El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

martes, 9 de diciembre de 2014

Tres mil pesos, una vaca y un costal de frijoles



Por María Celeste Vargas Martínez

Le dolían las costillas, el estómago, la cabeza y las piernas. La sangre le escurría por la nariz y la boca. Trató de incorporarse, pero la patada certera de Juan se depositó en el costado derecho de ella y un ligero crujir  le hizo saber que algunas costillas se habían roto. Gritó y el dolor  la abrazó aun más. Ella creyó llorar, pero sus ojos amoratados no lanzaron ninguna lágrima: su ojo derecho estaba completamente cerrado y con el izquierdo veía nublado. Quiso incorporarse y se sujetó de  una silla.  Su mano temblaba, al igual que sus piernas.
- La mujer debe servir a su esposo – gritó el hombre -. ¿Hasta cuándo entenderás? ¿Qué no te lo dijeron tus padres?
            Ella pretendió decir algo, abrió la boca y un par de dientes, envueltos en delgados hilos de sangre, cayeron sobre el piso de tierra. Bajó la vista y aterrada los vio: eran dos trozos amarillentos cubiertos de sangre. Tuvo miedo.
            El hombre la cogió  por el cabello: “¡Hablarás cuando yo lo diga!”, gritó él y la lanzó nuevamente al piso.
            Ella emitió un alarido que se escuchó hasta el jacal vecino. La moradora de la casa, una joven amamantando a su cuarto hijo, solamente lo apretó contra su pecho y cerró los ojos: “Por eso hay que ser obediente y siempre estar calladita”,  dijo ella muy quedo contemplando la puerta. El bebé se quejó ante el fuerte apretón de su madre. Ella, con la mirada perdida,  escuchaba los lamentos de María.
            Juan sonrió. Tomó la botella de cerveza cercana al fogón: ya no había más líquido. La botella fue a parar cerca de la puerta.  María seguía tirada sobre el piso de tierra. Él la contempló por un momento, vio sus piernas desnudas, sus muslos firmes. Le levantó la falda floreada y de faldones… le bajó los calzones. El miembro erguido. Dolor y tristeza. ¿Qué más le podía pasar?
- ¡Di mi nombre! – dijo él jadeando y su aliento a cerveza le dio en el rostro a ella.
            - ¡Juan! -  susurró María, aunque en realidad era una especie de lamento.
            - ¡Más fuerte! ¡Dime que esto te gusta, dime que te gusta! – ordenó.
Por fin, las lágrimas acudieron a sus ojos y bajaron por su piel morena y joven. Se deshizo del nudo de la garganta que le impedía hablar y  con una mueca en el rostro dolido señaló: “¡Esto me gusta, Juan… Esto me gusta!”. El hombre ni siquiera escuchó su voz, sus jadeos cubrieron el llanto de ella, mientras con la vista borrosa contemplaba el techo de madera y paja.  “¡No debí pensarlo tanto!”, se dijo mientras estaba sobre la tierra suelta, llena de cenizas del fogón, residuos de comida y excremento de gallina.
            Minutos después Juan se incorporó, arregló su pantalón sucio de la tierra de la milpa, tomó el jarro donde María guardaba el dinero de sus ventas en Chiapa de Corzo, observó el dinero, lo guardó en la bolsa del pantalón y salió del jacal tambaleándose.  “Vuelvo al rato, ten la comida lista y ya no quiero más tonterías… siempre buscas los golpes, porque simplemente no haces lo que te digo y ya… Si ordeno: ¡Dame el dinero!... Me lo tienes que dar y ya”, señaló sin voltear a verla. María cerró los ojos. Desde hacía un par de meses había decido guardar un poco del dinero de las ventas, pensaba alejarse de ese hombre, estaba harta de él… Quería irse, desaparecer para siempre. Pero los días pasaron. “¡No debí pensarlo tanto!”, se repitió muy quedo.
Sentía los ojos  pesados y su cuerpo ligero, tan ligero que creyó poder correr en el campo como lo hacía antes. Tenía sueño, mucho sueño y su cuerpo era liviano… si el viento se colara por la puerta seguramente se la llevaría. Sí,  deseaba eso, deseaba sentir al viento entrando, levantando su cuerpo y la llevándosela lejos, muy lejos. Más allá de los cerros, de los pueblos,  más allá de cualquier lugar conocido por sus pies… su hermana vivía en el Estado de México, si el viento le hacía el favor, podía llevarla hasta ahí. No sabía dónde estaba exactamente el Estado de México, pero su hermana le había dicho: “Lejos de aquí”.
Sueño.
Parecía como si algo corriera dentro en su pecho. Sintió ahogarse.
Miedo.
Desesperación.
 Su único ojo abierto se cerró lentamente. Comenzó a soñar.
El sol era intenso, como siempre lo era en la sierra de Chiapas. A veces le llegaba un olor a humedad que venía con la lluvia de los últimos días, de repente le llegaba un olor a comida. En algún lugar las aves cantaban y, más allá, algunos niños gritaban en el río.
Tuvo sueño.
            Tres niñas correteaban a las gallinas entre el sembradío de cacao. Su madre les había pedido no demorar, pero a ellas les gustaba jugar. Para eso eran niñas, era normal correr y olvidarse de las gallinas. No siempre podían jugar, a veces eran tantas las labores que los juegos y las risas quedaban a un lado, pero ahora tenían un poco de tiempo. En la escuela suspendieron las clases, el último viernes de cada mes la escuela era cerrada. Los maestros iban a cursos y los niños que asistían a la escuela se quedaban en casa, lo que significaba ayudar a sus padres.
            -  Jacinta, dile a María que mejor vamos a despanzurrar renacuajos  - aclaró Dominga.
Las tres hermanas se perdieron entre las charcas, negras de renacuajos de apenas un centímetro.  María  cogió una rama y se hizo de un par de ellos: les abrió las entrañas y sólo encontró lodo.  Más aburridas que al principio,  se encaminaron a la casa donde las esperaban el fogón caliente, café y frijoles de la  olla. Comían todos juntos en esa diminuta mesa: su padre en la cabecera; su madre, sentada sobre un bote de plástico y sosteniendo el plato con la mano; Jacinta y Dominga, sus hermanas menores, sobre tabiques acomodados de tal manera que pudieran alcanzar la  mesa;  Odilón, Carlos y Mochito apretujados en la vieja banca y María junto a su madre.  
Al caer la noche, la familia se acomodaba en las camas, destartaladas y despistadas. La noche llegaba, el silencio del campo, los sonidos de los animales, los gritos del viento, hasta se podía escuchar el constante parloteo de las estrellas. Muchas noches la niña creyó escucharlas cantar, hacían un ligero repicar y la arrullaban.
            María quiso respirar y entonces el aire no pudo entrar en sus pulmones y un coágulo bajó por su garganta. 
            Cansancio.
            Sueño y los recuerdos creciendo.
-   Que sean diez mil – escuchó decir a su padre cuando regresó del pozo cargando un par de cubetas.
-   No tengo ese dinero  - alguien dijo.
La niña estaba tratando de reconocer la voz… recordando dónde la había escuchado.  
            -   Es lo menos que puedes hacer, la niña nos dijo lo que le hiciste  – aclaró su madre. 
María se quedó helada, sabía de qué hablaban y supo de quién era la voz. Dejó las cubetas y se asomó discretamente por la ventana. En medio del jacal estaba su padre, con los ojos enrojecidos  y los labios húmedos, a un lado su madre y frente a ellos Gilberto. Se escondió tras las macetas: ¿Qué hacía ese hombre ahí? Quizá no debió hablar con sus padres. No, ahora lo pensaba bien, no debió decirles lo que Gilberto,  el hijo de doña Santa y con dieciocho años de vida, le hizo allá por el pozo, atrás de las granjas. No debió decirles, pero le dolía tanto entre las piernas  y sangraba… ¿Qué podía hacer ella?
-           Sí, lo único que te queda es casarte con ella – afirmó su padre.
María se llevó la mano a la boca, tenía once años  y no quería casarse, ni siquiera le gustaba Gilberto, es más: le tenía miedo.
            -   Pero no tengo el dinero – aclaró el joven. Sólo tengo tres mil, no más.
Silencio.
La niña empezó a temblar. Sabía lo que pasaba con esas conversaciones.
            -   ¡Tienes una  vaca! – afirmó el padre de María.
            -    Sí, pero esa me la dejó encargada mi papá antes de irse para la capital, dijo que luego regresaba por ella – aseguró el joven moreno, de cabello revuelto y dientes separados.
-    Ni modo, eso debiste pensar antes de hacer tus cosas. Si pensabas hacer algo así, debiste pensar en que no tenías dinero… Ahora, sólo podemos hacer un trato… Tú te metiste con la niña, no queda de otra… Ella nos dijo que la  agarraste allá en las granjas y que le hiciste tus cosas, ella no quería, gritó, pero no había nadie….  – dijo indiferente el padre de María. Ahora te casas o te casas.
            -   Hacemos trato si me das los tres mil pesos y la  vaca – señaló firme  el padre.
            -    ¡Y un saco de frijoles! – agregó la mujer.
Nuevamente silencio.   Gilberto pensaba en el dinero y en la vaca,  con el saco de frijoles no había problema, tenía un par en su choza, pero el dinero… la vaca no era de él y, ¿si su padre volvía y se la pedía? Tal vez él entendería.
Las botellas de cerveza chocaron,  las risas y celebraciones llegaron: el trato estaba hecho.
- ¡Yo no me quiero casar! – gritó la niña llorando.
- Tienes que hacerlo, ya dimos nuestra palabra… Mañana vendrá Gilberto con todo y te irás con él – dijo su padre totalmente ebrio mientras la sujetaba por el brazo.
- Pero yo no… ¡Mejor no les hubiera dicho nada!
- Si no era con él, era con otro, ya estás en edad de casarte y además después de lo que él te hizo, ningún hombre te iba querer… Así que recoge tus cosas y agradece que él aceptó…  Y acuérdate que debes ser buena mujer con él y debes hacer todo lo que te diga – finalizó la charla con su madre.
Muy temprano, cuando aún sus hermanos dormían  abrazados unos de otros, apareció Gilberto por la ladera. Llevaba esa vaca flaca y hambrienta y sobre ella un costal de frijoles. María le tenía miedo desde ese día en que la tiró cerca de las piedras, le abrió las piernas y se subió en ella. El animal, el costal y el dinero cambiaron de manos: sus padres sonrieron. Ellos parecían contentos cuando Gilberto se la llevó, jalándola de la mano y no haciendo caso de sus gritos y llanto: “¡Te comportas como una niñita!”, gritó Gilberto dándole un jalón. ¿Acaso no era una niña? Sólo tenía once años, claro que era una niña. Aunque Elena, su compañera de escuela, se había casado un mes atrás, y a Minerva la habían vendido sus padres a un matrimonio que necesitaba alguien para hacerles el aseo allá en la capital y Claudia se había casado con su primo, quién  le hizo lo mismo que Gilberto a ella… María no deseaba irse con él.
En el camino al jacal de Gilberto, vio a Otilia lavando la ropa fuera de su casa, se fijó en su vientre abultado  y en los dos niños llorando, prendidos de su falda. Otilia la contempló seria, hizo una mueca y bajó la vista. Quería decirle algo, mas las palabras no acudieron a sus labios. Otilia, convertida en mujer a sus quince años, se llevó la mano al vientre y siguió lavando.
-          Si te portas bien, te daré permiso de que bajes al pueblo a vender servilletas… o puedes hacer algunos collares y ofrecerlos a los turistas, ellos siempre traen dinero  - dijo Gilberto.
El camino, con olor a humedad y hierba fresca, se le hizo largo. A lo lejos, todavía se podía ver su casa y el pozo de donde toda la gente del pueblo tomaba agua y allá abajo, tras los cerros, estaba Chiapa de Corzo y más allá Tuxtla Gutiérrez. 
-  Es mejor así – le dijo  un mes después, la  joven mujer que vivía sobre la carretera, muy cerca del jacal de Gilberto.  Qué tal si tus padres te hubieran ofrecido a alguien  de la capital…  ellos sólo quieren a las niñas como tú para entretenerse con ellas, he oído que se las ofrecen a hombres,  o  muchos se las llevan para hacer quiaser todo el día.
-  Yo no lo quiero  – afirmó María.
- Y, ¿crees que yo  sí a mi esposo?... Es rara la que conoce al hombre con el que se casa y más rara la que lo quiere… Así es la vida de uno, ¡puras tristezas y nada más! – aseguró aquella.
La  mujer le curó una herida en el brazo la primera semana, luego un ardor en medio de las piernas, le siguió un moretón en la pierna y meses después la cabeza rota y la cadera dolida.  El llanto ya no le servía de nada, sólo  aumentaba la ira de Gilberto y, por lo tanto, sus golpes.
 Golpes, insultos y llanto se habían acumulado en esos dos años. Lavar la ropa, barrer el jacal, hacer de comer, ir a Chiapa de Corzo a vender servilletas, collares o cualquier prenda bordada por ella.
María quiso abrir los ojos, mas éstos se resistieron. Quiso dejar de pensar en el pasado, de ver esas imágenes danzando frente a sus ojos… quiso ya no recordar.  Trató de gritar y sus labios no se abrieron. Tirada sobre el piso, sintiendo su cuerpo tan ligero y envuelta en un sueño pesado, María  pensaba que a eso a lo cual  su gente,  los de la capital, los turistas y todos llamaban usos y costumbres al vender una niña al hombre que la violó,  para ella sólo significaba  tristeza. Pero, quizá, en la vida de una niña indígena, como ella, podía haber algo más que llanto y dolor. Los tres mil pesos se los gastó su padre en la cantina, la vaca la vendió para seguir bebiendo y los frijoles alimentaron dos meses a la familia.  Al final, el dinero de la dote o la venta o la costumbre de recibir dinero a cambio de la entrega de una hija, no sirvió para mucho y sí marcó la vida de María durante dos años.
Una fuerte ráfaga se coló por la ventana y le dio en el rostro a  la niña. Ella la sintió rozar su mejilla dolida y entre sueños sonrió. Entonces sintió el cuerpo más ligero y el viento, lanzando un fuerte grito, se llevó a María, convertida en mujer, lejos, mucho más allá de los cerros, mucho más allá de Chiapa de Corzo,  de Tuxtla Gutiérrez y del Estado de México. 



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