El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 15 de octubre de 2020

Desigual




Por María Celeste Vargas Martínez


La vida es cruel  y el destino la preñó,

en la noche parió al pobre

sobre polvo y  hambre,

y en el día parió al rico

en cama y  comida le dio,

 

el niño pobre,

flaco, desolado y hambriento,

creció y en la fábrica los años dejó,

 en la calle el sol la piel se tragó,

en la esquina los sueños se llevó,

donde fuera el trabajo siempre lo golpeó,

 

el niño rico

abundante, alegre y satisfecho,

creció en oficina, bares y vacaciones,

estudió con santos en escuela no pagana,

desayunaba en la mañana,

comía en la tarde

y en la noche alimentos ricos merendaba,

 

el niño pobre

veía al rico divertirse cualquier semana:

“Algún día, algún día”, se decía

 “Yo seré como esa alma”,

pero su madre la vida le daba jalones y gritaba:

“Tú siempre serás pobre y no tendrás nada.

Servirás a tu hermano, mientras él despreocupado avanza”.

 

El pobre  veía al rico reír y disfrutar

y el rico jamás vio al pobre llorar y trabajar.

 

Vaya madre que es la vida

capaz de parir a dos tan desigual.

 

 

miércoles, 14 de octubre de 2020

El viejo

 Por María Celeste Vargas Martínez

Mi padre amaba el mar. Cada madrugada escuchaba sus pasos silenciosos abrirse camino en la estancia oscura, siempre cuidándose de no despertar a mi madre o a mí. En silencio se vestía y en silencio tomaba su candil que siempre dejaba junto a la puerta la noche anterior. Después, se encaminaba  a mi cama y me daba un cálido beso en la frente. Yo fingía que dormía, pero ocultaba las ganas de prenderme de su cuello, no soltarlo hasta que accediera a llevarme con él,  darle uno y mil besos y decirle cuánto lo amaba. Pero no podía hacer nada de eso: “Los hombres no besan a otros hombres”, decía mi madre. También decía muchas cosas más que al principio me impidieron amar a mi esposa y a mis hijos.

            Silencioso… él se marchaba. Entonces me ponía de pie y me dirigía a la ventana. Lo veía atravesar el patio y seguía su sombra a través de los árboles. Tranquilo acomodaba la red en la panga  y se dirigía al mar. Ya en él veía cómo una pequeña luz se movía  lentamente hasta  casi perderse. Entonces me iba a la cama.

            Al despertar, un cálido aroma inundaba mi nariz y se refugiaba en mi estómago vacío. Me vestía velozmente e iba a la cocina donde mi madre ya preparaba los deliciosos camarones que mi padre había pescado. Siempre desayunábamos solos, pues mi padre tenía que regresar al mar con otros  hombres. Cuando el Sol ya había mostrado su cara por completo, mi padre llegaba a la playa. Todos descargaban la pesca y se encaminaban  al puerto a vender  el producto.

            Por la tarde regresaba con dinero en la bolsa, frutas y verduras en las manos. Mi madre tomaba con indiferencia aquello e iba a la cocina a preparar la comida.

            Cuando mi padre estaba en casa se sentaba en las tardes con nosotros y nos contaba historias sobre el mar. Aprendí de memoria el cuento del hombre con cuerpo humano y cola de pescado que hacía una y mil tretas para jugarles mal a los pescadores. Y aquellos de seres gigantes y feroces escondidos en las profundidades en  espera de un indefenso barco que atacar. Al principio me daba medio ir mar adentro, temía que unos enormes tentáculos salieran de pronto y se llevaran la panga hasta el fondo y mi pequeño y débil cuerpo fuera devorado por los tiburones.  Con los años aprendí que todos aquellos relatos habían salido de la boca de algún hombre con mucha imaginación, a pesar de que muchos juraban tener a algún conocido que a su vez conocía a alguien a quien le había acontecido determinado suceso.

            Cuando crecí, vi  que en ese pequeño pueblo  mi futuro estaría marcado por una red y  una panga. Decidido, hice una estrecha maleta y me encaminé a la capital. Mi padre trató de detenerme: “El mar es la vida que te corre por el cuerpo… No lo dejes ir”.  No le hice caso y partí. Con dificultad encontré un trabajo y con dificultad terminé la preparatoria. De vez en cuando enviaba cartas a mi padre e imaginaba el momento en que las recibía: Alfredo, el cartero, pasaba por la tarde con su vieja maleta negra, a punto de deshacerse, buscaba una y otra vez la carta de mi padre, a pesar de que su maleta estaría casi vacía.  Al encontrarla la tendía al viejo, quien  se inclinaba sobre la silla, se enjugaba el sudor y con su mano temblorosa la tomaba. Sin verla la ponía sobre la mesita y fingía olvidarse de ella mientras acompañaba a Alfredo al camino, de vuelta al pueblo.  Por la noche tomaba la carta y sentado al filo de su cama la leía una y otra vez.

            Después de que yo me marché mi madre lo abandonó. Dijo estar fastidiada de  ese lugar, de la gente y de mi padre, quien no sabía otra cosa que encaminarse al mar. Mi padre lloró, lloró cada noche y cada madrugada que iba en busca de pescado. Ella desapareció para siempre. Mi padre se quedó solo. Salía a candilear para él. Regresaba del mar y cocinaba su propia comida, después lavaba su plato y se sentaba toda la tarde, absorto y tranquilo a contemplar el mar.

            Años después regresé, vestido con ropas limpias y nuevas. Dispuesto a llevarme a mi padre. Su espalda estaba cansada, sus manos titubeaban al preparar la red y el dolor en las piernas a  veces le dificultaba el andar.  Dispuse para él una habitación en mi casa. Mis hijos deseaban conocer a su abuelo y mi esposa mandó arreglar la casa al saber que lo llevaría conmigo. Todos nos aguardaban.

 Por la noche dejó su candil junto a la puerta y me dijo: “Tienes que escucharlo”. Al principio no entendí sus palabras: “¿De qué hablas, viejo?”, pregunté sonriendo. “Del mar… tienes que escucharlo”, señaló mientras una extraña  luz se adueñaba de sus  ojos.  No dije más, aunque me hubiera gustado hacerle saber que durante catorce años viví, comí, respiré ese mar y escuché su canto en noches tranquilas y su enfado y rencor en días de furia.

En la madrugada, su delgada mano me despertó: “Es hora”, fue todo lo que dijo. Tomó su candil y nos dirigimos al mar. Un leve viento movía suavemente las olas. La vieja panga parecía  romperse. Cuando estuvimos a una distancia considerable, el viejo encendió el candil. Una brillante y tranquilizadora luz iluminó las aguas.  Él se sentó cerca y dijo: “Cierra los ojos y escúchalo”. Cerré los ojos y un aire puro, húmedo, me dio en el rostro, y lentamente se coló por la nariz. Sentí su aroma recorrerme y una descarga eléctrica se adueñó de mi cuerpo. Era como si durante veinte años hubiera estado quieto, caminando por caminar, hablando por hablar… Era como si la vida me hubiese dado una bofetada de repente y con sus fuertes brazos,  de un solo tirón, me sacara de un estado de adormecimiento en el que había permanecido todo este tiempo. Mis oídos se abrieron y olvidaron para siempre el claxon de los autos, el ruido de las máquinas, los gritos de la gente. Entonces lo oí. Era una voz lejana, un grito ahogado que se acercaba velozmente. Abrí los ojos de súbito y me encontré con los de mi padre: tiernos, complacidos y felices. Me tomó por el hombro y me dijo: “El mar es mi vida, su agua recorre mis venas”.  No dije nada y sólo escuché el papalotear de los camarones  y lo contemplé silencioso candileando en el mar.

Regresé a casa sin él.

Unos meses después  alguien me habló por teléfono. Por la mañana tomé el autobús  al pueblo. Atravesé impaciente la calle principal. Alfredo me alcanzó antes de escapar del pavimento y  acompañó mis pasos por las veredas de arena. Llegamos a la casa de mi padre. Todo estaba en orden: la cocina limpia, la cama tendida, los trastes colgados de la pared y su candil, quieto y silencioso, cerca de la cama. Alfredo me tomó por el hombro y dijo: “Lo vi desde lejos. Le traía tu carta. Él estaba  parado cerca de la playa… El mar estaba un poco  bravo y las olas tocaban sus pies. Al principio pensé que  sólo lo estaba contemplando como cada tarde, pero cuando estaba a punto de llegar a él, comenzó a caminar. Nunca lo vi tan firme y decidido, parecía como si de pronto la vejez se le hubiera ido de las piernas y ahí estaba otra vez joven. Se internó en el mar. Las olas lo alejaron. Corrí, pero no lo vi”.

Di a Alfredo las gracias. Él se marchó y me dejó solo en casa. Sobre la cama estaban todas las cartas que le había enviado sujetas con un listón rojo. Me encaminé a la playa, el sol comenzaba a ocultarse y vi el  rostro de mi padre sonriéndome en el horizonte. Sonreí, cerré los ojos y respiré el olor a vida que el mar siempre trae.