Por María Celeste Vargas Martínez
Levantó la
vista y suspiró: la noche caía. Apresuró
el paso, bordeó la presa y llegó hasta el cruce del río donde cientos de
piedras eran usadas por los paseantes para cruzar las aguas, mansas y bajas
para esas fechas. Un ruido lo distrajo
y un repentino frío se apoderó de su cuerpo. Un ligero dolor le dio en el vientre y su pie
titubeó. La noche anterior, cuando fue a cazar conejos, observó cerca de la
cueva del coyote cómo una bola de fuego atravesaba el campo, se detenía frente
a un árbol, descendía por el tronco y con una potente llama lo iluminaba. Y una
semana antes vio a un par de bolas de fuego en el llano, saltando entre los troncos de los árboles y
luego se perdieron rumbo al río: “Vendrán esta noche”, musitó el viento en su
oído. Apresuró el paso. Frente a la puerta de ese descuidado jacal, hecho por
su abuelo, vio a sus cuatro perros.
-
¡De qué sirve que me los lleve si
se regresan solos! – gritó.
Uno de los canes trató de acercarse a su amo, pero éste lo
golpeó en la cabeza con ese trozo de rama que a veces le servía de bordón,
aunque en realidad no lo necesitara.
Entró y dejó pasar a dos de los perros mientras los otros
siguieron afuera. Soltó cerca del árbol de Cedrón la vieja bolsa donde llevaba
algunos jaltomates, manzanas y los últimos hongos, patitas de pájaro, que
nacían cuando las lluvias cesaban. Volvió a ver el firmamento: el sol se iba,
la brisa llegaba y las ranas comenzaban a croar en la poza que él mismo
había abierto detrás de la
casa.
Cerró la puerta de la estancia, colocó una escoba frente a
ella, unas tijeras abiertas, un vaso con agua a un costado y una bolsita de
tela con algunas yerbas. Encendió el fogón y puso una despostillada olla con
café. Observó las flamas: fuego. “Un toro envuelto en llamas persiguió a tu
padre, lo tiró del caballo y él no supo de sí hasta la mañana siguiente… Ese
animal sale de noche a perseguir a la gente”, le pareció escuchar la voz de su
madre mientras el carbón chasqueaba entre el fogón completamente negro.
Miedo. Temblor en las manos cansadas, espanto en los ojos marcados
por las incontables arrugas, sed en los
labios marchitos. Su corazón latiendo aprisa, el cuerpo empapado de sudor.
-
El dinero brilla en la noche, pero
también lo hacen los huesos. Si ves una hoguera en el campo debes andarte con
cuidado, porque la lumbre también es de los muertos – creyó escuchar a su madre
enterrada apenas meses atrás y creyó verla en la vieja silla que ocupó por
años.
Nervioso se puso de pie y encendió su destartalado quinqué y
un par de velas que iluminaron esa estancia donde una estrecha cama yacía en un
rincón y frente a ella una pequeña mesa. En las paredes pendían ollas
descascaradas, en un costado un viejo trastero, más allá un baúl con su ropa y del
techo colgaba un par de tablas donde guardaba sus alimentos para evitar que las
ratas subieran hasta ellos. A lo lejos escuchó el aullido del coyote y más
cerca, la lechuza. “Esos niños que vi en el río estaban envueltos en fuego y
reían y gritaban mientras devoraban un corazón y la sangre les bajaba por la
boca”, dijo mientras tomaba la taza de café entre sus manos.
Fuego. Odiaba el fuego: su abuelo
había muerto al querer quemar el campo para la siembra, las llamas se salieron
de control y lo devoraron; una repentina combustión había nacido en la cama de
su padre, tres meses pasó en el hospital antes de morir; una bola de fuego
entró al jacal de Romualdo, lo revolcó en la cama y salió por la ventana por
donde había entrado; y otra bola de fuego se había llevado a cada uno de sus
hermanos. “Debes cuidarte de ellas”, volvió a escuchar al viento gritando tras
su casa.
-
Por eso les puse la escoba y las
tijeras, nadie entra con una trampa así en la puerta - gritó él y sus perros lo observaron.
Un grito. Risas, burlas, voces. Los perros ladran afuera y
los de adentro se ponen en guardia: enseñan sus largos dientes. Él hurga por la
ventana: cuatro bolas de fuego atraviesan el llano. Gruesas gotas de sudor
descienden por sus sienes oscuras.
- ¡Son ellas! – musitan
sus difuntos tras de él. Las brujas son
perversas, nadie puede con ellas.
Una de las bolas de fuego se acerca a la ventana, las otras
rodean la casa. Él tiembla. Escucha un golpe en el cristal, el rostro de una
mujer gorda se observa: “¡Fidencio, hemos venido por ti!”, dice ella y enseña
sus verdosos dientes.
-
¡No! ¡Piedad… piedad! – grita él
mientras sus pies fallan y cae al piso.
La puerta se abre, la mujer se acerca y las otras bolas de
fuego se colocan tras de ella, para después dejar su forma ardiente, convertirse
en humanas y devorar al hombre viejo.
MCVM 25 – sep.
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