El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

lunes, 27 de junio de 2016

Manos


Por María Celeste Vargas Martínez

Un rayo de luna se cuela por la pequeña ventana e ilumina los bultos tirados sobre el piso: ropa sucia, rostros cansados, manos callosas y la pobreza adherida a la piel. Afuera, cientos de sonidos entre mezclados  se combinan con el viento. Abultadas gotas de sudor resbalan por mis sienes. Las noches son calurosas y los días más. Mis ojos se niegan al sueño y sólo me dedico a contemplar el hueco en la pared. Mi  madre decía que mis ojos eran negros, profundos como la noche y al verlos la paz llegaba a ella. Ahora, no sé cómo son mis ojos ni si aún propaguen la paz para los demás.
             Mi bisabuelo me contó que hace muchos, pero muchos años,  zarpaban enormes barcos repletos de negros. Atravesaban los mares, desnudos y encadenados, y con poco alimento cuando bien les iba. Llegaban hasta tierras lejanas donde los hombres blancos, de ropa limpia y olorosa, inspeccionaban sus dientes, sus cuerpos y tras el pago se los llevaban con ellos. Su vida transcurría bajo los rayos del sol y si las enfermedades no los mataban lo hacían los mismos hombres. Y cuando un barco era sorprendido en altamar parte de la carga iba dar al fondo de las aguas. El llanto, los gritos y el terror se apoderaban de todos.
Los ojos de mi bisabuelo se nublaban cuando llegaban a él las imágenes pasadas de boca en boca. Entonces se acercaba el cigarro a los labios, aspiraba fuertemente  y después de un instante lanzaba el humo al viento. Y una leve ráfaga lo llevaba lejos: atravesaba el  pueblo, el río, la selva, las montañas y se elevaba hasta las nubes donde desaparecía. Él decía que así el hombre se deshacía de los malos recuerdos, pero sólo por un tiempo porque al caer la lluvia los traía consigo y los depositaba en los ojos de los hombres, de donde resbalaban y se adherían a su piel. Sólo así ningún ser humano podía olvidar los recuerdos, las historias que han formado parte de su vida y de sus antepasados.
Hace cientos de años de ello y  para mí parece tan cercano. No tengo fuertes dientes, mi cuerpo es débil y delgado. Es más ni si quiera soy un hombre, apenas tengo diez años. Pero yo también he zarpado en barco, atravesado el mar escondido entre cajas y otros niños, y por mí también han pagado.
Mi nombre es Onome y desde hace un par de años estoy aquí en los plantíos de cacao de Costa de Marfil. Nací en una pequeña aldea cerca del río Kuilú. Mi padre, Accre, tiene cuatro esposas con seis hijos cada una. Yo nací de la última y más joven, con menos de treinta años encima y con el hambre pegada a los huesos. Desde los cuatro años la acompañaba al mercado empujando un destartalado carro de hojalata en el que vendíamos bebidas, café y todo cuanto fuera vendible. Aprendí a reñir con los hombres que pretendían irse sin pagar, a deshacerme del calor bajo la sombra del carro, y a engañar el hambre con los múltiples olores que inundaban el mercado.  Al llegar a casa ayudaba a mi padre en las labores del campo y cuidaba a mis hermanos menores. Pero un día un hombre llegó, habló con mi padre y los ancianos del consejo. Cuando los vi salir de la pequeña habitación el hombre sonreía y le entregaba a mi padre un fajo de dinero. Mi madre me hizo saber que debía abandonar la aldea y seguir a aquél hombre: “Sólo por un par de años, después regresarás con mucho dinero”.  Vi los ojos tristes de mi madre mientras apretaba a mi hermano más pequeño contra su cuerpo. Esa misma tarde mi padre se gastó una parte de los quince euros que recibió por mí, bebiendo con sus amigos. Después aquel hombre alto, delgado, de mirada penetrante vino por mí y cinco niños más. Todos partimos cuando los sonidos de la selva comenzaban a inundar la noche. Yo era el más joven del grupo. Todos caminamos en silencio a las orillas del río  Kuilú. Nuestros estrechos pies se impregnaban de la tierra suelta del camino y las delgadas sandalias, remendadas una y otra vez, parecían que darían su último respiro. Nuestros pasos eran apresurados, guiados por la sombra silenciosa del hombre alto.
Después de caminar un par de horas llegamos cerca de otro poblado donde un  vehículo esperaba. Nos subimos rápidamente a él y nos acomodamos en los lugares vacíos, pues había más niños y el chofer aguardando nuestra llegada. El viaje fue largo y desde mi lugar sólo podía ver la cabeza rapada de un niño mayor. El carro saltaba constantemente por lo estrecho y descuidado del camino y el crujir de la hojalata me hacía pensar en que mi madre empujaría sola el carrito al mercado. Antes de llegar a un retén el hombre que me había comprado bajó del carro para charlar con los guardias. Me levanté un poco y asomé los ojos por el maltratado vidrio, lo vi a él y a los sonrientes  guardias recibir dinero. Regresó al auto, pasamos sin problemas. A lo largo del viaje el auto se detuvo un par de veces más, el hombre bajaba y yo imaginaba las escenas siguientes. Tenía hambre, no había comido nada desde la mañana e imagino que los otros niños estaban igual. Paramos  cuando el sol estaba a punto de salir.  Llegamos a un poblado donde una leve brisa nos daba de lleno en el rostro.  Los hombres guardaron el carro en un viejo edificio y nos indicaron que durmieras un rato. Nos acostamos sobre el piso viejo, uno cerca del otro.
Un par de horas después el sol me dio de lleno en la cara y pude ver  al hombre alto que entraba al lugar llevando consigo unas bolsas de plástico. Un fuerte olor invadió mi nariz y entró de golpe a mi estómago: “Despiértalos”, le dijo al chofer. Yo me incorporé en cuanto lo sentí venir y algunos de los niños también: el olor los había despertado. Todos teníamos hambre, pero  nadie estaba dispuesto a hablar. Nos ofrecieron un poco de pan con pescado, que en realidad no sabía tan bien, pero servía para aplacar el hambre. “Ya hablé con el capitán: todo está bien”, dijo el hombre al chofer mientras le ofrecía pan y café.
Seguía con hambre. La comida sólo había despertado más mi estómago vacío, pero ya no había nada en la bolsa. Miré a los otros niños, mis cinco acompañantes eran vecinos de la aldea, los diez niños más no los conocía. Sólo cinco de ellos se veían más jóvenes que yo, los demás eran mayores. Los pequeños iban descalzos, con pantalones cortos y desgastados y camisas sin mangas que en otro tiempo  fueron de colores claros. Sus ojos inspeccionaban todo cuanto había en esa gran habitación que servía de garage  y cuarto de trebejos. Parecían asustados y  dos de ellos tal vez eran hermanos, siempre estaban juntos, compartían la comida y se cuidaban de los demás.
Pasamos el día encerrados en esa habitación escuchando a lo lejos los gritos de la gente en algún mercado,  y extraños sonidos, como de bramidos de un gran animal enojado.  Por la tarde, uno de los niños mayores se dirigió a los hombres y les exigió alimento. El chofer rió y el hombre alto golpeó al niño en la cabeza: “Se comerá cuando yo diga”, ladró.  Un par de horas después salió para regresar casi de inmediato llevando consigo una bolsa con algo. Nos arrojó el contenido y varias frutas rodaron hasta nuestros pies. Nos lanzamos sobre ellas y las devoramos inmediatamente.
Al anochecer nos pusimos en marcha. Caminamos  por varias calles hasta que llegamos a un lugar donde barcos aguardaban. Imaginé que esos grandes animales eran los que rugían durante el día. Rodeamos un viejo edificio construido de madera maltrecha y con olor a orines. Llegamos hasta un roído barco, que en sus buenos tiempos había sido rojo. Jamás había visto uno de cerca. Sólo los conocía por las historias de mi bisabuelo. Eran enormes e imaginé cuántas personas podían guardar en sus entrañas y entonces me dio miedo.  Mi estómago comenzó a temblar y pensé que nos desnudarían y encadenarían ahí adentro. Retrocedí, pero el chofer me dio un empujón.  Mis manos comenzaron a temblar y mis ojos inspeccionaban el lugar: cientos de cajas apiladas aquí y allá, un edificio viejo con una débil luz pendiendo de una roída lámpara y dos autos con policías se divisaban a lo lejos, en la entrada de una calle estrecha. Un par de guardias se acercaron a nosotros y recibieron  su respectivo pago, después de reñir un poco con el hombre alto. Subimos al barco por una escalinata de madera. Al llegar un hombre viejo  y de barba blanca nos recibió sonriente: “¡Ah, buena compra muchacho! Con ellos el barco está lleno”, dijo a los hombres. Otro hombre, pequeño y de grandes manos nos indicó el camino. De reojo vi a aquellos despedirse. Bajamos por una escalinata de metal, llegamos hasta una oscura bóveda  donde todo era silencio y un olor pestilente inundaba el aire que debía ser puro.  El hombre nos dejó ahí y puso en nuestras manos un poco de pan. Lo devoramos inmediatamente.
Sólo cuando se escuchó el ruido de sus zapatos chocando contra el último escalón, una tenue luz se hizo de la nada: cientos de rostros estaban ante nosotros. En el lugar había algunas cajas apiladas y niños, mujeres y adultos con ojos asustados apretujados unos contra otros. Se escuchó el llanto de un bebé.
El barco comenzó a moverse y nuestros cuerpos a titubear. Al  principio el movimiento era lento, después aumentó su intensidad… mi estómago comenzó a protestar.  Durante el viaje, algunos hablaban del dinero que ganarían pizcando  café en las tierras fértiles de Costa de Marfil. Otros hacían planes diciendo qué se comprarían después de un par de años de trabajar. Yo no sabía qué decir. Uno de mis hermanos mayores había partido  al lugar años atrás y regresó diferente. Ya no sonreía, sus manos eran rudas, sus ojos perversos y su cuerpo estaba lleno de cicatrices, aunque con dinero en los bolsillos.
Pasamos largas horas en ese lugar. De vez en vez se escuchaba el llanto de un niño y una madre le cantaba en voz baja una canción de cuna que también me arrullaba a mí. Después de algunas  horas, el barco comenzó a  moverse más… los que habíamos logrado dormir despertamos de súbito. Los apresurados pasos de un hombre bajando por la escalera nos pusieron alerta. “Vamos, vamos, todos deben subir”, dijo mientras daba empellones a los más cercanos a él. Subimos corriendo las estrechas escaleras, y  ya cerca de la salida perdí una de mis sandalias. No tuve tiempo de regresar pues otros niños apresuraban mis pasos. Salimos  todos de nuestro escondite. La noche era negra e inmensa. El cielo estrellado y  sólo una luz tenue se acercaba. El capitán del barco dijo a un par de hombres de su tripulación: “Están a media hora de nosotros”,  fue todo y regresó  por donde había venido. El llanto se hizo presente. Mi corazón estaba a punto de salir del pecho y mi cuerpo húmedo temblaba.  Miré a mi alrededor: los niños pequeños lloraban, las mujeres abrazaban a sus hijos con gruesas lágrimas en los ojos y los hombres, con los ojos enormes queriendo salirse de las cuencas, veían despavoridos hacia todos lados. La luz se acercó  y una especie de puente de madera llegó hasta nuestros pies. “Suban”, gritó el capitán. Apresurados obedecimos. El puente era estrecho, nuestros pasos rápidos y algunos titubearon en la oscuridad de la noche y sólo escuché sus gritos y el choque de sus cuerpos cayendo al mar. Pasamos a  un barco  todavía más viejo  que el anterior.
-          Estarán aquí pronto  - dijo el viejo capitán a un hombre más joven del otro barco.
-          ¿Cómo supieron?  - preguntó aquél.
-          ¡Esos malditos saben todo! Si me atrapan con esta carga no saldré jamás de prisión - señaló al capitán alterado.
-          No hay lugar para todos  - musitó el más joven.
-          Y, ¿qué hago con ellos? - interrogó el capitán enfadado.
-          Tú sabrás… ¡El mar acepta todo!  - gritó el hombre mientras ordenaba a los suyos quitar el puente.
Volteé y vi los ojos extrañados de quienes se quedaron a bordo. Algunos hombres trataron de saltar, pero no alcanzaron su objetivo. Entre los que se quedaron pude ver a los pequeños hermanos que se abrazaban mientras sus ojos eran devorados por el espanto. Los hombres del capitán acercaban a ellos toneles y otros objetos de donde amarraban largas cuerdas. El golpe de un niño me hizo vigilar mis pasos. Bajamos hasta un lugar no tan grande como el primero, pero con poco espacio. Había más niños y niñas y algunos hombres y mujeres, y en poco tiempo el calor se hizo insoportable. Un penetrante olor a orines y excremento  invadió inmediatamente el espacio. Algunos  sollozos  se dejaban oír de vez en cuando, pero el silencio reinó por un largo rato.
Después del susto alguien dijo: “Su barco fue alcanzado por las autoridades”, y al decirlo lo hacía con temor y orgullo de que el de ellos hubiera salido bien librado.
No había espacio para  recostarnos o por lo menos sentarnos. Si alguien hacía eso seguramente sería aplastado. El oxígeno se hizo caliente y pesado. De  pronto sentía cómo mi pecho se aceleraba más y más. Algunos comenzaron a gritar, un par de  mujeres cayeron al piso.  Después de una hora, tal vez, una puerta se abrió en lo alto y una leve brisa entró de repente y refrescó el ambiente.
Por la mañana el sol iluminó el lugar. Los hombres del barco arrojaron un poco de agua y trozos de fruta y pan. Quienes lograron hacerse de algunos pudieron comer. A las pocas horas el barco se  detuvo, pero no salimos hasta caída la   tarde cuando nos indicaron que lo hiciéramos. Descendimos. El piso se movía bajo mis pies. Unos viejos autobuses nos esperaban. Hicimos filas y antes de subir a los vehículos alguien puso en nuestras manos una fruta. La comí frenético.  Llegamos a una finca cuando el sol aún no se metía. Bajamos  y un grupo de hombres esperaba al lado de los autobuses. Nos formaron por tamaños y ellos se acercaron a nosotros. Nos señalaban y otros hombres nos apartaban y formaban más grupos. Después, subí a otro auto con varios niños y algunos adolescentes. Un hombre viejo nos miraba con una leve sonrisa en el rostro.
            Ya entrada la noche llegamos a otra finca. Descendimos del vehículo  y unas mujeres, negras y delgadas como la noche,  nos ofrecieron algunas mantas y un poco de alimento. Ese día dormimos al aire libre.
             A la mañana siguiente nos levantó temprano la voz de un negro prominente y chimuelo. Puso en mis manos un asador y unos trozos de madera: “Tienen que hacer los tabiques para construir las casas”,  bufó y nos miró con recelo a todos. Seguimos a un par de adolescentes delgados. A media mañana ya estaba con los pies embadurnados de lodo y sin saber dónde había quedado mi otra sandalia.  Hacíamos los  tabiques y cuando estaban secos los apilábamos de siete en siete sobre nuestras cabezas para llevarlos donde otros niños se dedicaban a la construcción de las casas.  Los primeros días creí no poder. El lodo se deshacía en mis manos y ningún ladrillo salía de ahí, pero  cada golpe del hombre chimuelo  me hizo no dudar y aprender rápido. 
            Después de construir la casa, llegó la pizca. Desde temprano nos levantaba aquel hombre y con un golpe en la cabeza rapada nos hacía saber que era hora de comenzar a trabajar. A medio día llegaban hasta nosotros un par de adolescentes cargando unas ollas. Una de ellas delgada y de largos y gruesos huesos, la otra pequeña y cabello enredado en el cráneo. Mientras una de ellas servía la escasa comida, el hombre chimuelo se llevaba a la otra hasta las casas donde hacía lo que hacían los mayores. Cada día se llevaba a una diferente y cada día cada una de ellas regresaba con un ojo morado.
            Día con día mis manos se hicieron fuertes. Y con el paso de los años las manos de todos se han forjado de pequeñas extremidades de niños, a fuertes y callosas manos de hombres. Entre la oscuridad mis manos buscan la colilla que tirara el hombre chimuelo por la tarde. La encuentro, la enciendo y aspiro fuerte para luego lanzar el humo al viento. Lo veo alejarse por la ventana. Y los recuerdos de los años en estos campos se van lejos, para que luego, algún día cuando  esté en mi aldea la lluvia caiga y deposite en mis ojos estos duros recuerdos y ahora, aunque sea sólo un momento, me olvide  de todo y escuche la voz de mi madre susurrando entre los cafetales: “Onome regresarás con mucho dinero”.