El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 12 de marzo de 2021

La muerte en las calles

Hay días en que la muerte sale a la calle,

se aferra a ella,

pretende no dejarla más,

se cubre con su vieja gabardina,

alisa su cabello negro,

pule su mirada profunda,

contempla las líneas de su rostro

y sale…   va a caminar.

 

Observa los rostros,

hurga en los ojos

y cuando alguien mira los de ella,

todo llega a su final,

absorbe las almas

como un leve halo de luz,

saborea vivencias,

deglute recuerdos,

bebe una a una las gotas

 de la soledad.

 

Entra a un edificio,

se acerca a la cama de una niña,

ella la contempla,

le ofrece la mano,

la pequeña la toma,

mientras su madre

llora sobre el cuerpo,

la muerte sale,

sus ojos se fijan en un asalto,

el hombre se resiste,

se escucha un disparo,

roja sangre invade el cuerpo,

            él se resiste a morir,

ella se acerca

y lo toma entre sus manos,

un último respiro se deja escuchar,

mientras ella continúa su peregrinar.

 

Baja  al subterráneo,

una joven nerviosa la contempla,

ella sólo mira,

el convoy se acerca,

las personas toman sus lugares,

la joven observa las vías,

levanta la vista… el metro,

luego la observa a ella,

gritos,

un golpe,

el rechinar de las llantas,

y el cuerpo de la  joven se desangra.

 

Ella sigue andando por la calle,

un fuerte  golpe

    y el murmullo de la gente la llama,

un vehículo destrozado,

dos cuerpos

            fríos,

                        inmóviles,

atrapados,

ella se acerca

los contempla,

los observa tranquila,

el llanto de un niño

  cerca de los cuerpos

la distrae,

ella sólo lo acaricia,

pues sabe que todavía

en esta tierra

él tendrá su lugar.

 

Hay días  en que la muerte

sale  a  la calle

y se aferra a ella,

no quisiera dejarla,

   camina,

            entra   y

                        sale,

y aunque la gente se esconda,

ella siempre los encontrará,

para la muerte no hay límites,

  ni fronteras

     ni territorios

         ni lenguas,

a ella le gusta caminar,

hurgar en los ojos

y encontrar en ellos

el reflejo de su propia imagen,

porque sabe que ese

es el final.

 

Ella y yo

 

 

Ahora contemplaré sus ojos,

que también son los míos,

tocaré sus manos llenas de líneas,

absorberé su aroma

emanado de cada uno de mis poros,

y trataré de descubrir

qué se siente portar el traje

otorgado por los otros,

estar al lado de todos

   y culparla de momentos desolados.

 

Ahora  me sentaré

y la veré a la cara,

 no con la luz apagada

como siempre lo hago,

tratando de ocultar algo,

la veré con la luz encendida

y observaré su cara,

y comprenderé  que ambas,

aunque tratamos de negarlo,

somos parte de un mismo cuerpo,

sin mí

            ella no existe,

sin ella

            yo no soy nadie.

 

El perro

Por María Celeste Vargas Martínez

 

Todas las mañanas atravesaba ese desolado lote baldío para llegar hasta mi trabajo. A las cinco en punto mi silueta era dibujada en las paredes de ladrillo rojo por la escasa luz del alumbrado público. Caminaba aprisa entre los montecillos de basura y desperdicios de construcción que las personas lanzaban en aquel lugar. Era tanto el desorden que el camino estaba dos metros encima de su nivel normal: restos de arena, grava, tabique, bolsas de plástico y alimentos se veían regados. De niños, ese lote nos servía para jugar. Emprendíamos ahí carreras desenfrenadas, luchas entre dos bandos e interminables juegos que siempre pululaban en nuestra imaginación. Ahora era sólo un espacio donde las personas se deshacían de todo cuanto les estorbaba.

            El lote estaba en medio de dos casas, y luego se bifurcaba con un pequeño espacio a  la derecha  y  otro amplio a la izquierda, el cual comunicaba nuestra colonia con otra contigua.  Era el paso acostumbrado de muchos quienes, como yo, debían atravesarlo para llegar a las fábricas que se encontraban a veinte minutos a pie.

Cada mañana caminaba por ahí, siempre a la misma hora. Mis pasos eran rápidos, pues nunca me ha gustado la oscuridad. Además, tras los montones de basura podía esconderse algún mal intencionado pretendiendo robar lo poco que un obrero puede llevar en los bolsillos.

             La primera madrugada que lo vi, mis pasos titubeaban entre los desechos provocando de vez en vez leves chasquidos. Llegué a la bifurcación y me detuve, vi un enorme perro, tumbado del lado derecho. Sólo alcanzaba a ver su lomo: era enorme. Su brillante y grueso pelaje café se asomaba entre los restos. Me dio miedo. No sabía si caminar o regresar sobre mis pasos. Titubeé un poco. Pensaba en que podría ser un perro callejero, feroz y hambriento, y al escuchar mis pasos se lanzaría sobre mí.

            Siempre tuve miedo a los perros. De niño, la mascota de un vecino me atacó. Subí a la azotea a bajar mi  papalote que se había enredado en su antena. Ahí estaba Rocky, su perro, con quien jugábamos todas las tardes. Le gustaba que le lanzáramos la pelota y él la traía. Cuando subí a la azotea lo hice con el permiso de la madre de mi amigo, pues él había ido a la casa de su abuela. Subí y ahí estaba Rocky,  le chiflé y dije: “Hola, amigo”. Pero él se lanzó sobre mí. Sólo vi sus dientes amarillentos, sus ojos llenos de furia y mis gritos se dejaron escuchar. No recuerdo a ciencia cierta qué pasó. Como un sueño me veo a mí, mis brazos ensangrentados, los ojos del perro, los gritos de los padres de mi amigo, y luego yo recorriendo un largo pasillo con doctores y enfermeras. Pasé un mes en el hospital y sufrí varias operaciones porque Rocky estuvo a punto de arrancarme un brazo, y un trozo de mi pierna fue tratado con un pedazo de uno de mis glúteos. Sacrificaron al perro. Desde entonces les tenía pavor.

            Aquella madrugada, cuando vi el pelaje me detuve en frío. Quería regresar, correr y gritar, pero no había otra forma de llegar a mi trabajo. Si dejaba ese camino tendría que bajar hasta la avenida, caminar sobre ella y luego volver a subir, lo que me llevaría más de una hora. Respiré profundamente y di un paso, el perro no se movió. Seguí caminando lentamente, muy lentamente hasta que me alejé unos metros. Entonces lo sentí moverse  e incorporarse, tras de mí, entre los desperdicios. Mi cabeza parecía estallar, pero no detuve mis pasos, por el contrario caminé mas y  más aprisa sólo esperando el momento   en que él saltara sobre mí como lo hizo aquella tarde Rocky. No fue así. Llegué  corriendo a la fábrica, empapado de sudor y con el corazón a punto de salírseme del pecho. El vigilante me vio, sonrió tranquilo y sólo dijo: “Ya te encontraste con un perro”. Sin  decir nada, perforé  mi tarjeta y la fábrica me tragó.

            A la mañana siguiente me encaminé nuevamente al lote baldío, pero antes de poner el primer pie en la tierra suelta pensé en aquel animal. No había tiempo para tomar otro camino. Esperé unos minutos en la esquina, alguien debería venir, era el camino tomado por muchos. Cinco, diez, quince minutos… Miré el reloj, si no apresuraba el paso no llegaría a tiempo a trabajar.  Me decidí pidiendo que el perro no estuviera ahí. Llegué a la bifurcación y ahí estaba, otra vez recostado. Esta vez no me detuve, caminé aprisa y nuevamente lo sentí incorporarse. Sentí sus  ojos mirándome y entonces corrí y no paré hasta la fábrica. “Deberías cargar un palo o un tubo… así, mínimo lo espantas o le rompes el hocico”, me dijo el vigilante con su enorme sonrisa. Yo asentí.

            Afortunadamente, los dos siguientes días fueron de descanso. La noche del domingo puse el reloj una hora antes, mi esposa se dio cuenta: “¿Para qué te vas a levantar tan temprano?”; yo dije: “Me iré por la avenida”. Ella vio mi miedo en los ojos: “Si quieres te puedo acompañar a la fábrica”. Aún tenía algo de dignidad como para permitir que mi esposa me llevara hasta el trabajo, sólo por mi miedo a los perros. Me negué y puse el reloj a la hora de todos los días.

            Ahí estaba nuevamente yo, sudando frío y con mis pies temblorosos. Me paré en la esquina antes de llegar al baldío y sin más me encaminé, rogando para que el perro no estuviera. La tierra polvorosa se levantaba con mis pasos. Llegué hasta la bifurcación, sin quitar la vista del sitio donde en los últimos días había visto a aquel animal. La Luna iluminaba todo el lugar y el perro no estaba ahí. Sentí paz y mi acelerado corazón detuvo su andar. Sonreí y caminé un par de pasos. Entonces, de reojo vi una silueta del lado izquierdo. Estaba en cuclillas, recargado sobre la pared. Lo primero que me vino a la cabeza era que alguien había decidido hacer sus necesidades ahí. Pensé en no voltear para no incomodarlo y no sentirme apenado yo. Pero mi cabeza no respondió e inmediatamente giré a la izquierda. Lo vi. Mis ojos se encontraron con los suyos, negros, profundos y con una extraña luz. No era un hombre… parecía un perro dentro de un cuerpo de hombre. Su grueso pelo café le cubría todo el cuerpo, el rostro semicuadrado parecía rígido y endurecido.  Estaba sentado, como cualquier ser humano, sobre sus extrañas patas. Sus brazos eran fuertes y gruesos,  sus hombros anchos, espalda rígida,  gruesas y oscuras uñas pendían de sus dedos, y unas largas, erguidas y puntiagudas orejas parecían estar alerta. Lo vi y sin más eché a correr. Llegué a la fábrica y comencé a gritar y golpear la puerta: “¡Abran la puerta… abran la puerta!”.  El vigilante abrió apresurado, con una gran sonrisa en los labios, pero al ver mi rostro la sonrisa desapareció. Me tomó por el brazo y me llevó hasta su cabina.

-       ¡Estás pálido y temblando! ¿Viste a algún perro? – preguntó bastante asustado.

-       ¡No!  ¡Vi al diablo!