¡Qué nombre!  ¿Quién lo elegiría? No lo sé, pero quien lo hizo se ha de estar burlando de los idiotas como yo.
Cuando me mudé, por azares del destino (o la vida me gritaba que no debía vivir en un  lugar así), un tráiler chocó mi auto: estuve un mes sin vehículo. Un mes en que los vecinos de enfrente dejaron  su auto frente a mi casa, pues en el lugar de ellos el sol caía a plomo y su vehículo (utilizado  más de diez veces al día,  hasta para ir al  súper de la esquina) se calentaba.   Así que yo llevaba las típicas cajas de huevo, aceite, galletas y tostadas, repletas de mis cosas,  desde el lugar donde podía aparcar  hasta mi casa, porque los amables vecinos aunque me vieran sudando la gota gorda no eran para salir y mover su vehículo: mi mudanza fue todo un reto. 
Una semana después me despertó la música del vecino de  al lado: mi pared Norte y su pared Sur, vibraba cual trompo  haciendo una hazaña. Seis de la mañana y el ruido continuaba. Pensé: “Tal vez festeja algo”.  El siguiente fin de semana fue lo mismo y así ha sido hasta hoy: el tipo festeja hasta porque no trabaja y creo que cumple años cada mes.  Como sea, en su casa siempre hay fiestas, que si tengo suerte, terminan al siguiente día a las siete u ocho, pero a veces  inician el viernes y concluyen  los lunes: el borrachín tiene un aguante que da miedo.  Al principio fue sólo música, después la voz aguardentosa  de él cantando y la risa estrepitosa de  su nada atractiva esposa (jamás había visto una mujer tan inútil). Siguieron los cantos de sus amigos, sus conversaciones absurdas y en los últimos meses es común escuchar: “Así, así, muévelas… ¡muévelas!”.  No quiero imaginar a quién le gritan, porque si es a la esposa de él, caramba, lo que moverá será la grasa… ¡Mi mente tiembla al imaginar tan abominable suceso!  Cansado del ruido, decidí generar el mío.  Reza un refrán: “La mula no era arisca, a palos la hicieron”. Y así pasó conmigo: yo era un hombre tranquilo y silencioso… era.  Pero un día el borrachín vino a tocarme para exigirme bajarle a mi  estéreo… él y su esposa deseaban dormir. Siempre pensé que el hombre no tenía mucho cerebro, pero al tener el valor de venir a tocar y  exigir silencio, demostró que un zombi posee más intelecto que él.
Cuando el cerebro humano piensa que la tolerancia sólo debe darse de un lado, nos damos cuenta que la sociedad está completamente perdida. La tolerancia debía estar siempre de mí hacia  él.  Sin decir nada, simplemente seguí exigiendo mis derechos, el silencio se gana, al igual que el respeto: segundo error.
Dos meses más tarde descubrí que el vecino del final de la calle se había auto robado el  vehículo de la empresa donde trabajaba, se escondía de los aboneros y hasta se había hecho el muerto para no pagar la casa… Y estaba demandado por  una institución bancaria.  Era costumbre que él y su esposa se fueran con sus amigos a tomar, mientras dejaban a sus dos hijos pequeños encerrados en casa: llorando y con hambre. Un día vi a su hija semidesnuda y sin zapatos en la calle, llorando por su madre. La chamaca, quizá de cuatro años, parecía perro sin dueño en busca de alguien que la alimentara.  No sé qué pasó con ella. Yo ni siquiera me atreví a acercarme porque  el padre estaba tan mal de la cabeza que permitía que su hijo más pequeño se le atravesara a los vehículos. No sé si el chamaco se creía una especie de  X-Children o si su padre le encomendaba esa labor para ver si podía sacar algo de dinero a los conductores.  Como sea, no le pregunté a la niña nada ni me acerqué a ella, quizá su padre la usaba de gancho para luego acusar a la gente de algo. Imaginé que su señora madre estaba alcoholizada en la casa de algún amigo y  sería llevada hasta su casa donde la arrojarían desde la puerta cual saco de papas.
Tan fino vecino engañaba a su esposa, pero ella también tenía sus quereres con quien se dejara. La mujer, quien por cierto era capaz de hablar mal de cualquiera,  salía como toda una dama a la calle y le gustaba ver con el rabillo del ojo a muchos. Por si fuera poco,  en una ocasión llegué y la calle estaba cerrada, pues su sobrina  cumpliría quince años y venía a ensayar el vals en “la calle de su tío”. La calle tenía dueño, tanto que él cobraba un nada módica cantidad para quienes tenían más de dos autos y carecían de  espacio para estacionarse… para eso era su calle y para eso recibía su dinero al mes.  Y cuando alguien cometía la osadía de estacionarse cerca de su casa, el hombre salía presto a mojar la calle con manguera o a increpar al conductor del auto.  Durante mucho tiempo el hombre ha estado sin trabajar, no sé de qué vive, pero le gusta presumir a sus amigos de sus viajes a Las Vegas y de otros asuntillos que, imagino, cada noche su mente sueña. Y ha pasado algún tiempo encerrado en su casa, escondiéndose de aboneros  y cobradores, pero siempre camina por la calle con el rostro en alto, como tratando de alcanzar la dignidad que cada día se le va de las manos. Al no gustarme su proceder,  su nada ejemplar vida y su orgullo para el cual el cielo es pequeño, decidí no volver a hablarle. 
Tercer error: dejar de hablarle a la gente deshonesta y seleccionar mis amistades.
A unos pasos de mi casa vive una ya no tan joven mujer.  Le conocí a su primera pareja, después a la segunda, siguió la tercera y la cuarta. Después de ésta le perdí la cuenta. Era común escuchar en la madrugada cómo salían sigilosos los  hombres de una noche. Hasta hoy me sigo preguntado cómo todos ellos pueden compartir los jugos corporales que seguramente su cama tendrá.  También me pregunto si esos hombres están tan necesitados  que se fijan en alguien tan poco agraciada. Siempre me he preguntado qué le ven y  después de meditarlo  imagino que son sus destrezas en la cama, pero no quiero comprobarlas ni volverlas a pensar, porque aunque estoy soltero, y de repente se me antoja tener una novia,  no tengo mucha prisa en casarme o en quemarme con una mujer así.
Al lado de la vendedora de amores (así le digo pero en realidad nunca los ha vendido, hasta para eso es mensa) vive una familia a quienes  les puse Los Traumaditos. Para ellos no podía haber nada mejor que Villas Tranquilidad  ni nada más respetable a su casa de setenta metros cuadrados. Su jardín de dos metros era su orgullo y  todo, absolutamente todo, para ellos, se ve feo: las hojas y flores secas, de las plantas de ellos, frente a mi casa; mi carro viejo; los restos de arena cuando  puse piso en el patio;  el agua encharcada; mi música; mi apatía por ellos; los perros de los de al lado; el taxi del otro vecino; la combi de aquél. La frase del papá: “¡Es que se ve feo!”. Pero no se veían feos los costales de escombro cuando ellos construyeron el área de lavado en la azotea, tampoco ésta y sus tendederos, ni su perro ladrando como loco todo el día, ni su hijo al interior de su casa mientras hablaba, a través de la ventana cual caballero respetuoso y considerado, con esa joven que llevaba en brazos a un bebé que no paraba de llorar por estar en el frío o en el sol durante un largo rato.  En una ocasión el recto  padre me pidió que barriera mi calle porque se veía fea. Yo le respondí: “Barrí ayer, pero las  hojas secas de sus plantas lo ensucian todo, las envolturas de los  dulces de sus nietas y las colillas de cigarros sus amigos los borrachines también ensucian la calle”. Muy  molesto se dio la media vuelta y se fue. Después me enteré que no paraba de decirles a todos que yo me había negado a barrer la calle. Al día siguiente del hecho, el salió con su manguera y  tardó media hora en quitar las hojas secas de sus plantas, a chorro tendido,  y las dejó ahí a media calle… por la tarde ya estaban en mi puerta.  Aunque también gusta de lavar su auto con manguera y cortar sus plantas y dejarlas amontonadas a la orilla de su jardín… el viento hará lo demás.
Cuarto error: decir que no barrería la basura de los demás ni estaba dispuesto a seguirle el juego a nadie.
A mi lado vive una familia no tan prolífera, pero por el escándalo que arman todos los días más bien parece una  gran manada de elefantes. Antes de que vivieran aquí, el padre, hombre que  cada domingo lleva a sus hijas a “pasear” al mercado, traía a sus múltiples amores. Así que era común despertarme con los jadeos exagerados de él. Y aunque me cubría los oídos con la almohada los alaridos eran insoportables… ¡Todo un don Juan el hombre!... A veces se quedaba a dormir en el lugar, pero muy temprano se bañaba con agua fría para  regresar a casa… ¡Imagino! Aunque claro, antes de irse dejaba las latas de cerveza sobre la banqueta… esperando que alguien más la barriera. Una o dos veces a la semana venía a su casa a tener sus escandalosos encuentros y cada quince días traía a una mujer y sus cuatro hijas (a estas alturas ya no sé si es su esposa u otra movida más) para que jugaran entre los olores y residuos que su padre, nada discreto, dejaba en la casa.  Por cierto, hace poco lo vi en otro municipio acompañado de una niña muy parecida a las que viven a mi lado; sacando cuentas, ella podría ser el fruto de  esos encuentros apasionados.
Su esposa, o lo que sea la mujer con la que vive cinco horas al día, es capaz de prevenir a sus hijas de los peligros que pueden representar adolescentes en crecimiento, pero  le gusta traerlas en la calle hasta altas horas de la noche y no preocuparse  por ellas. En una ocasión les conté ocho horas en la calle. Tiempo en el cual no entraron a casa a comer y sus amorosos padres ni siquiera les hablaron. Y el colmo fue un día lluvioso cuando las vi, cubriéndose con un paraguas rojo, sentadas en la banqueta.  La mujer es amante de las telenovelas y la televisión y como siempre las escucha a un volumen  considerable me entero de que  Lorenzo Miguel le pone el cuerno Úrsula Priscila, y don Guillermo de la Colina y Rosales tiene cuatro hijos ilegítimos. ¡Qué dramones! No sé para qué ve las novelas, si con los dramas de ella  es más que suficiente.  En el día no hace mucho, pero en la noche hace todo. Pueden ser las dos de la mañana y ella y sus hijas siguen en su ajetreo: lavan trastes, azotan puertas, corren como locas por toda la casa con sus zapatos de tacón, se bañan, cantan, gritan, pelean, escuchan la televisión a todo volumen… y todo lo que cualquier persona cuerda es capaz de hacer a las dos de la madrugada.
La mujer es tan ágil que siempre tiene un tremendo lío en el área de lavado, tanto que los enjambres de moscas deambulan en mi casa como si fueran de la familia. Es más, cuando el camión del gas viene a surtir su producto  le pienso mucho para subirme a la azotea, porque cuando no es  el  caldo de pollo  moviéndose cual playa mexicana, contaminada y sucia, libre en una olla poco pulcra, es lo que a la distancia parece leche, burbujeando  cual experimento de ciencias en cualquier escuela gringa.Y la pobre mujer tiene un deseo de pertenencia y reconocimiento que debe andar por ahí presumiendo su título barato en una universidad de tercera... ¿o será de cuarta? Como sea siempre pone el ejemplo a sus hijas para ser mujeres burladas por el marido, no tener disciplina ni respeto por sí mismas... y no esforzarse por ser mejor cada día. ¿Y luego se quejan que la sociedad mexicana está en decadencia?
Al don Juan de barrio y a la orgullosa mujer, por ser una de tantas del adonis que tiene a su lado,  les gusta hacer fiestas con sus amigos conductores del transporte público: se emborrachan, cantan a todo pulmón y tienen conversaciones muy prolíficas, ya saben, siempre se debe debatir por el alza de los productos de la canasta básica y por la inestabilidad del país, mientras sus pequeñas hijas  están en casa y observan las lindas escenas.   Imagino que ambos les enseñan a las pequeñas  cómo ser mujeres respetables, para que cuando sean adultas establezcan relaciones tan sólidas y enriquecedoras como las de sus padres.
Por si fuera poco, el don Juan de barrio  trató de pararme el otro día en seco al  presumir  su  carrera, no sólo es conductor de transporte público,  sino  es periodista de nota roja. “¡Tómala!” cuando me lo dijo por poco y me voy para atrás. “¡Periodista!”. Es un honor tener a un periodista de nota roja a mi lado, espero nunca necesitarlo, pero es bueno saber que alguien así vive cerca. Aunque ahora que lo pienso yo creo que lo dijo para humillarme porque yo no soy nadie, trabajo de sol a sol, soy ratón de oficina, aunque a veces me da por escribir cosas tan absurdas como las que ahora leen, me costó uno y la mitad del otro obtener mi título y  ahora estoy estudiando otra carrera, pero eso no es nada comparado a mi vecino… al final de estos simples devenires sabrán por qué.
A unas casas vive un matrimonio con dos adolescentes. A la madre le da por tratar como bebés a sus hijos y, desde mi anticuado punto de vista,   no establece un límite entre el amor de madre  y el carnal… ¡Si yo les contara todo lo que he escuchado!  Por si fuera poco, su perro ladra día y noche y en una ocasión le pedía callarlo. Como respuesta  obtuve una carcajada y una frase: “¡Estoy en mi casa!”. 
Quinto error: no entender que la gente en su casa hace lo que se le venga en gana y los demás tenemos que aguantarnos.
Aunque  ahora que uno de los “nenes” se puso a gritar: “El coño de la madre, el coño de la madre”… “Soy un estúpido retrasado”… “Me vale v… todo…”. Como que a la  mamá se le borró un poco la constante sonrisa de burla y ya lleva tres semanas que no hace ni dice ni pío, pero sigue incitando a sus bebitos entrados en la adultez para que no se esfuercen en nada.
Y un día alguien tocó a mi puerta para pedir mis datos porque pensaban armar un WhatsApp de la calle, la modernidad llega a todas partes,  para que todos, como buenos y lindos vecinos estuviéramos conectados.  Yo le hice saber que no me interesaba y después de un choro mareador  sobre los motivos por los cuales debía darle mis datos, me dejó una copia con los nombres y teléfonos de todos por si cambiaba de opinión. Pero qué creen como no formé parte de Whats  ahora soy el mamón de la calle. Y resulta que un día  que el borrachín no me dejaba dormir tomé la hoja con los nombres de todos y como soy tan curioso me puse a buscar si en verdad todos y cada uno de mis vecinos eran lo que decían: la calle está plagada de Abogados, Ingenieros, Arquitectos, Periodistas  y cuanto profesionista se puedan imaginar. Es más, si el  5 % de los mexicanos tiene una licenciatura, pues está aquí en Villas Tranquilidad. Y al final de mi ardua investigación, motivada por el escándalo de los borrachines, inseparables de Los Traumaditos,  pues oiga usted resulta que  la abogada no es tal, el Ingeniero tampoco y el periodista de nota roja mucho menos… ¡Bendito Internet! … ¡Nadie tiene cédula profesional!
 En fin, entre los que piensan que todo se ve feo, los que se auto roban  y transan a quien se deja, los borrachines flojos y escandalosos, las mujeres amantes en potencia, las mujeres que sólo están en su casa viendo a quién molestan, los que se esconden para no pagar el agua de garrafón,  los don juanes dadores de amor a cualquiera, los que no deseaban postes (porque se veían feos y eran un  peligro para los niños,  por eso las calles de México están libres de postes, no vaya a ser que todos se electrocuten) y toda la demás gente muy cuerda,  he comprendido que esta calle está llena de locos. No sé si los vendedores se pusieron de acuerdo para instalar aquí a tan finísimas personas o se llenó algún formulario  sobre la personalidad de cada comprador… A mí que me revisen, yo no llené ninguno… el hecho está en que creo que a todos los seleccionaron por calle…  Y cada día me entero de cosas absurdas: los niños tienen prohibido salir a jugar a la calle porque hacen ruido;  los perros no pueden andar en la calle, sólo el de los borrachines y el de Los Traumaditos, esos sí marcan su territorio que da miedo y ladran como para despertar a los muertos; no pueden entran camiones grandes porque estropean las calles;  nadie puede dejar el auto en un lugar que no le corresponda, sólo los borrachines  y  otros vecinos que tienen cinco coches, uno de ellos tiene algunos años sin ser movido; está prohibido hacer ruido, ese derecho es exclusivo de los perros de todos, de los borrachines y de la manada de elefantes de la que soy vecino.  En verdad, cada día pienso que de alguna manera el destino  se puso de acuerdo para juntar en esta calle a tanta gente bonita… y por más que lo pienso, creo que todos confabulan contra mí. Pero a decir verdad, y después de meditar durante cuatro años, no estoy tan mal porque ayer me enteré que en el fraccionamiento de al lado algunos vecinos demandarán a la constructora  pues ésta tuvo la osadía de nombrar a la  calle donde viven Mozambique: “¿Por qué los demás viven en París, Viena, Londres y a nosotros nos tocó una pinche calle de negros?”,  así lo escuché en el  súper (ahí uno se entera de cada cosa mientras espera a que la cajera despistada reconozca el cilantro del perejil o  diferencie la tuna del xoconostle).  Aunque también oí que a un hombre le expropiaron su terreno para hacer ahí la calle principal  y como requisito el samaritano exigió que ésta se llamara como él: Marciano y pues ahora la calle principal de una colonia aledaña lleva el nombre de Avenida San Marciano.
No sé si será todo el rumbo, pero en definitiva algo no anda bien con la gente de por acá y yo, si sigo aquí, me contagiaré de todos ellos y  la poca cordura y lucidez que me queda  pasarán a la historia

martes, 12 de marzo de 2019

La reunión





Era la décimo quinta ocasión en que ese reducido grupo se reunía.  El Mapache fue el primero en llegar. Acomodó las sillas, colocó en la estrecha mesa las papas, chicharrones y cacahuates que don Santiago, el dueño de la bodega donde trabajaba, le daba a precio de mayoreo. Después llegaron Alexis y Poncho, ambos empleados de la Compañía de Energía Limpia – empresa fraudulenta, creada por un senador de la república para lavar dinero del narco. La empresa se había hecho de muchos adeptos ante la ineptitud de Luz y Energía y en estos tiempos gozaba de gran  popularidad entre la clase pobre. Mientras Alexis tomaba la vieja escoba y daba un escobazo aquí y otro allá, Poncho introducía los refrescos en el refrigerador y buscaba en la alacena lo necesario: vasos, servilletas, platitos.
            Una amena charla inició y se detuvo cuando Oscarín empujó fuertemente la despintada puerta metálica, la cual se estrelló contra el viejo despachador de agua. En  realidad éste no servía, venía incluido con la renta del local, y el grupo no se deshacía de él porque Tacho, un hombre enorme y corpulento,  afirmaba: “No, debemos dejarlo, se ve que es viejo… es todo de metal y está bien pesado, ya ven que ahora todo es de plástico Made in China… ¡Úsese  y  tírese!... ¡No,  éste está chido! Quizá con el tiempo podamos venderlo y nos den algo… Uno nunca sabe, qué tal si aquí en México aparece uno de esos programas gringos donde gente común y corriente encuentra objetos de valor en bodegas abandonadas o maletas, donde después de sacar un montón de ropa sucia y cosas inservibles, hasta el fondo encuentran algo que les da miles de dólares… A lo mejor ese viejo despachador nos saca de pobres”. 
            Nadie dijo nada, así que el mueble seguía en su lugar.
-          ¡Qué carita te cargas, mi Oscarín! – afirmó Poncho.
-          ¡Qué quieres mi hermano: viernes, ocho de la noche, dos horas de tráfico y  el cielo cayéndose! – señaló el hombre delgado de nariz ancha.
Un relámpago iluminó la amplia ventana. Alexis  se acercó a ella: la fuerte lluvia no cesaba. El hombre vio el abundante tráfico desde el tercer piso donde se encontraba la estancia, denominada por el dueño del edificio “Oficina 6”: “A mí no me interesa para qué la ocupen, yo rento oficinas y se acabó”, les dijo tranquilo el día que el grupo   rentó, un par de meses atrás, el pequeño lugar. 
La “oficina” no era muy grande: tres metros por tres, un baño diminuto en el cual  Tacho entraba con dificultad, una amplia ventana, piso de loseta  amarilla con flores blancas y techo de plafón  donde un par de manchas amarillas hacían que el grupo  echara a andar la imaginación  en cada reunión: “A mí me parece más como un caballo”, afirmaba El Mapache; “Para mí que es un carro chocado”, sugería Poncho; “Ninguno de los dos tiene razón, es un platillo volador”, convencido aseguraba Tacho.  Aunque la oficina también contaba con el despachador de agua, una mesa vieja y un pizarrón de acrílico, objetos dejados ahí por los anteriores inquilinos: un grupo de abogados  quienes salieron huyendo cuando sus clientes levantaron una denuncia en su contra  por robo.
-          Pinche lluvia, está todo inundado – gritó Tacho cuando arribó al lugar, media hora después.
-          No mi hermano, ya mero ni llegas – afirmó Oscarín.
-          Más bien, antes llegué… Se inundó el paso a desnivel en Periférico y el de la combi se metió por San Joaquín y luego no sé por dónde…  Es más, ni siquiera sé cómo llegué – señaló el hombre para después llevarse la mano al rostro. Le dolían la cara y los oídos.
El hombre hizo una mueca. Sus compañeros adivinaron el motivo de ella, pues  Oscarín tenía congestionada la nariz; El Mapache se sofocaba a cada instante; a Poncho le dolía la garganta y el oído izquierdo;  y Alexis trataba de ponerle fin a la comezón de las manos.
Tacho era moreno, alegre y dicharachero. Trabajaba como obrero en una empresa de pinturas de donde se había robado un par de litros de color azul para “darle una manita” al lugar. Fue él quien reunió al grupo una fría noche de diciembre cuando fastidiados y sin conocerse, salieron todos de una plática-taller sobre Asma. Sí, los cinco eran asmáticos, con rinitis estacional algunas veces, dermatitis atópica otras y  diversos problemas comunes de personas alérgicas. Los cinco habían asistido a la charla con la esperanza de encontrar una especie de remedio mágico para sus males: estaban fastidiados de la nariz congestionada, los ojos llorosos, la tos, las ronchas en los brazos, los bronquios cerrados, el abundante moco, los constantes dolores de estómago,  los pulmones respirando con dificultad, los medicamentos, el oxígeno… y todo por lo que siempre pasaban.
-          Siempre es lo mismo en estas pinches pláticas… ¿Y para esto pedí permiso en la fábrica? – aclaró Tacho al salir.
-          Sí, no nos dicen nada que no sepamos ya – afirmó El Mapache.
Un hombre moreno y alto observó a los dos hombres: “Bueno, al menos ustedes no compraron nada, yo salí con dos espray, unas pastillas para evitar el escurrimiento constante de los mocos, un inhalador de un ‘producto naturista, nuevo y muy bueno’…  y este jarabe que no me acuerdo para qué es” – señaló preocupado.
Dos hombres se unieron a la charla y ahí comenzó todo.   Se vieron un par de ocasiones más, después decidieron rentar un lugar y formar una especie de club de asmáticos. Al principio algunos despistados se unieron al grupo, quienes, decepcionados ante la poca seriedad,  terminaron abandonándolo. 
Los cinco únicos miembros del Club pagaban los seiscientos pesos de la renta, que incluía luz y agua. Se reunían una vez a la semana y al principio comenzaron llevando información sobre sus diversos males. Una vez al mes se informaban sobre nuevas investigaciones, las cuales eran debatidas por ellos, pero después de dos meses dejaron la información e investigaciones a un lado y dieron paso a sus  experiencias con la enfermedad. Los parámetros iniciales cambiaron completamente y quedaron en el olvido. 
Los miembros del Club pasaron de ser sólo eso y se convirtieron en buenos amigos.  Así, sus nombres de pila fueron sustituidos por sobrenombres: Alfredo fue conocido simplemente como El Mapache; Martín como Poncho;  Eustolio pasó a ser Tacho; a Osvaldo  sus compañeros le vieron cara de  Oscarín y  Pedro se convirtió en Alexis.  Aunque el único que justificaba su apodo era El Mapache: tenía unas prominentes ojeras por no respirar bien, las orejas puntiagudas y el cabello en alto. Mientras sus compañeros ya habían olvidado el porqué de sus respectivos sobrenombres.
-          No sé, hoy he estado pensando mucho – aclaró Oscarín, un analista de sistemas de una empresa de empeños.
-          ¡Uy, eso es malo mi Oscarín… se te va fundir el cerebro! Imagínate: asmático, con dermatitis, rinitis y te quedas sin cerebro… ¿qué clase de hombre vas a ser? – preguntó Tacho.  
-          ¿Te imaginas, Tacho, que el Oscarín se convirtiera en zombi? Al momento de querer atrapar una presa empezaría a toser, a rascarse la nariz y diría: “Momento, momento, ahorita les como las entrañas, sólo necesito mi inhalador” – aseguró Poncho.
-          No seas menso, si se convirtiera en zombi dudo que siguiera con el asma – aclaró Alexis.
-          ¿Por qué? ¿Qué tal si el asma persiste aun después de ser contagiado como zombi?
-          No creo, ya estaría contaminado, contagiado, muerto y vuelto a revivir… y sólo entonces existe la posibilidad de que sea normal… bueno, normal dentro de lo que se entiende normal para los zombis… perseguiría ingenuos humanos, escalaría edificios, correría como una gacela, tendría fuerza descomunal, sería inteligente y tú sabes… todas esas cosas que caracterizan a los zombis… y por fin se olvidaría del asma – aseguró Alexis.
-          Ahora que lo pienso, ¿vieron la película esa de una guerra mundial de zombis?... Bueno, pues  ahí sólo se contagiaban las personas sanas y aquellos que tenían alguna enfermedad pasaban inadvertidos para los zombis… si las cosas son así, eso quiere decir que … – el Mapache no terminó la frase.
-          ¡Seriamos los únicos sobrevivientes! – aclaró Poncho.
-          El mundo lleno de asmáticos, no suena del todo mal – afirmó el Mapache.
-          Sí, el mundo sería de los asmáticos, mientras tanto, los otros… esos que nos ven ahora con desdén… estarían bien llenos de esa enfermedad que los convirtió en zombis… ¡Imagínate, mi hermano! – argumentó Oscarín.
-          ¡Por fin seríamos normales! Y no los bichos raros que andan por el mundo  con sus constantes problemas de salud y diciendo: “Ni modo, así me hizo la  vida… qué se le va a hacer”.
-          No estaría mal ser los únicos sobrevivientes, porque cuando te sientes de la fregada, cuando sientes que el aire no puede entrar a tus pulmones,  te quedas sin fuerza y  un moco muy delgado empieza a escurrir de tu nariz,  tu boca produce baba  y te tiras al piso como un animal tratando de apresar con tus manos ese oxígeno que no puede entrar a tu cuerpo… entonces podrás decir: “Esto no es nada comparado con el infierno que viven los  zombis… ¡Pobres de ellos!”.
Una carcajada se dejó escuchar en medio de la insistente lluvia. Entonces las papas y botanas pasaron de mano en mano y una botella de refresco pronto fue vaciada.
-          ¿Saben?, a mí me gustaban más los zombis de antes… Esos que eran como mensos, caminaban con las manos estiradas al frente y hacían ruidos raros. Con ellos los seres humanos debían ser muy tontos para ser  alcanzados – señaló Alexis.
-          Esos no estaban del todo mal, pero ahora  los zombis ya son diferentes, parecen cualquier súper héroe, por los súper poderes claro,  pero muertos.
-          Bueno, yo prefiero eso a los vampiros raritos y los hombres lobos tontos que hay ahora en el cine.
Las risas y la charla siguieron, sin embargo, Tacho permanecía en silencio, sólo se dedicaba a observar a sus compañeros.
-          Ese mi hermano, ¿estás enfermo o qué pasa contigo? Has estado muy calladito y tú no eres así. No hemos escuchado tu armoniosa voz en toda la noche – aseguró Oscarín.
-          He estado pensando todo el día… bueno… ustedes saben… yo creo que no es posible que nosotros seamos los únicos pinches seres vivos en todo el universo… Si el universo es tan grande, ¿por qué sólo somos los únicos?
-          No me digas que ya te vas a poner a filosofar, ahora vamos a hablar sobre la vida, el universo, qué fue primero el huevo o la gallina… los extraterrestres y todas esas cosas… ¿o qué? – preguntó Poncho.
-          Es que he estado pensando toda la pinche semana en extraterrestres – aseguró Tacho.
-          ¿Y eso que tiene que ver con nosotros? – interrogó Alexis.
-          Mucho más de lo que se imaginan. ¿Qué tal si nuestra condición tiene que ver con que descendemos de los extraterrestres?
Una carcajada se dejó escuchar para después dar paso al silencio. En realidad, todos estaban cansados de sobrellevar día a día los problemas ocasionados por su condición. En tiempo de lluvias, la nariz se les congestionaba  y les era difícil respirar;  la fatiga era una constante de sus cuerpos cuando el calor llegaba; la comezón en los brazos y piernas resultaba insoportable (Tacho se untaba limón para sobrellevarla); los bronquios siempre cerrándose y el insoportable dolor en todo el rostro no los dejaba.  Sí, cuando no era picazón en la nariz, era la comezón y ardor de ojos; oídos inflamados y comezón, muchas veces insoportable (para mejorar esta situación el grupo había decidido inventar unas pequeñas manitas robóticas con largos dedos, las cuales podrían introducir en los oídos, aunque claro, todavía no comenzaban a fabricarlas); dolor de garganta; paladar reseco; dificultad para respirar  y otras muchas vicisitudes que debían enfrentar. Y qué de decir de la mezcla de medicamentos, entibiarlos, y hacerse una nebulización una, dos, tres o todos los días de la semana.  Por si fuera poco, también estaban las restricciones alimenticias: Alexis no podía comer camarones; Poncho le tenía pavor a los cacahuates; Tacho ni siquiera olía el pescado y El Mapache y Oscarín sufrían con ronchas por el chocolate y los embutidos. Todos habían estado en más de una ocasión en la sala de urgencias, tomaban más de cinco medicamentos al día y seguían las precauciones convenientes, aunque  a otros les hubieran parecido más que exageradas.  Así que, ante la extraña afirmación de su compañero, guardaron silencio un momento.
-          Sí, imaginen… tenemos problemas en las vías respiratorias y nuestro organismo no es igual  al de los demás…
-          Eso es una condición médica, mi hermano… Un problemilla genético con el que hemos nacido – afirmó Oscarín.
-          No lo creo, ¿por qué todos los seres humanos son normales y sólo unos cuantos tenemos estos problemas?… Escuchen bien, se nos dificulta respirar, nuestro cuerpo reacciona ante determinados agentes… prácticamente rechazamos todo…
-          Pues sí, pero eso es por mala suerte, genética o llámale como quieras… pero nada más. Y de ahí a ser extraterrestres hay una gran diferencia – aclaró Alexis.
Nuevamente silencio. Después de un largo rato.
-          Es que podemos no ser completamente extraterrestres. Me refiero a que tenemos algo extraterrestre en nuestro cuerpo, pero nacimos aquí en la Tierra. Somos un experimento para saber si una raza superior, de la que formamos parte, puede vivir en la Tierra – dijo convencido Tacho.
-          Creo que puede tener algo de lógica. Quizá por eso no respiramos como las personas normales – argumentó el Mapache.
-          Sí, nuestros pulmones resisten a adaptarse a la atmosfera terrestre – aseguró Poncho.
-          Por eso también vienen los problemas en la piel y en la alimentación – dijo el Mapache. Porque no nos acostumbramos a respirar este oxígeno y alimentarnos con la comida típica de la Tierra.
-          Pero, mi hermano, ¿cómo podría ser eso: cómo los extraterrestres  nos dejaron en la Tierra? – peguntó Oscarín.
-          No sé, para eso existe la abducción… se llevaron a nuestras madres…  o les lavaron el cerebro y simplemente nos colocaron en sus brazos siendo muy niños… quién sabe, los extraterrestres tienen muchas mañas – aseguró Tacho.
-          Uno nunca sabe, tantas cosas que dicen de los extraterrestres que quién sabe cómo pasó todo– más que convencido señaló Poncho.
Los cinco miembros del Club del Asma se observaron serios y siguieron una larga charla sobre su apenas descubierto origen extraterrestre.  Ante los constantes males, esa hipótesis los reconfortaba un poco. Quizá al final, después de las burlas en la escuela, los problemas en sus empleos ante las faltas laborales, la incomprensión de muchos, imaginar que un poco de ADN extraterrestre corría por sus venas, los ayudaba a sobrellevar el asma y las alergias.