El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Monotonía


Por María Celeste Vargas Martínez

Lunes, martes, miércoles…   jueves y viernes.
7:45 – Salir  apresurada de casa.
8:00 – Esperar en la parada la llegada del autobús. Pasa uno con dirección al Metro Politécnico, atrás otro… ¿y el Metro Rosario?
8:05 –  Como siempre el autobús va  lleno, sólo unos cuantos suben rápidamente  a la puerta y se arriesgan a irse “colgando”.
8:10 – Pasa otro autobús un poco vacío. Le hago la parada y subo rápidamente, de lo contrario me dejará.
8:22 – Hay que esperar cuatro altos en Avenida Presidente Juárez para poder seguir nuestro camino rumbo al metro. Luz roja, luego verde, después roja y así hasta que podemos pasar. Ya hay tráfico. Demasiado tráfico en toda la ciudad.
8:30 – Llego al Metro Rosario. La multitud sube las escaleras apresuradamente. Las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha para evitar problemas, aunque en la siguiente estación ambos sexos se mezclarán. Una pequeña fila espera en los torniquetes. Manos inquietas introducen velozmente los boletos. Todos pasan apresurados y bajan las escaleras para buscar un lugar en el andén. Esto es una carrera contra el tiempo. Como siempre, hay tumulto. Mucha gente esperando. Mujeres con traje sastre, faldas ajustadas y zapatos de tacón se apretujan  cerca de las vías. Cuando suban a los vagones habrá una mezcla de mil esencias y jabones. Si fuera Metro Toreo la situación sería diversa: una mezcla de sudores y otros olores totalmente desagradables. Por eso nunca me voy por allá, siempre me mareo ahí.
8:33 – Se escucha venir el Metro. Las mujeres se amontonan junto a las puertas tratando de alcanzar un asiento. El objetivo (como si fuera una prueba de fuego o una de esas películas gringas donde siempre se persigue algo): entrar primero y procurarse un lugar. Las puertas se abren. Ellas se amontonan, empujan y jalan. Hay pisotones  y algunas reclaman. Decido esperar,  siempre espero a que la multitud se disipe, después con tranquilidad entro, de todas formas nunca me hago de un asiento. Al subir al vagón ya ha comenzado el ritual.
8:35 – El Metro sale de la terminal. De sus bolsas, elemento nunca faltante en una dama, comienzan a salir: espejo, base de maquillaje, polvo translúcido, sombras, rímel, rubor, delineador, lápiz labial, y desde luego la siempre constante cuchara. Todo comienza. El espejo, el maquillaje  y el pulso perfecto de ellas hacen su trabajo. Parece no  importar que algunos miren con curiosidad, entre ellos yo,  sus secretos al maquillarse. Ellas lo hacen como si estuvieran solas, como si no hubiese nadie, o como si fuera su marido (ya acostumbrado a ésos menesteres) quien las observa. O quizá todo es tan normal, es parte de  la vida diaria. Me sorprende, siempre me sorprende la tranquilidad y desenfado con que se maquillan, yo no podría hacerlo al saberme observada.
8:42 – Al llegar a Metro Tacuba las damas están listas para comenzar el día. Ahora sí son ellas, perfectamente maquilladas, peinadas y ordenadas. La mayoría ha cambiado, ya no son los rostros pálidos y serios que subieron en la terminal de El Rosario. Ahora se ven más alegres, más enteras. Es como si una parte de su personalidad les haya sido devuelta. Las personas se apretujan dentro del vagón… ¿de donde sostenerse?
8:46 – Afortunadamente en Polanco baja la mayoría: hombres de traje (que se mezclaron con los vagones de mujeres en la estación Aquiles Serdán); mujeres con bolso y portafolio voluminoso. Ellos bajan y los demás nos acomodamos en un mejor lugar.
8:50 – Llegada a Tacubaya. Bajar rápidamente (aunque no lo quieras te bajan a empujones). Recorrer  pasillos. Subir escaleras mientras el ensordecedor uno-dos, uno-dos, del caminar de las personas ya no atrae la atención de alguien. Al principio me atormentaba ese sonido. Era como escuchar marchar al ejército. Ahora, ya no le hago caso. Cuando los ejércitos, como yo les digo,  bajan las escaleras, las cabezas van rectas y  los pies siguen firmes el camino. Cuerpos rígidos. Caras serias y duras. Rostros sin expresión son el reflejo de una vida sin sentido. Vivir para trabajar esa es la máxima. En ese momento sólo tienen un objetivo: llegar temprano a trabajar.  No quiero vivir para trabajar y menos encerrada en una oficina.
8:55 – Esperar la llegada del Metro. Es mejor dejar a los demás con sus empujones, yo entraré en el último momento.
9:05 – La llegada a la estación Centro Médico sigue igual, muchos desean salir y muchos más entrar. Algunas mujeres gritan, pero de nada les sirve porque igual serán empujadas. Ahora, a la derecha las mujeres y a la izquierda los hombres. Centro Médico, dirección Universidad está aún peor. Es necesario dejar pasar dos o tres trenes para poder abordar.
9:10 – Subo a un vagón. Algunas chicas nos acomodamos a un lado de la puerta, mientras la turba se aplasta entre sí, ni en los pasillos hay lugar. La entrada es más que a la fuerza. No se vale subir con calma, esperar a que la gente descienda del vagón ¡No! El calor adentro es insoportable. Ese hombre se ha quedado muy  cerca de aquella señora. Ella se empieza a incomodar, pero no puede moverse. Sus ojos lo miran, con ganas de gritarle: “¡Oye idiota busca otro lugar!”, pero calla. El hombre ni siquiera la ve.
9:20 – El vagón parece más vacío.
9:30 – Por fin Universidad. Tráfico, o sea gente,  en las escaleras y los torniquetes. Al llegar a la parada del micro que me llevará a TV Azteca grande es la sorpresa: la fila es tremenda.  Puedo irme en taxi, a un costado está la base, pero no me agrada la idea de ir sola con un desconocido. Mejor espero mi turno en la fila para tomar el micro.
9:40 –  Aguardar más de diez minutos para abordar.
10:00 – Llegué a  TV Azteca, al “Canal” como le dicen de cariño, al menos yo no le tengo tanto. Subir el puente que atraviesa  Periférico, dar los “Buenos Días” (después de dos horas de camino, de apretujones, manoseos, miradas incómodas y todo lo demás) al policía sonriente  y a  su deprimente acompañante que siempre viste de gris o verde y nunca saluda a nadie.
10:05 – El escritorio espera. Nadie ha llegado. Revisar el trabajo pendiente y empezar la labor diaria. Esperar…  Siempre espero la hora de salida cuando apenas acabo de llegar.
11:00 –  Mi Jefe llega y me saluda con su frase de siempre. No tengo ganas de hablar.
13:30 –  Es hora de salir. Primero una escala y después rumbo a casa.
14:00 – Después de un rato abordo el micro (¿o la micro?... Al menos es asexuada)  rumbo a Barranca del Muerto.
14:30 – Descender y caminar una cuadra para poder llegar al Metro. Al menos aquí mis pasos están tranquilos, pues siempre voy detrás de ese chico que sube todos los días, a la misma hora, en la parada de Las Flores. Tras de él es como si fuera acompañada. Me siento segura y aunque los demás me miren, siento como si él me cuidara. Como aquel día cuando un hombre, con muchas copas de más, se cruzó en nuestro camino, y el joven esperó a que yo pasara, y esperó hasta que ese hombre desapareció, sólo entonces continuó su andar. Después me alcanzó en el metro y me otorgó una bella sonrisa. ¡Lástima, no lo conozco!… Debería tener alguien para cuidarme. Nunca hay nadie conmigo. Él no está mal, pero al llegar a los andenes nos separamos: él prefiere quedarse en los vagones de en medio y yo en cambio sigo caminando hasta adelante (ahí casi no hay gente). Desde mi lugar lo veo subir al vagón y lo veo descender cuatro estaciones después. Tal vez su nombre es  Roberto. Sí, tiene cara de Roberto.
15:15 – Ya estoy en Metro Rosario, después de ver descender a muchas personas que ya no marchan con sus pasos apresurados, pero sí con caras cansadas, aburridas. No me gustaría parecerme a ellos.
15:20 – Tomo el transporte de regreso al hogar.
15:50 – ¡Hogar, Dulce Hogar! Pues no sé si sea tan dulce, pero al menos puedo descansar. Y lo demás ya mejor ni hablar, porque mañana todo será igual.

Sábado y domingo


4:00 –  El despertador suena como  loco, pero el ejercicio espera. Una hora y media de rutina.
7:30 – Es hora de bañarse. Después el ritual de todos los días: arreglo personal… y todo lo demás.
9:00 –  Hay que trabajar. Atender a la gente, recibir proveedores.
13:00 – La hora de la comida.
14:00 – Lo único provechoso de la semana es escribir, dejar que la pluma haga su trabajo.
16:30 – Nuevamente a trabajar.
19:00 – Es hora de cenar.
20:00 – 21:30 – Ver la televisión. Pensar, vagar en el vacío un largo rato (nada difícil para mí que nunca estoy en el planeta tierra) para después descansar. Y esto es todos los fines de semana cuando no voy a clases de Doblaje de Voz o a idiomas…  ¡Vaya semana tan pesada!