El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 19 de junio de 2020

José, alias "El muerto"



Por María Celeste Vargas Martínez
Publicado en el libro "De muertos y otros devenires".

 
José, alias “El muerto”, tenía los ojos completamente abiertos y la cabeza inclinada hacia la izquierda. Parecía observar algo a la distancia, tal vez a la muerte, quien se acercó sin mediar palabra.
         Por fin lo había alcanzado.
         Por fin le tendió su mano fría y distante.
         Y, finalmente, le otorgó esa risa sarcástica y despreocupada que él siempre le lanzaba a ella.  Pero tal vez desean saber la historia de José, alias “El muerto”, y el motivo del mote ganado con sudor y lágrimas.
         José, hombre alto, de facciones burdas, labios gruesos y ojos saltones, llegó a vivir a La Noria (nombre de esa colonia de casas estrechas, de tres por seis metros, y pintadas de colores), diez años atrás. Los primeros días se le podía ver en la calle haciendo ejercicio con un par de sobrinos. Todos creyeron que estaba de vacaciones, pero después de un mes él seguía haciendo lo mismo cada tarde. Al segundo mes, los vecinos lo vieron con un carrito de agua vendiendo garrafones en la colonia vecina.
-         No Ceci, ya le voy a regresar a tu cuñado el carrito porque la verdad ya no aguanto la garganta… Eso de andar todo el día bajo el rayo del sol no es lo mío, ya hasta me estoy poniendo prieto – le dijo a su esposa mientras veía la televisión.
-         ¡Pero si sólo trabajas cuatro horas al día! – le gritó ella.
-    ¡Con más razón, imagínate si trabajara todo el día! Si así ya no aguanto…
Y así fue, la bicicleta adaptada como carrito regresó a las manos de su dueño y a José se le volvió a ver haciendo ejercicio con sus sobrinos.  Al poco tiempo rentó “su calle” a su hermano, porque su hija ensayaría para el baile de quince años. Si alguien llegaba después de las cinco, era necesario dejar su auto en otra calle y esperar hasta que el séquito de la nada bella ni graciosa quinceañera dejara de hacer piruetas y extraños pasos sobre el concreto, permitiendo así el libre tránsito a los habitantes del lugar. 
Al poco tiempo, José apareció con un taxi, el cual estaba veinte horas estacionado frente a su casa y sólo lo sacaba cuatro: para llevar a los niños a la escuela, para traerlos de regreso y dos horas dedicadas, con sudor y lágrimas, a trabajar. Después de un mes de no cubrir la enorme cuota de quinientos pesos a la semana (su concuño le prestó el auto para ayudarle, pues José no conseguía trabajo), le recogieron el vehículo.
Por lo tanto, comenzó a ir, después de las cinco, al negocio de su cuñada, quien les regalaba la comida sobrante en su cocina económica. Y en esos días fue cuando se ganó el mote de “El muerto”. Todo empezó una mañana de martes cuando un auto se detuvo en la calle, cerca de donde Ramona lavaba el suyo.
-   Buenos días, señora – dijo un hombre no muy alto, de cabello  completamente peinado y con un agradable olor a perfume.
-         ¡Buenos días! – contestó ella extrañada.
-        Disculpe, ¿usted sabrá cuál es la casa 14 C?… Es que ninguna tiene número… Estoy buscando a la señora Cecilia Gómez Pacheco, viuda de Hernández.
La mujer lo observó extrañada y, por alguna razón, al escuchar la palabra viuda, un escalofrío se adueñó de su nuca.  Guardó silencio unos segundos y discretamente contempló la casa frente a ella.
-         No lo escuché bien, ¿a quién busca?
-         A la señora Cecilia Gómez Pacheco, viuda del señor José Hernández Castro, soy de la hipotecaria y vengo a ver la cancelación de la misma por la muerte de su marido – dijo el hombre con el rostro rojo y sudoroso.
La mujer tragó saliva: en la mañana había visto salir a José y Cecilia, tomados de la mano, rumbo a la guardería donde todos los días llevaban a los niños, pues aunque no trabajaban, los pequeños significaban un estorbo para ver la televisión o tomarse un buen trago.  Y Ramona también los había visto llegar a su casa media hora después.
-      Pues, la casa es la de aquí enfrente… mmm… y yo no sé nada – aclaró ella confundida, cerró su auto y entró en casa.
El hombre tocó a la puerta del 14 C y Cecilia salió, primero alegre y después, al saber quién era él, su rostro se transformó por completo. Una hora estuvo al interior de la vivienda y cuando salió, estrechó la mano de Cecilia, quien se enjugó las lágrimas.
-  ¡Mira a éstos! Uno pagando su casa con mucho trabajo y ahora resulta… – dijo Ramona al observar por su ventana la escena protagonizada por Cecilia, quien se recargó ligeramente en el marco de la puerta ante el “dolor” que la afligía. 
Al siguiente día, Ramona, intrigada por las palabras del hombre con olor a perfume, vio en la casa de enfrente a un hombre del banco; dos de tiendas departamentales; uno de un supermercado; y otro de una tienda de ropa. Todos venían a buscar a la viuda de José.
El hombre, el difunto vivo, por obvias razones seguía sin trabajar, estuvo escondido durante tres meses… y de ahí ganó el apodo que se extendió entre algunos de los vecinos. 
No sé cómo, pero la muerte se enteró que un vivo se estaba haciendo pasar por muerto y ella, como los aboneros, lo esperó día y noche bajo el farol de la calle. Con sol, lluvia y viento, ahí estaba, tranquila, observando y tratando de descubrir el rostro de ese quien fingía estar muerto. No lo logró hasta que un cobrador despistado o muy vivo, vaya la vida a saber, llegó buscando a José Hernández Castro. Sí, el hombre vivo que había comprado un triciclo, un celular y una pantalla a crédito en una tienda departamental. 
José abrió la puerta y ante la pregunta del abonero contestó: “No está”. Éste, cuya paciencia ante los morosos era insistente y duradera, se presentó dos semanas consecutivas frente al 14 C y un día llegó con una camioneta para, después de charlar con Cecilia, llevarse los objetos no pagados por José.
Durante ese tiempo, el padre de José, chofer de transporte público, llegaba los domingos muy temprano para llevarlo a él y a su esposa a comprar la despensa. Y una vez a la semana le daba doscientos pesos, cuando le abría, porque a veces José, alías “El muerto”, decidía no abrir y el anciano no tenía otra opción que dejar el dinero bajo una maceta.
Cuando por fin salió de su encierro, José trabajó como cargador en una mudanza, pero sólo soportó un día, porque le dio una temperatura tremenda, la cual le impidió levantarse de la cama al día siguiente. La muerte lo contemplaba todo ese tiempo; primero, estaba decidida a llevárselo en cuanto lo viera, pero después, ante la pereza, deshonestidad y altanería del hombre, decidió dejarlo un rato.
Cuando su cuñado le consiguió trabajo de vendedor en la empresa donde él laboraba, la muerte supo que pronto lo tendría entre sus manos.
Durante un tiempo pareció que la fortuna le sonreía: trabajaba cuatro horas al día, ganaba el dinero necesario para comer atún, huevos y galletas saladas todas las tardes y los fines de semana tenía a su amplia familia festejando en casa.
Sin embargo, como la honestidad no embarró ni una sola capa de ella en las manos del hombre, al poco tiempo se le ocurrió la flamante idea de auto robarse el vehículo proporcionado por la empresa.  Lo escondió en la casa de un hermano y levantó el acta en el Ministerio Público. Ahí estuvo el vehículo detenido durante un par de meses, hasta que él, inocente o tonto, aún no sé a cuál de los dos ramos pertenece, decidió trasladar el auto hasta un deshuesadero donde lo comprarían.
La autopista México-Querétaro, viernes, seis de la tarde: el trafico insoportable como siempre a la altura de La Quebrada. José, tranquilo, cantando alegre la música tropical de su estación preferida, se detuvo cuando se encontró con los autos parados por completo. Un estruendo, semejante a un bufido. José, alias “El muerto”, observó a través del espejo retrovisor: un tráiler descendía a toda velocidad procedente de Vallejo. Un sonido, luego otro y el tráiler embistiendo los autos.
José se deshizo del cinturón y pretendió salir, pero todo pasó tan rápido…
Un golpe.
Algo se rompe.
Algo se estrecha.
Gritos.
Confusión.
El tiempo se detiene o parece más rápido.
José no sabe de él.
La muerte, tranquila, sonriente, le ofrece la mano al hombre alto y de nariz prominente: “¿Creíste que eras más listo que yo?”, le preguntó mientras lo hizo observar el accidente y su cuerpo, con la cabeza recostada del lado izquierdo, entre entre los fierros retorcidos. 
-    ¡Nadie es más listo que yo! – le dijo ella sin dejar de sonreír para después llevárselo consigo.

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