Mi abuela materna era bondadosa, dulce y ecuánime. Mujer trabajadora, pues desde antes de que el sol se pusiera en lo alto correteaba a los guajolotes para darles de comer. Su mirada, siempre serena, transmitía paz y su risa, discreta y limpia, se extendía a lo largo de las historias narradas. Una y otra vez me habló de brujas, bolas de fuego, toros, osos blancos apareciendo entre la lluvia, peces cayendo del cielo, hombres con cola de pescado que vivían en las aguas de la presa, niñas ciegas, sierpes y muchas historias que aún permanecen en mi mente.
La siguiente historia la hice basada en uno de sus relatos.
A mi abuela Francisca Cid,
por todas las historias transmitidas
de boca en boca,
surgidas en el campo mexicano.
El polvo me
golpea en la cara y se cuela por la boca y la nariz. Los rayos del sol llegan a
mi piel y la queman. El auto tras de mí se aleja pronto y se pierde en esa
carretera polvorienta que lleva a la cabecera municipal. Contemplo la casa con
sus paredes carcomidas y las tejas rotas a punto de venirse abajo.
El auto ha desaparecido por completo.
Mis ojos se fijan en los pequeños frutos colgando de ese
árbol, por más de veinte años jamás ofreció nada a las bocas hambrientas de
este campo ahora desolado. Dirijo mis pasos hasta él. El estrecho camino de
piedra poco a poco se oculta bajo la tierra. Sonrío. Estiro el brazo y cojo el
fruto: pequeño, de un verde puro. Lo limpio con mi camisa y me lo llevo a la
boca. El sabor es dulce y su jugo refresca mi garganta. “Este árbol jamás dará
peras”, dijo una vez mi abuela cuando quitó de una de sus ramas los calzones de
mi primo. Su padre le había dicho que cuando una planta o árbol no florecía era
necesario colgar en una de sus ramas unos calzones, de esta manera el árbol se
apenaría y comenzaría a vivir. Ella lo hizo, pero después de un par de meses de
no obtener resultados, tranquila, como era siempre, retiró la prenda del árbol
y se encaminó a la cocina donde las llamas del fogón deshicieron la tela en
minutos. Ella sólo suspiró… resignada.
Regresé por el camino e introduje mi
mano en la bolsa del pantalón. Saqué las llaves y las metí en la cerradura del
pequeño portón que se abrió con un fuerte chasquido. Ahí estaba la casa, con su
patio central, los corrales de las gallinas del lado derecho, las habitaciones
del izquierdo y al fondo la cocina y ese moderno lavadero en el que mi abuela
jamás se acostumbró a lavar su ropa. Atravieso el patio y dejo en él la pequeña
mochila que pende de mi brazo. Me encamino a la cocina. La puerta de madera sólo se sostiene con un
par de clavos. La abro de un golpe y una nube de polvo se hace dentro. La mesa
rectangular yace en medio del lugar, el fogón al fondo y el cuadrado lavadero
para los trastos del lado derecho. Un viejo trastero, a punto de caerse, se
encuentra de una pared que ya se ha separado de la casa y deja entrar una
delgada línea de luz. A tientas busco el apagador, rogando que la compañía de
luz se haya olvidado de esta casa abandonada: el foco se enciende. Una gruesa
capa de polvo cubre ese fogón que en
mis primeros años alimentó mi hambre y calmó
mi frío.
Cierro los ojos y la veo ahí de pie junto al fuego haciendo
tortillas: su cabello grueso sujeto en dos trenzas, la piel ya morena y curtida
por el sol, las manos callosas del constante trabajo en el campo, sus ojos
inquietos siempre hurgando todo y su sonrisa de niña, colocada en el momento
preciso en sus labios resecos. Le sonrío y ella me corresponde. Me ofrece una
tortilla con un poco de sal. La tomo y su tenue calor invade mi mano. Después,
pone sobre mis manos un jarro con té de cedrón… el aroma de la bebida inunda mi
nariz.
Cada noche, por diez años, mi abuela
y mis primos nos reuníamos en la cocina.
De uno en uno atravesábamos la puerta de madera para probar el bolillo que no
era recién hecho y el café de olla. Y mientras los alimentos eran
devorados por esos niños que trabajaban
todo el día en el campo, ella nos
hablaba de los peligros que encerraba la
noche.
“Cuando la luz se va – decía ella, y al hacerlo sus ojos
se perdían en algún lugar – ellas salen de sus escondites y se
transforman. Deben cuidarse muy bien, porque siempre buscan niños para calmar
su sed”. Cómo temblaba cuando veía que su vista vagaba por la habitación, sabía
que ese era el momento cuando aquellos seres comenzarían a danzar en los labios
de mi abuela. Entonces, iniciaban las narraciones de las mujeres de la noche
quienes se quitaban sus piernas humanas para colocarse unas de guajolote y
transformadas en bolas de fuego, danzaban alegres entre los árboles del río
para después volar sobre las casas
desperdigadas de ese pueblo que poco a poco se iba extinguiendo. Cuando encontraban
algún infante, entraban en las habitaciones por la rendija más pequeña de la
puerta, dormían a los padres y bebían alegres la sangre de los niños. Y antes
de que el gallo lanzara su cantar, a través de los cerros, para despertar al
sol que aún dormía a lo lejos, ellas regresaban a sus casas a colocarse sus
piernas humanas y caminar por la tierra como cualquiera.
-
En una ocasión, el esposo de una de
ellas la espió y vio cuando ella guardaba sus piernas de guajolote en el fogón.
Por la tarde, cuando ella fue al campo, él tomó las piernas y las quemó en la
lumbre. Y cuando ella las buscó no las encontró, lloró como niña y se quedó
siempre como humana, pues ya no tenía la manera de transformarse – nos decía mi
abuela mientras bebía a sorbos pequeños su café.
-
Si alguien destruye sus piernas,
¿entonces ya no puede convertirse en bruja? – preguntó asustado mi primo
Ramiro.
-
No – señaló ella. Y si el canto del
gallo la sorprende en alguna casa, no podrá salir de ella hasta que el dueño le
otorgue su permiso para irse. Don Francisco encontró a una en su cuarto y ella
sólo dijo: “Canta gallo, quédate aquí”.
Sí, siempre escuchábamos sus historias, a pesar de que ya nos
las sabíamos de memoria.
Pero mi abuela no sólo nos hablaba de esas mujeres, sino
también de la manera de combatirlas. Sabíamos que una bruja no entraba en la
casa cuando se atravesaba en la puerta una escoba y se colocaban unas tijeras
completamente abiertas. Si una de ellas pretendía entrar, las tijeras se
cerraban y la mujer quedaba atrapada, hasta que el dueño de la casa la liberaba
o la entregaba al pueblo.
-
La mujer de don Aurelio se encontró
a su comadre sentada junto a la puerta. Asustada, le preguntó: “¿Comadre, qué
hace aquí?”. Y la mujer sólo dijo: “Cómo quieres que me vaya a mi casa si me
amarraste con las tijeras.”
Así que antes de ir a dormir, mi abuela colocaba en la “pieza
grande”, como ella decía, una escoba cruzada y unas tijeras abiertas… de esta
manera la maldad no entraba. Por si fuera poco, también nos obligaba a ponernos
la playera al revés y antes de persignarnos, comprobaba que nuestra prenda de
vestir estuviera volteada. Lo mismo hacíamos cuando, al caminar por el bosque,
ruidos extraños comenzaban a escucharse a nuestras espaldas. Nunca volteábamos,
era otra regla: jamás voltear cuando sentías a alguien tras de ti. Simplemente
nos quedábamos quietos y con la mayor rapidez
volteábamos la camisa. Entonces, nuestro pecho poco a poco empezaba a
latir más lentamente, nuestros pies
temblorosos reanudaban el paso, los
ruidos desaparecían y nadie nos hacía daño.
-
Y si ves a algún aparecido trata de
platicar con él, porque si no lo haces seguramente querrá hacerte algo muy malo
– me dijo mi abuela al ofrecerme otro taco.
-
Abuela, sabes muy bien que nada de
eso es verdad. En diez años que viví aquí jamás me pasó nada – aclaré con una
ligera sonrisa.
-
Nunca te pasó nada porque siempre
seguiste mis consejos, pero todavía las mujeres de la noche andan por ahí… aún
debes cuidarte – señaló ella clavando sus ojos verdosos en los míos.
Y al decir la última palabra su figura
se desvaneció frente a mí y me quedé con ese suave olor a tortillas recién
hechas. Me incorporé: el sol ya se había ido. Recogí mi maleta y abrí la pieza
grande, que parecía ser el único lugar por el que los años no habían pasado.
Los muebles habían sido vendidos por un tío que debía completar el pago del
pollero para pasarlo al otro lado. En un rincón había un catre. Lo extendí y lo
preparé para dormir: por la mañana llegaría un hombre que estaba dispuesto a
comprar estas tierras.
Cuando la noche cubrió por completo el campo, las luciérnagas
comenzaron a volar, calenté un poco de comida en el fogón y salí al patio a
contemplarlas moviéndose luminosas por todas partes. Las estrellas se veían
inmensas desde aquí. Cómo extrañaba este cielo lleno de luces. De reojo, vi una
luz a la orilla del río, caminé hacia la puerta para ver mejor. Pensé que
alguien estaría haciendo una fogata, mas la luz se movió: pasaba de un árbol a
otro con gran agilidad. Un ligero frío recorrió mi cuerpo y mi pecho empezó a hacerse
de más aire. Otra luz se unió a la primera y luego una tercera. Retrocedí un
par de pasos y mis piernas parecieron titubear. Las luces comenzaron a
acercarse, pero entonces me di cuenta que ya no eran tales, sino grandes bolas
de fuego que se deslizaban veloces por lo negro de la noche. Traté de quitarme la chamarra, pero mi brazo
quedó aprisionado por una de las mangas. Quise desabrochar mi camisa y cuando
levanté el rostro contemplé los ojos negros de tres mujeres, sonrientes, de pie
frente a mí.
Cuando el sol salió, una camioneta se detuvo frente a la
casa. Un hombre gordo y de camisa a cuadros se acercó a la anciana mujer que
barría tranquila el camino de piedra.
-
Disculpe madre, busco a Pablo
Gómez, dijo que hoy me enseñaría las tierras – señaló el hombre mientras
contemplaba a la mujer.
-
Él dijo que todo eran
supersticiones y ayer eso en lo que no creía se lo llevó. Jamás lo volveremos a
ver – agregó ella con una lágrima deslizándose por su mejilla.
El hombre la contempló sin saber a qué se refería.
Caminó un par de pasos y miró por la
puerta esperando encontrar adentro a alguien más.
-
Pero él me dijo que viniera hoy… me
enseñaría las tierras, quiero comprarlas – aclaró el hombre extrañado.
-
Estas tierras nadie las comprará…
ellas vagan en la noche y de uno a uno se han llevado a todos. ¿Por qué cree que
el pueblo está vacío? – dijo la mujer que en ese momento dejó de barrer. Será
mejor que se vaya de aquí, pero antes no olvide ponerse la camisa al revés,
porque ellas pueden fijarse en usted y no lo dejarán ir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario