Por
María Celeste Vargas Martínez
Llegué a Villas Tranquilidad hace
cuatro años. El vendedor me ofreció la casa como “una exclusiva belleza en una
zona residencial… ¡La mejor del municipio!”. Yo ingenuamente le creí; ahora
pienso que todo vendedor tiene una especie de pacto con el diablo y logran atrapar entre
sus garras, de una manera tan sutil que
ni siquiera nos damos cuenta, a los incrédulos como yo. El lugar, a simple vista, no parecía
desagradable: casas amplias, seguridad las 24 horas del día, barda
perimetral, zona de negocios, una
tienda departamental a menos de cinco
minutos a pie. Y yo, yo estaba cansado del tráfico de la ciudad. Aunque también
contribuyó a la labor de convencimiento el canto de las aves en un árbol aledaño,
negro y azul brillante ante las plumas de los reyes del cielo y un
grupo de borregas que atravesó la
avenida principal cuando yo iba llegando al lugar. Todo tenía un
toque provinciano y mi mente,
cansada, imaginó que ahí la vida era
tranquila.
Pero como yo estaba
acostumbrado a vivir en propiedad privada, cual iluso y descerebrado, pensé que en cualquier lugar se vivía igual.
Jamás imaginé que mi pared Norte era la
Sur del vecino, mi pared Sur era la Norte del otro, y mi Oeste era el Este del de más allá. Al menos, mi piso no era el techo de alguien
más y mi techo no era piso de otro.
Jamás pensé en detalles vitales para la correcta convivencia. Es más, no me tomé cinco minutos, o más bien, cinco
días, para pensar en la palabra “Condominio”.
Y ahora que lo pienso, nuestros lindos gobernantes deberían
prohibir estos palomares que pululan
como plagas y por los que sacan fotos y alardean por los
triunfos logrados: “Un hogar digno para los mexicanos”, rezan por ahí los spots, pero ni lugar digno ni hogar. En
fin.
Compré la casa:
primer error.
La calle, una cerrada
con veinticinco propiedades, me dio paz…
al menos al principio. Por algo el lugar se llamaba Villas Tranquilidad. ¡Qué
nombre! ¿Quién lo elegiría? No lo sé,
pero quien lo hizo se ha de estar burlando de los idiotas como yo.
Cuando me mudé, por
azares del destino (o la vida me gritaba que no debía vivir en un lugar así), un tráiler chocó mi auto: estuve
un mes sin vehículo. Un mes en que los vecinos de enfrente dejaron su auto frente a mi casa, pues en el lugar de
ellos el sol caía a plomo y su vehículo (utilizado más de diez veces al día, hasta para ir al súper de la esquina) se calentaba. Así que yo llevaba las típicas cajas de
huevo, aceite, galletas y tostadas, repletas de mis cosas, desde el lugar donde podía aparcar hasta mi casa, porque los amables vecinos
aunque me vieran sudando la gota gorda no eran para salir y mover su vehículo:
mi mudanza fue todo un reto.
Una semana después me
despertó la música del vecino de al
lado: mi pared Norte y su pared Sur, vibraba cual trompo haciendo una hazaña. Seis de la mañana y el
ruido continuaba. Pensé: “Tal vez festeja algo”. El siguiente fin de semana fue lo mismo y así
ha sido hasta hoy: el tipo festeja hasta porque no trabaja y creo que cumple
años cada mes. Como sea, en su casa
siempre hay fiestas, que si tengo suerte, terminan al siguiente día a las siete
u ocho, pero a veces inician el viernes
y concluyen los lunes: el borrachín
tiene un aguante que da miedo. Al
principio fue sólo música, después la voz aguardentosa de él cantando y la risa estrepitosa de su nada atractiva esposa (jamás había visto
una mujer tan inútil). Siguieron los cantos de sus amigos, sus conversaciones
absurdas y en los últimos meses es común escuchar: “Así, así, muévelas…
¡muévelas!”. No quiero imaginar a quién
le gritan, porque si es a la esposa de él, caramba, lo que moverá será la
grasa… ¡Mi mente tiembla al imaginar tan abominable suceso! Cansado del ruido, decidí generar el mío. Reza un refrán: “La mula no era arisca, a
palos la hicieron”. Y así pasó conmigo: yo era un hombre tranquilo y
silencioso… era. Pero un día el
borrachín vino a tocarme para exigirme bajarle a mi estéreo… él y su esposa deseaban dormir.
Siempre pensé que el hombre no tenía mucho cerebro, pero al tener el valor de
venir a tocar y exigir silencio,
demostró que un zombi posee más intelecto que él.
Cuando el cerebro
humano piensa que la tolerancia sólo debe darse de un lado, nos damos cuenta
que la sociedad está completamente perdida. La tolerancia debía estar siempre
de mí hacia él. Sin decir nada, simplemente seguí exigiendo
mis derechos, el silencio se gana, al igual que el respeto: segundo error.
Dos meses más tarde
descubrí que el vecino del final de la calle se había auto robado el vehículo de la empresa donde trabajaba, se
escondía de los aboneros y hasta se había hecho el muerto para no pagar la
casa… Y estaba demandado por una
institución bancaria. Era costumbre que
él y su esposa se fueran con sus amigos a tomar, mientras dejaban a sus dos
hijos pequeños encerrados en casa: llorando y con hambre. Un día vi a su hija
semidesnuda y sin zapatos en la calle, llorando por su madre. La chamaca, quizá
de cuatro años, parecía perro sin dueño en busca de alguien que la
alimentara. No sé qué pasó con ella. Yo
ni siquiera me atreví a acercarme porque
el padre estaba tan mal de la cabeza que permitía que su hijo más
pequeño se le atravesara a los vehículos. No sé si el chamaco se creía una
especie de X-Children o si su padre le
encomendaba esa labor para ver si podía sacar algo de dinero a los
conductores. Como sea, no le pregunté a
la niña nada ni me acerqué a ella, quizá su padre la usaba de gancho para luego
acusar a la gente de algo. Imaginé que su señora madre estaba alcoholizada en
la casa de algún amigo y sería llevada
hasta su casa donde la arrojarían desde la puerta cual saco de papas.
Tan fino vecino
engañaba a su esposa, pero ella también tenía sus quereres con quien se dejara.
La mujer, quien por cierto era capaz de hablar mal de cualquiera, salía como toda una dama a la calle y le
gustaba ver con el rabillo del ojo a muchos. Por si fuera poco, en una ocasión llegué y la calle estaba
cerrada, pues una sobrina de ella cumpliría quince años y venía a ensayar el
vals en “la calle de su tío”. La calle tenía dueño, tanto que él cobraba un
nada módica cantidad para quienes tenían más de dos autos y carecían de espacio para estacionarse… para eso era su
calle y para eso recibía su dinero al mes.
Y cuando alguien cometía la osadía de estacionarse cerca de su casa, el
hombre salía presto a mojar la calle con manguera o a increpar al conductor del
auto. Durante mucho tiempo el hombre ha
estado sin trabajar, no sé de qué vive, pero le gusta presumir a sus amigos de
sus viajes a Las Vegas y de otros asuntillos que, imagino, cada noche su mente
sueña. Y ha pasado algún tiempo encerrado en su casa, escondiéndose de
aboneros y cobradores, pero siempre
camina por la calle con el rostro en alto, como tratando de alcanzar la
dignidad que cada día se le va de las manos. Al no gustarme su proceder, su nada ejemplar vida y su orgullo para el
cual el cielo es pequeño, decidí no volver a hablarle.
Tercer error: dejar
de hablarle a la gente deshonesta y seleccionar mis amistades.
A unos pasos de mi
casa vive una ya no tan joven mujer. Le
conocí a su primera pareja, después a la segunda, siguió la tercera y la
cuarta. Después de ésta le perdí la cuenta. Era común escuchar en la madrugada
cómo salían sigilosos los hombres de una
noche. Hasta hoy me sigo preguntado cómo todos ellos pueden compartir los jugos
corporales que seguramente su cama tendrá.
También me pregunto si esos hombres están tan necesitados que se fijan en alguien tan poco agraciada.
Siempre me he preguntado qué le ven y
después de meditarlo imagino que
son sus destrezas en la cama, pero no quiero comprobarlas ni volverlas a
pensar, porque aunque estoy soltero, y de repente se me antoja tener una
novia, no tengo mucha prisa en casarme o
en quemarme con una mujer así.
Al lado de la
vendedora de amores (así le digo pero en realidad nunca los ha vendido, hasta
para eso es mensa) vive una familia a quienes
les puse Los Traumaditos. Para
ellos no podía haber nada mejor que Villas Tranquilidad ni nada más respetable a su casa de setenta
metros cuadrados. Su jardín de dos metros era su orgullo y todo, absolutamente todo, para ellos, se ve
feo: las hojas y flores secas, de las plantas de ellos, frente a mi casa; mi
carro viejo; los restos de arena cuando
puse piso en el patio; el agua
encharcada; mi música; mi apatía por ellos; los perros de los de al lado; el
taxi del otro vecino; la combi de aquél. La frase del papá: “¡Es que se ve
feo!”. Pero no se veían feos los costales de escombro cuando ellos construyeron
el área de lavado en la azotea, tampoco ésta y sus tendederos, ni su perro
ladrando como loco todo el día, ni su hijo al interior de su casa mientras
hablaba, a través de la ventana cual caballero respetuoso y considerado, con
esa joven que llevaba en brazos a un bebé que no paraba de llorar por estar en
el frío o en el sol durante un largo rato.
En una ocasión el recto padre me
pidió que barriera mi calle porque se veía fea. Yo le respondí: “Barrí ayer,
pero las hojas secas de sus plantas lo ensucian todo, las
envolturas de los dulces de sus nietas y las colillas de cigarros sus amigos los borrachines también
ensucian la calle”. Muy molesto se dio
la media vuelta y se fue. Después me enteré que no paraba de decirles a todos
que yo me había negado a barrer la calle. Al día siguiente del hecho, el salió
con su manguera y tardó media hora en
quitar las hojas secas de sus plantas, a chorro tendido, y las dejó ahí a media calle… por la tarde ya
estaban en mi puerta. Aunque también
gusta de lavar su auto con manguera y cortar sus plantas y dejarlas amontonadas
a la orilla de su jardín… el viento hará lo demás.
Cuarto error: decir
que no barrería la basura de los demás ni estaba dispuesto a seguirle el juego
a nadie.
A mi lado vive una familia
no tan prolíficas, pero por el escándalo que arman todos los días más bien
parece una gran manada de elefantes.
Antes de que vivieran aquí, el padre, hombre que cada domingo lleva a sus hijas a “pasear” al
mercado, traía a sus múltiples amores. Así que era común, por la noche,
despertarme con los jadeos exagerados de él. Y aunque me cubría los oídos con
la almohada los alaridos eran insoportables… ¡Todo un don Juan el hombre!... A
veces se quedaba a dormir en el lugar, pero muy temprano se bañaba con agua
fría para regresar a su casa… ¡Imagino!
Aunque claro, antes de irse dejaba las latas de cerveza sobre la banqueta…
esperando que alguien más la barriera. Una o dos veces a la semana venía a su
casa a tener sus escandalosos encuentros y cada quince días traía a una mujer y
sus tres hijas (a estas alturas ya no sé si es su esposa u otra movida más)
para que jugaran entre los olores y residuos que su padre, nada discreto,
dejaba en la casa. Por cierto, hace poco
lo vi en otro municipio acompañado de una niña muy parecida a las que viven a
mi lado; sacando cuentas, ella podría ser el fruto de esos encuentros apasionados.
Su esposa, o lo que
sea la mujer con la que vive cinco horas al día, es capaz de prevenir a sus
hijas de los peligros que pueden representar adolescentes en crecimiento,
pero le gusta traerlas en la calle hasta
altas horas de la noche y no preocuparse
por ellas. En una ocasión les conté ocho horas en la calle. Tiempo en el
cual no entraron a casa a comer y sus amorosos padres ni siquiera les hablaron.
Y el colmo fue un día lluvioso cuando las vi, cubriéndose con un paraguas rojo,
sentadas en la banqueta. La mujer es
amante de las telenovelas y la televisión y como siempre las escucha a un
volumen considerable me entero de
que Lorenzo Miguel le pone el cuerno Úrsula
Priscila, y don Guillermo de la Colina y Rosales tiene cuatro hijos ilegítimos.
¡Qué dramones! No sé para qué ve las novelas, si con los dramas de ella es más que suficiente. En el día no hace mucho, pero en la noche hace
todo. Pueden ser las dos de la mañana y ella y sus hijas siguen en su ajetreo:
lavan trastes, azotan puertas, corren como locas por toda la casa con sus
zapatos de tacón, se bañan, cantan, gritan, pelean, escuchan la televisión a
todo volumen… y todo lo que cualquier persona cuerda es capaz de hacer a las
dos de la madrugada.
La mujer es tan ágil
que siempre tiene un tremendo lío en el área de lavado, tanto que los enjambres
de moscas deambulan en mi casa como si fueran de la familia. Es más, cuando el
camión del gas viene a surtir su producto
le pienso mucho para subirme a la azotea, porque cuando no es el
caldo de pollo moviéndose cual
playa mexicana, contaminada y sucia, libre en una olla poco pulcra, es lo que a
la distancia parece leche, burbujeando
cual experimento de ciencias en cualquier escuela gringa.
Al don Juan de barrio
y a la orgullosa mujer, por ser una de tantas del adonis que tiene a su
lado, les gusta hacer fiestas con sus
amigos conductores del transporte público: se emborrachan, cantan a todo pulmón
y tienen conversaciones muy prolíferas, ya saben, siempre se debe debatir por
el alza de los productos de la canasta básica y por la inestabilidad del país,
mientras sus pequeñas hijas están en
casa y observan las lindas escenas. Imagino
que ambos les enseñan a las pequeñas
cómo ser mujeres respetables, para que cuando sean adultas establezcan
relaciones tan sólidas y enriquecedoras como las de sus padres.
Por si fuera poco, el
don Juan de barrio trató de pararme el
otro día en seco al presumir su carrera, no sólo es conductor de
transporte público, sino es periodista de nota roja. “¡Tómala!” cuando
me lo dijo por poco y me voy para atrás. “¡Periodista!”. Es un honor tener a un
periodista de nota roja a mi lado, espero nunca necesitarlo, pero es bueno
saber que alguien así vive cerca. Aunque ahora que lo pienso yo creo que lo
dijo para humillarme porque yo no soy nadie, trabajo de sol a sol, soy ratón de
oficina, aunque a veces me da por escribir cosas tan absurdas como las que
ahora leen, me costó uno y la mitad del otro obtener mi título y ahora estoy estudiando otra carrera, pero eso
no es nada comparado a mi vecino… al final de estos simples devenires sabrán
por qué.
A unas casas vive un
matrimonio con dos adolescentes. A la madre le da por tratar como bebés a sus
hijos y, desde mi anticuado punto de vista,
no establece un límite entre el
amor de madre y el carnal… ¡Si yo les contara
todo lo que he escuchado! Por si fuera
poco, su perro ladra día y noche y en una ocasión le pedía callarlo. Como
respuesta obtuve una carcajada y una
frase: “¡Estoy en mi casa!”.
Quinto error: no
entender que la gente en su casa hace lo que se le venga en gana y los demás
tenemos que aguantarnos.
Aunque ahora que uno de los “nenes” se puso a
gritar: “El coño de la madre, el coño de la madre”… “Soy un estúpido
retrasado”… “Me vale v… todo…”. Como que a la
mamá se le borró un poco la constante sonrisa de burla y ya lleva tres
semanas que no hace ni dice ni pío, pero sigue incitando a sus bebitos entrados
en la adultez para que no se esfuercen en nada.
Y un día alguien tocó
a mi puerta para pedir mis datos porque pensaban armar un WhatsApp de la calle, la modernidad llega a todas partes, para que todos, como buenos y lindos vecinos
estuviéramos conectados. Yo le hice
saber que no me interesaba y después de un choro mareador sobre los motivos por los cuales debía darle
mis datos, me dejó una copia con los nombres y teléfonos de todos por si
cambiaba de opinión. Pero qué creen como no formé parte de Whats ahora soy el mamón de
la calle. Y resulta que un día que el
borrachín no me dejaba dormir tomé la hoja con los nombres de todos y como soy
tan curioso me puse a buscar si en verdad todos y cada uno de mis vecinos eran
lo que decían: la calle está plagada de Abogados, Ingenieros, Arquitectos,
Periodistas y cuanto profesionista se
puedan imaginar. Es más, si el 5 % de
los mexicanos tiene una licenciatura, pues está aquí en Villas Tranquilidad. Y
al final de mi ardua investigación, motivada por el escándalo de los
borrachines, inseparables de Los
Traumaditos, pues oiga usted resulta
que la abogada no es tal, el Ingeniero
tampoco y el periodista de nota roja mucho menos… ¡Bendito Internet! … ¡Nadie
tiene cédula profesional!
En fin, entre los que piensan que todo se ve
feo, los que se auto roban y transan a
quien se deja, los borrachines flojos y escandalosos, las mujeres amantes en
potencia, las mujeres que sólo están en su casa viendo a quién molestan, los
que se esconden para no pagar el agua de garrafón, los don juanes dadores de amor a cualquiera,
los que no deseaban postes (porque se veían feos y eran un peligro para los niños, por eso las calles de México están libres de
postes, no vaya a ser que todos se electrocuten) y toda la demás gente muy
cuerda, he comprendido que esta calle
está llena de locos. No sé si los vendedores se pusieron de acuerdo para
instalar aquí a tan finísimas personas o se llenó algún formulario sobre la personalidad de cada comprador… A mí
que me revisen, yo no llené ninguno… el hecho está en que creo que
a todos los seleccionaron por calle… Y
cada día me entero de cosas absurdas: los niños tienen prohibido salir a jugar
a la calle porque hacen ruido; los
perros no pueden andar en la calle, sólo el de los borrachines y el de Los Traumaditos, esos sí marcan su
territorio que da miedo y ladran como para despertar a los muertos; no pueden
entran camiones grandes porque estropean las calles; nadie puede dejar el auto en un lugar que no
le corresponda, sólo los borrachines
y otros vecinos que tienen cinco coches,
uno de ellos tiene algunos años sin ser movido; está prohibido hacer ruido, ese
derecho es exclusivo de los perros de todos, de los borrachines y de la manada
de elefantes de la que soy vecino. En
verdad, cada día pienso que de alguna manera el destino se puso de acuerdo para juntar en esta calle
a tanta gente bonita… y por más que lo pienso, creo que todos confabulan contra
mí. Pero a decir verdad, y después de meditar durante cuatro años, no estoy tan
mal porque ayer me enteré que en el fraccionamiento de al lado algunos vecinos
demandarán a la constructora pues ésta
tuvo la osadía de nombrar a la calle
donde viven Mozambique: “¿Por qué los
demás viven en París, Viena, Londres y a nosotros nos tocó una pinche calle de
negros?”, así lo escuché en el súper (ahí uno se entera de cada cosa
mientras espera a que la cajera despistada reconozca el cilantro del perejil o diferencie la tuna del xoconostle). Aunque también oí que a un hombre le
expropiaron su terreno para hacer ahí la calle principal y como requisito el samaritano exigió que ésta
se llamara como él: Marciano y pues ahora la calle principal de una colonia
aledaña lleva el nombre de Avenida San Marciano.
No sé si será todo el
rumbo, pero en definitiva algo no anda bien con la gente de por acá y yo, si
sigo aquí, me contagiaré de todos ellos y
la poca cordura y lucidez que me queda
pasarán a la historia.