El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 28 de abril de 2022

No eran sombras

Por María Celeste Vargas Martínez

 

Un sonido.

Susurros.

Un hombre parecía reprender a una mujer. Llanto. Alicia dejó a un lado la pantalla de su computadora y se incorporó. Corrió la cortina y miró la calle. Comúnmente las parejas acostumbraban, ya caída la noche,  a colocarse bajo la cornisa: no había nadie. Hurgó en la puerta de la casa contigua, esperando encontrar ahí al  hombre de voz potente.

Nada.

Silencio.

Luego… nuevamente las voces.   Volteó sobresaltada, parecía que  la mujer lloraba tras de ella.  Sus ojos se sorprendieron, su piel se crispó. Nada. Pero estaba segura de haberla escuchado y sentir a alguien tras su espalda.  Apagó la computadora y salió al patio. Su casa estaba un metro arriba de la calle, se asomó a través del barandal: abajo la calle sola, el viento soplando, llevando hojas y un escuálido perro  caminando aprisa como  si aquel lugar a donde se dirigiese estuviera a punto de  cerrar sus puertas.   Permaneció un largo rato en el patio  tratando de encontrar a la pareja riñendo.

            El cielo estaba oscuro y sólo una discreta estela, dejada por algún avión, dividía el cielo en dos. Algunas estrellas titilaban en lo alto. Alicia reconoció a  Orión y Escorpión. Suspiró. Amaba la noche. Amaba la noche como nada en el mundo.   La amaba por profunda, enigmática y, sobre todo, por silenciosa. El ajetreo de la ciudad desaparecía al caer la noche; la música cesaba; los perros olvidaban ladrar y sólo la voz del viento corría calle abajo.

            Estaba triste y aunque su médico afirmaba que la depresión se había agudizado, Alicia sólo se sentía triste y no tan mal como el galeno aseguraba. Cada mañana luchaba contra las cobijas para poder abrir los ojos y cuando lo lograba, sus piernas no respondían y un dolor intenso recorría su cuerpo. Ponerse de pie era un verdadero desafío. Había asistido a un par de médicos, quienes  no lograban encontrar el mal aquejando su cuerpo. “Es depresión”, le dijo el anciano psicólogo al cual había llegado por recomendación del médico general que la atendía en el Seguro Social. Sí, lo dijo así, indiferente, ajeno… frío. Lo dijo mientras escribía en una estrecha hoja rosa el medicamento recetado. Ella  jamás entendió la escritura del médico, pero en  la farmacia le surtieron un frasco de Rivotril.  Observó el pequeño pomo de cristal oscuro y regresó al consultorio del médico.

-          Eso es lo que debes tomar – afirmó él cuando ella tocó la puerta  por tercera vez.

-          ¿No es ansiolítico? – preguntó ella.

-          ¿Quién es el médico? – respondió él.

Olvidó el frasco en algún lugar del botiquín. Seguía triste.  Era como si la tristeza  la abrazara con sus fuertes brazos y le diera a beber, de sus pechos prominentes y  vitales, el llanto que a veces se le escurría por el rostro.

Estaba triste y desempleada.  Tenía más de  dos años  sin un trabajo formal. Había enviado currículums y asistido a entrevistas sin encontrar nada.  Dos años viviendo de clases de regularización,  de ayudantías en tareas escolares,  de vender jugos y  tortas para los estudiantes frente a la puerta de su casa. Alguien le había dicho que ella no servía para nada y Alicia, como muchas otras personas, se lo había creído.

Contempló la luna, respiró profundo y entró a casa.

Por la noche,  la despertaron las voces y entonces, sobresaltada, abrió los ojos y vio una sombra de pie cerca de la ventana. Sombras. Toda su vida había visto sombras: sentadas en los sillones, caminando de una habitación a otra, bajando la escalera, atravesando el patio o simplemente sentadas junto a ella. Sombras. Había aprendido a vivir con ellas, pero jamás, al menos desde que fue consciente de su presencia, había escuchado voces. Se cubrió el rostro con la sábana y entonces vio cómo algo pasaba frente a ella. Respiró con dificultad y, decidida, encendió la luz. Entonces la estancia se iluminó, pero ya no era su recámara y ni siquiera era de noche. Frente a ella una amplia ventana y lujosos muebles color chocolate. Gritos, la puerta se abre y Alicia se ve a sí misma entrando, pero aquella que sus ojos contemplan  es más delgada, lleva puesta una corta  falda y una estrecha blusa. Su cabello llega al hombro y es de color azul. Los labios, rojos, encendidos, como el fuego que ella,  sin ser ella, lleva dentro. Un hombre la sigue, nadie ve a Alicia. Tras el cristal de la ventana grandes edificios  y nada más.  Otras voces: alguien más habla. Alicia voltea y la lujosa habitación ha desaparecido, ahora está en una calle, una calle sucia. Una risa, una mujer sujeta a un hombre de la mano y lo conduce a través de la calle oscura. Basura. Música en algún lugar.  La luz de un tímido foco ilumina el rostro de la mujer. Sus largas piernas están cubiertas con llamativas medias rojas y un short negro acentúa sus nalgas. El cabello revuelto, el rostro descompuesto, ojeras y los labios rotos. Ella arroja al hombre contra la  pared. Le desabrocha la camisa y ella hace lo mismo con el  short. Se baja las medías.

¿Por qué ella, que no es ella, haría algo así?

Voces.

Nuevamente voces y Alicia ve a la mujer delgada y al hombre. Y a la mujer teniendo sexo y a otra más sentada en un parque. Y ella está en su habitación, recostada en su cama y frente a ella las otras, que no son ella, parecen converger sin saber de las demás. Diversos espacios, de noche, de día, todas ellas hacen su vida y nadie voltea a verla.

-   Entonces, no eran sólo sombras – se dijo Alicia sorprendida cuando entendió que las sombras tenían su propia vida y no eran sombras, si no gente viviendo en mundos paralelos, los cuales a veces se mezclaban con el suyo y la sorprendían.

 

 


 

 

 

 

 

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