Por María
Celeste Vargas Martínez
Puedo sentir su miedo. Su mano tiembla al aprisionar la mía. Está fría, al igual que
yo. A lo lejos se pueden ver las
insistentes luces de la ciudad. Minutos atrás las pensaba como luciérnagas
nacidas de la noche, ahora… son sólo luces.
El
camino está vacío, los últimos autos
pasaron hace más de una hora.
Respiro.
Tiemblo.
La
cuerda no soportará mucho.
Su
mano sigue apretando la mía.
Bajo
la vista y me encuentro con los ojos
inciertos de ella. Suplica sin lanzar ninguna palabra. Su cuerpo se balancea y
su mano libre se sostiene fuertemente de la soga. Tiene miedo, puedo verlo en
sus ojos. Ya no tiene la mirada
profunda, ahora la melancolía la ha cobijado.
Poco
a poco me deshago de sus dedos.
-
¡No,
por favor! – suplica.
Su mirada tiembla.
-
¡Tenía
que hacerlo! ¡No tenía opción! – musita y baja la vista.
-
Pudiste
elegir – aclaro.
-
No
era tan fácil – señala.
Me deshago de su mano. Un
grito, llanto y ella se sostiene fuertemente de la soga que aprisiona su
cintura. Su cuerpo se balancea aún más.
Mi mano hurga en la bolsa de la chamarra, siento el frío metal. Un ligero
chasquido hace a la hoja de esa recién comprada navaja brillar ante la luz de
la luna, inmensa cubriendo la ciudad. Ella levanta la vista y mueve la cabeza.
-
Todas
las noches tengo pesadillas… A veces te recuerdo a ti… a veces a otras… cierro
los ojos y las veo… me atormentan – grita ella.
Silencio.
Suspiro.
-
Todas
las noches despierto empapada de sudor… y me duelen las manos… las nalgas
y mi estómago se revuelve y arrojo todo sobre el piso. Mi cuerpo
tiembla, siento como si miles de hormigas se adueñarán de él y me recorren,
desespero... quisiera arrancarme la piel de un tirón para que esa sensación muera…
pero no es tan fácil… Ni siquiera he podido estar con un hombre… ¿Sabes lo que
eso significa? – pregunto muy quedo.
En ese momento tengo la
misma sensación: como si algo devorara mi cuerpo. Aprieto los dientes y desearía
gritar, en verdad, desearía lanzar un grito potente que atraviese el ancho río,
recorra los campos y se estrelle contras los edificios, pero he gritado tanto…
muchas veces en silencio.
Coloco la navaja cerca de
la soga. Mis manos sienten el frío metal de ese puente construido hace más de cinco décadas. De niña, mi abuelo
me hablaba de él, había trabajado como herrero. Dos años les llevó levantarlo,
después de una serie de accidentes donde fallecieron veinte trabajadores, el
Puente de Fierro – como se le conoció – unió el Sur de la ciudad con el Estado de México.
Mis dientes, dolidos, producen un chasquido. Cierro los ojos: una vecindad vieja, estrechas
habitaciones con olor a humedad, risas, alcohol, humo… golpes y dolor.
- La vida me ha cobrado todo: se llevó a mi madre y ni
siquiera puede ir al entierro; mis hijas se perdieron… una se casó con un narco
y otra se fue al otro lado… al menos eso creo; y él… él murió en prisión – afirma ella.
“Él”, todavía recuerdo su
risa. Reía burlonamente siempre, dejando
ver sus dientes amarillentos por el cigarro.
Reía cuando nos golpeaba, cuando llevaba a los clientes a los cuartos,
cuando se subía sobre nosotras y nos
ladraba cochinadas al oído mientras hacía “las cosas que un hombre le debe
hacer a una mujer”, siempre decía eso,
pero nosotros no éramos mujeres.
-
¿Cómo murió? – pregunto.
Ella guarda silencio: la
observo. Es delgada, quedaron a un lado sus piernas torneadas y sus anchas
caderas. Su cabello largo y brillante
ahora llega debajo de la oreja y parece una maraña de raíces y mechas. Su rostro redondo ya es esquelético, de ojos hundidos y pómulos
elevados. Hasta sus amplios senos han desparecido.
Silencio.
-
¿Cómo
murió? – vuelvo a interrogar.
Levanta la vista: “En la
cárcel no quieren mucho a la gente como él… Cuando entró se enteraron de lo que había hecho y… la tercera noche un
grupo lo violó… fue así cada noche durante cuatro meses… un día lo picaron y se
infectó la herida, estuvo un mes en enfermería, tiempo en el que descansó de
los otros presos, pero cuando se recuperó, la cosas volvieron a ser como antes
o peor… no soportó y se ahorcó en su celda”.
Sonreí y entonces algo en
mi cambió. Fue como si durante veinte años hubiera cargando con un muerto muy
pesado, de pronto desprende sus largos
brazos de mi espalada fatigada y desciende… se aleja. Me sentí más liviana y mi
pecho pudo respirar con mayor facilidad.
Sonrío. Sonrío por sentirme más ligera y por el destino de él: lo
imagino pendiendo de una sábana o de su camisa manchada,
en una estrecha celda, tan pequeña como las habitaciones donde nos
tenían.
- ¡Lo merecía! – dije.
Ella se traga el llanto.
Él le duele. ¿Cómo puede dolerle la muerte de alguien como él?
-
¡Ya
no eres lo que eras! ¡Mírate nada más!
Mi vista se nubla y la veo
a ella con botas altas y ropa ajustada gritándonos: “¡Será mejor que se porten
bien, porque si no nos desquitaremos con alguien de su familia!”. Liset llora, lo
mismo Miriam, Macarena, Liliana y
Sandra… yo ya no puedo hacerlo. Esa noche
ella me amarró de las manos y los pies mientras un hombre hacía lo que quería
conmigo. Horas antes, me había encadenado cerca del lavadero, a un costado de
la jaula de los perros: me desnudó, impregnó mi cuerpo con excremento de los
animales, me dejó todo el día en el sol y al anochecer me bañó con agua fría. Y
todo por tratar de escapar.
- La vida ha sido difícil…
- ¿Por qué dices que no tenías opción?
- Debía obedecerlo… De no hacerlo se desquitaba con
mis hijas, tú sabes lo que él podía hacer…
- ¡Éramos unas niñas! Cuando nos llevaron éramos
niñas… quizá teníamos la edad de tus hijas, ¿no pensabas en ellas cada noche
cuando escuchabas nuestros gritos? … ¡Éramos unas niñas!... Y el tiempo pasó
tan rápido… ¡Diez años nos tuvieron ahí!... La policía estaba con ustedes,
¿verdad?
Ella sólo mueve la cabeza.
- Por esos nuestras familias no pudieron encontrarnos.
Mis tíos dijeron que mi madre me buscó, me buscó mucho… Me buscó en la capital,
en el estado, en Querétaro, en Puebla, en Tlaxcala… hasta en otros países…
gastó mucho dinero buscándome por todas partes y yo encerrada en esa vieja vecindad
de la capital… Así durante diez años,
pero dejamos de ser niñas y entonces nos ofrecieron como otra mercancía…
- Ya no me digas más, no quiero recordar.
- Yo lo recuerdo cada noche, cada instante… Diez años
ahí, nuestras familias buscándonos y la policía con ustedes. Siempre he tenido
una duda, ¿nos secuestraban al azar o lo
planeaban?
Una fuerte ráfaga mueve la
soga, como si el viento quisiera saber también la forma de actuar de esa banda.
- ¿Cómo lo hacían? – vuelvo a preguntar.
- No sé, yo sólo me encargaba de cuidarlas. Un día
escuché a Lauro decir que salía a manejar a las colonias pobres y si veía a alguien
bonita la subía al carro.
- ¡Yo iba a la tienda! – me dije a mi misma como si
recordara ese día.
Tomé la navaja y me puse a
cortar la soga. Ella bajó la vista: “El médico me da sólo un par de meses, el
cáncer ha invadido mi cuerpo… empezó en un seno”, dijo ella muy quedo. Sólo
entonces me di cuenta: no tenía el seno izquierdo. Levanté la vista y me sentí
más liviana. Recordé ese día cuando la había visto por casualidad, pedía
limosna frente a una iglesia, la
reconocí inmediatamente. La seguí. Durante dos meses planeé todo esto.
Suspiré.
Levanté la vista y vi la
luna.
Era momento de terminar
con todo. Pasé diez años secuestrada, con más de veinte niñas. Cada noche los hombres pagaban por violarnos. Cada día
recibimos los más terribles castigos por parte de Elsa y Lauro. Nos rescató la
Fuerza Antisecuestros cuando un hombre fue detenido por vender droga, para desgracia de él, y
fortuna nuestra, se topó con policías comprometidos. Él les habló de nosotros y
ese día cuando llegaron a la vecindad no encontraron a nadie en el lugar, sólo a
un grupo de niñas, muertas de hambre, golpeadas y humilladas una y otra vez.
Durante diez años no pude vivir por ellos y ahora, veinte años después de ser
rescatada, aún el temor y el odio siguen limitando mi vida. ¿Esto es vivir?
Respiro y me sigo
sintiendo liviana. El viento me golpea la falda y parece susurrarme algo al oído. Sólo entonces
me doy cuenta: aquello descendiendo por mi cuerpo no fue un muerto si no el
odio. El odio que anduvo por tanto tiempo conmigo, ese odio me aprisionó, se
apoderó de mi cuerpo y me impidió ver cada día. Sí, ahora es momento de
terminar con todo.
Jalo la soga y la subo.
Ella me observa extrañada. La dejo libre y sin mediar palabra camino rumbo a mi auto. Puedo oír su
llanto tras mi espalda.
Me alejo por la noche ya
no tan oscura y sólo ahora estoy dispuesta a vivir.