Por María Celeste Vargas Martínez
Mi padre amaba el
mar. Cada madrugada escuchaba sus pasos silenciosos abrirse camino en la
estancia oscura, siempre cuidándose de no despertar a mi madre o a mí. En
silencio se vestía y en silencio tomaba su candil que siempre dejaba junto a la
puerta la noche anterior. Después, se encaminaba a mi cama y me daba un cálido beso en la
frente. Yo fingía que dormía, pero ocultaba las ganas de prenderme de su
cuello, no soltarlo hasta que accediera a llevarme con él, darle uno y mil besos y decirle cuánto lo amaba.
Pero no podía hacer nada de eso: “Los hombres no besan a otros hombres”, decía
mi madre. También decía muchas cosas más que al principio me impidieron amar a
mi esposa y a mis hijos.
Silencioso… él se marchaba. Entonces
me ponía de pie y me dirigía a la ventana. Lo veía atravesar el patio y seguía
su sombra a través de los árboles. Tranquilo acomodaba la red en la panga y se dirigía al mar. Ya en él veía cómo una
pequeña luz se movía lentamente
hasta casi perderse. Entonces me iba a
la cama.
Al despertar, un cálido aroma
inundaba mi nariz y se refugiaba en mi estómago vacío. Me vestía velozmente e
iba a la cocina donde mi madre ya preparaba los deliciosos camarones que mi
padre había pescado. Siempre desayunábamos solos, pues mi padre tenía que
regresar al mar con otros hombres. Cuando
el Sol ya había mostrado su cara por completo, mi padre llegaba a la playa.
Todos descargaban la pesca y se encaminaban
al puerto a vender el producto.
Por la tarde regresaba con dinero en
la bolsa, frutas y verduras en las manos. Mi madre tomaba con indiferencia
aquello e iba a la cocina a preparar la comida.
Cuando mi padre estaba en casa se
sentaba en las tardes con nosotros y nos contaba historias sobre el mar.
Aprendí de memoria el cuento del hombre con cuerpo humano y cola de pescado que
hacía una y mil tretas para jugarles mal a los pescadores. Y aquellos de seres
gigantes y feroces escondidos en las profundidades en espera de un indefenso barco que atacar. Al
principio me daba medio ir mar adentro, temía que unos enormes tentáculos
salieran de pronto y se llevaran la panga hasta el fondo y mi pequeño y débil
cuerpo fuera devorado por los tiburones.
Con los años aprendí que todos aquellos relatos habían salido de la boca
de algún hombre con mucha imaginación, a pesar de que muchos juraban tener a
algún conocido que a su vez conocía a alguien a quien le había acontecido
determinado suceso.
Cuando crecí, vi que en ese pequeño pueblo mi futuro estaría marcado por una red y una panga. Decidido, hice una estrecha maleta
y me encaminé a la capital. Mi padre trató de detenerme: “El mar es la vida que
te corre por el cuerpo… No lo dejes ir”.
No le hice caso y partí. Con dificultad encontré un trabajo y con
dificultad terminé la preparatoria. De vez en cuando enviaba cartas a mi padre
e imaginaba el momento en que las recibía: Alfredo, el cartero, pasaba por la
tarde con su vieja maleta negra, a punto de deshacerse, buscaba una y otra vez
la carta de mi padre, a pesar de que su maleta estaría casi vacía. Al encontrarla la tendía al viejo, quien se inclinaba sobre la silla, se enjugaba el
sudor y con su mano temblorosa la tomaba. Sin verla la ponía sobre la mesita y
fingía olvidarse de ella mientras acompañaba a Alfredo al camino, de vuelta al
pueblo. Por la noche tomaba la carta y
sentado al filo de su cama la leía una y otra vez.
Después de que yo me marché mi madre
lo abandonó. Dijo estar fastidiada de
ese lugar, de la gente y de mi padre, quien no sabía otra cosa que
encaminarse al mar. Mi padre lloró, lloró cada noche y cada madrugada que iba
en busca de pescado. Ella desapareció para siempre. Mi padre se quedó solo.
Salía a candilear para él. Regresaba del mar y cocinaba su propia comida,
después lavaba su plato y se sentaba toda la tarde, absorto y tranquilo a
contemplar el mar.
Años después regresé, vestido con
ropas limpias y nuevas. Dispuesto a llevarme a mi padre. Su espalda estaba cansada,
sus manos titubeaban al preparar la red y el dolor en las piernas a veces le dificultaba el andar. Dispuse para él una habitación en mi casa. Mis
hijos deseaban conocer a su abuelo y mi esposa mandó arreglar la casa al saber
que lo llevaría conmigo. Todos nos aguardaban.
Por la noche dejó su
candil junto a la puerta y me dijo: “Tienes que escucharlo”. Al principio no
entendí sus palabras: “¿De qué hablas, viejo?”, pregunté sonriendo. “Del mar…
tienes que escucharlo”, señaló mientras una extraña luz se adueñaba de sus ojos.
No dije más, aunque me hubiera gustado hacerle saber que durante catorce
años viví, comí, respiré ese mar y escuché su canto en noches tranquilas y su
enfado y rencor en días de furia.
En la madrugada, su delgada mano me despertó: “Es hora”, fue
todo lo que dijo. Tomó su candil y nos dirigimos al mar. Un leve viento movía
suavemente las olas. La vieja panga parecía
romperse. Cuando estuvimos a una distancia considerable, el viejo
encendió el candil. Una brillante y tranquilizadora luz iluminó las aguas. Él se sentó cerca y dijo: “Cierra los ojos y escúchalo”.
Cerré los ojos y un aire puro, húmedo, me dio en el rostro, y lentamente se
coló por la nariz. Sentí su aroma recorrerme y una descarga eléctrica se adueñó
de mi cuerpo. Era como si durante veinte años hubiera estado quieto, caminando
por caminar, hablando por hablar… Era como si la vida me hubiese dado una
bofetada de repente y con sus fuertes brazos,
de un solo tirón, me sacara de un estado de adormecimiento en el que
había permanecido todo este tiempo. Mis oídos se abrieron y olvidaron para
siempre el claxon de los autos, el ruido de las máquinas, los gritos de la
gente. Entonces lo oí. Era una voz lejana, un grito ahogado que se acercaba
velozmente. Abrí los ojos de súbito y me encontré con los de mi padre: tiernos,
complacidos y felices. Me tomó por el hombro y me dijo: “El mar es mi vida, su
agua recorre mis venas”. No dije nada y
sólo escuché el papalotear de los camarones
y lo contemplé silencioso candileando en el mar.
Regresé a casa sin él.
Unos meses después
alguien me habló por teléfono. Por la mañana tomé el autobús al pueblo. Atravesé impaciente la calle
principal. Alfredo me alcanzó antes de escapar del pavimento y acompañó mis pasos por las veredas de arena.
Llegamos a la casa de mi padre. Todo estaba en orden: la cocina limpia, la cama
tendida, los trastes colgados de la pared y su candil, quieto y silencioso,
cerca de la cama. Alfredo me tomó por el hombro y dijo: “Lo vi desde lejos. Le
traía tu carta. Él estaba parado cerca
de la playa… El mar estaba un poco bravo
y las olas tocaban sus pies. Al principio pensé que sólo lo estaba contemplando como cada tarde,
pero cuando estaba a punto de llegar a él, comenzó a caminar. Nunca lo vi tan
firme y decidido, parecía como si de pronto la vejez se le hubiera ido de las
piernas y ahí estaba otra vez joven. Se internó en el mar. Las olas lo
alejaron. Corrí, pero no lo vi”.
Di a Alfredo las gracias. Él se marchó y me dejó solo en
casa. Sobre la cama estaban todas las cartas que le había enviado sujetas con
un listón rojo. Me encaminé a la playa, el sol comenzaba a ocultarse y vi
el rostro de mi padre sonriéndome en el
horizonte. Sonreí, cerré los ojos y respiré el olor a vida que el mar siempre
trae.