Por María Celeste Vargas Martínez
Todas
las mañanas atravesaba ese desolado lote baldío para llegar hasta mi trabajo. A
las cinco en punto mi silueta era dibujada en las paredes de ladrillo rojo por
la escasa luz del alumbrado público. Caminaba aprisa entre los montecillos de
basura y desperdicios de construcción que las personas lanzaban en aquel lugar.
Era tanto el desorden que el camino estaba dos metros encima de su nivel
normal: restos de arena, grava, tabique, bolsas de plástico y alimentos se
veían regados. De niños, ese lote nos servía para jugar. Emprendíamos ahí
carreras desenfrenadas, luchas entre dos bandos e interminables juegos que
siempre pululaban en nuestra imaginación. Ahora era sólo un espacio donde las
personas se deshacían de todo cuanto les estorbaba.
El lote estaba en medio de dos
casas, y luego se bifurcaba con un pequeño espacio a la derecha
y otro amplio a la izquierda, el cual
comunicaba nuestra colonia con otra contigua.
Era el paso acostumbrado de muchos quienes, como yo, debían atravesarlo
para llegar a las fábricas que se encontraban a veinte minutos a pie.
Cada mañana caminaba por ahí, siempre a la misma hora. Mis
pasos eran rápidos, pues nunca me ha gustado la oscuridad. Además, tras los
montones de basura podía esconderse algún mal intencionado pretendiendo robar
lo poco que un obrero puede llevar en los bolsillos.
La primera madrugada que lo vi, mis pasos
titubeaban entre los desechos provocando de vez en vez leves chasquidos. Llegué
a la bifurcación y me detuve, vi un enorme perro, tumbado del lado derecho.
Sólo alcanzaba a ver su lomo: era enorme. Su brillante y grueso pelaje café se
asomaba entre los restos. Me dio miedo. No sabía si caminar o regresar sobre
mis pasos. Titubeé un poco. Pensaba en que podría ser un perro callejero, feroz
y hambriento, y al escuchar mis pasos se lanzaría sobre mí.
Siempre tuve miedo a los perros. De
niño, la mascota de un vecino me atacó. Subí a la azotea a bajar mi papalote que se había enredado en su antena.
Ahí estaba Rocky, su perro, con quien jugábamos todas las tardes. Le gustaba
que le lanzáramos la pelota y él la traía. Cuando subí a la azotea lo hice con
el permiso de la madre de mi amigo, pues él había ido a la casa de su abuela.
Subí y ahí estaba Rocky, le chiflé y
dije: “Hola, amigo”. Pero él se lanzó sobre mí. Sólo vi sus dientes
amarillentos, sus ojos llenos de furia y mis gritos se dejaron escuchar. No
recuerdo a ciencia cierta qué pasó. Como un sueño me veo a mí, mis brazos
ensangrentados, los ojos del perro, los gritos de los padres de mi amigo, y
luego yo recorriendo un largo pasillo con doctores y enfermeras. Pasé un mes en
el hospital y sufrí varias operaciones porque Rocky estuvo a punto de
arrancarme un brazo, y un trozo de mi pierna fue tratado con un pedazo de uno
de mis glúteos. Sacrificaron al perro. Desde entonces les tenía pavor.
Aquella
madrugada, cuando vi el pelaje me detuve en frío. Quería regresar, correr y
gritar, pero no había otra forma de llegar a mi trabajo. Si dejaba ese camino
tendría que bajar hasta la avenida, caminar sobre ella y luego volver a subir,
lo que me llevaría más de una hora. Respiré profundamente y di un paso, el
perro no se movió. Seguí caminando lentamente, muy lentamente hasta que me
alejé unos metros. Entonces lo sentí moverse
e incorporarse, tras de mí, entre los desperdicios. Mi cabeza parecía
estallar, pero no detuve mis pasos, por el contrario caminé mas y más aprisa sólo esperando el momento en que él saltara sobre mí como lo hizo
aquella tarde Rocky. No fue así. Llegué
corriendo a la fábrica, empapado de sudor y con el corazón a punto de
salírseme del pecho. El vigilante me vio, sonrió tranquilo y sólo dijo: “Ya te
encontraste con un perro”. Sin decir
nada, perforé mi tarjeta y la fábrica me
tragó.
A la mañana siguiente me encaminé
nuevamente al lote baldío, pero antes de poner el primer pie en la tierra
suelta pensé en aquel animal. No había tiempo para tomar otro camino. Esperé
unos minutos en la esquina, alguien debería venir, era el camino tomado por
muchos. Cinco, diez, quince minutos… Miré el reloj, si no apresuraba el paso no
llegaría a tiempo a trabajar. Me decidí
pidiendo que el perro no estuviera ahí. Llegué a la bifurcación y ahí estaba,
otra vez recostado. Esta vez no me detuve, caminé aprisa y nuevamente lo sentí
incorporarse. Sentí sus ojos mirándome y
entonces corrí y no paré hasta la fábrica. “Deberías cargar un palo o un tubo…
así, mínimo lo espantas o le rompes el hocico”, me dijo el vigilante con su
enorme sonrisa. Yo asentí.
Afortunadamente, los dos siguientes
días fueron de descanso. La noche del domingo puse el reloj una hora antes, mi
esposa se dio cuenta: “¿Para qué te vas a levantar tan temprano?”; yo dije: “Me
iré por la avenida”. Ella vio mi miedo en los ojos: “Si quieres te puedo
acompañar a la fábrica”. Aún tenía algo de dignidad como para permitir que mi
esposa me llevara hasta el trabajo, sólo por mi miedo a los perros. Me negué y
puse el reloj a la hora de todos los días.
Ahí estaba nuevamente yo, sudando
frío y con mis pies temblorosos. Me paré en la esquina antes de llegar al
baldío y sin más me encaminé, rogando para que el perro no estuviera. La tierra
polvorosa se levantaba con mis pasos. Llegué hasta la bifurcación, sin quitar
la vista del sitio donde en los últimos días había visto a aquel animal. La
Luna iluminaba todo el lugar y el perro no estaba ahí. Sentí paz y mi acelerado
corazón detuvo su andar. Sonreí y caminé un par de pasos. Entonces, de reojo vi
una silueta del lado izquierdo. Estaba en cuclillas, recargado sobre la pared.
Lo primero que me vino a la cabeza era que alguien había decidido hacer sus
necesidades ahí. Pensé en no voltear para no incomodarlo y no sentirme apenado
yo. Pero mi cabeza no respondió e inmediatamente giré a la izquierda. Lo vi.
Mis ojos se encontraron con los suyos, negros, profundos y con una extraña luz.
No era un hombre… parecía un perro dentro de un cuerpo de hombre. Su grueso
pelo café le cubría todo el cuerpo, el rostro semicuadrado parecía rígido y
endurecido. Estaba sentado, como
cualquier ser humano, sobre sus extrañas patas. Sus brazos eran fuertes y
gruesos, sus hombros anchos, espalda rígida, gruesas y oscuras uñas pendían de sus dedos,
y unas largas, erguidas y puntiagudas orejas parecían estar alerta. Lo vi y sin
más eché a correr. Llegué a la fábrica y comencé a gritar y golpear la puerta:
“¡Abran la puerta… abran la puerta!”. El
vigilante abrió apresurado, con una gran sonrisa en los labios, pero al ver mi
rostro la sonrisa desapareció. Me tomó por el brazo y me llevó hasta su cabina.
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¡Estás pálido y temblando! ¿Viste a
algún perro? – preguntó bastante asustado.
-
¡No! ¡Vi al diablo!