El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

martes, 28 de septiembre de 2021

El primer charlatán

 

Por María Celeste Vargas Martínez

A todas esas bestias

que van por ahí creyéndose seres humanos

y ofendiendo a los animales al compararse con ellos.

 

Esta historia comienza como muchas otras: un día soleado, el cielo perfectamente azul y enormes cumulonimbos cubriendo el verde pasto y los altos árboles. En la llanura, de hierba húmeda por la ligera lluvia de la noche anterior, pastaba un grupo de animales. Entre mugidos, balidos y berridos, comían plácidamente sin pensar en nada (al final de cuentas eran sólo animales sin consciencia ni raciocinio). A lo lejos alguien, o algo, se acerca. Una borrega levanta la cabeza y observa unos segundos a un ser caminando en dos patas: con dificultad mueve una y luego la siguiente, para tambalearse a cada paso. Unos segundos después la borrega vuelve a comer.

            Algo, o alguien, continúa hasta llegar frente a los animales: es un lobo.

            Un lobo.

            Sí, así comienzan muchas historias, pero esta será diferente (al menos eso espero), pues el lobo no es un lobo (eso cree él). Nuestro lobo viste marchita piel de humano sobre lo que antes fuese un brillante pelaje. Sus patas, torcidas y caminando con dificultad, se tambalean más cuando sube la discreta cuesta. Se detiene un momento para acomodarse la piel, de pronto pareciera caer y dejar a la vista la farsa del animal. La ata fuertemente con esos trozos de lazo viejo encontrados en el basurero y sigue su camino. Cuando está cerca a los animales se aclara la voz, estos continúan comiendo: ¿por qué habrían de dejar de hacerlo? El lobo nuevamente tose discreto. Los animales no dejan de comer (para eso viven para comer y… ¡ya saben para qué!). El lobo se aclara la garganta y lanza un grito. Una familia de borregas levanta le vista: papá, mamá y tres hijas. Entonces el lobo comienza.

-          Hola hermanos. Me pregunto, ¿qué hace alguien como ustedes retozando aquí como cualquier animal?

Lo observan y sin más vuelven a comer hierba mientras defecan. El lobo contempla las acciones simultáneas y mueve ligeramente la cabeza.  Las borregas ni se inmutan, es algo común para ellas.

-          Hermanos, vuelvo a preguntar: ¿qué hacen aquí? Ustedes deben estar dentro de una casa, comiendo frente a una mesa, viendo televisión… Eso hacen los humanos.

Entonces todos los animales voltean a verlo y algunos repiten al unísono: “¡No somos humanos, somos animales!”. Frase seguida se marchan del lugar y van a otra planicie a comer y defecar. Pero la familia de borregas (sí… papá, mamá y tres hijas) se quedan quietas observando al lobo con piel de humano.

-          ¿Nosotros somos humanos? – interroga el padre.

Los ojos del lobo se iluminan y su pelaje, café en algún momento de su vida, se crispa. Complacido se frota las patas delanteras, ahora funcionando como manos. Su hocico alargado se asoma bajo el rostro marchito de la piel humana y sus enormes ojos negros cubren las cuencas vacías de la carcasa de los seres que aprendieron a andar en dos patas y dejaron a un lado a sus hermanos primates.

-          Desde luego, ustedes son humanos – aclara el lobo.

-          Pero los humanos andan en dos patas y nosotros en cuatro – dice papá borrego sin meditar mucho.

-          Eso no es problema – señala el lobo. Si se ponen estas pieles entonces caminarán en dos patas y serán  completamente humanos. Véanme a mí.

La familia observa al lobo: la piel parece sentarle bien, es más, si lo miras de lejos y al despertar al amanecer… podría hablarse de su condición de humano.  Y aunque aún pueden ver parte de su pelaje marrón y de repente les llega un olor repugnante, ellos piensan: “Nosotros qué sabemos, sólo somos animales, sin conciencia. Él debe saberlo todo, ya se ha convertido en humano”.

-          Entonces, ¿si nos ponemos esas pieles seremos humanos? – interroga el padre y sus labios parecen sonreír.

-          Desde luego, serán humanos… serán como ellos.

Aunque el padre borrego no puede notarlo, hace su primer gesto humano: sonríe (siempre quiso hacerlo). Mamá borrega observa con desconfianza al lobo, luego a su esposo, después a sus hijas, una de ellas  con un ojo arriba y otro abajo, y vuelve a comer hierba después de señalar.

-          ¡No es cierto! Nosotros somos animales.

-          ¡Qué te pasa Yeimi! – agrega molesto papá borrego. Si el señor dice que somos humanos, entonces somos humanos… Además, tú siempre quisiste ser humana.

Mamá borrega, ahora llamada Yeimi, porque los humanos tienen nombre, rememora las imágenes venidas a su cerebro hace ya algún tiempo, no recuerda cuánto pero debe ser desde ese momento remoto cuando los humanos comenzaron a ser humanos. Se ve a ella caminando en dos patas con cabello negro a la espalda, ojos pequeños y negros, rostro redondo y llevando un bello pantalón de mezclilla. Es obesa, nada agraciada y camina con las piernas abiertas, pero qué importa… es humana. Su marido, nombrado Horacio, tiene  piel oscura, piel y no pelaje enmarañado, rostro cuadrado, nariz prominente y siempre está frente al televisor viendo el fútbol y bebiendo… eso hacen los humanos. Sus hijas Ana, Blanca y Tierra, yacen junto a su padre comiendo palomitas. Las tres se parecen a él: la misma nariz prominente, la boca grande, los ojos negros y la piel café. Y la pereza y desenfado manando de cada poro de esa piel humana. Ninguno es bello, como ella imagina a los humanos, pero al final son humanos y eso es lo importante. Es mejor ser humano que un animal pastando libre sobre la hierba húmeda.

-          Niñas – señala el padre borrego, ahora llamado Horacio. El señor dice que somos humanos, por lo tanto, debemos vivir como ellos.

El lobo le tiende las pieles a la familia, quienes con dificultad se las colocan. De pronto la pata delantera no pretende estar dentro de ese trozo de piel y la pezuña trasera se resiste a dejar la tierra rozándola… y la cabeza, es difícil colocarla  bajo ese sedoso pelaje negro. Después de unas horas de balar, caerse, volver a levantarse y pujar, la familia borrega, ahora llamados Horacio, Yeimi, Ana, Blanca y Tierra, yacen tambaleándose en dos patas bajo la sombra de un árbol y protegiéndose de los últimos rayos del sol, porque ya son humanos. Yeimi observa sus pies calzados con huaraches, siempre quiso tener unos, y éstos, rechonchos y feos, se ven tan humanos. La familia se marcha, pero antes de hacerlo, lanza una ligera mirada a los animales indiferentes acomodándose entre la hierba para dormir.

El lobo se lleva a los nuevos humanos y los instala en una casa de un desarrollo habitacional de interés social: “Ese será su hogar, ahora es momento de vivir como humanos”, dice el lobo y se marcha placentero a esperar al siguiente día para disuadir a más animales. Horacio observa su casa de sesenta metros cuadrados y su boca se abre de par en par: ahora es humano y vive en una casa. Siempre quiso tener una.  Los vecinos los miran con indiferencia y algunos saben que algo no anda bien con los recién llegados.

Y para no hacer el cuento tan largo, pues ustedes lectores pueden ser un poco desesperados, los nuevos humanos se comportan igual a como lo hacían cuando pastaban en el campo. Ellos imaginan (otro elemento humano) a ese comportamiento como normal, no sólo porque, desde su estrecho punto de vista, eso hacen los humanos, sino porque llevan su antigua vida a ese nuevo espacio: hablan a gritos, se duermen cuando quieren y donde pueden; las hijas, recordando su vida anterior cuando corrían despavoridas por el campo, lo hacen por toda la casa, azotan las puertas, sus pezuñas jamás aprendieron a girar la perilla (aunque usen piel humana), orinan y defecan en la calle, ven televisión todo el día, no hacen aseo y los 60 metros cuadrados son un cúmulo de porquerías; tienen más de cuarenta animales encerrados en jaulas (eso hacen los humanos, son mejores a esos seres que perdieron su libertad). Comen comida chatarra, porque eso hacen los humanos. Dejan los trastos sucios sobre el lavadero mientras las moscas se alimentan (en el campo nunca lavaron un trasto, ni siquiera tenían).  

El padre se convierte en chofer.

La madre descubre la escuela y estudia una carrera aunque sea en un lugar de quinta, lo importante es tener una hoja señalando lo que ella es (porque antes de eso, desde su corto punto de vista, no era nada) y orgullosa lo presume (eso hacen los humanos).

 Y mientras Ana engorda y engorda por levantarse todos los días a la una de la tarde, ver televisión y comer palomitas (adora esa comida humana, la cual había probado ya, pero como granos en su estado salvaje), Blanca y Tierra se la pasan en la calle hasta la una de la mañana. Si llueve andan por ella con su paraguas, para no mojar sus pieles humanas; gritan, juegan, corren, y se desvelan… eso hacen los humanos. Tienen amigos iguales a ellas y entre todos corren por las calles recordando ese estadio anterior del cual no desean saber nada.

Por si fuera poco, Horacio ha aprendido a estafar: miente para no ir a trabajar (“Me salió un viaje y ando en otra colonia, ahorita voy para allá”, “Estoy en el aeropuerto y hay manifestación”, “Si estuve en la base trabajando desde las seis de la mañana…”);  si tiene una fuga de agua en su casa alguien se la arregla y él no paga: “Regresa mañana porque ahorita no tengo”, afirma y ese mañana se convierte en dos años; si quiere piso nuevo, alguien también se lo hace y él se esconde cuando los trabajadores exigen su pago y tocan la puerta insistentemente en esa casa de interés social.

Y Yeimi pretende orientar a los humanos desorientados sin pensar en un segundo en su vida de caos; finge no darse cuenta de las infidelidades de su marido, porque eso hacen los humanos. La familia ve la televisión a todo volumen, no conocen el cine, ni los parques ni los zoológicos y muchos menos los museos o los foros de conciertos, nunca salen a conocer su país ni se van de vacaciones ni de fin de semana,  porque los humanos conocidos por ellos no hacen nada de eso… y deben ser iguales a esos humanos con los cuales se involucran.

Y por ahí va esa familia de animales, quienes pretendieron ser humanos y se transformaron en bestias, viviendo de la manera como ellos creen ser correcta, pero frenando el desarrollo evolutivo de cualquier comunidad, aunque sea en un desarrollo de interés social.  De vez en cuando se encuentran con otras bestias iguales a ellos, entablan lazos de amistad, forman nuevas comunidades, las cuales se extienden como la plaga y comienzan a devorar a los verdaderos humanos deseosos de vivir en paz, en comunidad, con respeto y evolucionando para forjar mejores sociedades y países… Porque eso hacen los humanos, aunque parecen estar en peligro de extinción.  

                                                         

 

miércoles, 2 de junio de 2021

¿Qué no es hombre?

Por María Celeste Vargas Martínez

 

A ese pequeño que lamentablemente

inspiró estas letras…

espero el amor lo alcance

y lo cubra con sus brazos…

y que algún día

los niños dejen de ser maltratados.

 

 

Mi abuela me desviste lentamente, procurando no lastimarme. Me  baja el cierre del pantalón mientras trata de entablar conmigo una conversación sobre las caricaturas que me gustan. El pantalón cae sin fuerza sobre mis pies fríos. Ella se lleva la mano a la boca. Lentamente desabotona mi playera y me pide alce las manos para deshacerse de ella. Trato, pero mis brazos no responden.  Con delicadeza comienza a subírmela y automáticamente mis extremidades se elevan. La ropa cubre mi rostro por un instante, pero cuando deja mis ojos libres observo el rostro de mi abuela: gruesas lágrimas bajan rápidamente por sus mejillas llenas de arrugas,  sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de  delgadas líneas rojas.

-          ¡Perdón mi niño! ¡Perdóname! – dijo ella mientras sus manos se resisten a tocarme.

-          ¿Me abrazas abuela? – le pido triste.

Ella me abraza tan fuerte que siento mi cuerpo a punto de quebrarse. Sólo entonces puedo llorar. Las lágrimas acuden rápidamente a mis ojos dolidos y mojan mi rostro. Lloro y grito, y en cada lamento ella me abraza más fuerte. No paro de llorar, hace tanto tiempo no lo hacía. Mis hermanos corren al baño donde nosotros nos encontramos, rápido nos abrazan y se unen al llanto.

Después de un rato  mi abuela me vuelve a vestir e inspecciona a mis hermanos. Alejandro, dos años menor, muestra su espalda  marcada con los cinturonazos  y  Mario se baja el pantalón para dejar ver sus piernas quemadas por el cigarro. La seguimos aprisa a su recámara. Toma su bolso, algunos papeles y saca dinero de la caja de madera resguardada en el ropero.  

Salimos apresurados de la casa. Antes de hacerlo, ella nos detiene tras la puerta: la abre y se asoma a la calle. Después de unos segundos la seguimos. Cierra con llave y nosotros no nos despegamos de sus faldas. Detiene un taxi y nos subimos aprisa. Los ojos de mis hermanos tienen miedo. Todos guardamos silencio. “Al Ministerio Público señor… ¡Por favor!”, dice ella mientras nos abraza.

El hombre la ve de vez en vez por el espejo. Ella no dice nada, sólo acaricia mi cabeza y la de mis hermanos. “¿Está usted bien, madre?”, pregunta el chofer al ver las manos nerviosas de mi abuela y su rostro hurgando por las calles. Ella empieza a llorar, no responde. “Si puedo ayudarle en algo”, agrega el hombre.

-          Gracias,  sólo quiero llegar lo más rápido que pueda al Ministerio – dice ella con voz quebrada.

-          Tomaré un atajo – señala el hombre y al hacerlo aumenta la velocidad y los cuerpos de mis hermanos y el mío chocan contra el respaldo del asiento.

Mi abuela no para de llorar en silencio, contempla al chofer, me acaricia el cabello y sólo dice: “Su padrastro”. Él ve mis ojos amoratados, mi labio roto, las marcas de mi cuello y mis manos temblorosas.  No dice nada, pero en sus ojos una chispa de coraje se deja ver.

Yo, contemplo los  árboles pasar veloces por las  ventanas del carro y los rostros de las personas en los semáforos.  Cierro los ojos e imagino a mi madre, en ese momento está en el hospital dando a luz a mi quinto hermano. Imagino a mi hermano Octavio, de dos años, sentado al lado de ese hombre, con sus ojos tristes y la boca cerrada porque si habla, un golpe seguramente lo callará.

Mi madre conoció a ese hombre tres años atrás cuando decidida y sin motivo abandonó a mi padre. En aquel entonces me hizo preparar las maletas de mis hermanos y nos subió a empujones a un viejo auto. El hombre manejó por horas. Yo pregunté: “¿A dónde vamos? “,recibí de respuesta un fuerte golpe de ese hombre que me abrió el labio. Lloré mientras observaba el rostro indiferente de mi madre. Entonces supe qué seguiría.

Un año después mi madre daba a luz a Octavio. En un principio pensé que a él no lo tocaría, pues era su padre, pero cuando tuvo la edad suficiente su cuerpo también recibió golpes, aunque no comparables con los de mis hermanos y yo. En cada paliza mi madre permanecía indiferente sin decir nada. Jamás nos defendió, jamás escuché una palabra abogando por nosotros. Mi llanto, cuando él me rompió una silla en la espalda, no hizo que mi madre se incorporara de la cama y arrojara la costura a un lado. Y mi sangre, cuando él me rompió la nariz, tampoco logró que ella dejara los trastos sucios y se apresura a defenderme. Y el brazo enyesado de Alejandro, sólo ocasionó un regaño público por jugar sin precaución y caer por las escaleras… al menos eso dijo entonces.

El auto se detiene. Mi abuela paga al chofer, pero él rechaza el dinero. “Lo necesitará usted”, dice él mientras aprieta la mano de ella. “No permita que ese animal se acerque a ellos”, agrega  el taxista. Ella se limpia las lágrimas.  Subimos apresurados los escalones. Mi  abuela me sostiene a mí y a  Mario, yo sujeto la mano de Alejandro.  Nos acercamos a un escritorio donde una joven mujer escribe en unas hojas, mi  abuela habla con ella: nos ve como si fuéramos animales raros. Se pone de pie y entra a una oficina, minutos después  nos llaman. Un hombre gordo nos contempla al entrar, pide que nos sentemos y mi abuela comienza a hablar con él.

-          ¿Qué es la mujer de usted? – pregunta con indiferencia aquél hombre.

-          Mi hija – responde mi abuela bajando la vista y con el rostro apenado.

Después de que ella ha terminado, el hombre hace un par de llamadas. Dos mujeres entran a la oficina. Él les explica lo que pasa. Una de ellas se acerca a mí, me toma de la mano y me dice: “Hola Marcos, me puedes decir, ¿qué pasó?”. Yo guardo silencio por un momento, mi abuela me abraza: “¡Anda hijo, habla con la señorita! ¡Ellos nos ayudarán y no volverán a ver a ese hombre!”.

-          La semana pasada – digo con voz temblorosa, pero ya animada – tuve problemas en la escuela. La maestra mandó  llamar a mi mamá, pero por su embarazo ella no pudo ir y fue Fernando… su esposo. Por la tarde, cuando llegué a la casa, él me agarró del cuello y me aventó al piso: me pateó. Yo le dije que no me pegara, ya me portaría bien. Entonces, él me agarró muy fuerte por el cuello y me levantó. Me dio un golpe en la cara, me volví a caer  y él volvió a golpearme ahora con un palo… después de un jalón me levantó. Me agarró de los cabellos y arrastrándome atravesamos la recámara. Mi mamá estaba sentada en la cama preparando  la maleta para el  bebé. Me metió al baño y llenó un bote con agua. Metió mi cabeza en él una y otra vez. Yo gritaba que me ayudaran, pero nadie me hacía caso. Mi hermano Alejandro trató de hacerlo y él lo aventó contra la pared. Cada vez que me metía la cabeza en el bote, sentía cómo el agua entraba por mi nariz… ¡Tenía  miedo! Y a lo lejos escuchaba el llanto de mis hermanos. Cuando él se cansó, me aventó sobre el piso, vi sus pasos alejarse y a mi madre sentada en la cama, y luego él regresó para decirme: “¿Qué no es hombre?”. Algo que siempre nos preguntaba cuando nos  dejaba tendidos sobre el piso, después de molernos a golpes y nuestros ojos estaban dispuestos a llorar.

Mi abuela comienza a llorar fuertemente y mis hermanos la siguen. Una de las mujeres acaricia mi espalda, yo la evito, aún tengo heridas abiertas. El  hombre toma nuevamente el teléfono y sigue llamando. Mi abuela nos reconforta diciendo lo bien que estará todo a partir de ese momento, buscará a nuestro verdadero padre… a quien abandonó mi madre por seguir a ese hombre. Yo ya no lo recuerdo. 

Ahí esperamos a otras personas. Después de muchas horas no pudimos regresar a la casa de mi abuela. Nos llevaron a otro lugar y ella no se separó de nosotros.

Por unos días estuvimos en otra casa, con más niños. Alguien le hizo saber a mi abuela que ese hombre y mi madre habían huido del lugar donde entonces vivíamos. Yo cerré los ojos, y una y otra vez escuché su voz gritando furioso: “¿Qué no es hombre?”.