Por María Celeste Vargas Martínez
Publicado en el libro "De muertos y otros devenires"
Por
primera vez logré dormir. Dormir: ya había olvidado su significado. Cada noche,
durante ocho años, he batallado con la vecina de al lado, quien a las nueve,
después de terminar la novela, comienza a lavar ropa… y no concluye hasta las
dos de la mañana… si tengo suerte; la vecina de arriba, quien se levanta a las
doce del día, desde las cuatro hasta las
ocho ve televisión, juega con sus bebés de dieciocho años (para ella el llamado
“Complejo de Edipo” es cosa seria) después lava, mientras sus nenes se debaten
a muerte con los personajes de los videojuegos.
Por cierto, siempre llama a semejantes mastodontes (feos y desaliñados)
con diminutivos: Lito y Carito, y hasta ahora no sé cuáles son sus nombres
reales. Es más, al perro le nombran
“Daqui”, y el pobre animal, ignorante pleno del mundo fuera de su departamento,
no sólo debe soportar tan horripilante nombre, sino también andar entre sus
excrementos, pues a sus dueños les importa más aplastar los avatares de sus
enemigos que asear los dos metros cuadrados donde su amada mascota vive; el
vecino de abajo, a quien le encanta el trago, comúnmente tiene fiestas y el
“tubo, tubo… muévelo, muévelo así… así” me impide dormir.
Como
sea, cuando la noche llega, ruego a ese Dios, en quien nunca he creído (pero la
desesperación es la desesperación y lo ateo se me quita de forma momentánea),
para que los vecinos me permitan cerrar los ojos y descansar, al menos por
cuatro o cinco horas seguidas. Sin embargo, hoy he dormido once.
Sigo
sin creerlo.
A
las cuatro de la tarde de ayer, un discreto dolor nació en mi cabeza, éste se
transformó en insoportable una hora después.
A las seis, sin tener más opción, me fui a la cama. Durante una hora
escuché el trajín de los vecinos: los niños subiendo y bajando las escaleras, azotando
las puertas, gritando, golpeando la pared, corriendo como manada a lo largo de
estos cincuenta metros cuadrados, su madre lavando, el perro ladrando, el
vecino borracho viendo el futbol y lamentándose por los goles no concretados
por su equipo, y los pájaros, una veintena encerrados en una discreta jaula
colocada en un balcón, cantando (si ya me era insoportable Piolín, con todos
estos animales mi odio por los canarios aumentó). Poco después logré dormir,
desperté en un par de ocasiones, confundido y con los ojos pesados, pero todo
era silencio. Aunque entre sueños creí
escuchar gritos, tal vez alguien lloraba, golpes… no lo recuerdo bien.
Seguramente tenía fiebre y eso me hizo delirar.
Dormí once horas: ¡Todo un récord!
El sol todavía no sale completamente y
al abrir la ventana un extraño aroma inunda mi cuerpo. Es común el olor a caño,
a excremento de perro, orines de gato y comida en descomposición, pero ahora el
hedor es desconocido para mi nariz.
Silencio.
También había olvidado el silencio.
Desde niño me gustaba, sin embargo, al llegar a este lugar la falta de sonido
desapareció por completo, pues la involución es la característica de muchos.
Abro todas las ventanas de mi
departamento y ese aroma entra, al igual que un discreto viento frío. El calor
de mayo tiene estas paredes convertidas en un horno, a pesar del fétido olor,
prefiero el fresco viento al sopor de estos meses.
Respiro.
La calle vacía, como siempre. Es
difícil encontrar los pasos de alguien a esta hora. En el edificio de enfrente
no se ve ni una sola luz. Es miércoles, en media hora saldrá el papá de Jaime,
el feo tipo al que no le gustan las chicas, a lavar su coche bajo el fluido
chorro de la manguera. Será el único ser
humano con vida entre estas edificaciones de interés social, y una hora después
comenzará a verse más movimiento. Pasarán a la escuela algunos niños, jalados
por sus madres, pero nada más. La gente de aquí no tiene muy claro el concepto
de levantarse temprano, aunque tampoco el de trabajar. Generalmente se pueden
ver los autos en los estacionamientos, por lo que me he preguntado una y otra
vez: ¿de qué viven las personas en este lugar?
Al
menos hoy será mi día de descanso, tenía tres semanas sin tomar un respiro,
debido al inventario hubo que laborar esos días para registrar cuanta prenda o
producto se encontraba en la tienda donde trabajo desde hace nueve años. Prendo el radio para escuchar las noticias:
estática. Cambio de estación: estática. Otra más y el resultado sigue siendo el
mismo. No hay nada. Eso no es nuevo, por
alguna razón no es fácil sintonizar las estaciones aquí. Sólo un par se pueden
escuchar en mi pequeña grabadora. Sin embargo, ahora todo parece ser ruido
blanco. En el televisor tampoco puedo ver nada. Me asomo por la ventana para saber
si mi antena sigue en el techo (varias veces alguno de los amables vecinos la
golpea y la quita, pues ante sus ojos, “se ve naca esa antena adherida a la
azotea”): la antena no está en su lugar. Sin más opción, escucho una película
mientras preparo el desayuno.
Un par de horas y continúa el silencio.
¿Qué demonios se celebra hoy? El padre
de Jaime no lavó su auto, algo raro, porque todos los días, a la misma hora,
ahí está en el estacionamiento con su manguera desperdiciando el agua muy
necesitada en algunas zonas de la ciudad; las madres no llevaron a los niños a
la escuela; incluso “Daqui” no ha ladrado, y vaya que ese animal hace ruido.
Tranquilidad, otra palabra olvidada por
mi cuerpo.
- ¡Eso
es dormir! Es la una y nadie se ha levantado. Seguramente por la noche no podré
descansar con el ruido de todos… ¡Esta gente tiene los horarios
invertidos! – me digo y sin más me
acomodo en el sillón para disfrutar la película que hace un mes empecé a ver.
Ni
siquiera recuerdo cuál era.
Las
dos y tengo hambre. Intrigado, hurgo por la ventana: “¡No es posible que todos
estén dormidos!”, afirmo. Ni siquiera está Manolo, el hombre que siempre pone
su tendedero de ropa usada cerca de la jardinera. Me gusta el silencio, lo amo
tanto como la noche y los cielos estrellados, pero en estos momentos me está
aterrando tanta pasividad. Jamás había visto los edificios en ese estado de
desolación. Quizá también las estructuras descansen como yo, pero hay algo
extraño: aquí el silencio, la paz y la tranquilidad son algo muy difícil de
encontrar.
No
lo había pensado, tal vez los edificios se cansen de los humanos y más aun de
los humanos de aquí… la mayoría son “especiales”, eso dicen los prestadores de
servicios y los habitantes de colonias vecinas. No sé quién ni en qué momento
alguien les dijo que estos departamentos eran residenciales… ¡Residenciales! ¡Y
todos lo compraron con su crédito Infonavit! Alguien les dijo o ellos
inventaron eso de residenciales y, por lo tanto, se comportan como verdaderos
“Lords” y “Ladys”. Es más, hasta se han dado comentarios sobre los autos:
resulta que sólo coches de modelos recientes se pueden tener aquí. Decir
modelos recientes me refiero a Fiesta, Spark, Aveo, March, Gol y cualquier auto
económico, porque ni de chiste veremos un BMW, un Lincoln, un Ferrari, un Aston
Martin o de perdida un Toyota, no, esos son para otro tipo de zonas, quizá un
poco más residenciales. Pero muchos hablan de los modelos de autos para saber
cuál es el mejor y los jodidos, quienes no tenemos, debemos enfrentar las
burlas una y otra vez.
Aun
así, es un lugar de lujo. Tan de lujo que los edificios gozan de una
sorprendente uniformidad: todos pintados del mismo color, con las mismas
ventanas, puertas, protecciones y vidrios. Al parecer, la similitud es símbolo
de dinero y poder y si alguien rompe con ella, empiezan los problemas, pues
siempre habrá un alma caritativa, sin nada qué hacer, para tocar a la puerta de
uno y decir: “Las cortinas de tu ventana afean el edificio… o las cambias o no
sé qué haces”, eso me dijo Ivana en una ocasión cuando vio desde el
estacionamiento mis llamativas cortinas moradas (me las regaló mi abuela y qué
podía yo hacer). Ivana es omnipresente,
uno la encuentra en todas partes: en el estacionamiento descubre los autos cubiertos con fundas (“Debemos saber si
alguien oculta algo”, justifica su acción); en cualquier esquina se le puede
ver difundiendo las últimas noticias; en los pasillos inspecciona las macetas
para que estén verdes y bien podadas; trae a los inspectores cuando alguien está
“haciendo algo raro” y sin su permiso; y el colmo fue cuando entró en un
departamento deshabitado, para sacar a un perro a quien su dueña visitaba sólo
una vez a la semana, argumentado el foco de infección que puede representar un
animal encerrado. Cuando me enteré del hecho, me pregunté si los perros de
ella, a quienes saca a regar y abonar los verdes jardines del lugar, no pueden
ser más contaminantes en su propia casa… ¿Sus heces fecales estarán
esterilizadas?
Sí,
Ivana es la típica vecina infaltable en cualquier vecindario. Tan mal está de
la cabeza la pobre mujer que en una ocasión comentó: “El sueño de toda mi vida
fue vivir en un lugar como éste”. ¡Pues qué sueños tan conformistas tiene!
Además, disfruta poner en orden todo: nada se hace si ella no lo aprueba.
Curiosamente, muchas cosas no se pueden hacer aquí, pero cuando el vago de su
hijo está jugando con su balón en los andadores, golpeando puertas, ventanas,
vidrios, autos, la mujer se justifica diciendo: “Está en un lugar público y
puede hacer lo que quiera”, pero si alguien intenta lo mismo, la mujer señala
la falta. Por cierto, aquí lugar público, vía pública, es sinónimo de “salón de
fiestas", “cancha de futbol soccer o americano”, “parque de hijos
descuidados por sus padres”, “disco de adolescentes a quienes sus padres lanzan
a las calles hasta las doce de la noche”, “baño de mascotas”, “estacionamiento
de visitantes”, “salón de té para intercambiar los chismes del momento”… ¡Lo
olvidaba, pista de baile para ensayar quince años! Ivana y su grupo de aliados,
a quienes yo he nombrado “Los ocho reinos” porque son los amos y señores de mi
edificio – y de las tierras circundantes –, son los responsables de muchos de
esos hechos.
Los
deseos de poder de esa mujer llegan al infinito y más allá.
Es
preciso señalar: también puede afear el lugar los menesterosos como yo, quienes
no tenemos vehículo y todos los días caminamos hacia la estación del metro más
cercana; o quienes no usamos ropa de marca; o algunos que nos atrevemos a
tender la ropa con ganchos pendiendo de las ventanas (eso no está a la altura
de una zona residencial como ésta); o no somos fiesteros, borrachos e
hipócritas. Pero si algo afea estos uniformes edificios de interés social, ante
los ojos de las majestades supremas, son dos defectos: nuestro gusto musical
(por más que trato los grupitos de banda no me entran); y el aspecto físico (mi
piel morena, mi cabello negro y crespo y mis ojos oscuros delatan mis raíces).
Vivo en un desarrollo residencial, de güeros ojiverdes, sinceros, amorosos,
tranquilos y trabajadores (al menos así se ven ellos ante el espejo, porque
cuando se limpian los ojos la realidad es otra).
Siempre
me pregunto qué hago aquí y todos los días veo mis bolsillos y me digo: “Ni
modo, es pa’lo único que te alcanza, vivir en Satélite, Las Lomas, Polanco,
Chapultepec, Santa Fe, o cualquier otro lugar es caro y tu sueldo no da para
más”. Entonces, surge otra duda: si el
dinero de ellos es mayor al mío, ¿por qué están aquí?
Dudas,
sólo son dudas.
Extrañado,
decido escuchar un disco y por fin alguien se mueve en el departamento
continuo.
- ¡Lo
sabía, están ahí, pero siguen dormidos!
Le
subo un poco más a la grabadora (tampoco tengo para comprar un potente
estéreo): “Como sea, sé que no dormiré esta noche, si todavía no se levantan
estarán hasta la madrugada en pie y mañana iré desvelado a trabajar”. Algo se cae en el departamento de arriba. Sí,
todos estaban dormidos.
De
reojo, veo a “Daqui” correr temeroso. Algo raro porque es un perro de
departamento y no conoce el mundo exterior. Por cierto, su dueña siempre finge
ser perfecta, comprensible, tierna y llama a sus “nenes”: “¡Lito, mi vidita,
tráeme tus calcetincitos para lavarlos!... ¡Carito, corazoncito, la comidita
está lista!”. Pero cuando explota, los haraganes salen corriendo del edificio y
no regresan hasta dos días después.
El
animal huye, se esconde bajo un coche. No puedo ver qué lo ha asustado.
Mi
música ha despertado a los vecinos. A las tres se están poniendo de pie. Tomo
mi chamarra y me encamino hacia el cine. El pasillo del edificio está un poco
oscuro y las macetas de Olga yacen hechas pedazos. ¿Los amigos del borracho
hicieron de las suyas? La puerta de Pancho tiene un agujero y en la de Monse
hay algunos rasguños.
- ¡Caramba,
quizá el borrachín no salga de vacaciones, ni de puente o fin de semana… ni
vaya al cine ni visite museos, pero a sus fiestas viene cada fichita! – digo
sorprendido al ver el lío en el pasillo.
Sigo
caminando y ese pequeño temor e incertidumbre que sentí en la mañana se
convierte en un nudo en la garganta, cuando observo los destrozos también en
las escaleras. Dormí once horas y ahora el edificio está hecho un asco.
- Ni
siquiera escuché el “tubo, tubo… muévelas… muévelas” del borracho y sus amigos.
Ahora que lo pienso, ¿quién bailará cuando se ponen a gritar como locos? ¿Su
nada atractiva esposa o su amiga de voz aguardentosa y cuerpo desparramado?...
¡Como sea, no quiero imaginarlo!
En
el piso de loseta blanca de las escaleras una enorme mancha roja yace
escurriendo. Trozos de algo están en los escalones y ese olor, el que entró en
mi departamento por la mañana, es más fuerte ahí.
- ¿Qué
demonios está pasando? – sigo descendiendo.
Un
sonido extraño. Me detengo de súbito.
Regreso sobre mis pasos, pero la puerta del borrachín se abre y veo a su
gorda y bofa esposa salir. Su cabello,
del cual ya no se distingue ningún color, está hecho un lío y le cubre el
rostro feo y cacarizo. La pijama roja,
el suéter mal puesto, con un gran corazón enfrente (en apoyo a uno de los
peores presidentes que ha tenido México), y tras ella, el borracho de su esposo
en short y playera azul. No los saludo, desde hace un par de meses decidí
retirarles la palabra, cuando una mañana el hombre se atrevió a ir a tocar a mi
puerta y reclamar por mi ruido: “Oye, no me dejas dormir… son las nueve y
quiero dormirme”.
- Tú
no me dejaste dormir ayer con tu fiestecita – le dije.
- ¿Y?
¡Yo puedo tener fiestas cuando se me dé la gana! ¡Ahora quiero dormir y tú te
callas! – gritó furioso.
Cerré
la puerta y le subí al estéreo. Alguien como él debe tener muy poca vergüenza y
nada de dignidad para reclamarle a otra persona. ¿Con qué cara se atreve a
exigir lo que él no puede hacer? Desde entonces dejé de hablarles.
Subo
las escaleras. Cojo las llaves y abro la puerta, pero antes de entrar escucho
un sonido: parece un quejido, algo gutural naciendo lentamente. Volteo y
entonces, la mujer gorda, la esposa del borrachín claro está, quien me ha
seguido al igual que su enclenque marido, levanta el rostro y puedo ver cómo el
ojo izquierdo cae por su mejilla, sus labios están llenos de sangre y su cuello
permanece abierto.
- ¡¿Qué
demonios?! – grito.
Por
el pasillo también vienen Teodora, su esposo Pánfilo, una fichita más del
edificio, Miguel, Simón y Ramira: todos caminan lentamente y producen extraños
sonidos. Su ropa está desgarrada y en el rostro tienen sangre. La mujer gorda mueve velozmente el brazo y
pretende agarrarme, pero logro entrar en mi departamento y cierro.
- No
pensé que esa obesa fuera tan veloz – me digo y corro a mover algunos muebles
para detener la puerta.
Afuera
todo es desorden. Me asomo por la ventana y de los edificios salen personas, o
lo que en su momento creí eran personas: caminando lento, su boca sangra y
algunos de ellos están descalzos. Reconozco a todos y cada uno: el papá de Jaime; Emiliano, a quien mantiene su esposa; Nita,
quien siempre usa el auto para ir a la tienda que está a treinta metros;
Jacinto, el cual se queja de todo y de todos, pero no repara en su desperdicio
de agua, en su perra ladrando, ni en los gritos de su esposa amante del futbol;
Juana, quien ama a Dios sobre todas las cosas y no respeta a nadie; Karla, la
chismosa del lugar y quien sabe la vida de todos y cada uno de los habitantes de los seis
edificios que conforman este desarrollo… todos están ahí. Por algún motivo, un ligero viento atraviesa
los edificios y con un movimiento, que pareciera ensayado, la muchedumbre
levanta el rostro y observa hacia mi ventana.
En
la puerta, los vecinos siguen empujando.
- Esos
muebles no soportarán mucho – me digo.
Los
extraños sonidos aumentan y el movimiento de la puerta también. Imagino que más
de ellos se han unido. Jamás han estado
juntos, siempre fingen ser buenos vecinos, pero no desaprovechan la menor oportunidad
para hablar mal del otro: “Fíjate que ésa es la querida del de la combi y la
hija de Francisco se ha metido con cada tipo”, dijo en una ocasión Karla.
- ¿Y
tu hijo sí se casó con la chava esa? ¡Tenía tantas novias!... ¿Y a tu hija sí
le respondió el hombre ése o sigue con su esposa? – le preguntó sonriente
Casandra.
- Tengo
muchas cosas que hacer… nos vemos después – afirmó Karla y entró en el
edificio.
Siempre
han hablado mal de los demás, pues la hipocresía marcha alegre a su lado, y
ahora todos se unen para darme en la torre. Pensándolo bien, siempre se han
unido para tirar mi moral o mi cuerpo al piso y aplastarlo… ¡Nada nuevo!
La
puerta está a punto de ceder. Abro la ventana y observo hacia arriba, si logro
alcanzar la reja de Gelicia podré llegar a la azotea. No tengo otra opción. El
metal despintado y carcomido me lastima las manos: “Mucho dinero, mucho dinero
y ni siquiera pueden pintar sus protecciones”, me digo cuando siento mis dedos
heridos por el fierro oxidado. El vidrio
de la ventana de Gelicia está roto y puedo verla a ella comiendo las entrañas
de su ex marido. La mujer levanta el rostro y sus ojos, blancos y sin vida, se
fijan en los míos. Se encamina hacia mí: “Demonios, siempre pensé en los zombis
como parte de la imaginación de los cineastas”.
Con dificultad logro escalar hasta la azotea, sólo un segundo antes de
que Gelicia saque sus manos laceradas entre los barrotes de la protección. Al
llegar arriba corro hacia las escaleras y atoro la puerta para evitarles
entrar. Manolo, el nieto de doña Silvia, sale de debajo de los lavaderos: no
tiene un brazo y arrastra un pie. También lanza quejidos extraños. Sin pensarlo
tomo un tubo y lo golpeo. Sin más, cae del edificio.
- Y
ahora, ¿qué hago?
Abajo
están ellos. En las escaleras están ellos tratando de entrar. Me acerco a la
orilla, recordaba menor distancia entre los edificios. La puerta de las escaleras pronto
cederá. Si me quedo aquí, mis lindos vecinos,
esos que todo el tiempo me hicieron la vida imposible… me comerán sin contemplación.
Si intento saltar podría caer y entonces los de abajo, la mayoría de otros
edificios, también se alimentarán de mí.
- ¡Cómo
es la vida! Mis vecinos jamás me tragaron y ahora, literalmente, me devorarán…
Al menos prefiero intentarlo y si me comen, que sean los de allá abajo y cuando
esté muerto, pues con la altura no podré sobrevivir… Pero los de mi edificio no
quiero que lleven en sus entrañas ni un bocado de mí.
Me
echo hacia atrás y entonces la puerta se abre. Volteo y veo a la voluminosa esposa
del borrachín correr frenética hacia mí. Tiene hambre, mucha hambre, y no se
detendrá.
Corro.
La
orilla está cerca.
Puedo
ver la otra orilla del edificio.
Salto.
Siento
el viento en mi rostro.
Oigo
sus gritos.
Sí
lo lograré. ¡Lo lograré! Falta poco. Trato de estirar mis extremidades.
No.
Sólo unos centímetros. Unos centímetros. Mis manos pretenden asirse con fuerza
del edificio. Puedo rozar el tabique rojo y sin más, caigo.
Unos
segundos.
No
quiero ver abajo.
“¡Tráguenme,
cabrones!”, grito mientras mi cuerpo cae.
Un
sonido y el silencio.