El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 4 de agosto de 2016

No es nada


Por María Celeste Vargas Martínez

Levantó la vista y suspiró: la noche caía.  Apresuró el paso, bordeó la presa y llegó hasta el cruce del río donde cientos de piedras eran usadas por los paseantes para cruzar las aguas, mansas y bajas para esas fechas.  Un ruido lo distrajo y  un repentino  frío se apoderó de su cuerpo.  Un ligero dolor le dio en el vientre y su pie titubeó. La noche anterior, cuando fue a cazar conejos, observó cerca de la cueva del coyote cómo una bola de fuego atravesaba el campo, se detenía frente a un árbol, descendía por el tronco y con una potente llama lo iluminaba. Y una semana antes vio a un par de bolas de fuego en el llano,  saltando entre los troncos de los árboles y luego se perdieron rumbo al río: “Vendrán esta noche”, musitó el viento en su oído. Apresuró el paso. Frente a la puerta de ese descuidado jacal, hecho por su abuelo, vio a sus cuatro perros. 
-          ¡De qué sirve que me los lleve si se regresan solos! – gritó.
Uno de los canes trató de acercarse a su amo, pero éste lo golpeó en la cabeza con ese trozo de rama que a veces le servía de bordón, aunque en realidad no lo necesitara.
Entró y dejó pasar a dos de los perros mientras los otros siguieron afuera. Soltó cerca del árbol de Cedrón la vieja bolsa donde llevaba algunos jaltomates, manzanas y los últimos hongos, patitas de pájaro,  que nacían cuando las lluvias cesaban. Volvió a ver el firmamento: el sol se iba, la brisa llegaba y las ranas comenzaban a croar en la poza  que él mismo  había abierto  detrás de la casa. 
Cerró la puerta de la estancia, colocó una escoba frente a ella, unas tijeras abiertas, un vaso con agua a un costado y una bolsita de tela con algunas yerbas. Encendió el fogón y puso una despostillada olla con café. Observó las flamas: fuego. “Un toro envuelto en llamas persiguió a tu padre, lo tiró del caballo y él no supo de sí hasta la mañana siguiente… Ese animal sale de noche a perseguir a la gente”, le pareció escuchar la voz de su madre mientras el carbón chasqueaba entre el fogón completamente negro.
Miedo. Temblor en las manos cansadas, espanto en los ojos marcados por las  incontables arrugas, sed en los labios marchitos. Su corazón latiendo aprisa, el cuerpo empapado de sudor.
-          El dinero brilla en la noche, pero también lo hacen los huesos. Si ves una hoguera en el campo debes andarte con cuidado, porque la lumbre también es de los muertos – creyó escuchar a su madre enterrada apenas meses atrás y creyó verla en la vieja silla que ocupó por años.
Nervioso se puso de pie y encendió su destartalado quinqué y un par de velas que iluminaron esa estancia donde una estrecha cama yacía en un rincón y frente a ella una pequeña mesa. En las paredes pendían ollas descascaradas, en un costado un viejo trastero, más allá un baúl con su ropa y del techo colgaba un par de tablas donde guardaba sus alimentos para evitar que las ratas subieran hasta ellos. A lo lejos escuchó el aullido del coyote y más cerca, la lechuza. “Esos niños que vi en el río estaban envueltos en fuego y reían y gritaban mientras devoraban un corazón y la sangre les bajaba por la boca”, dijo mientras tomaba la taza de café entre sus manos.
            Fuego. Odiaba el fuego: su abuelo había muerto al querer quemar el campo para la siembra, las llamas se salieron de control y lo devoraron; una repentina combustión había nacido en la cama de su padre, tres meses pasó en el hospital antes de morir; una bola de fuego entró al jacal de Romualdo, lo revolcó en la cama y salió por la ventana por donde había entrado; y otra bola de fuego se había llevado a cada uno de sus hermanos. “Debes cuidarte de ellas”, volvió a escuchar al viento gritando tras su casa.
-          Por eso les puse la escoba y las tijeras, nadie entra con una trampa así en la puerta  - gritó él y sus perros lo observaron.
Un grito. Risas, burlas, voces. Los perros ladran afuera y los de adentro se ponen en guardia: enseñan sus largos dientes. Él hurga por la ventana: cuatro bolas de fuego atraviesan el llano. Gruesas gotas de sudor descienden por sus sienes oscuras.
-   ¡Son ellas! – musitan sus difuntos tras de él.  Las brujas son perversas, nadie puede con ellas.
Una de las bolas de fuego se acerca a la ventana, las otras rodean la casa. Él tiembla. Escucha un golpe en el cristal, el rostro de una mujer gorda se observa: “¡Fidencio, hemos venido por ti!”, dice ella y enseña sus verdosos dientes.
-          ¡No! ¡Piedad… piedad! – grita él mientras sus pies fallan y cae al piso.
La puerta se abre, la mujer se acerca y las otras bolas de fuego se colocan tras de ella, para después dejar su forma ardiente, convertirse en humanas y devorar al hombre viejo.  

MCVM   25 – sep. 13

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