Por María Celeste Vargas Martínez
La noche era húmeda y el silencio crecía.
Durante todo el día se había dejado sentir sobre la ciudad una insistente llovizna y algunas nubes cubrían por completo el cielo. Cual manto, cobijó los edificios y en silencio descendió por ellos hasta dejarlos totalmente empapados. Las ventanas parecían mirar complacidas el silencio creciendo con la noche. De los árboles, pequeñas gotas se desprendían e iban a parar al pasto verde y abundante. Un olor a tierra mojada se expandía a lo largo de esos viejos edificios de la universidad. Hacía ya un par de horas los alumnos del turno vespertino habían abandonado la institución.
Los salones estaban vacíos y en oscuridad: las butacas en desorden, la mesa al frente y el pizarrón blanco en espera del día siguiente.
Carlos fumó su cigarro, era nuevo en el cuerpo de vigilancia y aún no se acostumbraba al silencio del lugar. No le gustaba la idea de pasar la noche caminando entre edificios vacíos, recorriendo pasillos a medio iluminar e imaginando que en los amplios jardines, entre los árboles y la maleza, algo se movía. Siempre le tuvo miedo a la noche, aun cuando su madre le había enseñado un poema para recitar cuando el miedo lo cubría.
Respiró profundo: el trabajo era el trabajo.
Caminó entre el edificio de Comunicación y el de Educación Continua, una ráfaga le dio en la nuca y su piel se erizó.
Volvió a fumar, pero ahora mantuvo un momento el humo dentro de su boca.
Un sonido en las mesas de la cafetería llamó su atención. Le habían dicho que era común escuchar ruido en esa zona, pues a veces se colaban perros callejeros a hurgar entre la basura. Caminó hacia el lugar.
El rechinar de una silla arrastrándose lo hizo ponerse en alerta. Sujetó la única arma que llevaba para defenderse: una macana, la cual no medía más de medio metro. Caminó tras el edificio de Comunicación y frente a él, observó el área de la cafetería. Una joven movía una silla para sentarse, mientras en la mesa un libro abierto aguardaba.
Carlos se extrañó: nadie debía estar ahí a esa hora. Se acercó dejando la macana sujeta al cinturón.
- Buenas noches, señorita – gritó Carlos.
Ella giró el rostro y le sonrió sin responder.
- ¡Buenas noches, señorita! – repitió él.
Entonces, ella suspiró y dejó de leer. “Buenas noches”, respondió tranquilamente.
- Disculpe, pero no puede estar aquí, la escuela está cerrada – dijo Carlos.
Ella contempló el cigarro de él, encendido como un pequeño insecto en medio de la oscuridad que pretendía devorarlo.
- ¿Me regala un cigarro? – preguntó ella.
Carlos observó su cigarro, luego miró alrededor y el frío le erizó la piel. Llevó su mano derecha al interior de su chamarra y sacó de ella una cajetilla.
- Está bien, pero debe irse: nadie puede estar aquí a esta hora. No es seguro – agregó él con voz entrecortada.
- Ya nada es seguro en este país. La inseguridad nos tragó a todos – aclaró ella mientras cogía el cigarillo de la cajetilla y Carlos le ofrecía fuego.
Un perro pasó cerca de las jardineras bordeando la cafetería, se detuvo y con la mirada fija comenzó a gruñir con fiereza. Carlos fingió tomar algo del piso y lanzarlo al animal para asustarlo.
- ¡Largo, aquí no hay nada! – gritó Carlos con furia.
El animal se marchó asustado.
- Debe irse, esos animales pueden ser violentos – dijo el joven nuevamente.
- Y, ¿a dónde quiere que me vaya? – preguntó ella.
Entonces Carlos contempló sus ojos negros y profundos con la soledad y el desamparo escurriendo en cada mirada. Su piel blanca parecía marchita y sus manos delgadas no temblaban ante el insistente frío. Ella se llevó el cigarro a la boca y aspiró fuertemente: lanzó el humo sobre Carlos.
Él volvió a sentir más frío y algo heló su nuca.
- Debe ir a su casa – agregó él dando un paso atrás.
- ¡Ésta es mi casa! – afirmó ella y es sus labios gruesos se dibujó una discreta sonrisa.
Carlos volvió a caminar hacia atrás y al hacerlo su zapato aplastó una lata de refresco: un fuerte crujido rompió el silencio.
- ¡Ahí estás! Te he estado buscando, debemos supervisar el estacionamiento – dijo un hombre alto y de estómago abultado.
- Sí, nada más deja acompaño a la señorita a la puerta – aclaró él mientras volvía a mirar las mesas.
- ¿Cuál señorita? – preguntó el hombre.
Carlos miró la mesa donde momentos antes se encontraba la joven y sólo vio el libro abierto. Sus ojos buscaron alrededor.
- ¡Ah! – dijo su compañero esbozando una sonrisa. ¡Ya la viste! Algunos tardan más tiempo.
- ¿A quién vi? – interrogó Carlos sorprendido.
- A la mujer del cigarro. Se aparece todas las noches en cualquier parte de la escuela. A veces sólo te mira, con sus enormes ojos negros, desde arriba de los salones o sentada en una banca… Otras, se atreve a pedirte un cigarro y será mejor que siempre lleves uno contigo, porque cuando se enfurece no para de jugarte bromas todos los días – aclaró el hombre alto viendo a todos lados esperando no encontrarla.
Carlos lo siguió hasta el estacionamiento y al pasar cerca de la biblioteca la vio al interior, parada cerca de los grandes ventanales fumando tranquilamente su cigarro.