El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

domingo, 28 de diciembre de 2014

En nombre de la fe IV



IV

Belleza

Con la  mirada perdida, el silencio en la boca, las manos callosas del duro trabajo y la espalda dolida por los golpes, contemplaba a través de la ventana a los niños del pueblo jugando en la calle que estaba frente al orfanato. Parecía escuchar sus risas y hasta creía percibir sus voces. Sonrió con desgana, bajó la vista y contempló sus zapatos viejos, el vestido oscuro y el  delantal blanco que siempre debía mantener impecable. Alzó el rostro y se encontró con su imagen dibujada en el vidrio. Su padre le había dicho que tenía los bellos ojos avellana de su  madre, los labios delicados y los coquetos hoyuelos en  las mejillas eran iguales a los de su tía Agnes. “¡Eres tan bella como ella!”, decía su padre cada noche cuando regresaba de la taberna después de beber un par de pintas. La sentaba en sus piernas  y mientras le contaba una y otra vez cómo se ría su madre cuando veía al perro del vecino salir huyendo  al robarse un trozo de pan, o cuando Patricia reñía con su esposo por haberse gastado el pago de la semana en la taberna con sus amigos.
-           Su risa era discreta. Siempre decía que la gente  jamás debe darse cuenta cuando una mujer pelea con su marido ni cuando ríe de las tonterías de los demás… ¡Era una buena mujer! – decía  su padre suspirando.
-           ¿Yo me parezco a ella? – preguntaba la niña aferrándose al rostro de ese hombre de cabello castaño.
-           ¡Claro, eres tan linda como ella, mi pequeña Jane! – gritaba él para luego llenar su delgado cuerpo de cosquillas y llevarla a la cama  entre canciones que hablan de animales, inventadas por él.
La niña dormía tranquila al sentir la mano de su padre cubriendo su cuerpo  y cuando sus labios se cansaban de decir lo buena y linda que había sido su esposa Jane, y sus ojos se cerraban entre las lágrimas de los recuerdos y el amor jamás olvidado,  la niña se ponía de pie y lo cubría con la vieja cobija que alguien les había regalado el día de su boda. Después,  se imaginaba ser el  gato de Patricia, y se metía bajo el brazo de su padre y dormía, acurrucada cerca de él, hasta el amanecer cuando despertaba de súbito para darse cuenta que debía irse a trabajar.
Los labios Jane se abrieron para susurrar la canción que su madre, según decía su padre, le cantaba cuando era tan pequeña que dormía en una caja de velas. Tragó saliva  y siguió  observando a los niños. Sonreía  discretamente cuando veía a uno de ellos caer de los juegos o a otro tratando de trepar a los árboles. Sonreía,  siempre cuidando de que nadie la observara. Le hubiera gustado tener un hermanito, llevarlo al parque  y sujetarlo de la mano para evitar que el temor  no le permitiera trepar… y ambos correr entre los árboles y las bancas.
Suspiró y se llevó la mano al vientre,  bajó la vista y lo contempló por un instante. El médico le había dicho que debía guardar reposo, no pasar tantas horas parada en la lavandería y evitar cualquier esfuerzo,  de no ser así el desmayo en el comedor podía volver a repetirse y el parto se adelantaría. Aunque qué sabía ese médico de recomendaciones, si  jamás le había preguntado cómo una niña de quince años, que llevaba más de diez encerrada en ese orfanato, podía estar preñada por segunda vez. Qué sabía ese médico que  se había llevado a su primer hijo después de que la ayudó a tenerlo y del que no supo más.
Volvió a ver su imagen en el vidrio de la ventana y le pareció ver a su padre, sonriente y alegre como siempre, parado tras de ella, mientras le decía adiós desde la baranda de ese barco que lo llevó a buscar un empleo y la oportunidad de sacarla adelante. Creyó  también ver a su tía, con el ceño fruncido, como siempre, llevándola con las Hermanas de la Misericordia, un año después de que su padre no regresó y  dejó de enviarle dinero.
Cerró los ojos y la imagen de su padre desapareció y llegaron hasta su cabeza  los gritos, el llanto, la desesperación y las oscuras imágenes de  otras chicas mientras eran violadas en  la lavandería, en la habitación, en los baños, en los pasillos y en los oscuros rincones de ese lugar lleno de monjas, sacerdotes y civiles que siempre deambulaban por esas paredes frías y húmedas necesitando un cuerpo donde “descargar las ansias”. Nuevamente se llevó la mano al estómago y sintió a su bebé moviéndose dentro. Trató de llorar, pero sus ojos se habían secado después de  inundarse la segunda vez que el hombre  que se llevaba la ropa, le abrió  las piernas y depositó en ella su semilla. Y cuando el sacerdote Kane, que visitaba a las monjas una vez al mes, le dijo que ella sería una de sus preferidas, las lágrimas se fueron para siempre.
La madre Constanza entró  por el pasillo que comunicaba la lavandería con la habitación donde ese médico,  de aspecto poco agradable, revisaba a las niñas como ella. Y que a veces, mientras  hacía su labor, la mano se le perdía en el corpiño de la paciente o entre sus piernas.
Los ojos secos de Jane bajaron la vista y caminó unos pasos atrás hasta que su espalda tocó la fría pared: “Debes seguir tu trabajo en la lavandería, lo que pasó en el comedor no es nada, el médico no puede verte en este momento”, ordenó la monja.
-           Sí,  madre – dijo  Jane y caminó en silencio tras esa mujer gorda  de rostro amable, pero que era severa con los castigos e inconmovible cuando alguna de las niñas no obedecía sus órdenes.

jueves, 25 de diciembre de 2014

En nombre de la fe



Por María Celeste Vargas Martínez

  Porque los hechos brutales del hombre corrupto y ruin, no deben ocultarse tras el estandarte de la fe


 II

La mujer caída


El dolor se hizo intenso y sintió un líquido cálido dentro de ella. Giró el rostro y se encontró con la pared húmeda de ese callejón desolado. Una mueca se dibujó en sus labios, cerró los ojos, su garganta seca se había cansado de gritar.
                -    ¡Eres genial muñequita! – dijo aquél hombre.
Ella abrió los ojos  y pudo sentir cómo él se bajaba de su cuerpo. El hombre se abotonó el pantalón y río discretamente mientras  contemplaba a Margaret con el vestido hasta la cintura y el rostro descompuesto.
Ella escuchó los pasos de él alejándose por el callejón. Respiró profundamente y se tragó la última lágrima que sus ojos lanzaron. Se incorporó. Lentamente se puso de pie sosteniéndose de la pared. Sus manos temblaban. Tragó saliva y escuchó a lo lejos los gritos de los niños jugando en algún parque. Se subió la ropa interior y vio una delgada línea de sangre que bajaba por sus piernas. Caminó hacia la calle, siempre sosteniéndose de la pared y evitando los botes de basura, los muebles viejos y la hojarasca que la lluvia del día anterior había dejado. Salió a la calle. Veía a las personas  como si  fueran una de esas películas que alguna vez su padre le había  llevado a ver, antes de que se marchara y dejara a su madre sola cuidando a sus cuatro hermanos.  Se sostuvo de un poste. Recorrió varias calles hasta que llegó a ese callejón  cuesta arriba donde vivía.
                - ¿Estás  bien, Margaret? – preguntó Sofie la vecina.
-  Sí – dijo ella sin pensarlo.
                -  Tras sangre en la boca niña y tu vestido está sucio – aclaró la mujer.
Margaret rápidamente se limpió los labios con el dorso de la mano y bajó la vista para  contemplar  su vestido lleno de lodo: “Me caí señora Sofie”, afirmó con una tenue sonrisa y se encaminó rumbo a su casa. Dos de sus hermanos jugaban en la puerta con un trozo de madera. Corrieron hacia ella cuando la vieron. “Margaret tenemos hambre, pregúntale a la abuela si ya podemos comer”, dijeron los niños muy quedo. La destartalada puerta de madera se abrió, dejando al descubierto un olor a humedad  y carne descompuesta. La habitación donde vivían y que contaba con una cama, una mesa, dos sillas  y una pequeña chimenea, estaba cálida.  Margaret contempló en el fondo a su abuela vestida con una desgastada falda café, una remendada blusa, otrora blanca, y el cabello sujeto con una cinta. La mujer probaba con una cuchara lo que cocinaba en la chimenea  y que despedía un olor nada agradable.
La niña se sacudió el vestido y se arregló el cabello rápidamente. Su abuela la observó. Margaret se fijó en sus ojos hundidos  y sus labios marchitos, parecía un fantasma alumbrado por la luz del atardecer.
-   Los niños tienen hambre, quieren saber si… – guardó silencio ante la mirada fiera de su abuela.
-  ¡Comer, comer, comer! ¡No saben otra cosa que comer! ¿No saben lo difícil que es conseguir la comida? – gritó la mujer.
Marcos y Francis  entraron corriendo en ese momento, gritando y riendo como siempre, pero cuando vieron la mirada enardecida de la mujer, guardaron silencio. 
-   Y, ¿ustedes donde han estado? Jugando seguramente,  sería mejor que anduvieran por ahí viendo en qué poden trabajar para traer algo a la casa… Su madre siempre fue un estorbo y se le ocurre morirse y dejármelos a mí  – gritó.
Los niños bajaron la vista. Margaret deseaba hablar pero sabía que si lo hacía recibiría una tunda. Sus hermanos se abrazaron a ella.
                -  Inútiles todos… ¡Igual a sus padres! –  la mujer volvió a levantar la voz.
Margaret abrazó a sus hermanos sin dejar de ver a su abuela. La anciana caminó hacia la mesa y pateó el montón de trapos que les servían a los niños de colchón y cobijas. Pasó al lado de la niña y se detuvo: “¿A qué hueles?” – preguntó. Quizá sus huesos estaban cansados, las manos con estragos de artritis y la vista siempre le fallaba, pero su olfato eran tan bueno como cuando era adolescente.
                -  A nada – aclaró Margaret, mientras se cubría con sus hermanos.
Marcos se pegó a su hermana y comenzó a olerla discretamente. La vieja se   acercó y de un tirón separó a la bola de niños que se aferraban entre sí. Olió el cabello de la niña y encontró en él un olor a tierra y agua estancada, bajó a su pecho y sólo percibió su  aroma habitual y después de inclinó para oler su  falta. Margaret trató de alejarse, pero la  vieja la sostuvo. Aspiró fuerte: sus ojos negros se abrieron de par en par y  la rabia se adueñó de ellos. La  niña comenzó a temblar.
                -  ¿Con quién te has metido mal agradecida? – interrogó furiosa la mujer.
Margaret dio un par de paso atrás y con sus manos temblorosas pretendió bajarse la falda que su abuela ya se apresuraba a subir.  La mujer la olió. La niña se cubrió la cara, mientras sus hermanos la observaban desconcertados  y a punto de llorar. La vieja le bajó la ropa interior y encontró en ella un manchón de sangre. Una bofetada hizo que Margaret cayera al piso, cerca de la mesa. Sus hermanos comenzaron a llorar.
-   Eres igual que tu madre, se revolcó con tu padre, ese borracho bueno para nada cuando  tenía tu edad, no llegaba a los quince, y ahora tú… - señaló la mujer indignada.
-   Yo no hice nada, yo no hice nada abuela… Paul me acorraló en un callejón, me subió la falda y me… ¡Yo no hice nada, yo no quería! – decía la niña una y otra vez.
-   ¡Tú no querías, tú no querías! -  afirmó la mujer mientras sujetaba su rostro infantil- . ¿Esperas que te crea? 
Los niños seguían abrazados. No sabían qué pasaba. La mujer guardó silenció un momento,   se sentó y contempló el fuego en la chimenea.
-    ¡Perdóname abuela, pero en verdad yo no hice nada! – afirmó Margaret que para ese momento ya había corrido hacia esa mujer reacia y estaba inclinada sobre sus rodillas.
La vieja la contempló en silencio  y la arrojó sobre el piso: “Si tanto te gusta andar con hombres, quizá deberías empezar a mantenernos”, señaló. Margaret la miró aterrorizada.  La mujer se puso de pie, caminó hacia la cama y se puso el chal. “Será  mejor que ustedes no salgan, ahorita vengo”, dijo y al hacerlo cogió a Margaret de la mano. La niña primero fue arrastrada por la habitación, pero al salir a la puerta se puso de pie ante los tirones de  su abuela. Atravesaron el callejón: la mujer en silencio y la niña gritando por su inocencia. Anduvieron un par de calles hasta que llegaron a la puerta trasera de un viejo edificio. Ambas entraron al lugar. La vieja arrojó a Margaret sobre un sillón, mientras se perdía en el estrecho y  maloliente pasillo oscuro. Minutos después salió acompañada de un hombre alto, delgado y de cabello claro.
-   No es  bonita, pero puede servir -   mencionó el hombre mientras acariciaba el rostro de  la niña.
Ésta veía a su abuela. “Vendré cada semana por la paga”, agregó la mujer y se perdió por el pasillo mientras sus labios arrojaban oraciones silenciosas. Margaret trató de huir, pero el hombre se lo impidió: “Tranquila, esta será tu nueva casa”, le dijo y la metió a lo que parecía ser su oficina. Ahí la sentó en una silla y él hizo lo mismo sobre el escritorio.  Después de una larga charla sobre mil cosas, la puso de pie, le levantó la falda y la arrojó sobre el sillón. Margaret gritó al sentir un profundo dolor muy cerca de su vientre. Lloró, pataleó  y hasta mordió al hombre, quien se detuvo cuando  sintió un cálido líquido saliendo de su cuerpo. Sólo entonces se puso de pie, se subió el pantalón, salió a la puerta y gritó: “¡Monserrat, ven acá!”.  Margaret se sentó, la mirada perdida en el piso y su pecho jadeando.
Una adolescente de cabello castaño  y delgado cuerpo entró corriendo. Observó el rostro del hombre y  a Margaret tratando de acomodar su falda.
-    ¡Llévala a la habitación y enséñale lo que debe aprender! – dijo mientras caminaba hacia su escritorio.
La joven, temerosa y de voz  amable, se acercó al sillón y tomó a Margaret de la mano. Salieron juntas y se perdieron en el largo pasillo. 
El lugar era oscuro con un fuerte olor a humedad. Subieron unas estrechas escaleras y caminaron por  otro pasillo, entonces Margaret pudo ver en una de las habitaciones que tenía la puerta abierta, a un hombre gordo montado sobre una joven de carnes llenas y grandes senos. Bajó la vista inmediatamente. Margaret adivinó en ella el miedo.
-   Al principio es difícil, pero con el tiempo te acostumbras y entiendes que es mejor dejar que ellos te hagan lo que quieran y comer dos veces al día que soportar el hambre y las tundas de tu madre o los extraños juegos de tu padre – aseguró Monserrat.
                -  No tengo padres, murieron por la tifo y  nos cuida la abuela – musitó Margaret.
                -   Imagino que no es una buena abuela, si no, no estarías aquí.
                -   No - dijo muy quedo Margaret.
Volvieron a subir unas escaleras para ingresar a un largo dormitorio de camas destartaladas y sábanas sucias, donde jovencitas como ella, dormían o jugaban en silencio.  “Comenzamos a trabajar  a las siete  y regresamos antes de las doce, entregamos al dinero a Alfred y después si ya nadie te solicita puedes dormir. Algunos clientes vienen en el día, pero son contados.    sólo debes de hacer lo que los hombres te pidan, pero siempre cobra por adelantado y cuídate de los que tienen cara de locos: quieren que les hagas cada cosa. No puedes quedarte con nada, porque si Alfred lo descubre te dará una  paliza y te encerrara en el cuarto de castigo de donde no saldrás en tres días, no te dará de comer ni de beber”, señaló Monserrat mientras arreglaba la cama que sería de la recién llegada.
                -  Si quieres descansa un rato – recomendó, para minutos después salir de la estancia.
Las otras niñas observaban a Margaret  a la par que susurraban entre ellas. Ella se acurrucó en la cama, cerró los ojos y su cuerpo parecía volar… durmió.  Más tarde una joven que no pasaba de los veinte la despertó: “Si no te levantas te quedarás sin  comer” – le dijo.
Margaret se incorporó  lentamente, le dolía el cuerpo. Una mujer gorda y de cabello rojizo estaba parada al centro de la habitación. Llevaba una gran olla  ceniza y un cucharón. Monserrat repartía platos y vasos maltrechos donde la mujer gorda colocaba una cucharada de una sopa aguada con algunos vegetales flotando. Monserrat le dio al a nueva niña un trozo de pan y un poco de agua. Margaret a sentar a su cama y comió. A pesar del aspecto,   el sabor no era del todo desagradable y tranquilizó su estómago después de casi veinticuatro horas sin probar alimento.  Algunas comían en silencio, con la miraba perdida y el rostro descompuesto,  otras  reían y  bromeaban sobre la imparable lluvia que hacía que un delgado musgo creciera sobre las casas.
A las siete, Monserrat se encaminó con Margaret,  y  otras adolescentes, a  la calle. Salieron por la puerta trasera y se perdieron en las  poco transitadas calles de la ciudad. Margaret tenía miedo, deseaba regresar a casa, pero seguramente su abuela la volvería a llevar  con el hombre alto. Un hombre se acercó a  Monserrat, ella le sonrió; se perdieron en un callejón.  Margaret la  vio levantarse la falda mientras el hombre se desabotonaba el pantalón. Corrió, bajó por una calle empinada y resbaló con el lodo y el agua encharcada, común en esa ciudad húmeda, llena de pobreza, hambre, piojos y enfermedad. Se levantó con la mano ensangrentada y sus ojos se posaron en las largas y oscuras vestimentas  de un par de monjas que salían de un establecimiento cargando harina y otros comestibles.
Margaret corrió  hacia ellas y se aferró a sus ropas: “Por favor hermanas, ayúdenme, no quiero hacer nada con esos hombres” – dijo. Las mujeres la observaron y después de un momento una de ellas se inclinó para levantarla.
                -  ¿Y tus padres? – preguntó la monja.
-  La tifo los mató y la abuela me llevó a ese lugar para que… para que… – no pudo concluir.
Las monjas se observaron: “No acostumbramos a recoger niños en la calle, sus familias o alguna alma caritativa  nos los llevan”, dijo la monja.
                -   Por favor, si no me llevan  consigo Alfred me obligará a estar con esos hombres –  afirmó  y al hacerlo se encontró con  Monserrat que caminaba asustada hacia ella.
Las  monjas volvieron a mirarse. Las tres caminaron juntas calle abajo mientas Monserrat gritaba: “No sabes lo que haces, es mejor estar con Alfred”. Su voz se apagó y Margaret se sintió aliviada.
Al llegar al orfanato, un hombre calvo y de anchos hombros abrió la puerta.: “Dile a la madre superiora que traemos una caída y llévala a la habitación”, ordenó una de las monjas. El hombre le hizo una seña a Margaret, quien antes  de seguirlo se puso de rodillas para besar la mano de las monjas: “Gracias”, dijo.
-   A partir de ahora te referirás a nosotros como madre y tú por lo tanto serás nuestra hija – aclaró la mujer.
El hombre y Margaret se perdieron  en el amplio lugar de paredes altas y estrechas ventanas. Llegaron hasta una estancia enorme donde hileras de camas de latón aguardaban, cual animales dormidos: en ellas se divisaban bultos que de vez en cuando tosían o se movían lentamente.  Atravesaron la estancia, de lado derecho grandes ventanales dejaban entrar la luz de la luna.
                -  Esta será tu cama – dijo el hombre para después salir del lugar.
Margaret se sentó un momento y observó: el silencio era total.  Bajó la cabeza y las lágrimas descendieron por sus mejillas hundidas, llegaron a su pecho aún sin despertar del todo y humedecieron su blusa.  Cuando levantó la cabeza se encontró con los  grandes ojos de alguien en la cama de enfrente. Quiso decir algo, pero las sábanas cubrieron el rostro  y los ojos interrogativos se ocultaron. La niña se acostó y el sueño le llegó observando las nubes frente a la ventana.
                -  Vamos, vamos es hora de ponerse de pie – gritaba una monja en la puerta.
Margaret despertó sobresaltada y observó a las demás chicas vistiéndose aprisa. La monja seguía gritando, mientras otra le tendía a Margaret un largo vestido gris, un delantal blanco y gruesas medias. Ésta se vistió.
                -   ¿Creen que la ropa puede esperar? – gritó la monja.
Un pequeño ejército de niñas, que iban de los siete a los veinte años, salió del lugar. Margaret trató de hablar con su vecina de cama, pero la monja se apresuró a decir: “Silencio, es preciso guardar silencio y arréglate ese cabello.” La niña se apresuró a sostener su cabello. Entraron todas en tropel a la lavandería: una  estancia igual de grande que en la que dormían, con largas mesas frente a frente y al fondo las calderas. Ahí, esperaba un par de mujeres gordas y algunos hombres bajan  bultos de ropa.
                -   Es nueva, enséñale qué se debe hacer – dijo la monja.
                -   Sí, madre Esther – agregó una de las mujeres.
-  Para empezar estarás en las mesas de doblar… este será tu lugar, si deseas ir al baño deberás pedir permiso a la madre Constanza… no puedes salir hasta que termines tu labor y no puedes hablar con nadie – aclaró la mujer de rostro severo.
La madre Constanza era quien la había traído la noche anterior. Los hombres contemplaban de reojo a las niñas y mujeres que ahí aguardaban.  La ropa llegó hasta las manos de Margaret y comenzó su labor.
-  ¿Tus padres no pudieron mantenerte? – preguntó una  joven de ojos aceitunados y cabello castaño sujeto en una trenza.
                -  No, no tengo padres – afirmó ella.
                -  ¿Huérfana? Creo que habías tardado en  llegar aquí – afirmó su vecina de cama.
                -  ¡Silencio! – gritó la monja.
El trabajo siguió en la lavandería: “Mira nada más que buen trasero”, dijo un hombre que descargaba ropa a la joven de ojos aceitunados.
                -   Y si te atreves a tocarlo, te cortaré algo más que la lengua – agregó ésta.
Margaret le observó: “Debes cuidarte de estos tipos son unos lujuriosos, también de las monjas y  de la madre superiora” – señaló otra joven.
-  Creo que primero deberíamos presentarnos – aclaró  la joven de ojos aceitunados. Mi nombre es Rose, ella es Ameli y la de los buenos consejos Annie.
                -  Soy Margaret.
-  Pero ustedes no entienden: he dicho silencio y es silencio  - señaló Constanza mientras  tomaba por la oreja a Rose. Tal vez quieras fregar el piso niñita parlanchina.
Ambas salieron de la lavandería, Rose soportando el dolor y la monja presionando más su oreja. El silencio se hizo y el calor mojó los rostros. Las horas pasaron y a Margaret empezaron a dolerle los pies. Los labios de la niña se secaron, Ameli susurró: “Ni se te ocurra pedir agua, tendrás un castigo, falta poco para  el desayuno.”
                -   ¡Necesito ir al baño! – aclaró la niña.
Las otras dos jovencitas se miraron: “Debes pedir permiso, pero te recomiendo que no vayas”, señaló Annie. “No aguanto más”, afirmó Margaret y se encaminó hacia la monja que había tomado el lugar de Constanza.
-  Necesito ir al baño – reafirmó Margaret.
-  ¿Cómo? – preguntó la monja.
-   ¡Necesito ir al baño! – volvió a decir la niña.
-   Madre, ¿puedo ir al baño? – enfatizó la monja.
Margaret repitió la frase y salió del lugar. Le llevó un tiempo llegar a su destino y cuando iba de regreso a la lavandería se encontró con un hombre joven que llevaba entre las manos una caja de comida. Margaret bajó la vista y caminó pegada a la pared, entonces el hombre dejó la caja sobre el piso y acorraló a la niña. “No eres tan bonita como otras, pero no estás mal”, argumentó mientras metía  la mano bajo su vestido. Ella  trató de escapar, pero el hombre la aprisionó más. Con sus manos delgadas y callosas tocó los senos de Margaret y quiso besarla. Ésta levantó la pierna y lo golpeó. El hombre cayó de  rodillas.
-           ¡Veras cómo con el tiempo serás más comprensible! – gritó.
Poco después, la hora de desayunar llegaba. Mujeres y niñas se acomodaron en el amplio y escueto comedor. Las cocineras empezaron a servirles. Margaret  logró ver a Rose fregando en cuclillas el piso de la cocina, mientras el hombre calvo que la escoltara la noche anterior, rozaba sus nalgas con su pierna: ella sólo bajó la vista y siguió tallando.
-  ¿Rose no comerá? – preguntó Margaret.
-  Aquí también debes guardar silencio – agregó Annie mientras fingía beber  de la taza humeante que sostenía entre sus manos. Si no obedeces,  te quedas un día  sin comer. Rose las ha desafiado en los últimos días cualquier  provocación ellas saben aprovecharla.
Margaret comió lentamente los alimentos que tenían una extraña apariencia y un sabor poco usual. De pronto una  joven en la mesa de enfrente se puso de pie y antes de que Constanza  pudiera darle una orden, cayó sobre la losa fría. Algunas de sus compañeras se  apresuraron a auxiliarla, Margaret sólo se inclinó un poco, pero pudo ver su vientre totalmente abultado bajó el largo vestido de color impregnado de soledad.
-          ¡Sigan comiendo! – gritó Constanza. ¡Y usted lleve a Jane a la enfermería!
El hombre calvo levantó a la joven con la facilidad que se toma a un  gato y la sacó del comedor, seguido de un par de monjas. “¿Está preñada?, ¿La trajeron aquí estando embarazada?”, preguntó Margaret sorprendida.
Las compañeras de su mesa sonrieron ante las interrogantes de la recién llegada. Ameli bajó la vista y se llevó la mano al vientre.
-  Son pocas  las que llegan embarazadas aquí – afirmó Annie triste.
- Ser bonita es una maldición y si a eso le agregas que es huérfana… tiene el mundo contra ella  – dijo triste Amelie.
-  ¿Y el padre? -  volvió a preguntar Margaret.
-  Ni ella sabe… Por eso te digo: en este lugar debes cuidarte de todos, en especial de los sacerdotes – aclaró Annie.