El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

lunes, 7 de agosto de 2023

La Familia Parásito

Por María Celeste Vargas Martínez

 

La pandemia del Covid trajo enormes cambios a nivel social. En la mayor parte del mundo las poblaciones se encerraron para no contagiarse de la peligrosa enfermedad; la vida social se detuvo, los viajes, las reuniones… La naturaleza supo, por un tiempo, lo que significaba no sentir los pies del hombre sobre ella. México no fue la excepción, pero de este lado del charco conquistado por Cortés, los perezosos e inútiles profundizaron sus habilidades (o la falta de ellas, como se quiera ver), transformándose en una plaga insoportable cuando todo terminó.

Si anterior a la pandemia algunos rara vez salían de su casa (pasear o ir vacaciones jamás estaba dentro de sus planes), trabajaban poco (de una a cuatro horas era un esfuerzo agotador) y veían la televisión más de ocho horas al día, con el encierro obligado esas “características”, aberrantes y bestiales, se agudizaron y envolvieron fuertemente sus débiles y mediocres seres. Les llamo características, aunque deberían ser nombrados defectos, pero para muchos sensibles eso sería sinónimo de ofensa  y me otorgarían cientos de nombretes por  decir la verdad de esa clase de bichos insoportables y perjudiciales para la sociedad mexicana. En conclusión, si no salían antes de la pandemia tampoco lo iban a hacer después; si no trabajaban, de ninguna manera cometerían el error de hacerlo ahora; si sus ocho o doce horas de televisión estaban latentes día a día no tenían por qué modificarlo (las doce restantes se la pasaban en la cama durmiendo).

Sí, la pandemia alteró las relaciones sociales, el comportamiento de algunos,  trajo más males a la ya dañada sociedad mexicana y los parásitos crecieron como una vil plaga… como chahuistle consumiendo todo a su alrededor.

            En ese contexto extraño para muchos (esos seres anormales, quienes trabajan, duermen temprano y poco… y son socialmente funcionales), común para otros (espero sean de los primeros) se encontraba la familia protagonista de estas letras: la Familia Parásito.

Esta familia, como lo hacen comúnmente los parásitos,  surgió cuando a un parásito prieto como el carbón, de dieciséis años, le ganó la calentura una noche de copas y preñó a un parásito hembra, de la misma edad, morena de huesos anchos y rostro redondo, quien vendía carnitas en el puesto de su madre. Aquella noche, para desgracia del resto de la sociedad, la pareja fue a un baile en la colonia vecina (tampoco iban a moverse tanto, para qué hacerlo si los sonideros estaban cerca). Después de bailar acaloradamente los dos se treparon al taxi, propiedad del papá de él, y en una calle oscura, entre el sonido de los carros, los perros ladrando, las televisiones a todo volumen y la música de la fiesta,  a los parásitos les ganó la calentura del cuerpo y entrelazaron su parasitaria humanidad.

            Esa noche, doce de diciembre y festividad de la amada virgen, la otra virgen dejó de serlo y quedó preñada.  Tres meses después se lo hizo saber al forzado galán, quien sólo dibujó una mueca. Ella, dudando pues deseaba terminar la prepa, se lo dijo a su parásita madre y entonces la pareja fue obligada a casarse (como sucede con un amplio porcentaje de las parejas mexicanas). Meses después, como se narra apasionadamente en historias de amor, nació su primera hija parásito: prieta y fea como su padre. A la hembra parásito le duró el amor fiel, incondicional de su pareja, llamado por los médicos Idiotitis taraditis, sólo unos meses, pues descubrió que el galán forzado no había dejado su ímpetu a-cogedor a un lado y seguía viendo a más de dos parásitas cuando fingía ir a trabajar. Además, llegaba a casa borracho los fines de semana (como lo hacía cuando era soltero) y sin un quinto en la bolsa. Por cierto, como la pareja era muy joven se quedaron a vivir en  casa de la mamá del parásito hembra, donde sólo pasarían un tiempo, aunque este se transformó en doce años, pero no nos adelantemos en la historia.

              Sí, al parásito infiel no se le quitó lo cuzco y aunque la parásito hembra tenía la esperanza de que con el matrimonio dejara sus otras conquistas, se olvidara de la cerveza y trabajara… no fue así. Los malos hábitos, para algunos porque para otros son buenos y normales, siguieron y aumentaron

            Los días pasaron, las semanas igual, los meses y los años y la Mamá parásito continuó trabajando en el puesto de carnitas de su señora madre, aunque sólo unas horas, pues debía cuidar a su Hija parásito 1. Como a el nuevo Papá parásito le surgió la responsabilidad de mantener a su forzada esposa, su parásito padre le prestó un taxi para mantenerse y ahí comenzó su  vida al servicio de transportar a los demás. En realidad, él siempre quiso manejar un trailer, pero su padre no tenía un vehículo así, por lo tanto se conformó con un auto pequeño de cuatro puertas, cuatro llantas (dos parchadas), golpes en la salpicadera, en la puerta izquierda, el costado derecho, los espejos roto y amarrados con mecates, consumía  un litro de aceite por día, las velocidades fallaban,  la cajuela no cerraba, el cofre lo ataba con una agujeta y la marcha no respondía bien. El carro se lo prestaron, aunque después de un tiempo  su padre se lo regaló y él, un pobre parásito  que jamás había tenido nada, se sintió como si manejara un Rolls Royce.  En el taxi conoció a muchas parásitas y con ellas intercambió besos, abrazos y algo más, seguramente andan por el mundo algunos parásitos con el rostro chinchezco de su padre. Cuando Mamá parásito se enteraba de las infidelidades de su marido forzado, empezaban las peleas y las amenazas, aunque después él la convencía con una visita dominical al tianguis y con la adquisición de cualquier baratija. Y ella, ella era feliz los domingos en el mercado de la colonia, se sentía como pez en el agua y rogaba para la llegada del domingo, pues su galán marido jamás la llevaba a otra parte.  

-          ¡Qué quieres así soy… Tengo mucho pegue! ¡Yo no tengo la culpa, las mujeres se fijan en siempre en mi! ¡Soy irresistible! – decía Papá parásito orgulloso de ese toque de don Juan placero característica de su especie.  

-          ¡O dejas de tomar y de andar de cuzco o te vas de la casa de mi mamá! – agregaba ella decidida.

-          Cuando me conociste así era. Es más, acuérdate yo andaba con la Gladis, rete trabajadora igual que sus padres y…

-          ¡Y te dejó por huevón! – enfatizó Mamá parásito muy segura.

-          ¡Cómo si me importara! Ella sigue trabajando como negra con sus papas y ya hasta construyó una casa… Y yo, mira, aquí descansando mis veinte horas al día.

-          ¿Y tú cuándo  harás la tuya? Tenemos viviendo aquí muchos años y nada de nada– afirmó ella con los ojos llorosos.

-          ¡Momento, no me presiones! ¡Todo a su tiempo! ¡Tú ya sabías, yo  era clasemediero, no trabajaba, me gustaban las caguamas y me mantenían mis papás!¡No sé de qué te quejas! ¡Siempre he sido así y así me buscaste!

Una semana después de acalorada pelea, Mamá parásito hizo un descubrimiento: sería madre por segunda vez. Entonces se preocupó más, desde hacía unos meses había pensado dejar a ese parásito prieto, flojo, mujeriego y desobligado,  pero, ¿con dos hijos cómo lo haría? La Hija parásito 2 nació meses después, fea y morena como su madre. Un año más tarde, nuevamente estaba embarazada y ella supo: no volvería a estudiar, aunque en realidad no le importaba mucho. Nació su Hija parásito 3, color café con leche y todos afirmaron la marcada tendencia de abuelear. Durante dos años consecutivos volvió a preñarse y parió a 2 hijas más: Hija parásito 4 e Hija parásito 5.

-          ¡Ay amiga, deberías cuidarte un poco! Eso de estar tanto embarazada no es bueno – le sugirió en una ocasión una amiga.

Ella no respondió, pero su  madre ni tarda ni perezosa  lo hizo (aunque más perezosa que nada, de algún lado lo había sacado la hija):  “Tendrá los hijos que nuestro santo padre parásito le otorgue… Y si ellos no pueden mantenerlos para eso tiene su madre, para que trabaje muy duro y les ayude”. Sabia respuesta de la hembra parásito.

Cuando el parásito más pequeño cumplió seis años, la abuela se desquició: “¡Ya me tienen hasta la…  me van buscando dónde vivir, porque ya tienen aquí un montón de años y hasta estoy manteniendo a sus parásitos hijos! ¡Quisiste casarte con un huevón, pues ahora te jodes!”. El amor incondicional de la abuela había desaparecido por completo y ya no le era tan confortable darle de comer a tantas bocas.

Entonces Papá parásito, muy ofendido por las palabras de su suegra, salió en busca de una casa: la encontró en el municipio de al lado (era incapaz de moverse lejos, el esfuerzo y sacrificio no era su fuerte). Ahí conoció a un vendedor, tan hábil como él para envolver a la gente, quien con mil quinientos pesos al mes lo ingresó al sistema del infonavit. De esa manera pudo conseguir una casa de interés social en un nuevo fraccionamiento... ¡Sí, fraccionamiento! La palabra se escuchaba estrafalaria y deslumbrante para él. En su barrio la usaban para designar a la gente “de dinero”: “En el fraccionamiento todos son bien trabajadores…”, “En el fraccionamiento sí cuidan las calles”, “Él vive en un fraccionamiento”. Fraccionamiento se escuchaba sorprendente.

-          Está rebonito Mamá parásito… y es una zona residencial… ¡De ricos! Veras cómo nuestras hijas crecen ahí entre la lana y la buena vida… ¡Ese es el lugar a donde pertenecemos! ¡Es lo que necesitamos para demostrarle a esta bola de mugrosos que somos mejores a ellos! ¡La gente bien vive en fraccionamiento!  – le hizo saber a su esposa ese día cuando le contó todo.

Y Mamá parásito se llenó de regocijo: viviría en una zona de gente de dinero; sería mujer de sociedad, de poder y respeto. Sí, ella siempre había deseado ser así y en el puesto de su madre le era imposible ser respetada. Por si fuera poco, ya nadie le diría: “¡La parásita del taxista!”, algo que le sonaba feo y despectivo. “Una casa en un fraccionamiento”, se repetía una y otra vez.

Por fin tendría una casa en una zona residencial y aunque tardarían treinta años en pagarla, ya después Papá parásito sabría qué hacer para evadir la deuda y tener algo sin gastar un quinto (común en ellos).

Pasó un año, dos, tres  y al cuarto, después de haber adquirido la propiedad,  abandonaron la casa de la madre de Mamá parásito, pues su lindo esposo seguía tan garañón como siempre y usaba la casa en la zona residencial como hotel para llevar a sus conquistas. Todos los jueves Papá parásito llevaba a una conquista nueva: los vecinos lo veían llegar a eso de las nueve de la noche, con un six de cerveza y una parásita como él. Media hora después escuchaban sus alaridos orgásmicos (la casa de zona residencial parecía tener paredes delgadas como tablaroca donde todo se escuchaba), bufaba, pujaba y gritaba. Después todo era silencio. Unas horas más tarde se escuchaba la regadera y a él gritando por el agua fría, aunque eso no importaba porque debía quitarse cualquier aroma y residuo que pudiera ser encontrado por Mamá parasito. Se iba pasadas las once, aunque a veces hasta la madrugada, dejaba las latas vacías de cerveza tiradas en la banqueta (no podía llevarlas y permitir ser descubierto) y volvía a aparecer una semana después con otra parásita. Nuevamente los alaridos, bufidos, el agua fría limpiando su negro cuerpo, las latas de cerveza.

El amor en toda la extensión de la palabra.

Cuando Mamá parásito no soportó lo que sabía, pero fingía no hacerlo, dejaron la casa de su progenitora y, con la cabeza en alto, emprendieron la marcha a su nueva casa que los haría subir de nivel (tan fácil como un videjuego). Sí, ahí tendrían una mejor vida.

Algunos años después a Papá parásito se le vio en un municipio vecino llevando a una niña y no es necesario saber muchas matemáticas para sacar cuentas… los jueves no se le veía en su casa de la zona residencial, pues eran otros sus deberes.

Desde su llegada, los vecinos los vieron con reserva: “¡El taxista!” – decían con sonrisa sarcástica. Entonces, Papá parásito se enfureció, cómo esos parásitos no lo trataban con el mismo respeto que sus compañeros de barrio: el Orines, la Pelota, el Nero, el Huevotes, el Macaco, el Cacas y el  Mano Larga, le hablan de don. Siempre era: “¡Don señor parásito!”. Y estos vecinos, quienes no lo conocían, se atrevían a tratarlo con desdén como si el fuera cualquiera. ¿Qué les pasaba?  Él era un gran empresario; ya para entonces tenía tres carros viejos, adquiridos en el deshuesadero cercano, trabajando como taxis. Cada uno de esos autos valía el veinte por ciento de su valor siendo nuevos, estaban despintados o pintados con brocha, las salpicaderas chocadas, las llantas lisas, tiraban aceite y los motores hacían un ruido de tractor… Pero eran tres y, por lo tanto, debía ser respetado pues era un hombre emprendedor.  Sí, él era un gran negociante, empresario,  trabajador, aunque siempre estuviera en su casa rascándose los tanates, viendo televisión y tomando cerveza.

-          ¡Qué quieren, yo no tengo la culpa que no tengan visión de ser empresarios! Cada uno de mis carros vale veinte mil pesos… ¡veinte mil! Y mis trabajadores me dan ochocientos pesos a la semana… ¡Para qué trabajo si con eso salgo adelante!... ¡…ches envidiosos!

Y Papá parásito no alcanzaba a comprender cómo a algunos parásitos no les gustaba verlo todo el día en casa  con la caguama a un lado, la música  tropical a todo volumen, orinándose en la calle, con amigos borrachos igual a él, la casa llena de animales (siempre quiso tener un ranchito y ahora era cuando), cuyas heces y plumas iban a parar a la calle. Tampoco entendía cuál era el problema de que sus cinco  hijos (afortunadamente el santo padre parásito sólo le había dado esos, aunque ningún varón para seguir sus pasos)  anduvieran desde las doce del día, hora en la que se levantaban, hasta las dos de la  mañana en la calle: “¡Eso es normal!... ¡Qué delicaditos me salieron!”, decía Papá parásito orgulloso de su estilo de vida.

Para fortuna de los cinco hijos parásitos, los hijos de los otros parásitos, muy similares a su padre, los aceptaron muy bien.  Así que los doscientos metros de largo, por seis de ancho,  de la calle les eran insuficientes para las catorce horas que pasaban afuera. Lloviera, helara o relampagueara,  los hijos parásitos hacían de las suyas en la calle. Aunque sólo cuatro, pues la Hija parásito 1 se sentía muy grande para andar como sus  hermanas. Para mala fortuna de su padre ésta había salido igual de fea a él y no tenía mucho pegue con los parásitos machos, por lo tanto, pasaba la mayor parte del día encerrada en casa haciendo el aseo y riendo como boba al ver televisión. Amaba las telenovelas y vivía cada una de las aventuras o desventuras de las actrices, sin darse cuenta que si ella empezara a vivir podía tener una vida propia de la cual reír o llorar. 

-          No te preocupes Mamá parásito – dijo orgulloso su esposo. En unos años le voy a presentar a algunos compañeros, quien quita y alguien se anima… ¡Muchos de mis compañeros taxistas son solteros!... Mientras debemos aprovecharla, ponla a hacer el aseo, la comida… debe lavar ropa ajena y ayudarnos con los gastos.

Maravillosa idea: lavar ropa ajena. Si lo hacía en casa todo sería gratis: el agua no la pagaban (debían ocho años de agua y predial en el municipio) y para la luz tenían un diablito, por lo tanto  el recibo venía siempre sólo con una cuarta parte del valor real.

-          Si va a lavar ropa ajena, que también haga la comida y cuide a sus hermanas porque yo siempre quise terminar la prepa y estudiar una carrera – afirmó decidida  Mamá parásito.

-          Pero, estoy estudiando la carrera técnica – aseguró la hija.

-          No importa, te da tiempo. Recuerda, yo he dado  todo por ustedes, me sacrifiqué por ustedes, no terminé de estudiar… ¡Es justo que hagan algo por mi! – llorando Mamá parásito se secó las lágrimas y se hizo la víctima como siempre lo hacía.

Era común su pose de víctima y tiempo atrás había pensado en seguir estudiando, pues no quería la siguieran viendo por debajo del hombro. Con un examen, con costo de mil pesos, acreditó la preparatoria  y con su certificado  logró ser recibida en la Universidad del Valle de la Sierra Hija del Bajoplano. Ahí estudió una licenciatura durante tres años, cuatro horas al día con cuatrimestres de tres meses.  Y desde ese preciso momento decidió registrarse en el Whats de la calle como Lic. Mamá parásito. Tres años después terminó la carrera con la tesina: “El empacho en lo parásitos”. A su tutora poco le importaba de qué hacía la tesis, pues a ella le pagaban quinientos pesos por cada asesoría y cuando leyó el título, (sin prestarle mucha atención, pues pensaba en la blusa que compraría con el dinero), sólo dijo: “Delimita más el tema”.  A la Universidad del Valle de la Sierra Hija del Bajoplano tampoco le importaba mucho la titulación de sus ingenuas discípulas, cada titulación representaba tres mil pesos para la escuela y entre más estudiantes hacían cosas tan absurdas como esa, más dinero entraba.

“El empacho en los parásitos de cinco años”, era el título de su tesina. Y dos meses después Mamá parásito ya tenía una cédula profesional, un título, una tesina, y pocos conocimientos que, sin lugar a duda, serían muy bien explotados.

-          Mi hija es toda una licenciada en… en… ¿qué estudiaste Mamá parásito? –  preguntó la  madre de Mamá parásito ese día en la comida familiar para festejar la graduación.

-          Psiquiatría, mamá – dijo Mamá parásito orgullosa.

-          ¿En serio? – interrogó la madre, quien inmediatamente volteo a ver a Papá parásito babeando  y bailando en medio del patio de tres por cuatro.

-          Fíjate que traigo un dolorcito aquí en  el estómago del lado izquierdo – señaló el padre de Mamá parásito.

-          Luego te reviso – afirmó su hija con una caguama en la mano.

-          ¿Un psiquiatra puede revisar a alguien? – preguntó titubando uno de sus hermanos parásitos.

-          ¡Un psiquiatra puede hacer cualquier cosa! – aseguró Mamá parásito riendo. ¡Y te lo voy a demostrar en algunos años!

Y ese luego llegó dos semanas después  cuando Mamá parásito se encontraba ya acomodada en un consultorio el cual había rentado unos días atrás. “Tienes empacho”, fue el resultado dado a su padre y lo envió con una curandera tradicional para que se lo despegara. Los días de la flamante doctora, psiquiatra o lo que fuera, pasaron  y nunca faltaba uno o dos incautos cayendo en sus redes, aunque siempre lo hacían por primera y última vez. Pero había algunos aferrados quienes repetían durante meses hasta no encontrar solución a sus problemas… entonces buscaban a un médico.

Como Mamá parásito estaba muy ocupada con  sus pacientes, aunque sólo fueran unos cuantos y estuviera en su consultorio dos horas al día, la Hija parásito 1 se encargaba de las labores de casa: hacía el aseo una vez a la semana, la comida cada quince días, pues la mayor parte de los días comían garnachas, sopas plásticas, pizza y  pollo rostizado. Además de palomitas 2 veces al día y cualquier comida rápida encontrada. Y su energía la enfocó en la lavar la ropa que sus padres le traían; ambos entraban con grandes bolsas negras llenas de ropa sucia y las iban a entregar un par de días después.   Como su esposa ya trabajaba (salir dos horas de casa es trabajar), su Hija parásito 1 lavaba ropa, sus  Hijas parásito 2 y 3 le ayudaban, a Papá parásito  le dio por quedarse en casa: de siete días a la semana, cinco se quedaba en casa viendo la televisión y tomando  cerveza; y los restantes  salía a trabajar  tres horas. Mientras sus Hija parásito 4 e Hija parásito 5, seguían catorce horas seguidas en la calle,  pero  Hija parásito 2 y 3, salían desde las cinco de la tarde, cuando terminaban todos los deberes asignados por sus padres, y regresaban en la madrugada.

A la una de la mañana todavía se les podía escuchar en la calle riendo, jugando a la comidita, o ligando con quien se dejara y si alguien no lo permitía le pagaban diez pesos para poder darle un beso. No eran muy inteligentes, parecían carecer de algunas neuronas, pero sí diestras y mentirosas como sus padres.

No conocían absolutamente nada, bueno tres municipios cercanos y el Centro de la Ciudad de México,  y eran completamente ignorantes   de todos los atractivos turísticos de su país.

-          ¿Para qué quieren conocer algo?... Ahí está la tele – les dijo en una ocasión Papá parásito.

Cuando en el país se dio el llamado a regresar a la escuela, Mamá parásito  se negó a enviarlas: “¡Desde luego que no las mandaremos! ¡Qué le pasa a ese presidente! ¿Está enfermo  o qué?... ¡No voy a exponer a mis hijas!”. Y éstas estuvieron un mes más disfrutando lo ancho y largo de la calle. En época de lluvias salían con su paraguas y lavaban sus trastos de juguete en los charcos; vestían ropa de los hermanos anteriores, aunque estuviera rota y desgastada; e intercambiaban golosinas con los otros niños.

Por si fuera poco, en el consultorio rentado por Mamá parásito, perteneciente a una hechiza clínica, se le prohibió ejercer  una carrera que no había estudiado: “Si estudiaste psiquiatría debes  atender sólo eso”, le hizo saber la dueña del edificio.

-          Pero soy buena para dar masajes y sé poner agujas y vendajes y…

-          ¿Tienes un título que afirme eso? – interrogó la otra parásito.

-          No, pero sé hacerlo y si no me lo permiten aquí entonces me voy.

Y dejó ese lugar para buscar otro consultorio (de nueve metros cuadrados) al cual le llamó “Clínica”. Para entonces Hija parásito número 1 ya había terminado su carreta técnica en nutrición y mamá decidió compartir la “clínica” con ella. En ese momento  de su emocionante vida, Mamá parásito ya no sólo era psiquiatra, sino también quiropráctica, acupunturista, iridióloga, experta en rehabilitación,  y curaba la infidelidad y el alcoholismo. En pocas palabras, el sueño de cualquier incauto que quisiera encontrar todo en una sólo “médico”. La Hija parásito 1 era una excelente técnica en nutrición, por lo cual las gorditas, palomitas con extramantequilla, la pizza  con doble queso y las papas fritas siempre estaban en su mesa. Mamá parásito seguía asistiendo dos horas al día a la “clínica” e Hija parásito 1, una vez al mes. No tenían ningún permiso para el establecimiento de su “clínica”, ni estaban dadas de alta en el SAT: “¡Para qué, eso no hace falta!” – dijo decidida Mamá parásito, quien tenía un sobrepeso de veinte kilos, igual a su Hija parásito 1, mientras las otras parecían seguir los pasos de su madre y hermana.

Por si fuera poco, Papá parásito empezó a trabajar menos,  pues con lo poco recibido por la renta de sus flamantes autos y el dinero que su esposa cobraba a los ingenuos era suficiente. Entonces se volvieron más comunes sus conversaciones a grito pelón, cualquier standupero las hubieran envidiado,  siempre salía a hablar por teléfono a la calle.

-          No, no puedo ir a ahorita al sitio… Estoy  rumbo al aeropuerto y la verdad voy a regresar muy tarde porque hay manifestación – mentira número 1.

-          ¡No, ando en Ecatepec… No puedo hacerle el servicio hoy! – mentira número 2.

-          ¡Mano larga, ve tú por la señora a su trabajo! Estoy muy ocupado aquí en el Distrito… Sí, ya me pagó, pero no puedo ir… Ve tú y luego yo te pago – mentira número 3.

-          ¡Se me descompuso el carro y me dejó botado!... Calculo llegar en tres horas – mentira número 4.

-          No, por cien pesos ni para qué gasto gasolina… Además, ya tengo un cliente dentro de media hora – mentira número 5.

-          Así me gusta la gente trabajadora… se les ven las ganas de querer hacer las cosas… ¡Esa gente me gusta, verlos con muchas ganas! – mentira número 6, que era incapaz de reflejar para sí.

-          Cobra horario nocturno si les gusta, si no que agarren otro carro – agandalle número 1.

-          No, hasta allá son como veinte kilómetros, está bien lejos,  sube la tarifa – agandalle número 2.

-          Si lleva costales cóbrale más – agandalle número 3.

-          Lleva el carro a ese taller y cuando te lo entregue dale largas, así le hago siempre, y mira todo lo que tengo gratis – agandalle número 4.

Y después de esas y más mentiras, y agandalles de los cuales no terminaríamos,  agregadas a las conversaciones filosóficas que también emprendía parado en la banqueta, se metía a su casa a sentarse en el sillón, beber cerveza, ver películas a todo volumen;  y si la flojera se lo permitía  se ponía de pie a eso de las seis y se encaminaba a trabajar. Tres horas después ya estaba de regreso en su flamante auto.

Por si fuera poco, Papá parásito era un estafador hecho y derecho, contrató alguien para colocar el piso de su casa y no le pagó, lo emborrachó durante las tres semanas que duró el trabajo y luego argumentó que ya le había pagado… y de ahí no lo movieron; a un plomero le dijo que comprara el material para arreglar una fuga y tampoco le pagó;  bardas, puertas, reparaciones… todo era gratis y se escondía para no pagar. Eso hacía con cada persona que contrataba para  hacerle alguna mejora a su casa (y decir mejora, es sólo un decir, porque con cada cambio la casa lucía más fea). Todo era gratis para él, no así para los trabajadores, y hasta la casa la dejó de pagar, pues encontró a un abogado igual de habilidoso que él.  Al principio los avisos de Infonavit llegaban una vez al mes para alertarlo de su falta de pago (si no trabajaba, no tenía dinero para pagar su casa residencial), después contrató un abogado y no volvió a pagar nada por la súper vivienda (suerte que tienen algunos parásitos).

Y si agregamos a las enormes cualidades de la familia las de Mamá parásito y su montón de hijas quienes no eran muy diestras para hacer aseo o de comer, pues la casa era un cuchitril donde deambulaban tranquilamente ratas y las cucarachas, pero mentían con una facilidad innata.  

Por último, pero no menos importante, se encuentran los choros mareadores dichos  por Papá parásito a Mamá parásito: “¡No, no traje dinero porque te voy a explicar: primero me paró un policía en la López y me mordió, me sacó doscientos pesos; luego se subió un pasaje y al llegar a donde iba no traía dinero y me pagó con unos tacos… y pues me los comí; después otro pasaje me pagó con uno de doscientos y al final me di cuenta que  el billete era falso y lo tiré; y  mi último pasaje me pagó con un billete de a cien, lo puse en la bolsa y cuando lo busqué ya no estaba, seguramente se me cayó… ¡Y tú todavía me molestas pidiendo dinero… después del día que tuve!”.

-          Discúlpame Papá parásito, no volverá a suceder – musitó Mamá parásito apenada.

-          No, no volverá a suceder. Así que debes trabajar muy duro para sacar para mis chelas, porque ni siquiera tengo para eso – gritó Papá parásito.

 

Cuando la pandemia llegó, la familia parásito  se encontraba en esa situación donde rara vez salían, los sábados eran para levantarse a las dos de la tarde (estaban cansados de la semana) y los domingos sólo daban un breve tour al tianguis y regresaban una hora después. Así los cogió la pandemia y para ellos no significó mucho, pues el mundo real era algo completamente lejano. Dos años estuvieron de vacaciones, pues la pandemia significaba a las hijas parásitos no ir a la escuela y no estudiar: a las doce y cuarto sonaba su despertador, desayunaban a la una, almorzaban a las cinco y comían a las once de la noche. Durante el día veían la televisión, comían palomitas; veían la televisión, comían garnachas; veían la televisión y a las diez de la noche se encargaban de lavar la ropa ajena. Así fue durante dos años y mientras algunos seres parecían volverse locos por el encierro, para la Familia Parásito significaron los mejores años de su vida.

Así siguió la vida de la familia parásito, a quien la pandemia no le afectó en lo más mínimo, pues el encierro era una constante, el no trabajar también, el mentir y robar eran disciplinas pulidas durante los años refugiados en su casa. Para muchos la familia parásito puede ser el ejemplo más claro de desperdicio social el cual se debe erradicar, para le gente de ese fraccionamiento con familias igual a la familia parásito, simplemente son sus semejantes, un espejo donde pueden verse a sí mismos… algo común, normal, lógico, en su entorno lleno de mediocridad.

Así que en la  familia parásito, la pandemia agudizó ese estado de ineptitud y la hizo aún más inútil… y si dudan de ese grado de inutilidad sólo basta ver a su alrededor para encontrar una familia parásito cerca.

 

 

                             

 

 

 

 

 

 

 

Fragmento del libro “La mujer de la sombrilla azul”

 

 

Sin más preguntas nos pusimos a pintar. Ella nos dibujaba las siluetas, nosotros las rellenábamos, y al final Irma terminaba las imágenes. 

Por la tarde, el local lucía lleno de luz y vida.

Ella tenía razón, parecía que el mar se saldría de la pared y nos mojaría de súbito. Contenta, contempló el trabajo concluido. Aspiró fuerte, cerró los ojos y dijo: “¡Amo el olor de la mar!”.  Nosotros la vimos extrañados: sólo olía a pintura. Pero hablaba del mar en femenino y con un respeto y ternura como se hace de un ser querido.

-      Sé que tienen hambre, pero hoy no me ha dado tiempo de preparar nada. Iremos al mercado a comprar todas las cosas para mañana y comeremos en una de las fondas cercanas…  sólo para ver cómo está la competencia.

Subió a su casa mientras nosotros nos limpiamos un poco. Bajó minutos después cargando dos grandes canastas y su sombrilla azul a un lado. Ofreció una canasta a Benito y otra a mí. Juan traería lo que no cupiera ahí. Caminamos una calle abajo y seguimos por otra en forma de  y  para después bajar y llegar al mercado. Compró de todo y muchas cosas desconocidas para nosotros: en realidad no sabíamos que servían para cocinar. Ella caminaba alegre entre los puestos, sosteniendo su sombrilla abierta, preguntando por todo y regateando hasta obtener el más mínimo precio. Las canastas pesaban. Irma tomó algunas cosas con su mano libre para aligerarnos el peso. A nuestro regreso pasamos a la fonda “Las cazuelas” y nos sentamos en la única mesa vacía. Una delgada joven, novia de un primo de Juan, nos atendió. Irma contempló con detenimiento el menú, pareciendo sacar costos de cada platillo. Nosotros pedimos milanesa con papas y arroz (no era común comer carne) y ella quiso probar la sopa de verdura y el pollo en salsa roja. A nosotros la comida nos supo bien, pero Irma nos hizo saber que las verduras estaban sobre cocidas, el pollo un poco duro, el arroz crudo y a la salsa, además de especias, le había faltado espesura. Comió con desgana y mientras lo hacía contemplaba el rostro de cada uno de los comensales. Yo la miraba fijamente sin saber qué pensaba ella, pero la gran mujer, que ese día llevaba un vestido blanco con flores de colores,  sabía la opinión de cada comensal, con sólo ver su rostro: el hombre de la esquina, silencioso y de piel marchita, comía con tristeza, pensaba en la sopa caliente  y con ligero olor a pollo que su esposa le hacía cuando vivían juntos; los ancianos de la mesa cercana a la nuestra deseaban el queso fresco de su rancho, sería excelente cubrir sus enchiladas con él; el matrimonio próximo a la caja registradora anhelaba el olor a la carne recién asada hecha por sus madres después de llegar de un largo trabajo, mientras sus hijos querían esas hamburguesas de la esquina cuyo queso se derretía con sólo mirarlo.

Cuando terminamos pidió la cuenta y pagó. Nos fuimos rápido sin dejar propina.

-      Vaya, por la comida que ofrecen deberían cobrar menos. De ninguna manera ese lugar puede ser nuestra competencia – aclaró segura.

Siempre decía nuestra, como si nosotros fuéramos parte del negocio, cuando sólo éramos sus empleados o los pequeños ayudantes jugando a trabajar. 

Antes de llegar al local descansamos un poco.

-         Perdón por esa comida tan insípida, mis niños – nos dijo tan dulce mientras acariciaba nuestras cabezas. Pero mañana les haré algo para chuparse los dedos.

-         No estaba tan mal – señalé un poco apenado y esperando no me regañara.

Ella me contempló un rato y después lanzó una carcajada que hizo al hombre de la tienda brincar de susto cuando la escuchó de pronto: “Siempre debes buscar lo mejor mi niño y no conformarte con algo que no está tan mal”, me aclaró ella. Subimos las canastas a su casa. Ayudamos a sacar las cosas y ponerlas en el lugar donde nos decía. Ahora la cocina no sólo estaba llena de ollas de piso a techo; en una pared entera tenía cientos de frascos con miles de ramas, polvos y hojas.