El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 19 de junio de 2020

José, alias "El muerto"



Por María Celeste Vargas Martínez
Publicado en el libro "De muertos y otros devenires".

 
José, alias “El muerto”, tenía los ojos completamente abiertos y la cabeza inclinada hacia la izquierda. Parecía observar algo a la distancia, tal vez a la muerte, quien se acercó sin mediar palabra.
         Por fin lo había alcanzado.
         Por fin le tendió su mano fría y distante.
         Y, finalmente, le otorgó esa risa sarcástica y despreocupada que él siempre le lanzaba a ella.  Pero tal vez desean saber la historia de José, alias “El muerto”, y el motivo del mote ganado con sudor y lágrimas.
         José, hombre alto, de facciones burdas, labios gruesos y ojos saltones, llegó a vivir a La Noria (nombre de esa colonia de casas estrechas, de tres por seis metros, y pintadas de colores), diez años atrás. Los primeros días se le podía ver en la calle haciendo ejercicio con un par de sobrinos. Todos creyeron que estaba de vacaciones, pero después de un mes él seguía haciendo lo mismo cada tarde. Al segundo mes, los vecinos lo vieron con un carrito de agua vendiendo garrafones en la colonia vecina.
-         No Ceci, ya le voy a regresar a tu cuñado el carrito porque la verdad ya no aguanto la garganta… Eso de andar todo el día bajo el rayo del sol no es lo mío, ya hasta me estoy poniendo prieto – le dijo a su esposa mientras veía la televisión.
-         ¡Pero si sólo trabajas cuatro horas al día! – le gritó ella.
-    ¡Con más razón, imagínate si trabajara todo el día! Si así ya no aguanto…
Y así fue, la bicicleta adaptada como carrito regresó a las manos de su dueño y a José se le volvió a ver haciendo ejercicio con sus sobrinos.  Al poco tiempo rentó “su calle” a su hermano, porque su hija ensayaría para el baile de quince años. Si alguien llegaba después de las cinco, era necesario dejar su auto en otra calle y esperar hasta que el séquito de la nada bella ni graciosa quinceañera dejara de hacer piruetas y extraños pasos sobre el concreto, permitiendo así el libre tránsito a los habitantes del lugar. 
Al poco tiempo, José apareció con un taxi, el cual estaba veinte horas estacionado frente a su casa y sólo lo sacaba cuatro: para llevar a los niños a la escuela, para traerlos de regreso y dos horas dedicadas, con sudor y lágrimas, a trabajar. Después de un mes de no cubrir la enorme cuota de quinientos pesos a la semana (su concuño le prestó el auto para ayudarle, pues José no conseguía trabajo), le recogieron el vehículo.
Por lo tanto, comenzó a ir, después de las cinco, al negocio de su cuñada, quien les regalaba la comida sobrante en su cocina económica. Y en esos días fue cuando se ganó el mote de “El muerto”. Todo empezó una mañana de martes cuando un auto se detuvo en la calle, cerca de donde Ramona lavaba el suyo.
-   Buenos días, señora – dijo un hombre no muy alto, de cabello  completamente peinado y con un agradable olor a perfume.
-         ¡Buenos días! – contestó ella extrañada.
-        Disculpe, ¿usted sabrá cuál es la casa 14 C?… Es que ninguna tiene número… Estoy buscando a la señora Cecilia Gómez Pacheco, viuda de Hernández.
La mujer lo observó extrañada y, por alguna razón, al escuchar la palabra viuda, un escalofrío se adueñó de su nuca.  Guardó silencio unos segundos y discretamente contempló la casa frente a ella.
-         No lo escuché bien, ¿a quién busca?
-         A la señora Cecilia Gómez Pacheco, viuda del señor José Hernández Castro, soy de la hipotecaria y vengo a ver la cancelación de la misma por la muerte de su marido – dijo el hombre con el rostro rojo y sudoroso.
La mujer tragó saliva: en la mañana había visto salir a José y Cecilia, tomados de la mano, rumbo a la guardería donde todos los días llevaban a los niños, pues aunque no trabajaban, los pequeños significaban un estorbo para ver la televisión o tomarse un buen trago.  Y Ramona también los había visto llegar a su casa media hora después.
-      Pues, la casa es la de aquí enfrente… mmm… y yo no sé nada – aclaró ella confundida, cerró su auto y entró en casa.
El hombre tocó a la puerta del 14 C y Cecilia salió, primero alegre y después, al saber quién era él, su rostro se transformó por completo. Una hora estuvo al interior de la vivienda y cuando salió, estrechó la mano de Cecilia, quien se enjugó las lágrimas.
-  ¡Mira a éstos! Uno pagando su casa con mucho trabajo y ahora resulta… – dijo Ramona al observar por su ventana la escena protagonizada por Cecilia, quien se recargó ligeramente en el marco de la puerta ante el “dolor” que la afligía. 
Al siguiente día, Ramona, intrigada por las palabras del hombre con olor a perfume, vio en la casa de enfrente a un hombre del banco; dos de tiendas departamentales; uno de un supermercado; y otro de una tienda de ropa. Todos venían a buscar a la viuda de José.
El hombre, el difunto vivo, por obvias razones seguía sin trabajar, estuvo escondido durante tres meses… y de ahí ganó el apodo que se extendió entre algunos de los vecinos. 
No sé cómo, pero la muerte se enteró que un vivo se estaba haciendo pasar por muerto y ella, como los aboneros, lo esperó día y noche bajo el farol de la calle. Con sol, lluvia y viento, ahí estaba, tranquila, observando y tratando de descubrir el rostro de ese quien fingía estar muerto. No lo logró hasta que un cobrador despistado o muy vivo, vaya la vida a saber, llegó buscando a José Hernández Castro. Sí, el hombre vivo que había comprado un triciclo, un celular y una pantalla a crédito en una tienda departamental. 
José abrió la puerta y ante la pregunta del abonero contestó: “No está”. Éste, cuya paciencia ante los morosos era insistente y duradera, se presentó dos semanas consecutivas frente al 14 C y un día llegó con una camioneta para, después de charlar con Cecilia, llevarse los objetos no pagados por José.
Durante ese tiempo, el padre de José, chofer de transporte público, llegaba los domingos muy temprano para llevarlo a él y a su esposa a comprar la despensa. Y una vez a la semana le daba doscientos pesos, cuando le abría, porque a veces José, alías “El muerto”, decidía no abrir y el anciano no tenía otra opción que dejar el dinero bajo una maceta.
Cuando por fin salió de su encierro, José trabajó como cargador en una mudanza, pero sólo soportó un día, porque le dio una temperatura tremenda, la cual le impidió levantarse de la cama al día siguiente. La muerte lo contemplaba todo ese tiempo; primero, estaba decidida a llevárselo en cuanto lo viera, pero después, ante la pereza, deshonestidad y altanería del hombre, decidió dejarlo un rato.
Cuando su cuñado le consiguió trabajo de vendedor en la empresa donde él laboraba, la muerte supo que pronto lo tendría entre sus manos.
Durante un tiempo pareció que la fortuna le sonreía: trabajaba cuatro horas al día, ganaba el dinero necesario para comer atún, huevos y galletas saladas todas las tardes y los fines de semana tenía a su amplia familia festejando en casa.
Sin embargo, como la honestidad no embarró ni una sola capa de ella en las manos del hombre, al poco tiempo se le ocurrió la flamante idea de auto robarse el vehículo proporcionado por la empresa.  Lo escondió en la casa de un hermano y levantó el acta en el Ministerio Público. Ahí estuvo el vehículo detenido durante un par de meses, hasta que él, inocente o tonto, aún no sé a cuál de los dos ramos pertenece, decidió trasladar el auto hasta un deshuesadero donde lo comprarían.
La autopista México-Querétaro, viernes, seis de la tarde: el trafico insoportable como siempre a la altura de La Quebrada. José, tranquilo, cantando alegre la música tropical de su estación preferida, se detuvo cuando se encontró con los autos parados por completo. Un estruendo, semejante a un bufido. José, alias “El muerto”, observó a través del espejo retrovisor: un tráiler descendía a toda velocidad procedente de Vallejo. Un sonido, luego otro y el tráiler embistiendo los autos.
José se deshizo del cinturón y pretendió salir, pero todo pasó tan rápido…
Un golpe.
Algo se rompe.
Algo se estrecha.
Gritos.
Confusión.
El tiempo se detiene o parece más rápido.
José no sabe de él.
La muerte, tranquila, sonriente, le ofrece la mano al hombre alto y de nariz prominente: “¿Creíste que eras más listo que yo?”, le preguntó mientras lo hizo observar el accidente y su cuerpo, con la cabeza recostada del lado izquierdo, entre entre los fierros retorcidos. 
-    ¡Nadie es más listo que yo! – le dijo ella sin dejar de sonreír para después llevárselo consigo.

miércoles, 17 de junio de 2020

Cuando mis vecinos se convirtieron en zombis I


Por María Celeste Vargas Martínez 
Publicado en el libro "De muertos y otros devenires"

Por primera vez logré dormir. Dormir: ya había olvidado su significado. Cada noche, durante ocho años, he batallado con la vecina de al lado, quien a las nueve, después de terminar la novela, comienza a lavar ropa… y no concluye hasta las dos de la mañana… si tengo suerte; la vecina de arriba, quien se levanta a las doce del día,  desde las cuatro hasta las ocho ve televisión, juega con sus bebés de dieciocho años (para ella el llamado “Complejo de Edipo” es cosa seria) después lava, mientras sus nenes se debaten a muerte con los personajes de los videojuegos.  Por cierto, siempre llama a semejantes mastodontes (feos y desaliñados) con diminutivos: Lito y Carito, y hasta ahora no sé cuáles son sus nombres reales.  Es más, al perro le nombran “Daqui”, y el pobre animal, ignorante pleno del mundo fuera de su departamento, no sólo debe soportar tan horripilante nombre, sino también andar entre sus excrementos, pues a sus dueños les importa más aplastar los avatares de sus enemigos que asear los dos metros cuadrados donde su amada mascota vive; el vecino de abajo, a quien le encanta el trago, comúnmente tiene fiestas y el “tubo, tubo… muévelo, muévelo así… así” me impide dormir.
Como sea, cuando la noche llega, ruego a ese Dios, en quien nunca he creído (pero la desesperación es la desesperación y lo ateo se me quita de forma momentánea), para que los vecinos me permitan cerrar los ojos y descansar, al menos por cuatro o cinco horas seguidas. Sin embargo, hoy he dormido once.
Sigo sin creerlo.
         A las cuatro de la tarde de ayer, un discreto dolor nació en mi cabeza, éste se transformó en insoportable una hora después.  A las seis, sin tener más opción, me fui a la cama. Durante una hora escuché el trajín de los vecinos: los niños subiendo y bajando las escaleras, azotando las puertas, gritando, golpeando la pared, corriendo como manada a lo largo de estos cincuenta metros cuadrados, su madre lavando, el perro ladrando, el vecino borracho viendo el futbol y lamentándose por los goles no concretados por su equipo, y los pájaros, una veintena encerrados en una discreta jaula colocada en un balcón, cantando (si ya me era insoportable Piolín, con todos estos animales mi odio por los canarios aumentó). Poco después logré dormir, desperté en un par de ocasiones, confundido y con los ojos pesados, pero todo era silencio.  Aunque entre sueños creí escuchar gritos, tal vez alguien lloraba, golpes… no lo recuerdo bien. Seguramente tenía fiebre y eso me hizo delirar.
         Dormí once horas: ¡Todo un récord!
         El sol todavía no sale completamente y al abrir la ventana un extraño aroma inunda mi cuerpo. Es común el olor a caño, a excremento de perro, orines de gato y comida en descomposición, pero ahora el hedor es desconocido para mi nariz.
         Silencio.
         También había olvidado el silencio. Desde niño me gustaba, sin embargo, al llegar a este lugar la falta de sonido desapareció por completo, pues la involución es la característica de muchos.
         Abro todas las ventanas de mi departamento y ese aroma entra, al igual que un discreto viento frío. El calor de mayo tiene estas paredes convertidas en un horno, a pesar del fétido olor, prefiero el fresco viento al sopor de estos meses.
         Respiro.
         La calle vacía, como siempre. Es difícil encontrar los pasos de alguien a esta hora. En el edificio de enfrente no se ve ni una sola luz. Es miércoles, en media hora saldrá el papá de Jaime, el feo tipo al que no le gustan las chicas, a lavar su coche bajo el fluido chorro de la manguera.  Será el único ser humano con vida entre estas edificaciones de interés social, y una hora después comenzará a verse más movimiento. Pasarán a la escuela algunos niños, jalados por sus madres, pero nada más. La gente de aquí no tiene muy claro el concepto de levantarse temprano, aunque tampoco el de trabajar. Generalmente se pueden ver los autos en los estacionamientos, por lo que me he preguntado una y otra vez: ¿de qué viven las personas en este lugar?
Al menos hoy será mi día de descanso, tenía tres semanas sin tomar un respiro, debido al inventario hubo que laborar esos días para registrar cuanta prenda o producto se encontraba en la tienda donde trabajo desde hace nueve años.  Prendo el radio para escuchar las noticias: estática. Cambio de estación: estática. Otra más y el resultado sigue siendo el mismo. No hay nada.  Eso no es nuevo, por alguna razón no es fácil sintonizar las estaciones aquí. Sólo un par se pueden escuchar en mi pequeña grabadora. Sin embargo, ahora todo parece ser ruido blanco. En el televisor tampoco puedo ver nada. Me asomo por la ventana para saber si mi antena sigue en el techo (varias veces alguno de los amables vecinos la golpea y la quita, pues ante sus ojos, “se ve naca esa antena adherida a la azotea”): la antena no está en su lugar. Sin más opción, escucho una película mientras preparo el desayuno.
         Un par de horas y continúa el silencio. ¿Qué demonios se celebra hoy?  El padre de Jaime no lavó su auto, algo raro, porque todos los días, a la misma hora, ahí está en el estacionamiento con su manguera desperdiciando el agua muy necesitada en algunas zonas de la ciudad; las madres no llevaron a los niños a la escuela; incluso “Daqui” no ha ladrado, y vaya que ese animal hace ruido.
         Tranquilidad, otra palabra olvidada por mi cuerpo.
-   ¡Eso es dormir! Es la una y nadie se ha levantado. Seguramente por la noche no podré descansar con el ruido de todos… ¡Esta gente tiene los horarios invertidos!  – me digo y sin más me acomodo en el sillón para disfrutar la película que hace un mes empecé a ver.
Ni siquiera recuerdo cuál era.
Las dos y tengo hambre. Intrigado, hurgo por la ventana: “¡No es posible que todos estén dormidos!”, afirmo. Ni siquiera está Manolo, el hombre que siempre pone su tendedero de ropa usada cerca de la jardinera. Me gusta el silencio, lo amo tanto como la noche y los cielos estrellados, pero en estos momentos me está aterrando tanta pasividad. Jamás había visto los edificios en ese estado de desolación. Quizá también las estructuras descansen como yo, pero hay algo extraño: aquí el silencio, la paz y la tranquilidad son algo muy difícil de encontrar. 
No lo había pensado, tal vez los edificios se cansen de los humanos y más aun de los humanos de aquí… la mayoría son “especiales”, eso dicen los prestadores de servicios y los habitantes de colonias vecinas. No sé quién ni en qué momento alguien les dijo que estos departamentos eran residenciales… ¡Residenciales! ¡Y todos lo compraron con su crédito Infonavit! Alguien les dijo o ellos inventaron eso de residenciales y, por lo tanto, se comportan como verdaderos “Lords” y “Ladys”. Es más, hasta se han dado comentarios sobre los autos: resulta que sólo coches de modelos recientes se pueden tener aquí. Decir modelos recientes me refiero a Fiesta, Spark, Aveo, March, Gol y cualquier auto económico, porque ni de chiste veremos un BMW, un Lincoln, un Ferrari, un Aston Martin o de perdida un Toyota, no, esos son para otro tipo de zonas, quizá un poco más residenciales. Pero muchos hablan de los modelos de autos para saber cuál es el mejor y los jodidos, quienes no tenemos, debemos enfrentar las burlas una y otra vez.
Aun así, es un lugar de lujo. Tan de lujo que los edificios gozan de una sorprendente uniformidad: todos pintados del mismo color, con las mismas ventanas, puertas, protecciones y vidrios. Al parecer, la similitud es símbolo de dinero y poder y si alguien rompe con ella, empiezan los problemas, pues siempre habrá un alma caritativa, sin nada qué hacer, para tocar a la puerta de uno y decir: “Las cortinas de tu ventana afean el edificio… o las cambias o no sé qué haces”, eso me dijo Ivana en una ocasión cuando vio desde el estacionamiento mis llamativas cortinas moradas (me las regaló mi abuela y qué podía yo hacer).  Ivana es omnipresente, uno la encuentra en todas partes: en el estacionamiento descubre los autos  cubiertos con fundas (“Debemos saber si alguien oculta algo”, justifica su acción); en cualquier esquina se le puede ver difundiendo las últimas noticias; en los pasillos inspecciona las macetas para que estén verdes y bien podadas; trae a los inspectores cuando alguien está “haciendo algo raro” y sin su permiso; y el colmo fue cuando entró en un departamento deshabitado, para sacar a un perro a quien su dueña visitaba sólo una vez a la semana, argumentado el foco de infección que puede representar un animal encerrado. Cuando me enteré del hecho, me pregunté si los perros de ella, a quienes saca a regar y abonar los verdes jardines del lugar, no pueden ser más contaminantes en su propia casa… ¿Sus heces fecales estarán esterilizadas?
         Sí, Ivana es la típica vecina infaltable en cualquier vecindario. Tan mal está de la cabeza la pobre mujer que en una ocasión comentó: “El sueño de toda mi vida fue vivir en un lugar como éste”. ¡Pues qué sueños tan conformistas tiene! Además, disfruta poner en orden todo: nada se hace si ella no lo aprueba. Curiosamente, muchas cosas no se pueden hacer aquí, pero cuando el vago de su hijo está jugando con su balón en los andadores, golpeando puertas, ventanas, vidrios, autos, la mujer se justifica diciendo: “Está en un lugar público y puede hacer lo que quiera”, pero si alguien intenta lo mismo, la mujer señala la falta. Por cierto, aquí lugar público, vía pública, es sinónimo de “salón de fiestas", “cancha de futbol soccer o americano”, “parque de hijos descuidados por sus padres”, “disco de adolescentes a quienes sus padres lanzan a las calles hasta las doce de la noche”, “baño de mascotas”, “estacionamiento de visitantes”, “salón de té para intercambiar los chismes del momento”… ¡Lo olvidaba, pista de baile para ensayar quince años! Ivana y su grupo de aliados, a quienes yo he nombrado “Los ocho reinos” porque son los amos y señores de mi edificio – y de las tierras circundantes –, son los responsables de muchos de esos hechos.  
Los deseos de poder de esa mujer llegan al infinito y más allá.
Es preciso señalar: también puede afear el lugar los menesterosos como yo, quienes no tenemos vehículo y todos los días caminamos hacia la estación del metro más cercana; o quienes no usamos ropa de marca; o algunos que nos atrevemos a tender la ropa con ganchos pendiendo de las ventanas (eso no está a la altura de una zona residencial como ésta); o no somos fiesteros, borrachos e hipócritas. Pero si algo afea estos uniformes edificios de interés social, ante los ojos de las majestades supremas, son dos defectos: nuestro gusto musical (por más que trato los grupitos de banda no me entran); y el aspecto físico (mi piel morena, mi cabello negro y crespo y mis ojos oscuros delatan mis raíces). Vivo en un desarrollo residencial, de güeros ojiverdes, sinceros, amorosos, tranquilos y trabajadores (al menos así se ven ellos ante el espejo, porque cuando se limpian los ojos la realidad es otra).
Siempre me pregunto qué hago aquí y todos los días veo mis bolsillos y me digo: “Ni modo, es pa’lo único que te alcanza, vivir en Satélite, Las Lomas, Polanco, Chapultepec, Santa Fe, o cualquier otro lugar es caro y tu sueldo no da para más”.  Entonces, surge otra duda: si el dinero de ellos es mayor al mío, ¿por qué están aquí?
Dudas, sólo son dudas.
Extrañado, decido escuchar un disco y por fin alguien se mueve en el departamento continuo.
- ¡Lo sabía, están ahí, pero siguen dormidos!
Le subo un poco más a la grabadora (tampoco tengo para comprar un potente estéreo): “Como sea, sé que no dormiré esta noche, si todavía no se levantan estarán hasta la madrugada en pie y mañana iré desvelado a trabajar”.  Algo se cae en el departamento de arriba. Sí, todos estaban dormidos.
         De reojo, veo a “Daqui” correr temeroso. Algo raro porque es un perro de departamento y no conoce el mundo exterior. Por cierto, su dueña siempre finge ser perfecta, comprensible, tierna y llama a sus “nenes”: “¡Lito, mi vidita, tráeme tus calcetincitos para lavarlos!... ¡Carito, corazoncito, la comidita está lista!”. Pero cuando explota, los haraganes salen corriendo del edificio y no regresan hasta dos días después.
El animal huye, se esconde bajo un coche. No puedo ver qué lo ha asustado.
Mi música ha despertado a los vecinos. A las tres se están poniendo de pie. Tomo mi chamarra y me encamino hacia el cine. El pasillo del edificio está un poco oscuro y las macetas de Olga yacen hechas pedazos. ¿Los amigos del borracho hicieron de las suyas? La puerta de Pancho tiene un agujero y en la de Monse hay algunos rasguños.
- ¡Caramba, quizá el borrachín no salga de vacaciones, ni de puente o fin de semana… ni vaya al cine ni visite museos, pero a sus fiestas viene cada fichita! – digo sorprendido al ver el lío en el pasillo.
Sigo caminando y ese pequeño temor e incertidumbre que sentí en la mañana se convierte en un nudo en la garganta, cuando observo los destrozos también en las escaleras. Dormí once horas y ahora el edificio está hecho un asco.
-   Ni siquiera escuché el “tubo, tubo… muévelas… muévelas” del borracho y sus amigos. Ahora que lo pienso, ¿quién bailará cuando se ponen a gritar como locos? ¿Su nada atractiva esposa o su amiga de voz aguardentosa y cuerpo desparramado?... ¡Como sea, no quiero imaginarlo!
En el piso de loseta blanca de las escaleras una enorme mancha roja yace escurriendo. Trozos de algo están en los escalones y ese olor, el que entró en mi departamento por la mañana, es más fuerte ahí.
- ¿Qué demonios está pasando? – sigo descendiendo.
Un sonido extraño. Me detengo de súbito.  Regreso sobre mis pasos, pero la puerta del borrachín se abre y veo a su gorda y bofa esposa salir.  Su cabello, del cual ya no se distingue ningún color, está hecho un lío y le cubre el rostro feo y cacarizo.  La pijama roja, el suéter mal puesto, con un gran corazón enfrente (en apoyo a uno de los peores presidentes que ha tenido México), y tras ella, el borracho de su esposo en short y playera azul. No los saludo, desde hace un par de meses decidí retirarles la palabra, cuando una mañana el hombre se atrevió a ir a tocar a mi puerta y reclamar por mi ruido: “Oye, no me dejas dormir… son las nueve y quiero dormirme”.
-   Tú no me dejaste dormir ayer con tu fiestecita – le dije.
-   ¿Y? ¡Yo puedo tener fiestas cuando se me dé la gana! ¡Ahora quiero dormir y tú te callas! – gritó furioso.
Cerré la puerta y le subí al estéreo. Alguien como él debe tener muy poca vergüenza y nada de dignidad para reclamarle a otra persona. ¿Con qué cara se atreve a exigir lo que él no puede hacer? Desde entonces dejé de hablarles. 
Subo las escaleras. Cojo las llaves y abro la puerta, pero antes de entrar escucho un sonido: parece un quejido, algo gutural naciendo lentamente. Volteo y entonces, la mujer gorda, la esposa del borrachín claro está, quien me ha seguido al igual que su enclenque marido, levanta el rostro y puedo ver cómo el ojo izquierdo cae por su mejilla, sus labios están llenos de sangre y su cuello permanece abierto.
-   ¡¿Qué demonios?! – grito.
Por el pasillo también vienen Teodora, su esposo Pánfilo, una fichita más del edificio, Miguel, Simón y Ramira: todos caminan lentamente y producen extraños sonidos. Su ropa está desgarrada y en el rostro tienen sangre.  La mujer gorda mueve velozmente el brazo y pretende agarrarme, pero logro entrar en mi departamento y cierro.
-   No pensé que esa obesa fuera tan veloz – me digo y corro a mover algunos muebles para detener la puerta.
Afuera todo es desorden. Me asomo por la ventana y de los edificios salen personas, o lo que en su momento creí eran personas: caminando lento, su boca sangra y algunos de ellos están descalzos. Reconozco a todos y cada uno:  el papá de Jaime;  Emiliano, a quien mantiene su esposa; Nita, quien siempre usa el auto para ir a la tienda que está a treinta metros; Jacinto, el cual se queja de todo y de todos, pero no repara en su desperdicio de agua, en su perra ladrando, ni en los gritos de su esposa amante del futbol; Juana, quien ama a Dios sobre todas las cosas y no respeta a nadie; Karla, la chismosa del lugar y quien sabe la vida de todos y cada uno de los  habitantes de los  seis  edificios que conforman este desarrollo… todos están ahí.  Por algún motivo, un ligero viento atraviesa los edificios y con un movimiento, que pareciera ensayado, la muchedumbre levanta el rostro y observa hacia mi ventana.
En la puerta, los vecinos siguen empujando.
-   Esos muebles no soportarán mucho – me digo.
Los extraños sonidos aumentan y el movimiento de la puerta también. Imagino que más de ellos se han unido.  Jamás han estado juntos, siempre fingen ser buenos vecinos, pero no desaprovechan la menor oportunidad para hablar mal del otro: “Fíjate que ésa es la querida del de la combi y la hija de Francisco se ha metido con cada tipo”, dijo en una ocasión Karla.
-   ¿Y tu hijo sí se casó con la chava esa? ¡Tenía tantas novias!... ¿Y a tu hija sí le respondió el hombre ése o sigue con su esposa? – le preguntó sonriente Casandra.
-   Tengo muchas cosas que hacer… nos vemos después – afirmó Karla y entró en el edificio.
Siempre han hablado mal de los demás, pues la hipocresía marcha alegre a su lado, y ahora todos se unen para darme en la torre. Pensándolo bien, siempre se han unido para tirar mi moral o mi cuerpo al piso y aplastarlo… ¡Nada nuevo!
La puerta está a punto de ceder. Abro la ventana y observo hacia arriba, si logro alcanzar la reja de Gelicia podré llegar a la azotea. No tengo otra opción. El metal despintado y carcomido me lastima las manos: “Mucho dinero, mucho dinero y ni siquiera pueden pintar sus protecciones”, me digo cuando siento mis dedos heridos por el fierro oxidado.  El vidrio de la ventana de Gelicia está roto y puedo verla a ella comiendo las entrañas de su ex marido. La mujer levanta el rostro y sus ojos, blancos y sin vida, se fijan en los míos. Se encamina hacia mí: “Demonios, siempre pensé en los zombis como parte de la imaginación de los cineastas”.  Con dificultad logro escalar hasta la azotea, sólo un segundo antes de que Gelicia saque sus manos laceradas entre los barrotes de la protección. Al llegar arriba corro hacia las escaleras y atoro la puerta para evitarles entrar. Manolo, el nieto de doña Silvia, sale de debajo de los lavaderos: no tiene un brazo y arrastra un pie. También lanza quejidos extraños. Sin pensarlo tomo un tubo y lo golpeo. Sin más, cae del edificio.
-   Y ahora, ¿qué hago?
Abajo están ellos. En las escaleras están ellos tratando de entrar. Me acerco a la orilla, recordaba menor distancia entre los edificios.  La puerta de las escaleras pronto cederá.  Si me quedo aquí, mis lindos vecinos, esos que todo el tiempo me hicieron la vida imposible… me comerán sin contemplación. Si intento saltar podría caer y entonces los de abajo, la mayoría de otros edificios, también se alimentarán de mí.
-   ¡Cómo es la vida! Mis vecinos jamás me tragaron y ahora, literalmente, me devorarán… Al menos prefiero intentarlo y si me comen, que sean los de allá abajo y cuando esté muerto, pues con la altura no podré sobrevivir… Pero los de mi edificio no quiero que lleven en sus entrañas ni un bocado de mí.
Me echo hacia atrás y entonces la puerta se abre. Volteo y veo a la voluminosa esposa del borrachín correr frenética hacia mí. Tiene hambre, mucha hambre, y no se detendrá.
Corro.
La orilla está cerca.
Puedo ver la otra orilla del edificio.
Salto.
Siento el viento en mi rostro.
Oigo sus gritos.
Sí lo lograré. ¡Lo lograré! Falta poco. Trato de estirar mis extremidades.
No. Sólo unos centímetros. Unos centímetros. Mis manos pretenden asirse con fuerza del edificio. Puedo rozar el tabique rojo y sin más, caigo.
Unos segundos.
No quiero ver abajo.
“¡Tráguenme, cabrones!”, grito mientras mi cuerpo cae.
Un sonido y el silencio.