Por María Celeste Vargas Martínez
Nunca
supo en qué momento unió su vida a la de ese coyote. Ni tampoco cuándo su
caminó viró y sus pasos fueron seguidos por las huellas de aquel animal. Sólo
lo sintió tras de sí un día cualquiera cuando al regresar a su casa, sin haber
atrapado ningún conejo, se desnudó tranquilo y antes de acostarse, por
costumbre, se asomó por la ventana. Entonces lo vio. Vio su escuálida sombra
saltando ligera sobre la cerca de piedra.
Y
a partir de ese momento su presencia fue constante.
Aquel hombre, de piel morena, seca y
cuarteada por el sol, de cuerpo estrecho, cabello negro rizado y de abundante
bigote, acompañado de una cuadrada barba, tenía la costumbre de ir de caza cada
fin de semana. Lo hacía no porque fuera la única forma de sustento, bien o mal
el campo le daba el alimento necesario para malvivir… como cualquier campesino.
En realidad, desde niño acompañaba a su padre al monte. Cuando escuchaba: “Trai
acá la escopeta pa´limpiarla”, sabía que al día siguiente irían de cacería.
Así, por simple costumbre, siendo adulto, la noche del jueves tomaba la vieja
escopeta, herencia de su padre, que colgaba de un clavo a un costado de la
cama. La limpiaba. La limpiaba con la suavidad que jamás utilizó para hacerle
una caricia a su esposa o a sus nueve hijos. Y el viernes al anochecer montaba
su caballo y se enfilaba rumbo al cerro.
Después de una hora, a paso
tranquilo de la bestia, llegaba a las faldas del monte. Amarraba al animal al
tronco de un árbol y comenzaba en silencio su camino. Buscaba aquí y allá un
conejo adormilado, pero no encontraba nada, sólo uno que otro tlacuache, que no
le interesaban mucho. Escuchaba cerca el canto constante de los grillos, y las
luciérnagas en ocasiones iluminaban sus pasos, mientras algún búho lanzaba de
vez en cuando su cortado parloteo. Y luego de varias horas, cuando el frío se
volvía insoportable, regresaba a casa… sin nada en las manos.
Pero el retorno al hogar con las
manos vacías era algo nuevo. Meses atrás, de las ancas del caballo siempre
colgaba más de un par de conejos. Ricos y suculentos conejos que eran
preparados en pipían con chayotes o en chile rojo con papas.
Ahora, las cosas eran diferentes.
Una semana después de ver al coyote
saltar su cerca, se encaminó nuevamente al cerro. Amarró su caballo en el mismo
árbol de siempre y se internó en el
monte, y entonces el caballo empezó a relinchar. Sus patas se movían de un lado
a otro, intentado soltarse. Juan regresó para calmarlo. Giró y vio tras de sí,
como a cuatro metros, un coyote parado en sus cuatro patas observándolo. Juan
tomó su rifle y apuntó. El coyote no se movió. Juan trató de fijar la mira,
pero su mano comenzó a temblar. Disparó, el coyote huyó.
Esa noche sólo estuvo un par de
horas en el monte. Cada sonido lo hacía buscar entre los matorrales al coyote.
Regresó a casa, sólo que ahora apresurando el paso de su caballo. Llegó al
corral y amarró a la bestia. Abrió la frágil puerta de madera que separaba su
casa del resto del llano. Apresuró el paso frente al pequeño corral de las
gallinas. Atravesó el breve patio que su esposa había llenado de flores y
empujó la puerta que llevaba al único cuarto. Sólo que esta vez no se desnudó.
Se dirigió a la ventana, corrió ligeramente
la cortina de enormes flores rojas y vio nuevamente la silueta del
coyote saltar la cerca.
A partir de entonces su presencia
fue constante. En cada viaje al cerro, aquel animal lo acompañaba, lo seguía a
casa y sólo regresaba a su propio hogar cuando veía a Juan adentrarse en su morada.
Las visitas al monte se hicieron más
distantes. Juan ya no estaba tranquilo entre el manto negro de la noche y la
espesura del bosque, sabía que muy cerca lo espiaba el coyote. A veces
escondido tras los árboles, otras acurrucado entre las rocas y unas más a plena
vista en alguna ladera cobijada por la Luna.
Le tenía miedo… Juan le tenía miedo.
Sabía por amigos que los coyotes eran animales traicioneros que gustaban de
jugarles bromas a los cazadores. Así, cuando lo sentía más próximo,
inmediatamente montaba su caballo y se marchaba al pueblo. Mas una noche cuando apenas salía del monte,
el coyote lo alcanzó y siguió el trote del caballo. Por unos minutos marchó a
su lado, como un perro que acompaña a su amo durante la cacería. Juan jaló las
riendas para que el corcel aumentara el paso. Entonces el coyote comenzó a
zigzaguear y a meterse entre las patas
del animal. Juan estuvo a punto de caer al camino de tierra, pero el caballo
logró mantener el equilibrio y apresuró el paso. El coyote corrió velozmente
tras de ellos. Juan comenzó a sudar y sus manos a temblar. Con rapidez cruzó el
puente y dejó tras de sí ese grupo de árboles que crecía a la orilla del río.
Atravesó el llano, con un pie abrió la puerta de madera y entró hasta el patio
de su casa con todo y corcel. De un salto tocó el piso y llegó rápidamente a la
habitación. Se asomó por la ventana y vio al coyote sentado a un costado de la
cerca viéndolo fijamente. Juan no durmió esa noche y el coyote se alejó hasta
que los primeros rayos del sol iluminaron el campo.
Después
de esa noche, Juan juró jamás regresar al monte. Dos días después lo despertó
el ruido del gallinero. Las aves parecían alteradas. Se vistió y se dirigió al
patio. Llegó hasta el corral. Lo inspeccionó por una abertura entre los
maderos… no vio nada fuera de lo normal. De pronto sintió frío. Un frío helado
que le subió desde el estómago hasta la nuca. Volteó hacía la puerta y del otro
lado vio al coyote: se fue de espalda contra el pasto. Por un momento estuvo
inmóvil viendo los desolados ojos de
aquel animal.
Corrió
al cuarto. Tomó el rifle y cortó cartucho. Salió y corrió hacía la puerta,
donde el coyote aún yacía sentado. Apuntó, el animal se incorporó, mas no huyó.
Se escuchó un disparo y Juan pudo ver cómo la bala siguió una lenta e
interminable trayectoria. La escuchó abriéndose paso entre el viento y la vio
depositarse violentamente en la cabeza de aquel animal.
El coyote cayó sobre el pasto seco: todavía respiraba.
Pero
al momento en que el cuerpo del coyote
tocó la tierra, las piernas de Juan comenzaron a desfallecer. Un fuerte dolor
le penetró el centro de la frente y sus brazos se sintieron débiles. Su cuerpo
cayó. Entonces, una veloz ráfaga de imágenes danzó frente a sus ojos. Se vio a
sí mismo siendo un niño, sentado sobre una roca mientras su madre recogía
hongos en el monte. Ella se alejó y el pequeño la perdió de vista. Bajó de la
roca y caminó en busca de su madre, pero sus pasos titubeantes lo llevaron a
una pequeña cañada. Y cuando estaba a punto de caer, un coyote lo tomó de las
ropas y lo llevó a tierra firme. Luego se vio de niño y de adolescente, y en
cada imagen los desolados ojos del coyote lo contemplaban.
El animal lanzó el último respiro y
entonces la luz de los ojos de Juan se alejó. Y su cuerpo quedó tendido bajo
los rayos de la Luna que iluminaba la casa, los corrales y las milpas de aquel
hombre cuyo destino siempre estuvo ligado al de un coyote.
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