El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Del acoso




Por María Celeste Vargas Martínez

Hace un tiempo escribí algunas letras sobre el acoso estudiantil, cuando lo hice sentí como si algo en mí se liberara y en ese momento pensé que jamás volvería a escribir del tema. Pero ahora, nuevamente, el acoso pretende hacer su cuna en mí y no estoy dispuesta a permitirlo, así que haré una pequeña crónica al respecto, pues creo que las mujeres debemos levantar la voz para frenar la retorcida mentalidad de algunos hombres. Si nosotros no gritamos, nadie escuchará.

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Llegué a vivir aquí hace ocho años: emocionada porque era mi primera casa. Por un tiempo la vida fue placentera, el lugar era agradable. Poco después   las cosas cambiaron:  un vecino tenía como única diversión hacer  fiestas los viernes, que terminaban, si yo tenía suerte,  al siguiente día después de las siete de la mañana (y a veces, él y sus amigos se seguían la pachanga todo el fin de semana).  Así que  empecé a andar como zombi durante esos días.  Aunado al ruido, los  insistentes cantos (ahí nació mi odio por  Caifanes), el “tubo, tubo, muévelas, muévelas… ¡Así, así, así!”, que podía despertarme a cualquier hora,  el olor a tabaco, las nada cultas conversaciones de borrachos, las colillas de cigarros, vasos desechables en mi patio,  sus amiguitos haciendo el ridículo en mi propiedad, sus amigos tomando fotografías y videos a mi casa.  Entonces comencé a ter miedo: hombres alcohólicos  dándole alas a su prolífero lenguaje, mujeres  ordinarias  tambaleándose  y con un vaso en la mano gritando: “¡Estoy en mi casa y en mi casa hago lo que quiero!”. Además de odiar a Caifanes, también odié los fines de semana y el futbol. Para las personas con problemas de alcoholismo cualquier pretexto es suficiente para embriagarse y perder la cordura… y  ver el partido del equipo preferido es el principal.
  Cansada decidí poner  una reja, al menos, la fauna de la región ya no estaría frente a mí y yo tendría  mayor privacidad. Sí, los espectáculos eran divertidos, pero no siempre es agradable tener el circo tan cerca.  Mi reja, en mi casa, despertó la ira del vecino: su casa se veía fea, pues aquí la ley que predomina es la que protege a la belleza y castiga a la fealdad y por lo tanto  todo debe ser bonito porque lo feo es sinónimo de no sé qué… sigo pensando de qué.  Mi reja, en mi casa,  me dio un poco de tranquilidad,  pero las fiestas continuaron y el estrés y los nervios siguieron en aumento.
            Para mí el silencio siempre ha sido primordial, sin embargo me cansé del ruido del vecino, mientras él y su esposa tenían fiestas los fines de semana, en los días comunes a la mujer le daba por oír su música a todo volumen y  quien  les hacía el aseo, a escuchar a Polo Polo o el radio o música o la novela del momento… lo importante para ellos siempre ha sido el ruido.  Así que empecé a escuchar mi escandalosa trova a un volumen arriba de lo normal. Entonces, el acoso prosiguió. ¿Quién era yo para interrumpir el descanso del vecino? Si yo trabajaba sin dormir, él tenía derecho a dormir plácidamente.  Aunado a la música estaba la televisión, los videojuegos y las películas que gustaban de ver a todo volumen. Mis nervios empezaron a provocarme insomnio. Llegué a pasar cuatro días sin dormir, aterrada porque sabía que en cualquier momento el vecino comenzaría con su fiesta.  En el día no podía concentrarme y me era difícil trabajar; en las noches no podía dormir.  Por si fuera poco, al ruido se agregó un perro, que ladraba y se azotaba contra la puerta cuando lo dejaban solo. Si sus dueños llegaban en la madrugada hasta esa hora estaba el animal  ladrando y lamentando su soledad.  ¿Eso no es ruido?
            Como mujer, además del trabajo, me doy tiempo de  asear mi casa… ello incluye el patio.  Un problema más: al lavar el patio  el agua se va a la calle y aquí no hay coladeras,  sólo unos tubos de una pulgada, que por obvias razones siempre se tapan y si agregamos que son contados quienes  barren la calle, que  cuando el jardinero corta el pasto nadie sale a barrer los residuos del mismo y desde luego, que el vecino, fumador  empedernido, sale a fumar y la colilla la arroja  en donde sea (algunas veces las he encontrado en mi patio).  El problema, la cubeta de agua reciclada que uso para lavar el patio, sale de mi propiedad  y  moja “su calle”. Ahora he descubierto que  tiene aberración tremenda al agua, no hay nada que odie más que eso.  Pero cuando él llega a lavar su carro, ¿a dónde creen que va a parar el agua? Cuando  la mujer del aseo  les lava el patio, ¿a dónde creen que va el agua? Cuando lava su bote de basura, ¿a dónde va el agua?
            Tratando de intimidar aún más, el  vecino también toma fotografías a mi propiedad y golpea la pared de mi casa cuando  algo le molesta.
            Y como al vecino le molesta cualquier cosa que yo haga, el “caballero” ha insistido por años en acosarme. Siempre está en su ventana  hostigándome. Si riego las plantas ahí está él; si salgo a tomar el fresco, inmediatamente hace acto de presencia; si voy a la calle… está en su ventana… Siempre en su ventana.  Pero no conforme con espiarme, también le da por lanzarme insulto: “¡Cómo chingas!”, “¡Qué escándalo!” y  disfruta  callarme cuando chiflo (me encanta chiflar, me tranquiliza).  Sí, sale a su patio y empieza: “Shss…Shsss…Shss”.  Pero como todo ello no le ha dado  felicidad a su retorcida mentalidad,  también le da por ponerse a chismear  con sus allegados sobre mí: valiente y furioso grita, lanza insultos.
Acoso, hostigamiento, chismes,  indirectas, insultos, malas palabras  y  es capaz de esperarme en la banqueta, frente a su casa, para lanzarme una mirada desafiante con sus ojos amenazadores y los brazos cruzados.
            Acoso.
            Insultos.
            Indirectas.
            Hostigamiento.
            Todo un  megalómano.
            ¿Qué más falta? ¿Pensará actuar físicamente contra mí? Creo que sí, porque es explosivo, descerebrado y sé que en cualquier momento puede hacerme daño. Es más, en los  últimos días le ha dado por escupir en mi puerta y enseñar  "el dedo grosero" siempre que pasa frente a mi casa.
            Nervios.
            Ansiedad.
            Insomnio.
            Miedo.
Y hoy mientras corría me puse a pensar en él, en la mentalidad que tiene y también  pensé en su esposa, a quien por cierto he escuchado reír complacida cuando su hombrecito  hace una tontería contra mí. Si yo estuviera en su lugar estaría por demás indignada y avergonzada: tener a un hombre acosador al lado no es digno. Porque alguien que espíe, hostigue, insulte y difame a una mujer, no se le puede llamar hombre, y a  quien lo solape no se le puede llamar mujer.   
            Con todo esto, le pedí a mi esposo no intervenir, pues yo, como mujer  debería enfrentar al “valiente hombre”, ese es mi deseo.  Cansada puse un letrero dentro de mi casa, algo que sólo el vecino  que hostiga pudiera ver: “¡Acosador!”, se podía leer. Quizá pretendía que se avergonzara de su conducta, que sólo por un momento la vida lo iluminara con un poco de discernimiento. No hubo resultado. Segundo letrero: “Hombre = valor, respeto, integridad.  Acosador = hostigamiento, prepotencia, cobardía, hipocresía. Y tú, ¿cuál eres?”. El resultado, la estrepitosa risa de burla de su esposa.  Tercer letrero: “Un  acosador es igual a un marido insatisfecho: ¿me seguirás espiando?”. Hasta el momento no sé cuál será la respuesta, lo que sí sé, es que ya no estoy dispuesta  a seguir caminando con el temor, la  ansiedad,  la desesperación y  el miedo que él me ha dado en todos estos años.  Y aunque no  vivo tranquila en esta casa y no me siento segura,  porque en cualquier momento el "hombrecito" podría perder la cabeza (el cerebro no porque no tiene) y ser capaz de agredirme físicamente, estoy dispuesta a no dejarme vencer.
Por eso, todos los días me pregunto: ¿las mujeres no tenemos derecho de sentirnos seguras en nuestro hogar? ¿Las mujeres debemos soportar que alguien nos esté espiando y acosando siempre? ¿Tenemos que estar soportando los cerebros retorcidos de algunas alimañas? ¿Debemos soportar los insultos y amenazas? ¡No, jamás!

                                                                                              Agosto, 2016.

miércoles, 10 de agosto de 2016

La plaga



Por María Celeste Vargas Martínez                                                           Primera Parte 

- ¡Quizá es momento de rezar! – dijo una voz hueca y lóbrega.
-  Dejé de hacerlo cuando dios se olvidó de mí y del mundo  – recalcó un hombre delgado y de cabello corto.  Y aunque pudiera hacerlo, de nada sirve en estos momentos.
Golpeó la pared de ese callejón sucio, lleno de escombros, y accionó una palanca que permanecía oculta  cerca de un contenedor de basura. Un crujir se escuchó de pronto, seguido de un estruendo.  
-         O, quizá,  seas tú quien deba rezar – aclaró el joven antes de echarse hacia atrás.
A su costado pasó  veloz  un par de postes de teléfono unidos entre sí por largas cadenas. Un golpe, un sonido,  el cuerpo de su oponente voló y fue a estrellarse contra los contenedores de basura. La noche, el silencio se fue y en algún lugar no muy lejos de ahí se escuchó un alarido. El joven sonrió y caminó hacia el caído, observó sus largas pesuñas de tres dedos donde antes hubiera cinco y la piel lampiña y grisácea de ese cuerpo semiencorvado. El cuerpo, alargado y delgado, donde las extremidades eran más extensas que el tronco, estaba incrustado en las lanzas que él había preparado con anterioridad.  
            Lo observó detenidamente: sus ojos oblicuos, negros y sin pupilas aún parecían esconder algo de luz, la  gran boca, que corría de oreja a oreja, mostraba sus puntiagudos y largos dientes, mientras su escaso cabello, semejante  a  delgadas raíces, caía sobre su frente amplia. Las orejas puntiagudas, con escueto pelaje blanco, estaban en alto. Respiró con dificultad y sintió cómo las lanzas le atravesaban el pecho, algo crujió dentro de él. Levantó su mano y sus largos dedos trataron de coger al joven que lo observaba con indiferencia. Él dio un paso atrás, su oponente bajó el brazo.
- Por uno de los nuestros que mates, nacen veinte más que devoran a tu sociedad sin contemplación  – dijo  con esa voz ronca que más asemejaba al sonido producido por algún animal.
- No me interesa cuántos de los  tuyos surjan y tampoco me importa si terminan con    esta sociedad decadente que nunca comprendí y que siempre fue egoísta y ambiciosa… Yo,  al igual que tú, sólo deseo sobrevivir y por eso estoy aquí  - aclaró él para después perderse en ese callejón oscuro.
Salió a la calle, la observó desierta. Caminó en medio de lo que en otros tiempos fue la avenida principal de la ciudad; siempre iluminada por  la luz de las lámparas que gobiernos ecologistas instalaron años atrás y cercada por grandes edificios. Se detuvo un instante y aguzó el oído:  los podía escuchar hablando entre ellos a las orillas de la acera, escondidos en la oscuridad de los negocios vacíos con cristales rotos o entre las fuentes y las figuras de héroes de antaño. Los podía escuchar susurrando al interior de los viejos cines y olvidados teatros y adivinaba sus siluetas siguiéndolo  con sigilo.  Su mano derecha se depositó en el mango de su espada, mientras que con la izquierda acarició el arma que estaba sujeta a su pierna: sabía que no lo atacarían, a pesar de todo seguía siendo superior a ellos.
Caminó tranquilo, aunque siempre  alerta de los sonidos que nacían a lo largo de la calle. A veces parecían simples susurros arrastrados por el escaso viento, algunas más eran estruendosos  alaridos. Gritos, lamentos  de resignación al saber en lo que se habían convertido o  chillidos ante la impotencia de no poder alimentarse.   
Levantó la vista y vio  el cielo más claro y las estrellas ocultándose  tras un manto azul profundo. Se quedó quieto observando la fría figura de esa mujer desnuda que sostenía con su mano izquierda un arco que carecía de flecha  y que en otros tiempos fue símbolo de la Ciudad de los Palacios. Se llamaba Diana, igual que esa mujer que lo hizo olvidarse de las compañeras de la prepa  cuando aún no cumplía dieciocho. Pero ésta tenía un cuerpo perfecto de senos firmes y larga cabellera,  la otra, de carnes nada escasas y cabello al hombro,  era  vecina del barrio que en las noches salía a buscar hombres solitarios. Aún así,  la amó en su momento. Suspiró tratando de  acercarse los recuerdos, pero estos parecían alejarse cada día.  Cerró los ojos tratando de recordar el rostro de esa mujer, mas le fue imposible. Hizo una mueca y suspiró, sabía que poco a poco  el hombre que había sido desaparecería por completo.   
Cada vez recordaba menos y a veces el  pasado se alejaba tanto de él que creía haber nacido aquella noche en el muelle.
-         No puedo olvidar – se dijo.
Un  grito nació en algún lugar. Siguieron otros: ellos se estaban  alimentando.
-         Máximo – dijo muy quedo. Te llamas Máximo y jamás debes olvidarlo… ¡Máximo!- repitió  como si al hacerlo pudiera apresar cada letra de esa palabra y sujetarla fuertemente  entre sus dedos para impedir que se fuera.
Pero el olvido era parte  de ese presente que cada vez era más suyo y que se alejaba  de ese pasado ya nada cercano.  El viento levantó las hojas  que yacían sobre la acera y se las llevó. Pensó que lo mismo estaba ocurriendo con su memoria. “Pronto no tendré nada”,  afirmó. Le costaba trabajo recordar a su familia, a sus sobrinos, a sus mujeres y a veces, por más que se esforzara, le era difícil adivinar  el rostro de sus padres o el sabor del café en la mañana, de las quesadillas que comía en la noche sentado tranquilamente a una cuadra del malecón. No recordaba cuál era su color preferido, si en verdad había tenido alguno, ni la música que escuchaba ni el olor al mar cuando la lluvia llegaba.
No recordaba.
E incluso empezó a olvidar cómo era y cómo pensaba antes de que todo eso sucediera.
Una ligera capa de luz iluminó  el cielo  y despidió la noche. Lo que parecía un camino brillante,  nació al fondo de la calle y llegó hasta él. Entonces, los escuchó a ellos caminar en las aceras, sobre los edificios, en los techos de las vecindades desvencijadas  y de pronto le pareció escucharlos bajo sus pies, refugiándose en  el drenaje de la ciudad y en los túneles del metro. Por las ventilas se dejaban oír sus  hirientes chillidos y sus constantes cuchicheos. 
Sonrió.
El día nació frente a él.
Se quedó ahí hasta que el sol lo iluminó por completo y la ciudad, otrora llena de vida, ahora parecía una vieja fotografía, con más de un siglo,  tomada en alguna ciudad europea donde dos guerras mundiales se habían desarrollado y la habían mermado.  Para entonces, sólo escuchaba el silencio y el cielo limpio parecía no albergar más aves y las calles estaban deseosas  de sentir sobre ellas pies calzados. 
Sólo hasta que el primer rayo de sol tocó su piel siguió andando. Caminó por Paseo de la Reforma, donde una enorme figuraba alada, sobre un pedestal, parecía contemplarlo con tristeza.  Vio a los pies de ésta rastros de sangre y  un zapato solitario en uno de los escalones. La puerta que conducía  hasta la cima estaba abierta, creyó ver un par de ojos observándolo con reserva, no quiso averiguar si alguien o uno de ellos se escondía ahí. Continuó su camino y más allá  se topó con una blusa de mujer y el carrito de plástico  de un niño. Imaginó la escena  que  había sucedió durante la noche: no sintió nada por ellos.
            Siguió por la avenida principal de esa gran ciudad, dejó atrás las estatuas de los héroes nacionales  y el zoológico con las jaulas vacías, donde de reojo observó cómo  algo se movía. Se detuvo por un instante y a un costado, como a veinte metros, un hombre se escondió entre la basura. Estaba asustado y llevaba la ropa deshecha. Lo veía fijamente, pero no pretendía acercarse a él.
Hacía más de seis meses que no hablaba con nadie, pero tampoco creía necesitarlo. Si se detenía a  charlar con ese hombre, seguramente querría permanecer a su lado, lo que implicaba, probablemente, cuidarlo, pues ningún humano  era capaz de enfrentarse a ellos ni sobrevivir por mucho tiempo. Se olvidó de él.   
            Antes de llegar al zócalo de la ciudad, sobre la antigua calle Madero, vio a uno de ellos recostado sobre una pared con los pies, que  ya  habían sido tocados por la luz solar, achicharrados: agonizaba. Sacó su espada y cuando estaba a punto de cercenarle la cabeza escuchó una voz: “¡Ayúdeme, por favor!”. Él entró y observó a una mujer  tirada sobre el piso, era sujetada por la bestia. De su cuello manaba una gruesa línea de sangre y en el hombro izquierdo tenía una mordida profunda. “El sol lo cogió antes de terminar de alimentarse”, pensó  él.
- Por favor, ayúdeme… No puede regresar la noche y yo seguir aquí… ellos me encontrarán – dijo la mujer de mirada suplicante y rostro bello.
- ¡Te han mordido! – aclaró él.
- No, sólo es un rasguño, nada serio… sus dientes no me tocaron… le aseguro que sólo es un rasguño, nada más, no es nada serio  – afirmó ella llevándose la mano libre al hombro y tocando la herida.  
Él contempló las líneas azules que ya comenzaban a nacer en su cuello,  también observó  ese brillo rojizo que rodeaba sus pupilas y sus labios secos le decían que ella se estaba transformando y si los rayos del sol no la mataban, por  la noche, de ese bello rostro, ya no quedaría nada.   Se dio la vuelta para salir del lugar, la mujer lo sujetó por el pantalón.
-         Por favor, no me dejes aquí… ¡Ten piedad! – gimió y al hacerlo él pudo contemplar los dientes que ya comenzaban a crecer.
Sacó  su espada y la levantó, se detuvo, ella le recordaba a alguien. De un movimiento hizo que la cabeza de la mujer rodara sobre el piso, aunque de la herida no manó sangre:   “No sé lo que esa frase significa, tener piedad no me dice nada, lo único que sé es que en un par de días seguramente tendré que luchar contra ti, ya transformada, con mayor fuerza y llena de hambre… así que es mejor que mueras antes”, dijo con indiferencia y salió. Pero antes de hacerlo observó tras él las largas y gruesas paredes de la iglesia, sabía que ellos aguardaban ahí la llegada nuevamente de la noche.
- Al final somos iguales – gimió la bestia, que creía muerta, en un susurro agonizante. Tú también  te deshaces de ellos.
- Me importa vivir, no me importan ustedes ni ellos. Si ustedes quieren terminar con todos me tiene sin cuidado y si ellos quieren asesinarlos a ustedes, también me da igual. Si no la mataba ahora, lo haría después… ¿qué importa el momento? – aclaró  y se marchó rumbo al Zócalo.

jueves, 4 de agosto de 2016

No es nada


Por María Celeste Vargas Martínez

Levantó la vista y suspiró: la noche caía.  Apresuró el paso, bordeó la presa y llegó hasta el cruce del río donde cientos de piedras eran usadas por los paseantes para cruzar las aguas, mansas y bajas para esas fechas.  Un ruido lo distrajo y  un repentino  frío se apoderó de su cuerpo.  Un ligero dolor le dio en el vientre y su pie titubeó. La noche anterior, cuando fue a cazar conejos, observó cerca de la cueva del coyote cómo una bola de fuego atravesaba el campo, se detenía frente a un árbol, descendía por el tronco y con una potente llama lo iluminaba. Y una semana antes vio a un par de bolas de fuego en el llano,  saltando entre los troncos de los árboles y luego se perdieron rumbo al río: “Vendrán esta noche”, musitó el viento en su oído. Apresuró el paso. Frente a la puerta de ese descuidado jacal, hecho por su abuelo, vio a sus cuatro perros. 
-          ¡De qué sirve que me los lleve si se regresan solos! – gritó.
Uno de los canes trató de acercarse a su amo, pero éste lo golpeó en la cabeza con ese trozo de rama que a veces le servía de bordón, aunque en realidad no lo necesitara.
Entró y dejó pasar a dos de los perros mientras los otros siguieron afuera. Soltó cerca del árbol de Cedrón la vieja bolsa donde llevaba algunos jaltomates, manzanas y los últimos hongos, patitas de pájaro,  que nacían cuando las lluvias cesaban. Volvió a ver el firmamento: el sol se iba, la brisa llegaba y las ranas comenzaban a croar en la poza  que él mismo  había abierto  detrás de la casa. 
Cerró la puerta de la estancia, colocó una escoba frente a ella, unas tijeras abiertas, un vaso con agua a un costado y una bolsita de tela con algunas yerbas. Encendió el fogón y puso una despostillada olla con café. Observó las flamas: fuego. “Un toro envuelto en llamas persiguió a tu padre, lo tiró del caballo y él no supo de sí hasta la mañana siguiente… Ese animal sale de noche a perseguir a la gente”, le pareció escuchar la voz de su madre mientras el carbón chasqueaba entre el fogón completamente negro.
Miedo. Temblor en las manos cansadas, espanto en los ojos marcados por las  incontables arrugas, sed en los labios marchitos. Su corazón latiendo aprisa, el cuerpo empapado de sudor.
-          El dinero brilla en la noche, pero también lo hacen los huesos. Si ves una hoguera en el campo debes andarte con cuidado, porque la lumbre también es de los muertos – creyó escuchar a su madre enterrada apenas meses atrás y creyó verla en la vieja silla que ocupó por años.
Nervioso se puso de pie y encendió su destartalado quinqué y un par de velas que iluminaron esa estancia donde una estrecha cama yacía en un rincón y frente a ella una pequeña mesa. En las paredes pendían ollas descascaradas, en un costado un viejo trastero, más allá un baúl con su ropa y del techo colgaba un par de tablas donde guardaba sus alimentos para evitar que las ratas subieran hasta ellos. A lo lejos escuchó el aullido del coyote y más cerca, la lechuza. “Esos niños que vi en el río estaban envueltos en fuego y reían y gritaban mientras devoraban un corazón y la sangre les bajaba por la boca”, dijo mientras tomaba la taza de café entre sus manos.
            Fuego. Odiaba el fuego: su abuelo había muerto al querer quemar el campo para la siembra, las llamas se salieron de control y lo devoraron; una repentina combustión había nacido en la cama de su padre, tres meses pasó en el hospital antes de morir; una bola de fuego entró al jacal de Romualdo, lo revolcó en la cama y salió por la ventana por donde había entrado; y otra bola de fuego se había llevado a cada uno de sus hermanos. “Debes cuidarte de ellas”, volvió a escuchar al viento gritando tras su casa.
-          Por eso les puse la escoba y las tijeras, nadie entra con una trampa así en la puerta  - gritó él y sus perros lo observaron.
Un grito. Risas, burlas, voces. Los perros ladran afuera y los de adentro se ponen en guardia: enseñan sus largos dientes. Él hurga por la ventana: cuatro bolas de fuego atraviesan el llano. Gruesas gotas de sudor descienden por sus sienes oscuras.
-   ¡Son ellas! – musitan sus difuntos tras de él.  Las brujas son perversas, nadie puede con ellas.
Una de las bolas de fuego se acerca a la ventana, las otras rodean la casa. Él tiembla. Escucha un golpe en el cristal, el rostro de una mujer gorda se observa: “¡Fidencio, hemos venido por ti!”, dice ella y enseña sus verdosos dientes.
-          ¡No! ¡Piedad… piedad! – grita él mientras sus pies fallan y cae al piso.
La puerta se abre, la mujer se acerca y las otras bolas de fuego se colocan tras de ella, para después dejar su forma ardiente, convertirse en humanas y devorar al hombre viejo.  

MCVM   25 – sep. 13