Por María Celeste Vargas Martínez
Publicado en el libro "De muertos y otros devenires".
José, alias “El muerto”, tenía los ojos
completamente abiertos y la cabeza inclinada hacia la izquierda. Parecía
observar algo a la distancia, tal vez a la muerte, quien se acercó sin mediar
palabra.
Por
fin lo había alcanzado.
Por
fin le tendió su mano fría y distante.
Y,
finalmente, le otorgó esa risa sarcástica y despreocupada que él siempre le
lanzaba a ella. Pero tal vez desean
saber la historia de José, alias “El muerto”, y el motivo del mote ganado con
sudor y lágrimas.
José,
hombre alto, de facciones burdas, labios gruesos y ojos saltones, llegó a vivir
a La Noria (nombre de esa colonia de casas estrechas, de tres por seis metros,
y pintadas de colores), diez años atrás. Los primeros días se le podía ver en
la calle haciendo ejercicio con un par de sobrinos. Todos creyeron que estaba
de vacaciones, pero después de un mes él seguía haciendo lo mismo cada tarde.
Al segundo mes, los vecinos lo vieron con un carrito de agua vendiendo
garrafones en la colonia vecina.
-
No
Ceci, ya le voy a regresar a tu cuñado el carrito porque la verdad ya no
aguanto la garganta… Eso de andar todo el día bajo el rayo del sol no es lo
mío, ya hasta me estoy poniendo prieto – le dijo a su esposa mientras veía la
televisión.
-
¡Pero
si sólo trabajas cuatro horas al día! – le gritó ella.
- ¡Con
más razón, imagínate si trabajara todo el día! Si así ya no aguanto…
Y así fue, la bicicleta
adaptada como carrito regresó a las manos de su dueño y a José se le volvió a
ver haciendo ejercicio con sus sobrinos.
Al poco tiempo rentó “su calle” a su hermano, porque su hija ensayaría
para el baile de quince años. Si alguien llegaba después de las cinco, era
necesario dejar su auto en otra calle y esperar hasta que el séquito de la nada
bella ni graciosa quinceañera dejara de hacer piruetas y extraños pasos sobre
el concreto, permitiendo así el libre tránsito a los habitantes del lugar.
Al poco tiempo, José
apareció con un taxi, el cual estaba veinte horas estacionado frente a su casa
y sólo lo sacaba cuatro: para llevar a los niños a la escuela, para traerlos de
regreso y dos horas dedicadas, con sudor y lágrimas, a trabajar. Después de un
mes de no cubrir la enorme cuota de quinientos pesos a la semana (su concuño le
prestó el auto para ayudarle, pues José no conseguía trabajo), le recogieron el
vehículo.
Por lo tanto, comenzó a ir,
después de las cinco, al negocio de su cuñada, quien les regalaba la comida
sobrante en su cocina económica. Y en esos días fue cuando se ganó el mote de
“El muerto”. Todo empezó una mañana de martes cuando un auto se detuvo en la
calle, cerca de donde Ramona lavaba el suyo.
- Buenos
días, señora – dijo un hombre no muy alto, de cabello completamente peinado y
con un agradable olor a perfume.
-
¡Buenos
días! – contestó ella extrañada.
- Disculpe,
¿usted sabrá cuál es la casa 14 C?… Es que ninguna tiene número… Estoy buscando
a la señora Cecilia Gómez Pacheco, viuda de Hernández.
La mujer lo observó
extrañada y, por alguna razón, al escuchar la palabra viuda, un escalofrío se
adueñó de su nuca. Guardó silencio unos
segundos y discretamente contempló la casa frente a ella.
-
No
lo escuché bien, ¿a quién busca?
-
A
la señora Cecilia Gómez Pacheco, viuda del señor José Hernández Castro, soy de
la hipotecaria y vengo a ver la cancelación de la misma por la muerte de su
marido – dijo el hombre con el rostro rojo y sudoroso.
La mujer tragó saliva: en la
mañana había visto salir a José y Cecilia, tomados de la mano, rumbo a la
guardería donde todos los días llevaban a los niños, pues aunque no trabajaban,
los pequeños significaban un estorbo para ver la televisión o tomarse un buen
trago. Y Ramona también los había visto
llegar a su casa media hora después.
- Pues,
la casa es la de aquí enfrente… mmm… y yo no sé nada – aclaró ella confundida,
cerró su auto y entró en casa.
El hombre tocó a la puerta
del 14 C y Cecilia salió, primero alegre y después, al saber quién era él, su
rostro se transformó por completo. Una hora estuvo al interior de la vivienda y
cuando salió, estrechó la mano de Cecilia, quien se enjugó las lágrimas.
- ¡Mira
a éstos! Uno pagando su casa con mucho trabajo y ahora resulta… – dijo Ramona
al observar por su ventana la escena protagonizada por Cecilia, quien se
recargó ligeramente en el marco de la puerta ante el “dolor” que la afligía.
Al siguiente día, Ramona,
intrigada por las palabras del hombre con olor a perfume, vio en la casa de
enfrente a un hombre del banco; dos de tiendas departamentales; uno de un
supermercado; y otro de una tienda de ropa. Todos venían a buscar a la viuda de
José.
El hombre, el difunto vivo,
por obvias razones seguía sin trabajar, estuvo escondido durante tres meses… y
de ahí ganó el apodo que se extendió entre algunos de los vecinos.
No sé cómo, pero la muerte
se enteró que un vivo se estaba haciendo pasar por muerto y ella, como los
aboneros, lo esperó día y noche bajo el farol de la calle. Con sol, lluvia y
viento, ahí estaba, tranquila, observando y tratando de descubrir el rostro de
ese quien fingía estar muerto. No lo logró hasta que un cobrador despistado o
muy vivo, vaya la vida a saber, llegó buscando a José Hernández Castro. Sí, el
hombre vivo que había comprado un triciclo, un celular y una pantalla a crédito
en una tienda departamental.
José abrió la puerta y ante
la pregunta del abonero contestó: “No está”. Éste, cuya paciencia ante los
morosos era insistente y duradera, se presentó dos semanas consecutivas frente
al 14 C y un día llegó con una camioneta para, después de charlar con Cecilia,
llevarse los objetos no pagados por José.
Durante ese tiempo, el padre
de José, chofer de transporte público, llegaba los domingos muy temprano para
llevarlo a él y a su esposa a comprar la despensa. Y una vez a la semana le
daba doscientos pesos, cuando le abría, porque a veces José, alías “El muerto”,
decidía no abrir y el anciano no tenía otra opción que dejar el dinero bajo una
maceta.
Cuando por fin salió de su
encierro, José trabajó como cargador en una mudanza, pero sólo soportó un día,
porque le dio una temperatura tremenda, la cual le impidió levantarse de la
cama al día siguiente. La muerte lo contemplaba todo ese tiempo; primero,
estaba decidida a llevárselo en cuanto lo viera, pero después, ante la pereza,
deshonestidad y altanería del hombre, decidió dejarlo un rato.
Cuando su cuñado le consiguió
trabajo de vendedor en la empresa donde él laboraba, la muerte supo que pronto
lo tendría entre sus manos.
Durante un tiempo pareció
que la fortuna le sonreía: trabajaba cuatro horas al día, ganaba el dinero
necesario para comer atún, huevos y galletas saladas todas las tardes y los
fines de semana tenía a su amplia familia festejando en casa.
Sin embargo, como la
honestidad no embarró ni una sola capa de ella en las manos del hombre, al poco
tiempo se le ocurrió la flamante idea de auto robarse el vehículo proporcionado
por la empresa. Lo escondió en la casa
de un hermano y levantó el acta en el Ministerio Público. Ahí estuvo el
vehículo detenido durante un par de meses, hasta que él, inocente o tonto, aún
no sé a cuál de los dos ramos pertenece, decidió trasladar el auto hasta un
deshuesadero donde lo comprarían.
La autopista
México-Querétaro, viernes, seis de la tarde: el trafico insoportable como
siempre a la altura de La Quebrada. José, tranquilo, cantando alegre la música
tropical de su estación preferida, se detuvo cuando se encontró con los autos
parados por completo. Un estruendo, semejante a un bufido. José, alias “El
muerto”, observó a través del espejo retrovisor: un tráiler descendía a toda
velocidad procedente de Vallejo. Un sonido, luego otro y el tráiler embistiendo
los autos.
José se deshizo del cinturón
y pretendió salir, pero todo pasó tan rápido…
Un golpe.
Algo se rompe.
Algo se estrecha.
Gritos.
Confusión.
El tiempo se detiene o
parece más rápido.
José no sabe de él.
La muerte, tranquila,
sonriente, le ofrece la mano al hombre alto y de nariz prominente: “¿Creíste
que eras más listo que yo?”, le preguntó mientras lo hizo observar el accidente
y su cuerpo, con la cabeza recostada del lado izquierdo, entre entre los
fierros retorcidos.
-
¡Nadie
es más listo que yo! – le dijo ella sin dejar de sonreír para después
llevárselo consigo.
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