El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 2 de junio de 2021

¿Qué no es hombre?

Por María Celeste Vargas Martínez

 

A ese pequeño que lamentablemente

inspiró estas letras…

espero el amor lo alcance

y lo cubra con sus brazos…

y que algún día

los niños dejen de ser maltratados.

 

 

Mi abuela me desviste lentamente, procurando no lastimarme. Me  baja el cierre del pantalón mientras trata de entablar conmigo una conversación sobre las caricaturas que me gustan. El pantalón cae sin fuerza sobre mis pies fríos. Ella se lleva la mano a la boca. Lentamente desabotona mi playera y me pide alce las manos para deshacerse de ella. Trato, pero mis brazos no responden.  Con delicadeza comienza a subírmela y automáticamente mis extremidades se elevan. La ropa cubre mi rostro por un instante, pero cuando deja mis ojos libres observo el rostro de mi abuela: gruesas lágrimas bajan rápidamente por sus mejillas llenas de arrugas,  sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de  delgadas líneas rojas.

-          ¡Perdón mi niño! ¡Perdóname! – dijo ella mientras sus manos se resisten a tocarme.

-          ¿Me abrazas abuela? – le pido triste.

Ella me abraza tan fuerte que siento mi cuerpo a punto de quebrarse. Sólo entonces puedo llorar. Las lágrimas acuden rápidamente a mis ojos dolidos y mojan mi rostro. Lloro y grito, y en cada lamento ella me abraza más fuerte. No paro de llorar, hace tanto tiempo no lo hacía. Mis hermanos corren al baño donde nosotros nos encontramos, rápido nos abrazan y se unen al llanto.

Después de un rato  mi abuela me vuelve a vestir e inspecciona a mis hermanos. Alejandro, dos años menor, muestra su espalda  marcada con los cinturonazos  y  Mario se baja el pantalón para dejar ver sus piernas quemadas por el cigarro. La seguimos aprisa a su recámara. Toma su bolso, algunos papeles y saca dinero de la caja de madera resguardada en el ropero.  

Salimos apresurados de la casa. Antes de hacerlo, ella nos detiene tras la puerta: la abre y se asoma a la calle. Después de unos segundos la seguimos. Cierra con llave y nosotros no nos despegamos de sus faldas. Detiene un taxi y nos subimos aprisa. Los ojos de mis hermanos tienen miedo. Todos guardamos silencio. “Al Ministerio Público señor… ¡Por favor!”, dice ella mientras nos abraza.

El hombre la ve de vez en vez por el espejo. Ella no dice nada, sólo acaricia mi cabeza y la de mis hermanos. “¿Está usted bien, madre?”, pregunta el chofer al ver las manos nerviosas de mi abuela y su rostro hurgando por las calles. Ella empieza a llorar, no responde. “Si puedo ayudarle en algo”, agrega el hombre.

-          Gracias,  sólo quiero llegar lo más rápido que pueda al Ministerio – dice ella con voz quebrada.

-          Tomaré un atajo – señala el hombre y al hacerlo aumenta la velocidad y los cuerpos de mis hermanos y el mío chocan contra el respaldo del asiento.

Mi abuela no para de llorar en silencio, contempla al chofer, me acaricia el cabello y sólo dice: “Su padrastro”. Él ve mis ojos amoratados, mi labio roto, las marcas de mi cuello y mis manos temblorosas.  No dice nada, pero en sus ojos una chispa de coraje se deja ver.

Yo, contemplo los  árboles pasar veloces por las  ventanas del carro y los rostros de las personas en los semáforos.  Cierro los ojos e imagino a mi madre, en ese momento está en el hospital dando a luz a mi quinto hermano. Imagino a mi hermano Octavio, de dos años, sentado al lado de ese hombre, con sus ojos tristes y la boca cerrada porque si habla, un golpe seguramente lo callará.

Mi madre conoció a ese hombre tres años atrás cuando decidida y sin motivo abandonó a mi padre. En aquel entonces me hizo preparar las maletas de mis hermanos y nos subió a empujones a un viejo auto. El hombre manejó por horas. Yo pregunté: “¿A dónde vamos? “,recibí de respuesta un fuerte golpe de ese hombre que me abrió el labio. Lloré mientras observaba el rostro indiferente de mi madre. Entonces supe qué seguiría.

Un año después mi madre daba a luz a Octavio. En un principio pensé que a él no lo tocaría, pues era su padre, pero cuando tuvo la edad suficiente su cuerpo también recibió golpes, aunque no comparables con los de mis hermanos y yo. En cada paliza mi madre permanecía indiferente sin decir nada. Jamás nos defendió, jamás escuché una palabra abogando por nosotros. Mi llanto, cuando él me rompió una silla en la espalda, no hizo que mi madre se incorporara de la cama y arrojara la costura a un lado. Y mi sangre, cuando él me rompió la nariz, tampoco logró que ella dejara los trastos sucios y se apresura a defenderme. Y el brazo enyesado de Alejandro, sólo ocasionó un regaño público por jugar sin precaución y caer por las escaleras… al menos eso dijo entonces.

El auto se detiene. Mi abuela paga al chofer, pero él rechaza el dinero. “Lo necesitará usted”, dice él mientras aprieta la mano de ella. “No permita que ese animal se acerque a ellos”, agrega  el taxista. Ella se limpia las lágrimas.  Subimos apresurados los escalones. Mi  abuela me sostiene a mí y a  Mario, yo sujeto la mano de Alejandro.  Nos acercamos a un escritorio donde una joven mujer escribe en unas hojas, mi  abuela habla con ella: nos ve como si fuéramos animales raros. Se pone de pie y entra a una oficina, minutos después  nos llaman. Un hombre gordo nos contempla al entrar, pide que nos sentemos y mi abuela comienza a hablar con él.

-          ¿Qué es la mujer de usted? – pregunta con indiferencia aquél hombre.

-          Mi hija – responde mi abuela bajando la vista y con el rostro apenado.

Después de que ella ha terminado, el hombre hace un par de llamadas. Dos mujeres entran a la oficina. Él les explica lo que pasa. Una de ellas se acerca a mí, me toma de la mano y me dice: “Hola Marcos, me puedes decir, ¿qué pasó?”. Yo guardo silencio por un momento, mi abuela me abraza: “¡Anda hijo, habla con la señorita! ¡Ellos nos ayudarán y no volverán a ver a ese hombre!”.

-          La semana pasada – digo con voz temblorosa, pero ya animada – tuve problemas en la escuela. La maestra mandó  llamar a mi mamá, pero por su embarazo ella no pudo ir y fue Fernando… su esposo. Por la tarde, cuando llegué a la casa, él me agarró del cuello y me aventó al piso: me pateó. Yo le dije que no me pegara, ya me portaría bien. Entonces, él me agarró muy fuerte por el cuello y me levantó. Me dio un golpe en la cara, me volví a caer  y él volvió a golpearme ahora con un palo… después de un jalón me levantó. Me agarró de los cabellos y arrastrándome atravesamos la recámara. Mi mamá estaba sentada en la cama preparando  la maleta para el  bebé. Me metió al baño y llenó un bote con agua. Metió mi cabeza en él una y otra vez. Yo gritaba que me ayudaran, pero nadie me hacía caso. Mi hermano Alejandro trató de hacerlo y él lo aventó contra la pared. Cada vez que me metía la cabeza en el bote, sentía cómo el agua entraba por mi nariz… ¡Tenía  miedo! Y a lo lejos escuchaba el llanto de mis hermanos. Cuando él se cansó, me aventó sobre el piso, vi sus pasos alejarse y a mi madre sentada en la cama, y luego él regresó para decirme: “¿Qué no es hombre?”. Algo que siempre nos preguntaba cuando nos  dejaba tendidos sobre el piso, después de molernos a golpes y nuestros ojos estaban dispuestos a llorar.

Mi abuela comienza a llorar fuertemente y mis hermanos la siguen. Una de las mujeres acaricia mi espalda, yo la evito, aún tengo heridas abiertas. El  hombre toma nuevamente el teléfono y sigue llamando. Mi abuela nos reconforta diciendo lo bien que estará todo a partir de ese momento, buscará a nuestro verdadero padre… a quien abandonó mi madre por seguir a ese hombre. Yo ya no lo recuerdo. 

Ahí esperamos a otras personas. Después de muchas horas no pudimos regresar a la casa de mi abuela. Nos llevaron a otro lugar y ella no se separó de nosotros.

Por unos días estuvimos en otra casa, con más niños. Alguien le hizo saber a mi abuela que ese hombre y mi madre habían huido del lugar donde entonces vivíamos. Yo cerré los ojos, y una y otra vez escuché su voz gritando furioso: “¿Qué no es hombre?”.