El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 27 de mayo de 2021

La mujer del cigarro

Por María Celeste Vargas Martínez

 

La noche  era húmeda y el silencio crecía.

 Durante todo el día se había dejado sentir sobre la ciudad una insistente llovizna y algunas nubes cubrían por completo el cielo. Cual manto, cobijó los edificios  y en silencio descendió por ellos hasta dejarlos totalmente empapados. Las ventanas parecían mirar complacidas el silencio creciendo con la noche.   De los árboles, pequeñas gotas se desprendían  e iban a parar al pasto verde y abundante. Un olor a tierra mojada se expandía a lo largo de esos viejos edificios de la universidad.  Hacía ya un par de horas los alumnos del turno vespertino habían abandonado la institución.

Los salones estaban vacíos y en oscuridad: las butacas en desorden, la mesa al frente y el pizarrón blanco en espera del día siguiente.

            Carlos  fumó su cigarro, era nuevo en el cuerpo de vigilancia y aún no se acostumbraba al silencio del lugar. No le gustaba la idea de pasar la noche caminando entre edificios  vacíos, recorriendo pasillos a medio iluminar e imaginando  que en los amplios jardines, entre los árboles y la maleza, algo se movía. Siempre le tuvo miedo a la noche, aun cuando su madre le  había enseñado un poema para recitar cuando el miedo lo cubría.

            Respiró profundo: el trabajo era el trabajo.

            Caminó entre el edificio de Comunicación y el  de Educación Continua, una ráfaga le dio en la nuca y su piel se erizó.

            Volvió a fumar, pero ahora mantuvo un momento el humo dentro de su boca.

            Un sonido en las mesas de la cafetería llamó su atención. Le habían dicho que era común escuchar ruido en esa zona, pues a veces se  colaban  perros callejeros a hurgar entre la basura. Caminó hacia el lugar.

            El rechinar de una silla arrastrándose lo hizo ponerse en alerta. Sujetó la única arma que llevaba para defenderse: una  macana, la cual no medía más de medio metro. Caminó tras el edificio de Comunicación  y  frente a él, observó el área de la cafetería. Una joven movía una silla para sentarse, mientras en la mesa un libro abierto aguardaba.

            Carlos se extrañó: nadie debía estar ahí a esa hora. Se acercó dejando  la macana sujeta al  cinturón.

-          Buenas noches, señorita – gritó Carlos.

            Ella giró  el rostro y le sonrió sin responder.

-       ¡Buenas noches, señorita! – repitió él.

Entonces, ella suspiró y dejó de leer. “Buenas noches”, respondió tranquilamente.

-          Disculpe, pero no puede estar aquí, la escuela está cerrada – dijo Carlos.

Ella contempló el cigarro de él, encendido como un pequeño insecto en medio de la oscuridad que pretendía devorarlo.

-          ¿Me regala un cigarro? – preguntó ella.

Carlos observó su cigarro, luego miró alrededor y el frío le erizó la piel. Llevó su mano derecha al interior de su chamarra y sacó  de ella  una cajetilla.

-          Está bien, pero debe irse: nadie puede estar  aquí a esta hora. No es seguro – agregó él con voz entrecortada.

-          Ya nada es seguro en este país. La inseguridad nos tragó a todos – aclaró ella mientras cogía el cigarillo de la cajetilla y Carlos le ofrecía fuego.

Un perro pasó cerca de las jardineras bordeando la cafetería, se detuvo y  con la mirada fija comenzó a gruñir con fiereza. Carlos fingió tomar algo del piso y lanzarlo al  animal para asustarlo.

-          ¡Largo, aquí no hay nada! – gritó  Carlos con furia.

El animal se marchó asustado.

-          Debe irse, esos animales pueden ser violentos – dijo  el joven  nuevamente.

-          Y, ¿a dónde quiere que me vaya? – preguntó ella.

Entonces Carlos contempló sus ojos negros y profundos con la soledad  y el desamparo escurriendo en cada mirada. Su piel blanca parecía marchita y sus manos delgadas no temblaban ante el insistente frío. Ella se llevó el cigarro a la boca   y aspiró fuertemente: lanzó el humo sobre Carlos.

Él volvió a sentir más frío y algo heló su nuca.

-          Debe ir a su casa – agregó él dando un paso atrás.

-          ¡Ésta es mi casa! – afirmó ella  y es sus labios gruesos se dibujó una discreta sonrisa.

Carlos volvió a caminar hacia atrás y al hacerlo su zapato aplastó  una lata de refresco: un  fuerte crujido rompió el silencio.

-          ¡Ahí estás! Te he estado buscando, debemos supervisar el estacionamiento – dijo un hombre alto y de estómago abultado.

-          Sí, nada más deja acompaño a la señorita  a la puerta – aclaró él mientras   volvía a  mirar las mesas.

-          ¿Cuál señorita? – preguntó el hombre.

Carlos miró la mesa donde momentos antes se encontraba la joven y sólo vio el libro abierto. Sus ojos buscaron  alrededor.

-          ¡Ah! – dijo su compañero esbozando una sonrisa. ¡Ya la viste! Algunos tardan más tiempo.

-          ¿A quién vi? – interrogó Carlos sorprendido.

-          A la mujer del cigarro. Se aparece todas las noches en cualquier parte de la escuela. A veces sólo te mira, con sus enormes ojos negros, desde arriba de los salones o sentada en una banca… Otras, se atreve a pedirte un cigarro y será mejor que siempre lleves uno contigo, porque cuando se enfurece no para de jugarte bromas todos los días – aclaró el hombre alto viendo a todos lados esperando no encontrarla.

Carlos lo siguió hasta el estacionamiento y al pasar cerca de la biblioteca  la vio al interior, parada cerca de los grandes ventanales  fumando tranquilamente su cigarro.

 

jueves, 20 de mayo de 2021

La sombra en el agua


Por María Celeste Vargas Martínez

 

La primera vez que la vi no le di más importancia  de la necesaria. Pasó tan veloz y ligera, apenas mis ojos la pudieron apreciar. Estaba sentada sobre la enorme roca, la cual asoma cuando las aguas de la presa aún no llegan a su mayor capacidad.

Siempre me gustó pasar un rato sobre esa roca. Cuando la presa se seca queda al descubierto y sobre ella se tienden los enormes lagartijos de collares negros a tomar el sol. Pero al llegar la lluvia, quedaba semicubierta y se podía llegar a ella  saltando sobre un sendero de pequeñas piedras que hace un tiempo habían pertenecido a la cerca divisoria entre la propiedad de mis abuelos y la de Martha. Saltaba de una piedra a otra cuidando no resbalar y mojar los zapatos en el agua café que cubría, sólo como una leve capa, el verde pasto.  Me sentaba ahí un largo rato y contemplaba la inmensidad de la presa. De vez en cuando el viento movía sus aguas y diminutas olas iban de aquí a allá. Esas aguas oscuras y densas impedían ver la vida escondiéndose. No podías ver peces nadando ni ranas ni ajolotes. Cuando mi tío lanzaba la red lo hacía prácticamente a ciegas, pues no sabía dónde nadaban los peces. El agua era café, a veces parecía una bebida espesa y estaba prohibido nadar.

            Una noche nos despertaron los gritos de terror naciendo del otro lado de la presa. Un grupo de jóvenes, citadinos deseosos de acampar, decidieron nadar. Dos se ahogaron, igual a muchos otros ignorantes de las trampas del lugar. Cuando alguien se metía en esas aguas no flotaba, automáticamente su cuerpo se hundía  y se iba al fondo donde se atoraba entre las ramas de los árboles secos.

Y esa tarde, al ver la sombra pasando entre el agua, frente a mis ojos, sólo pensé en un pez. En  el fondo de la presa había carpas de más de un metro de longitud, podía ser  una. Me puse de pie y me encaminé a tierra firme. Había saltando sobre una piedra y de reojo pude ver nuevamente la sombra. Giré el rostro y ya no estaba. Al llegar a tierra firme paré de súbito, mis labios se abrieron, como queriendo decir en voz alta lo que acaba de llegar a mi cabeza: “El agua  oscura de la presa no permite ver nada”.  Caminé unos pasos para alejarme. Un metro, tal vez dos, me subí a otra piedra y un par de lagartijos salieron huyendo. Desde ahí observé  el lugar donde hacía unos minutos estaba sentada y el agua a su alrededor. No vi nada. Estuve quieta. Atenta a cualquier movimiento, pero sólo el aire jugaba.

Caminé a casa de mi abuela, siguiendo el sendero del otro lado de su propiedad, cuidándome de no rozar las bolas negras de orugas que se adhieren al final del pasto y se pegan a la ropa y a la piel. Llegué hasta el chiquero, ya triste y caído, donde años atrás los puercos parían a sus crías las cuales mataban al menor descuido.

Por la noche, las luciérnagas ponían un fin momentáneo a la oscuridad. Brillaban entre las milpas y las cercas. De niña me sorprendió la primera noche que pasé en el campo. Mis ojos no podían creerlo: había pequeños animales capaces de generar su propia luz, al menos así lo veía,  volando de un lado a otro. Era como pensar en las estrellas cayéndose del cielo y brillando cerca de mí. Me encantaba la noche, sólo por ver la belleza de las luciérnagas. Pero esa noche no dormí. Me fui a la cama a eso de las siete, en el rancho no hay nada para hacer al oscurecer: sin luz eléctrica  lo único posible es charlar sobre las historias de siempre, conocidas por todos. Di vueltas y vueltas en la cama. Cada vez que cerraba los ojos llegaba a mi cabeza esa extraña sombra oscura de la presa.

De pronto un canto se dejó escuchar. Era una especie de tarareo, lejano, apenas perceptible. Me puse de pie y me encaminé a la ventana. Corrí las cortinas y vi, como a quinientos metros, la inmensidad de la presa. La Luna era enorme e iluminaba por completo los cerros.  No había viento y las luciérnagas  volaban por todas partes. Permanecí ahí parada por un largo rato hasta que los primeros rayos de luz se dejaron ver a lo lejos. Sólo dejé de mirar las aguas cuando escuché el sonido del molino en la cocina. Entonces fui ahí y me senté cerca del fogón mientras mi tía molía el maíz para las tortillas del día. Ninguna de las dos hablamos por un rato.

-         ¿Escuchaste ese canto en la noche? – pregunté.

-         ¿Cuál? – dijo con indiferencia.

-         Alguien cantaba o tarareaba una canción… Se oía muy lejos – dije fijando la mirada hacia la puerta de madera de la cocina.

-         A lo mejor eran los gritos de alguien. Siempre se les ocurre meterse a nadar en la  noche. Esos de México son imprudentes y necios –señaló mi tía mientras continuaba moliendo el maíz.

En el rancho siempre decían “los de México” al referirse a personas viniendo de cualquier parte fuera de aquí. Yo vivía “en México” y de vez en vez iba al rancho a pasar las  vacaciones en la casa de mi abuela.

Después de desayunar me encaminé al llano. Me senté por un largo rato ahí hasta que el sol salió por completo y  comenzó a pegar con mayor fuerza. Entonces salté la cerca y me dirigí a la presa. Los lagartijos ya habían comenzado a salir de sus escondites y buscaban el calor de los rayos del sol. Llegué con pequeños saltitos  hasta la roca y me pare silenciosa viendo el agua. No tardé en ver nuevamente la sombra: al levantar la vista vi una imagen difusa acercándose velozmente. Me quedé inmóvil, sólo contemplando. Cuando la sombra llegó hasta la roca se detuvo. Yo seguí viéndola sin poder moverme y entonces ese canto nocturno, el cual me había despertado, llegó hasta mis oídos. Mis pies se aferraron aún más a la piedra mientras el resto del cuerpo parecía desfallecer. El canto se detuvo y una escuálida figura de piel negra y escamosa salió veloz del agua. Sus manos eran delgadas y frías y parecía como si un reptil tocara mi piel. Su rostro era horrible, la peor pesadilla de cualquier persona: pómulos prominentes, labios gruesos, ojos enormes y negros y largo cabello como algas pestilentes. Me tomó entre sus brazos y me jaló hacía el fondo de la presa. No grité, estaba aterrada, sólo sentía el agua entrando en mi cuerpo mientras ella me arrastraba con su perversa sonrisa. Su cabello se enredaba en el mío y sus fuertes y esqueléticas manos me aferraban a su pecho mientras sus largas uñas perforaban mi espalda y me desangraban.

Entonces me soltó y mi cuerpo cayó sobre las ramas de un árbol, éstas me sujetaron fuertemente. La sombra se alejó veloz: nadaba más rápido que un pez. Y entonces las aguas de la presa se hicieron claras y pude ver cientos de árboles en el fondo y cuerpos sujetos entre sus ramas. Hombres y mujeres con los ojos húmedos y cristalinos, como si aún estuvieran vivos, y las manos echadas hacía atrás, cansadas de intentar zafarse y huir de ese lugar. Sus ropas parecían deshacerse, sus pies estaban descalzos y su piel era tan blanca. Fue hasta entonces cuando intenté gritar y luché para salir de ahí, pero ella, esa extraña sombra a la cual no le di importancia, regresó. Parecía una mujer pequeña, de cuerpo delgado y extremidades largas, brillantes escamas negras y largos y afilados colmillos se asomaban tras su perversa sonrisa. Se  acercó y con desesperación colocó su fría boca en mi cuello. Entonces sentí  un fuerte e insoportable dolor y poco a poco la luz desapareció.