El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

martes, 9 de diciembre de 2014

El hombre y el coyote


Por María Celeste Vargas Martínez

Nunca supo en qué momento unió su vida a la de ese coyote. Ni tampoco cuándo su caminó viró y sus pasos fueron seguidos por las huellas de aquel animal. Sólo lo sintió tras de sí un día cualquiera cuando al regresar a su casa, sin haber atrapado ningún conejo, se desnudó tranquilo y antes de acostarse, por costumbre, se asomó por la ventana. Entonces lo vio. Vio su escuálida sombra saltando ligera sobre la cerca de piedra.
Y a partir de ese momento su presencia fue constante.
            Aquel hombre, de piel morena, seca y cuarteada por el sol, de cuerpo estrecho, cabello negro rizado y de abundante bigote, acompañado de una cuadrada barba, tenía la costumbre de ir de caza cada fin de semana. Lo hacía no porque fuera la única forma de sustento, bien o mal el campo le daba el alimento necesario para malvivir… como cualquier campesino. En realidad, desde niño acompañaba a su padre al monte. Cuando escuchaba: “Trai acá la escopeta pa´limpiarla”, sabía que al día siguiente irían de cacería. Así, por simple costumbre, siendo adulto, la noche del jueves tomaba la vieja escopeta, herencia de su padre, que colgaba de un clavo a un costado de la cama. La limpiaba. La limpiaba con la suavidad que jamás utilizó para hacerle una caricia a su esposa o a sus nueve hijos. Y el viernes al anochecer montaba su caballo y se enfilaba rumbo al cerro.
            Después de una hora, a paso tranquilo de la bestia, llegaba a las faldas del monte. Amarraba al animal al tronco de un árbol y comenzaba en silencio su camino. Buscaba aquí y allá un conejo adormilado, pero no encontraba nada, sólo uno que otro tlacuache, que no le interesaban mucho. Escuchaba cerca el canto constante de los grillos, y las luciérnagas en ocasiones iluminaban sus pasos, mientras algún búho lanzaba de vez en cuando su cortado parloteo. Y luego de varias horas, cuando el frío se volvía insoportable, regresaba a casa… sin nada en las manos.
            Pero el retorno al hogar con las manos vacías era algo nuevo. Meses atrás, de las ancas del caballo siempre colgaba más de un par de conejos. Ricos y suculentos conejos que eran preparados en pipían con chayotes o en chile rojo con papas.
            Ahora, las cosas eran diferentes.
            Una semana después de ver al coyote saltar su cerca, se encaminó nuevamente al cerro. Amarró su caballo en el mismo árbol de siempre y  se internó en el monte, y entonces el caballo empezó a relinchar. Sus patas se movían de un lado a otro, intentado soltarse. Juan regresó para calmarlo. Giró y vio tras de sí, como a cuatro metros, un coyote parado en sus cuatro patas observándolo. Juan tomó su rifle y apuntó. El coyote no se movió. Juan trató de fijar la mira, pero su mano comenzó a temblar. Disparó, el coyote  huyó.
            Esa noche sólo estuvo un par de horas en el monte. Cada sonido lo hacía buscar entre los matorrales al coyote. Regresó a casa, sólo que ahora apresurando el paso de su caballo. Llegó al corral y amarró a la bestia. Abrió la frágil puerta de madera que separaba su casa del resto del llano. Apresuró el paso frente al pequeño corral de las gallinas. Atravesó el breve patio que su esposa había llenado de flores y empujó la puerta que llevaba al único cuarto. Sólo que esta vez no se desnudó. Se dirigió a la ventana, corrió ligeramente  la cortina de enormes flores rojas y vio nuevamente la silueta del coyote saltar la cerca.
            A partir de entonces su presencia fue constante. En cada viaje al cerro, aquel animal lo acompañaba, lo seguía a casa y sólo regresaba a su propio hogar cuando veía a Juan adentrarse en su morada.
            Las visitas al monte se hicieron más distantes. Juan ya no estaba tranquilo entre el manto negro de la noche y la espesura del bosque, sabía que muy cerca lo espiaba el coyote. A veces escondido tras los árboles, otras acurrucado entre las rocas y unas más a plena vista en alguna ladera cobijada por la Luna.
            Le tenía miedo… Juan le tenía miedo. Sabía por amigos que los coyotes eran animales traicioneros que gustaban de jugarles bromas a los cazadores. Así, cuando lo sentía más próximo, inmediatamente montaba su caballo y se marchaba al pueblo.  Mas una noche cuando apenas salía del monte, el coyote lo alcanzó y siguió el trote del caballo. Por unos minutos marchó a su lado, como un perro que acompaña a su amo durante la cacería. Juan jaló las riendas para que el corcel aumentara el paso. Entonces el coyote comenzó a zigzaguear  y a meterse entre las patas del animal. Juan estuvo a punto de caer al camino de tierra, pero el caballo logró mantener el equilibrio y apresuró el paso. El coyote corrió velozmente tras de ellos. Juan comenzó a sudar y sus manos a temblar. Con rapidez cruzó el puente y dejó tras de sí ese grupo de árboles que crecía a la orilla del río. Atravesó el llano, con un pie abrió la puerta de madera y entró hasta el patio de su casa con todo y corcel. De un salto tocó el piso y llegó rápidamente a la habitación. Se asomó por la ventana y vio al coyote sentado a un costado de la cerca viéndolo fijamente. Juan no durmió esa noche y el coyote se alejó hasta que los primeros rayos del sol iluminaron el campo.
Después de esa noche, Juan juró jamás regresar al monte. Dos días después lo despertó el ruido del gallinero. Las aves parecían alteradas. Se vistió y se dirigió al patio. Llegó hasta el corral. Lo inspeccionó por una abertura entre los maderos… no vio nada fuera de lo normal. De pronto sintió frío. Un frío helado que le subió desde el estómago hasta la nuca. Volteó hacía la puerta y del otro lado vio al coyote: se fue de espalda contra el pasto. Por un momento estuvo inmóvil viendo los  desolados ojos de aquel animal.
Corrió al cuarto. Tomó el rifle y cortó cartucho. Salió y corrió hacía la puerta, donde el coyote aún yacía sentado. Apuntó, el animal se incorporó, mas no huyó. Se escuchó un disparo y Juan pudo ver cómo la bala siguió una lenta e interminable trayectoria. La escuchó abriéndose paso entre el viento y la vio depositarse violentamente en la cabeza de aquel animal.
            El coyote cayó  sobre el pasto seco: todavía respiraba.
Pero al momento en  que el cuerpo del coyote tocó la tierra, las piernas de Juan comenzaron a desfallecer. Un fuerte dolor le penetró el centro de la frente y sus brazos se sintieron débiles. Su cuerpo cayó. Entonces, una veloz ráfaga de imágenes danzó frente a sus ojos. Se vio a sí mismo siendo un niño, sentado sobre una roca mientras su madre recogía hongos en el monte. Ella se alejó y el pequeño la perdió de vista. Bajó de la roca y caminó en busca de su madre, pero sus pasos titubeantes lo llevaron a una pequeña cañada. Y cuando estaba a punto de caer, un coyote lo tomó de las ropas y lo llevó a tierra firme. Luego se vio de niño y de adolescente, y en cada imagen los desolados ojos del coyote lo contemplaban.
            El animal lanzó el último respiro y entonces la luz de los ojos de Juan se alejó. Y su cuerpo quedó tendido bajo los rayos de la Luna que iluminaba la casa, los corrales y las milpas de aquel hombre cuyo destino siempre estuvo ligado al de un coyote.

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