El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 14 de diciembre de 2018

Monotonía


Por María Celeste Vargas Martínez

Lunes, martes, miércoles…   jueves y viernes.
7:45 – Salir  apresurada de casa.
8:00 – Esperar en la parada la llegada del autobús. Pasa uno con dirección al Metro Politécnico, atrás otro… ¿y el Metro Rosario?
8:05 –  Como siempre el autobús va  lleno, sólo unos cuantos suben rápidamente  a la puerta y se arriesgan a irse “colgando”.
8:10 – Pasa otro autobús un poco vacío. Le hago la parada y subo rápidamente, de lo contrario me dejará.
8:22 – Hay que esperar cuatro altos en Avenida Presidente Juárez para poder seguir nuestro camino rumbo al metro. Luz roja, luego verde, después roja y así hasta que podemos pasar. Ya hay tráfico. Demasiado tráfico en toda la ciudad.
8:30 – Llego al Metro Rosario. La multitud sube las escaleras apresuradamente. Las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha para evitar problemas, aunque en la siguiente estación ambos sexos se mezclarán. Una pequeña fila espera en los torniquetes. Manos inquietas introducen velozmente los boletos. Todos pasan apresurados y bajan las escaleras para buscar un lugar en el andén. Esto es una carrera contra el tiempo. Como siempre, hay tumulto. Mucha gente esperando. Mujeres con traje sastre, faldas ajustadas y zapatos de tacón se apretujan  cerca de las vías. Cuando suban a los vagones habrá una mezcla de mil esencias y jabones. Si fuera Metro Toreo la situación sería diversa: una mezcla de sudores y otros olores totalmente desagradables. Por eso nunca me voy por allá, siempre me mareo ahí.
8:33 – Se escucha venir el Metro. Las mujeres se amontonan junto a las puertas tratando de alcanzar un asiento. El objetivo (como si fuera una prueba de fuego o una de esas películas gringas donde siempre se persigue algo): entrar primero y procurarse un lugar. Las puertas se abren. Ellas se amontonan, empujan y jalan. Hay pisotones  y algunas reclaman. Decido esperar,  siempre espero a que la multitud se disipe, después con tranquilidad entro, de todas formas nunca me hago de un asiento. Al subir al vagón ya ha comenzado el ritual.
8:35 – El Metro sale de la terminal. De sus bolsas, elemento nunca faltante en una dama, comienzan a salir: espejo, base de maquillaje, polvo translúcido, sombras, rímel, rubor, delineador, lápiz labial, y desde luego la siempre constante cuchara. Todo comienza. El espejo, el maquillaje  y el pulso perfecto de ellas hacen su trabajo. Parece no  importar que algunos miren con curiosidad, entre ellos yo,  sus secretos al maquillarse. Ellas lo hacen como si estuvieran solas, como si no hubiese nadie, o como si fuera su marido (ya acostumbrado a ésos menesteres) quien las observa. O quizá todo es tan normal, es parte de  la vida diaria. Me sorprende, siempre me sorprende la tranquilidad y desenfado con que se maquillan, yo no podría hacerlo al saberme observada.
8:42 – Al llegar a Metro Tacuba las damas están listas para comenzar el día. Ahora sí son ellas, perfectamente maquilladas, peinadas y ordenadas. La mayoría ha cambiado, ya no son los rostros pálidos y serios que subieron en la terminal de El Rosario. Ahora se ven más alegres, más enteras. Es como si una parte de su personalidad les haya sido devuelta. Las personas se apretujan dentro del vagón… ¿de donde sostenerse?
8:46 – Afortunadamente en Polanco baja la mayoría: hombres de traje (que se mezclaron con los vagones de mujeres en la estación Aquiles Serdán); mujeres con bolso y portafolio voluminoso. Ellos bajan y los demás nos acomodamos en un mejor lugar.
8:50 – Llegada a Tacubaya. Bajar rápidamente (aunque no lo quieras te bajan a empujones). Recorrer  pasillos. Subir escaleras mientras el ensordecedor uno-dos, uno-dos, del caminar de las personas ya no atrae la atención de alguien. Al principio me atormentaba ese sonido. Era como escuchar marchar al ejército. Ahora, ya no le hago caso. Cuando los ejércitos, como yo les digo,  bajan las escaleras, las cabezas van rectas y  los pies siguen firmes el camino. Cuerpos rígidos. Caras serias y duras. Rostros sin expresión son el reflejo de una vida sin sentido. Vivir para trabajar esa es la máxima. En ese momento sólo tienen un objetivo: llegar temprano a trabajar.  No quiero vivir para trabajar y menos encerrada en una oficina.
8:55 – Esperar la llegada del Metro. Es mejor dejar a los demás con sus empujones, yo entraré en el último momento.
9:05 – La llegada a la estación Centro Médico sigue igual, muchos desean salir y muchos más entrar. Algunas mujeres gritan, pero de nada les sirve porque igual serán empujadas. Ahora, a la derecha las mujeres y a la izquierda los hombres. Centro Médico, dirección Universidad está aún peor. Es necesario dejar pasar dos o tres trenes para poder abordar.
9:10 – Subo a un vagón. Algunas chicas nos acomodamos a un lado de la puerta, mientras la turba se aplasta entre sí, ni en los pasillos hay lugar. La entrada es más que a la fuerza. No se vale subir con calma, esperar a que la gente descienda del vagón ¡No! El calor adentro es insoportable. Ese hombre se ha quedado muy  cerca de aquella señora. Ella se empieza a incomodar, pero no puede moverse. Sus ojos lo miran, con ganas de gritarle: “¡Oye idiota busca otro lugar!”, pero calla. El hombre ni siquiera la ve.
9:20 – El vagón parece más vacío.
9:30 – Por fin Universidad. Tráfico, o sea gente,  en las escaleras y los torniquetes. Al llegar a la parada del micro que me llevará a TV Azteca grande es la sorpresa: la fila es tremenda.  Puedo irme en taxi, a un costado está la base, pero no me agrada la idea de ir sola con un desconocido. Mejor espero mi turno en la fila para tomar el micro.
9:40 –  Aguardar más de diez minutos para abordar.
10:00 – Llegué a  TV Azteca, al “Canal” como le dicen de cariño, al menos yo no le tengo tanto. Subir el puente que atraviesa  Periférico, dar los “Buenos Días” (después de dos horas de camino, de apretujones, manoseos, miradas incómodas y todo lo demás) al policía sonriente  y a  su deprimente acompañante que siempre viste de gris o verde y nunca saluda a nadie.
10:05 – El escritorio espera. Nadie ha llegado. Revisar el trabajo pendiente y empezar la labor diaria. Esperar…  Siempre espero la hora de salida cuando apenas acabo de llegar.
11:00 –  Mi Jefe llega y me saluda con su frase de siempre. No tengo ganas de hablar.
13:30 –  Es hora de salir. Primero una escala y después rumbo a casa.
14:00 – Después de un rato abordo el micro (¿o la micro?... Al menos es asexuada)  rumbo a Barranca del Muerto.
14:30 – Descender y caminar una cuadra para poder llegar al Metro. Al menos aquí mis pasos están tranquilos, pues siempre voy detrás de ese chico que sube todos los días, a la misma hora, en la parada de Las Flores. Tras de él es como si fuera acompañada. Me siento segura y aunque los demás me miren, siento como si él me cuidara. Como aquel día cuando un hombre, con muchas copas de más, se cruzó en nuestro camino, y el joven esperó a que yo pasara, y esperó hasta que ese hombre desapareció, sólo entonces continuó su andar. Después me alcanzó en el metro y me otorgó una bella sonrisa. ¡Lástima, no lo conozco!… Debería tener alguien para cuidarme. Nunca hay nadie conmigo. Él no está mal, pero al llegar a los andenes nos separamos: él prefiere quedarse en los vagones de en medio y yo en cambio sigo caminando hasta adelante (ahí casi no hay gente). Desde mi lugar lo veo subir al vagón y lo veo descender cuatro estaciones después. Tal vez su nombre es  Roberto. Sí, tiene cara de Roberto.
15:15 – Ya estoy en Metro Rosario, después de ver descender a muchas personas que ya no marchan con sus pasos apresurados, pero sí con caras cansadas, aburridas. No me gustaría parecerme a ellos.
15:20 – Tomo el transporte de regreso al hogar.
15:50 – ¡Hogar, Dulce Hogar! Pues no sé si sea tan dulce, pero al menos puedo descansar. Y lo demás ya mejor ni hablar, porque mañana todo será igual.

Sábado y domingo


4:00 –  El despertador suena como  loco, pero el ejercicio espera. Una hora y media de rutina.
7:30 – Es hora de bañarse. Después el ritual de todos los días: arreglo personal… y todo lo demás.
9:00 –  Hay que trabajar. Atender a la gente, recibir proveedores.
13:00 – La hora de la comida.
14:00 – Lo único provechoso de la semana es escribir, dejar que la pluma haga su trabajo.
16:30 – Nuevamente a trabajar.
19:00 – Es hora de cenar.
20:00 – 21:30 – Ver la televisión. Pensar, vagar en el vacío un largo rato (nada difícil para mí que nunca estoy en el planeta tierra) para después descansar. Y esto es todos los fines de semana cuando no voy a clases de Doblaje de Voz o a idiomas…  ¡Vaya semana tan pesada!

miércoles, 14 de noviembre de 2018

La lavandera y la puta



Por María Celeste Vargas Martínez

Estaban un día la lavandera y la puta
(una mosca y otra una cucaracha)
platicando por la mañana,
la primera reía complacida
la segunda a los vecinos criticaba:
“La conciencia muy negra deben de tener,
mira que poner una cámara”,
la lavandera a risotadas se mofaba.
 “Así han de ser”, la puta argumentaba.
Con los vecinos ella no trataba
porque el borracho, esposo de la lavandera,
muy mal de ellos hablaba:
“Sí amiguita, insoportables y gandallas:
mojan mi calle, hacen ruido, porque a las cinco se levantan
y  si lanzo un improperio
responden… nunca se callan.
Ella de mi acoso no se salva.
No son normales… ¡Trabajan!
¡Asean su casa!... ¡Madrugan!
¡Y jamás se emborrachan!”,
decía el borracho para con ella desahogar su alma.

Por ello la puta tampoco les hablaba.
“Ella parece criada, limpia su casa”,
dijo burlona la lavandera,
“Y él está fuera todo el día”,
aseveró la puta.
Y en lo que la puta no reparaba
era en su mote,
porque de eso no trabajaba,
más bien era fácil en la cama,
con uno y otro andaba,
a todos metía a casa
y sus sábanas ellos probaban,
los había de una noche, de una semana,
de meses y quizá de años algún papanatas,
y la lavandera limpiaba ropa ajena
… ¡Y también planchaba!
presumía y criticaba
pero al final era lavandera,
esposa de un borracho (escuálido parásito que ni a gusano llegaba)
y ninguna pensaba
            en su falta de autocrítica,
en su conciencia repleta de marañas
 y en el cerebro
            que a falta de uso en excremento se transformaba.

miércoles, 19 de septiembre de 2018

19 de septiembre de 1985


Hoy me he sentido como una cifra… Un número más establecido por la extraña costumbre moderna de contar todo. Hoy, se ha dicho que 1 de cada 3 mexicanos no recuerda el sismo del 19 de septiembre de 1985 porque nació después del fatídico año.
            Aquél 19 de septiembre me levanté a las siete de la mañana, la misma hora en que siempre me ponía de pie para ir a la escuela. Me vestí la falda gris a rayas y el suéter verde. Poco después ya estaba en la cocina desayunando, mis padres nunca permitieron que mis hermanos y yo fuéramos a la escuela sin los primeros alimentos del día. El huevo frito, un vaso de jugo de naranja, uno de leche  y un pan, nunca faltaban en la mesa antes de ir a  la escuela.  A las 7:19 mis ollas, jarros y vasos de barro – todos de juguete –  que pendían de la pared de la cocina, comenzaron a moverse. Primero muy lentamente, como si una ráfaga de aire se colocara por la puerta y los hiciera bailar a su antojo. Pero después el movimiento aumentó. Entonces mi  madre y yo salimos de la cocina: no sé si corriendo… no sé si despacio. Me quedé quieta en el pasillo mientras todo se movía. No podía caminar: la tierra se deslizaba bajo mis pies. El movimiento que comenzó lento se hizo más fuerte. Frente a mí, como a dos metros, un tambo repleto de agua se balanceaba  de un lado a otro derramando con fuerza el líquido. Parecía como si alguien lo sacudiera a propósito. Tuve miedo.
            No recuerdo qué pasó después. Tal vez salimos a la calle y observé los postes de la luz y los cables moviéndose… todo parece un sueño. Una imagen borrosa que no sé si perteneció a la realidad o a  la ficción de otro momento. A las ocho, ya estaba yo en mi salón, en el segundo piso de la escuela a la que asistía. Una enorme grieta, de piso a techo, en una de las paredes nos daba la bienvenida. Me senté en mi lugar y le pedí a mi compañera de banca que le sugiriera  a la maestra hablar sobre el sismo. Ella se puso de pie y fue donde la profesora, quien me volteó a ver con indiferencia y señaló: “¡No!… Para qué hablar de algo tan natural.” Y la clase comenzó. En ese momento ni ella ni nadie del salón sabía de los alcances que ese fenómeno natural había causado en el país, pero sobre todo en el Distrito Federal.
            Mi siguiente recuerdo es llevando a la escuela unas bolsas de arroz para los damnificados. El próximo es una mujer de mi calle hablando con terror del sismo y yo tratando de explicar, lo más científicamente que una niña puede hacerlo, el proceso de un movimiento telúrico. Pero qué sabe una niña de ésas cosas, porque inmediatamente la mujer me calló diciendo: “¡No… Sí Dios quiere la hoja del árbol se mueve!”.
            No recuerdo nada más. No recuerdo imágenes vistas en la televisión ni el dolor ni el espanto de mis padres ni el terror de los vecinos ni la desgracia ajena. No recuerdo nada. Ni siquiera la replica de la noche del 20 de septiembre que atrapó más personas entre los escombros y que hizo que la gente temerosa saliera a las calles a huir y rezar.
No tengo ninguna remembranza del Hotel Regis devastado, de Televisa en escombros ni de Tlatelolco.  No puedo evocar los rostros de dolor de las personas  atrapadas y su tranquilidad al ser rescatadas de entre los restos de los edificios. No recuerdo los voluntarios cargando cuerpos en camiones de transporte de material para construcción ni los médicos corriendo de un lado a otro tratando de multiplicase para ayudar más ni los ojos confundidos de las personas ante la imagen que tenían frente a sí… ni la desesperación de muchos al no encontrar a sus familiares. Sólo recuerdo a mi padre buscando al hijo de su tía, quien quedó bajo los escombros de un hotel en el Distrito Federal. Imagino el dolor de ella, la incertidumbre, pero lo siento lejano.
            Las imágenes que mi mente resguarda me las ha dado la televisión o la radio a lo largo de los años. Veo edificios destruidos, muertos, gente atrapada en inmuebles, recién nacidos rescatados de los escombros, la población volcada a la calle ayudando. Pero ninguna de esas imágenes pertenecen a ese pasado de hace más de 30 años. Es como si mi memoria jugara conmigo juegos de la infancia y escondiera, para siempre, esos recuerdos en el armario más olvidado de la mente: donde  nunca podré encontrarlos. Siento dolor, pero no ese vivido sino uno que pareciera ajeno y lejano… y duele más.
            Por eso, hoy me siento como una cifra… como si nunca hubiera vivido ese momento del 19 de septiembre de 1985, cuando todo se cimbró a las 7 de la mañana con 19 minutos y  México lloró.

martes, 14 de agosto de 2018

Cuando la luz se va


Mi abuela materna era bondadosa, dulce y ecuánime. Mujer trabajadora, pues desde antes de que el sol se pusiera en lo alto correteaba a los guajolotes para darles de comer. Su mirada, siempre serena, transmitía paz y su risa, discreta y limpia, se extendía a lo largo de las historias narradas. Una y otra vez me habló de brujas, bolas de fuego, toros, osos blancos apareciendo entre la lluvia, peces cayendo del cielo, hombres con cola de pescado que vivían en las aguas de la presa, niñas ciegas, sierpes  y  muchas historias que aún permanecen en mi mente.


La siguiente historia la hice basada en uno de sus relatos.


Por María Celeste Vargas Martínez

A mi abuela Francisca Cid,
por todas las historias transmitidas de boca en boca,
 surgidas en el campo mexicano.


El polvo me golpea en la cara y se cuela por la boca y la nariz. Los rayos del sol llegan a mi piel y la queman. El auto tras de mí se aleja pronto y se pierde en esa carretera polvorienta que lleva a la cabecera municipal. Contemplo la casa con sus paredes carcomidas y las tejas rotas a punto de venirse abajo.
El auto ha desaparecido por completo.
Mis ojos se fijan en los pequeños frutos colgando de ese árbol, por más de veinte años jamás ofreció nada a las bocas hambrientas de este campo ahora desolado. Dirijo mis pasos hasta él. El estrecho camino de piedra poco a poco se oculta bajo la tierra. Sonrío. Estiro el brazo y cojo el fruto: pequeño, de un verde puro. Lo limpio con mi camisa y me lo llevo a la boca. El sabor es dulce y su jugo refresca mi garganta. “Este árbol jamás dará peras”, dijo una vez mi abuela cuando quitó de una de sus ramas los calzones de mi primo. Su padre le había dicho que cuando una planta o árbol no florecía era necesario colgar en una de sus ramas unos calzones, de esta manera el árbol se apenaría y comenzaría a vivir. Ella lo hizo, pero después de un par de meses de no obtener resultados, tranquila, como era siempre, retiró la prenda del árbol y se encaminó a la cocina donde las llamas del fogón deshicieron la tela en minutos. Ella sólo suspiró… resignada.
            Regresé por el camino e introduje mi mano en la bolsa del pantalón. Saqué las llaves y las metí en la cerradura del pequeño portón que se abrió con un fuerte chasquido. Ahí estaba la casa, con su patio central, los corrales de las gallinas del lado derecho, las habitaciones del izquierdo y al fondo la cocina y ese moderno lavadero en el que mi abuela jamás se acostumbró a lavar su ropa. Atravieso el patio y dejo en él la pequeña mochila que pende de mi brazo. Me encamino a la cocina.  La puerta de madera sólo se sostiene con un par de clavos. La abro de un golpe y una nube de polvo se hace dentro. La mesa rectangular yace en medio del lugar, el fogón al fondo y el cuadrado lavadero para los trastos del lado derecho. Un viejo trastero, a punto de caerse, se encuentra de una pared que ya se ha separado de la casa y deja entrar una delgada línea de luz. A tientas busco el apagador, rogando que la compañía de luz se haya olvidado de esta casa abandonada: el foco se enciende. Una gruesa capa de polvo cubre ese fogón  que en mis  primeros años alimentó mi hambre y calmó mi frío.
Cierro los ojos y la veo ahí de pie junto al fuego haciendo tortillas: su cabello grueso sujeto en dos trenzas, la piel ya morena y curtida por el sol, las manos callosas del constante trabajo en el campo, sus ojos inquietos siempre hurgando todo y su sonrisa de niña, colocada en el momento preciso en sus labios resecos. Le sonrío y ella me corresponde. Me ofrece una tortilla con un poco de sal. La tomo y su tenue calor invade mi mano. Después, pone sobre mis manos un jarro con té de cedrón… el aroma de la bebida inunda mi nariz. 
            Cada noche, por diez años, mi abuela y  mis primos nos reuníamos en la cocina. De uno en uno atravesábamos la puerta de madera para probar el bolillo que no era recién hecho y el café de olla. Y mientras los alimentos eran devorados  por esos niños que trabajaban todo el día  en el campo, ella nos hablaba de los peligros  que encerraba la noche.
“Cuando la luz se va – decía ella, y al hacerlo sus ojos se  perdían en algún lugar –  ellas salen de sus escondites y se transforman. Deben cuidarse muy bien, porque siempre buscan niños para calmar su sed”. Cómo temblaba cuando veía que su vista vagaba por la habitación, sabía que ese era el momento cuando aquellos seres comenzarían a danzar en los labios de mi abuela. Entonces, iniciaban las narraciones de las mujeres de la noche quienes se quitaban sus piernas humanas para colocarse unas de guajolote y transformadas en bolas de fuego, danzaban alegres entre los árboles del río para después  volar sobre las casas desperdigadas de ese pueblo que poco a poco se iba extinguiendo. Cuando encontraban algún infante, entraban en las habitaciones por la rendija más pequeña de la puerta, dormían a los padres y bebían alegres la sangre de los niños. Y antes de que el gallo lanzara su cantar, a través de los cerros, para despertar al sol que aún dormía a lo lejos, ellas regresaban a sus casas a colocarse sus piernas humanas y caminar por la tierra como cualquiera.
-          En una ocasión, el esposo de una de ellas la espió y vio cuando ella guardaba sus piernas de guajolote en el fogón. Por la tarde, cuando ella fue al campo, él tomó las piernas y las quemó en la lumbre. Y cuando ella las buscó no las encontró, lloró como niña y se quedó siempre como humana, pues ya no tenía la manera de transformarse – nos decía mi abuela mientras bebía a sorbos pequeños su café.
-          Si alguien destruye sus piernas, ¿entonces ya no puede convertirse en bruja? – preguntó asustado mi primo Ramiro.
-          No – señaló ella. Y si el canto del gallo la sorprende en alguna casa, no podrá salir de ella hasta que el dueño le otorgue su permiso para irse. Don Francisco encontró a una en su cuarto y ella sólo dijo: “Canta gallo, quédate aquí”. 
Sí, siempre escuchábamos sus historias, a pesar de que ya nos las sabíamos de memoria.
Pero mi abuela no sólo nos hablaba de esas mujeres, sino también de la manera de combatirlas. Sabíamos que una bruja no entraba en la casa cuando se atravesaba en la puerta una escoba y se colocaban unas tijeras completamente abiertas. Si una de ellas pretendía entrar, las tijeras se cerraban y la mujer quedaba atrapada, hasta que el dueño de la casa la liberaba o la entregaba al pueblo.
-          La mujer de don Aurelio se encontró a su comadre sentada junto a la puerta. Asustada, le preguntó: “¿Comadre, qué hace aquí?”. Y la mujer sólo dijo: “Cómo quieres que me vaya a mi casa si me amarraste con las tijeras.”
Así que antes de ir a dormir, mi abuela colocaba en la “pieza grande”, como ella decía, una escoba cruzada y unas tijeras abiertas… de esta manera la maldad no entraba. Por si fuera poco, también nos obligaba a ponernos la playera al revés y antes de persignarnos, comprobaba que nuestra prenda de vestir estuviera volteada. Lo mismo hacíamos cuando, al caminar por el bosque, ruidos extraños comenzaban a escucharse a nuestras espaldas. Nunca volteábamos, era otra regla: jamás voltear cuando sentías a alguien tras de ti. Simplemente nos quedábamos quietos y con la mayor rapidez  volteábamos la camisa. Entonces, nuestro pecho poco a poco empezaba a latir  más lentamente, nuestros pies temblorosos reanudaban el  paso, los ruidos desaparecían y nadie nos hacía daño.
-          Y si ves a algún aparecido trata de platicar con él, porque si no lo haces seguramente querrá hacerte algo muy malo – me dijo mi abuela al ofrecerme otro taco.
-          Abuela, sabes muy bien que nada de eso es verdad. En diez años que viví aquí jamás me pasó nada – aclaré con una ligera sonrisa.
-          Nunca te pasó nada porque siempre seguiste mis consejos, pero todavía las mujeres de la noche andan por ahí… aún debes cuidarte – señaló ella clavando sus ojos verdosos en los míos.
Y al decir la última palabra su figura se desvaneció frente a mí y me quedé con ese suave olor a tortillas recién hechas. Me incorporé: el sol ya se había ido. Recogí mi maleta y abrí la pieza grande, que parecía ser el único lugar por el que los años no habían pasado. Los muebles habían sido vendidos por un tío que debía completar el pago del pollero para pasarlo al otro lado. En un rincón había un catre. Lo extendí y lo preparé para dormir: por la mañana llegaría un hombre que estaba dispuesto a comprar estas tierras.
Cuando la noche cubrió por completo el campo, las luciérnagas comenzaron a volar, calenté un poco de comida en el fogón y salí al patio a contemplarlas moviéndose luminosas por todas partes. Las estrellas se veían inmensas desde aquí. Cómo extrañaba este cielo lleno de luces. De reojo, vi una luz a la orilla del río, caminé hacia la puerta para ver mejor. Pensé que alguien estaría haciendo una fogata, mas la luz se movió: pasaba de un árbol a otro con gran agilidad. Un ligero frío recorrió mi cuerpo y mi pecho empezó a hacerse de más aire. Otra luz se unió a la primera y luego una tercera. Retrocedí un par de pasos y mis piernas parecieron titubear. Las luces comenzaron a acercarse, pero entonces me di cuenta que ya no eran tales, sino grandes bolas de fuego que se deslizaban veloces por lo negro de la noche.  Traté de quitarme la chamarra, pero mi brazo quedó aprisionado por una de las mangas. Quise desabrochar mi camisa y cuando levanté el rostro contemplé los ojos negros de tres mujeres, sonrientes, de pie frente a mí.
Cuando el sol salió, una camioneta se detuvo frente a la casa. Un hombre gordo y de camisa a cuadros se acercó a la anciana mujer que barría tranquila  el camino de piedra.
-          Disculpe madre, busco a Pablo Gómez, dijo que hoy me enseñaría las tierras – señaló el hombre mientras contemplaba a la mujer.
-          Él dijo que todo eran supersticiones y ayer eso en lo que no creía se lo llevó. Jamás lo volveremos a ver – agregó ella con una lágrima deslizándose por su mejilla.
El hombre la contempló sin saber a qué se refería. Caminó  un par de pasos y miró por la puerta esperando encontrar adentro a alguien más.
-          Pero él me dijo que viniera hoy… me enseñaría las tierras, quiero comprarlas – aclaró el hombre extrañado.
-          Estas tierras nadie las comprará… ellas vagan en la noche y de uno a uno se han llevado a todos. ¿Por qué cree que el pueblo está vacío? – dijo la mujer que en ese momento dejó de barrer. Será mejor que se vaya de aquí, pero antes no olvide ponerse la camisa al revés, porque ellas pueden fijarse en usted y no lo dejarán ir.