Por
María Celeste Vargas Martínez
Le
dolían las costillas, el estómago, la cabeza y las piernas. La sangre le
escurría por la nariz y la boca. Trató de incorporarse, pero la patada certera
de Juan se depositó en el costado derecho de ella y un ligero crujir le hizo saber que algunas costillas se habían
roto. Gritó y el dolor la abrazó aun
más. Ella creyó llorar, pero sus ojos amoratados no lanzaron ninguna lágrima:
su ojo derecho estaba completamente cerrado y con el izquierdo veía nublado.
Quiso incorporarse y se sujetó de una
silla. Su mano temblaba, al igual que
sus piernas.
-
La mujer debe servir a su esposo – gritó el hombre -. ¿Hasta cuándo entenderás?
¿Qué no te lo dijeron tus padres?
Ella
pretendió decir algo, abrió la boca y un par de dientes, envueltos en delgados
hilos de sangre, cayeron sobre el piso de tierra. Bajó la vista y aterrada los
vio: eran dos trozos amarillentos cubiertos de sangre. Tuvo miedo.
El
hombre la cogió por el cabello:
“¡Hablarás cuando yo lo diga!”, gritó él y la lanzó nuevamente al piso.
Ella emitió un alarido que se
escuchó hasta el jacal vecino. La moradora de la casa, una joven amamantando a
su cuarto hijo, solamente lo apretó contra su pecho y cerró los ojos: “Por eso
hay que ser obediente y siempre estar calladita”, dijo ella muy quedo contemplando la puerta.
El bebé se quejó ante el fuerte apretón de su madre. Ella, con la mirada
perdida, escuchaba los lamentos de
María.
Juan sonrió. Tomó la botella de
cerveza cercana al fogón: ya no había más líquido. La botella fue a parar cerca
de la puerta. María seguía tirada sobre
el piso de tierra. Él la contempló por un momento, vio sus piernas desnudas,
sus muslos firmes. Le levantó la falda floreada y de faldones… le bajó los
calzones. El miembro erguido. Dolor y tristeza. ¿Qué más le podía pasar?
-
¡Di mi nombre! – dijo él jadeando y su aliento a cerveza le dio en el rostro a
ella.
- ¡Juan! - susurró María, aunque en realidad era una
especie de lamento.
- ¡Más fuerte! ¡Dime que esto te
gusta, dime que te gusta! – ordenó.
Por
fin, las lágrimas acudieron a sus ojos y bajaron por su piel morena y joven. Se
deshizo del nudo de la garganta que le impedía hablar y con una mueca en el rostro dolido señaló:
“¡Esto me gusta, Juan… Esto me gusta!”. El hombre ni siquiera escuchó su voz,
sus jadeos cubrieron el llanto de ella, mientras con la vista borrosa
contemplaba el techo de madera y paja.
“¡No debí pensarlo tanto!”, se dijo mientras estaba sobre la tierra
suelta, llena de cenizas del fogón, residuos de comida y excremento de gallina.
Minutos después Juan se incorporó,
arregló su pantalón sucio de la tierra de la milpa, tomó el jarro donde María
guardaba el dinero de sus ventas en Chiapa de Corzo, observó el dinero, lo
guardó en la bolsa del pantalón y salió del jacal tambaleándose. “Vuelvo al rato, ten la comida lista y ya no
quiero más tonterías… siempre buscas los golpes, porque simplemente no haces lo
que te digo y ya… Si ordeno: ¡Dame el dinero!... Me lo tienes que dar y ya”,
señaló sin voltear a verla. María cerró los ojos. Desde hacía un par de meses
había decido guardar un poco del dinero de las ventas, pensaba alejarse de ese
hombre, estaba harta de él… Quería irse, desaparecer para siempre. Pero los
días pasaron. “¡No debí pensarlo tanto!”, se repitió muy quedo.
Sentía
los ojos pesados y su cuerpo ligero, tan
ligero que creyó poder correr en el campo como lo hacía antes. Tenía sueño,
mucho sueño y su cuerpo era liviano… si el viento se colara por la puerta
seguramente se la llevaría. Sí, deseaba
eso, deseaba sentir al viento entrando, levantando su cuerpo y la llevándosela
lejos, muy lejos. Más allá de los cerros, de los pueblos, más allá de cualquier lugar conocido por sus
pies… su hermana vivía en el Estado de México, si el viento le hacía el favor,
podía llevarla hasta ahí. No sabía dónde estaba exactamente el Estado de
México, pero su hermana le había dicho: “Lejos de aquí”.
Sueño.
Parecía
como si algo corriera dentro en su pecho. Sintió ahogarse.
Miedo.
Desesperación.
Su único ojo abierto se cerró lentamente.
Comenzó a soñar.
El
sol era intenso, como siempre lo era en la sierra de Chiapas. A veces le
llegaba un olor a humedad que venía con la lluvia de los últimos días, de
repente le llegaba un olor a comida. En algún lugar las aves cantaban y, más
allá, algunos niños gritaban en el río.
Tuvo
sueño.
Tres
niñas correteaban a las gallinas entre el sembradío de cacao. Su madre les
había pedido no demorar, pero a ellas les gustaba jugar. Para eso eran niñas,
era normal correr y olvidarse de las gallinas. No siempre podían jugar, a veces
eran tantas las labores que los juegos y las risas quedaban a un lado, pero
ahora tenían un poco de tiempo. En la escuela suspendieron las clases, el
último viernes de cada mes la escuela era cerrada. Los maestros iban a cursos y
los niños que asistían a la escuela se quedaban en casa, lo que significaba
ayudar a sus padres.
-
Jacinta, dile a María que mejor vamos a despanzurrar renacuajos - aclaró Dominga.
Las
tres hermanas se perdieron entre las charcas, negras de renacuajos de apenas un
centímetro. María cogió una rama y se hizo de un par de ellos:
les abrió las entrañas y sólo encontró lodo.
Más aburridas que al principio,
se encaminaron a la casa donde las esperaban el fogón caliente, café y
frijoles de la olla. Comían todos juntos
en esa diminuta mesa: su padre en la cabecera; su madre, sentada sobre un bote
de plástico y sosteniendo el plato con la mano; Jacinta y Dominga, sus hermanas
menores, sobre tabiques acomodados de tal manera que pudieran alcanzar la mesa;
Odilón, Carlos y Mochito apretujados en la vieja banca y María junto a
su madre.
Al
caer la noche, la familia se acomodaba en las camas, destartaladas y
despistadas. La noche llegaba, el silencio del campo, los sonidos de los
animales, los gritos del viento, hasta se podía escuchar el constante parloteo
de las estrellas. Muchas noches la niña creyó escucharlas cantar, hacían un
ligero repicar y la arrullaban.
María quiso respirar y entonces el
aire no pudo entrar en sus pulmones y un coágulo bajó por su garganta.
Cansancio.
Sueño y los recuerdos creciendo.
- Que
sean diez mil – escuchó decir a su padre cuando regresó del pozo cargando un
par de cubetas.
- No tengo ese dinero - alguien dijo.
La
niña estaba tratando de reconocer la voz… recordando dónde la había
escuchado.
-
Es lo menos que puedes hacer, la niña nos dijo lo que le hiciste – aclaró su madre.
María
se quedó helada, sabía de qué hablaban y supo de quién era la voz. Dejó las
cubetas y se asomó discretamente por la ventana. En medio del jacal estaba su
padre, con los ojos enrojecidos y los
labios húmedos, a un lado su madre y frente a ellos Gilberto. Se escondió tras
las macetas: ¿Qué hacía ese hombre ahí? Quizá no debió hablar con sus padres.
No, ahora lo pensaba bien, no debió decirles lo que Gilberto, el hijo de doña Santa y con dieciocho años de
vida, le hizo allá por el pozo, atrás de las granjas. No debió decirles, pero
le dolía tanto entre las piernas y
sangraba… ¿Qué podía hacer ella?
-
Sí,
lo único que te queda es casarte con ella – afirmó su padre.
María
se llevó la mano a la boca, tenía once años
y no quería casarse, ni siquiera le gustaba Gilberto, es más: le tenía
miedo.
-
Pero no tengo el dinero – aclaró el joven. Sólo tengo tres mil, no más.
Silencio.
La
niña empezó a temblar. Sabía lo que pasaba con esas conversaciones.
-
¡Tienes una vaca! – afirmó el
padre de María.
-
Sí, pero esa me la dejó encargada mi papá antes de irse para la capital,
dijo que luego regresaba por ella – aseguró el joven moreno, de cabello
revuelto y dientes separados.
- Ni modo, eso debiste pensar antes de hacer
tus cosas. Si pensabas hacer algo así, debiste pensar en que no tenías dinero…
Ahora, sólo podemos hacer un trato… Tú te metiste con la niña, no queda de
otra… Ella nos dijo que la agarraste
allá en las granjas y que le hiciste tus cosas, ella no quería, gritó, pero no
había nadie…. – dijo indiferente el
padre de María. Ahora te casas o te casas.
-
Hacemos trato si me das los tres
mil pesos y la vaca – señaló firme el padre.
-
¡Y un saco de frijoles! – agregó
la mujer.
Nuevamente
silencio. Gilberto pensaba en el dinero
y en la vaca, con el saco de frijoles no
había problema, tenía un par en su choza, pero el dinero… la vaca no era de él
y, ¿si su padre volvía y se la pedía? Tal vez él entendería.
Las
botellas de cerveza chocaron, las risas
y celebraciones llegaron: el trato estaba hecho.
- ¡Yo no
me quiero casar! – gritó la niña llorando.
- Tienes
que hacerlo, ya dimos nuestra palabra… Mañana vendrá Gilberto con todo y te
irás con él – dijo su padre totalmente ebrio mientras la sujetaba por el brazo.
- Pero
yo no… ¡Mejor no les hubiera dicho nada!
- Si no
era con él, era con otro, ya estás en edad de casarte y además después de lo
que él te hizo, ningún hombre te iba querer… Así que recoge tus cosas y
agradece que él aceptó… Y acuérdate que
debes ser buena mujer con él y debes hacer todo lo que te diga – finalizó la
charla con su madre.
Muy
temprano, cuando aún sus hermanos dormían
abrazados unos de otros, apareció Gilberto por la ladera. Llevaba esa
vaca flaca y hambrienta y sobre ella un costal de frijoles. María le tenía
miedo desde ese día en que la tiró cerca de las piedras, le abrió las piernas y
se subió en ella. El animal, el costal y el dinero cambiaron de manos: sus
padres sonrieron. Ellos parecían contentos cuando Gilberto se la llevó,
jalándola de la mano y no haciendo caso de sus gritos y llanto: “¡Te comportas
como una niñita!”, gritó Gilberto dándole un jalón. ¿Acaso no era una niña?
Sólo tenía once años, claro que era una niña. Aunque Elena, su compañera de
escuela, se había casado un mes atrás, y a Minerva la habían vendido sus padres
a un matrimonio que necesitaba alguien para hacerles el aseo allá en la capital
y Claudia se había casado con su primo, quién
le hizo lo mismo que Gilberto a ella… María no deseaba irse con él.
En el
camino al jacal de Gilberto, vio a Otilia lavando la ropa fuera de su casa, se
fijó en su vientre abultado y en los dos
niños llorando, prendidos de su falda. Otilia la contempló seria, hizo una
mueca y bajó la vista. Quería decirle algo, mas las palabras no acudieron a sus
labios. Otilia, convertida en mujer a sus quince años, se llevó la mano al
vientre y siguió lavando.
-
Si te portas bien, te daré permiso de que bajes
al pueblo a vender servilletas… o puedes hacer algunos collares y ofrecerlos a
los turistas, ellos siempre traen dinero
- dijo Gilberto.
El
camino, con olor a humedad y hierba fresca, se le hizo largo. A lo lejos,
todavía se podía ver su casa y el pozo de donde toda la gente del pueblo tomaba
agua y allá abajo, tras los cerros, estaba Chiapa de Corzo y más allá Tuxtla
Gutiérrez.
- Es mejor así – le dijo un mes después, la joven mujer que vivía sobre la carretera, muy
cerca del jacal de Gilberto. Qué tal si
tus padres te hubieran ofrecido a alguien
de la capital… ellos sólo quieren
a las niñas como tú para entretenerse con ellas, he oído que se las ofrecen a
hombres, o muchos se las llevan para hacer quiaser todo
el día.
- Yo no lo quiero – afirmó María.
- Y,
¿crees que yo sí a mi esposo?... Es rara
la que conoce al hombre con el que se casa y más rara la que lo quiere… Así es
la vida de uno, ¡puras tristezas y nada más! – aseguró aquella.
La mujer le curó una herida en el brazo la
primera semana, luego un ardor en medio de las piernas, le siguió un moretón en
la pierna y meses después la cabeza rota y la cadera dolida. El llanto ya no le servía de nada, sólo aumentaba la ira de Gilberto y, por lo tanto,
sus golpes.
Golpes, insultos y llanto se habían acumulado
en esos dos años. Lavar la ropa, barrer el jacal, hacer de comer, ir a Chiapa
de Corzo a vender servilletas, collares o cualquier prenda bordada por ella.
María quiso
abrir los ojos, mas éstos se resistieron. Quiso dejar de pensar en el pasado,
de ver esas imágenes danzando frente a sus ojos… quiso ya no recordar. Trató de gritar y sus labios no se abrieron.
Tirada sobre el piso, sintiendo su cuerpo tan ligero y envuelta en un sueño
pesado, María pensaba que a eso a lo
cual su gente, los de la capital, los turistas y todos
llamaban usos y costumbres al vender
una niña al hombre que la violó, para
ella sólo significaba tristeza. Pero, quizá,
en la vida de una niña indígena, como ella, podía haber algo más que llanto y
dolor. Los tres mil pesos se los gastó su padre en la cantina, la vaca la
vendió para seguir bebiendo y los frijoles alimentaron dos meses a la familia. Al final, el dinero de la dote o la venta o la
costumbre de recibir dinero a cambio de la entrega de una hija, no sirvió para
mucho y sí marcó la vida de María durante dos años.
Una
fuerte ráfaga se coló por la ventana y le dio en el rostro a la niña. Ella la sintió rozar su mejilla
dolida y entre sueños sonrió. Entonces sintió el cuerpo más ligero y el viento,
lanzando un fuerte grito, se llevó a María, convertida en mujer, lejos, mucho
más allá de los cerros, mucho más allá de Chiapa de Corzo, de Tuxtla Gutiérrez y del Estado de México.
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