En México hay miles de desaparecidos; sus familias los buscan rasguñando la tierra y dejando el olvido a un lado.
X Esther
Se asoma por la ventana: afuera la noche es muy negra. Sólo se ve a unos metros el foco de la casa de Fortino; más arriba, como la luz de una luciérnaga, la casa de Rosa; más allá, otro animal que se aleja, la de Hortencia y Librado. Huele a humedad y sabe que lloverá. Y aunque desconoce la hora, porque no ha mirado su reloj, sabe que es tarde porque su telenovela ha terminado.
La noche.
La humedad.
El calor sofocante.
Sus nietos peleando frente al televisor.
Gritos. Llantos.
La calle sin pavimentar se convierte en un río cuando llueve y probablemente esa noche lo haga.
Y la figura de Amelia no desciende entre las piedras.
“Ya cállense o apago la tele”, grita. Los nietos callan y miran a la abuela, cuando se enoja le sale el chamuco y agarra la reata y se los cuerea. Son hijos de Gonzalo, chamaco de diecinueve años, quien embarazó a una niñita que vivía cerca de Eyipantla. Esther también se lo cuereó cuando se enteró, pero ya venía el niño en camino, qué podía hacer cuando Gonzalo llegó con la chamaca, llevaba en una bolsa de plástico dos o tres garras y una sonrisa disimulada. Los aceptó en su casa: “Sólo por un tiempo, mientras buscas dónde llevarla”. El tiempo se convirtió en tres años y un chamaco más.
- Si se hacen otro, entonces sí se me largan – les dijo Esther muy enojada.
No hubo otro, pero la chamaca, que cuando llegó tenía quince, se fue con un camionero quién la botó en Oaxaca un mes después. Al menos eso le dijo doña Eréndira, ella afirmó que le había dicho la prima de la cuñada de su madre. Sin más, Esther no tuvo otra opción que cuidar a los niños: “Al final de cuentas ellos no tienen la culpa de que una perra los haya parido”, le dijo esa noche a su esposo y de los niños se encargó. Dos bocas más en casa. Ropa sucia. Zapatos. Escuela.
Las once el reloj marca. Esther vuelve a correr la cortina esperando ver a Amelia bajando por la calle. Ella no llega.
- A lo mejor se quedó a trabajar – la reconforta Ray, el hijo que también anda de enamorado, pero quien ya está advertido pues Esther no quiere más chamacos en casa.
- Siempre nos avisa – asegura ella.
- No se preocupe, seguro está en la fábrica… y a lo mejor se le acabó el saldo del celular.
Preocupada, calienta la cena: café, bolillos y tacos de frijoles, papa y restos de la comida sobrante de la tarde. Su teléfono suena, uno de sus nietos corre y se lo lleva. No es nada, un mensaje de esa compañía que cuatro o seis veces al día le envía promociones, rifas y otras cosas que a ella no le interesan. “Buenos deberían de ser para que nuestro dinero durara. Antier le puse treinta pesos y ahora na’más me quedan cinco… ¡Chingá, si ni siquiera he hablado!”, dice Esther muy enojada. Porque a veces, o casi siempre, le sale la furia de la gente de la tierra cálida y sus labios lanzan maldiciones. Deja el teléfono junto a la mesa y sigue viendo la ventana.
Las doce.
La una.
La puerta se abre y ella se incorpora en su cama: “¿Amelia?”, pregunta. “Soy yo, vieja”, apenas le entiende a esa voz emanando licor. Otra vez su esposo llegó borracho. Está cansada de él, de su trago y del “es que hoy no salió nada” y por eso no lleva dinero a casa.
- Pero para tragar vino sí tienes, pinche borracho – le grita todas las noches y todos los días.
- Los amigos me disparan – asegura él.
- Pues diles que te disparen un litro de leche, unos bolillos o las tortillas porque en la casa hay bocas que alimentar y tú nunca trais nada. Comes de a gratis… tienes ropa limpia – señala ella fastidiada.
No lo quiere cerca, ya se cansó de su aroma, de su pestilencia a alcohol fermentado, de sus manoseos, de su miembro y de sus babas. Se hace la dormida, pero sus ojos no dejan de ver la puerta.
El sueño la envuelve en la madrugada, se apodera de sus ojos sin darse cuenta y no despierta hasta que escucha la puerta cerrándose tras de Gonzalo. Rápido se incorpora y se cubre la espalda ancha con una toalla.
- ¡Gonzalo! Pasa y pregúntale al Yiyo si vio a Amelia – le grita ella.
Su hijo sólo mueve la cabeza, aún el sueño le cuelga de los ojos. No quiere ir a la laguna, no quiere manejar su lancha para esos turistas que muchas veces ni siquiera sabe qué dicen. No quiere hacer el mismo recorrido todos los días, pero es hombre y los hombres deben trabajar para mantener a sus familias, más aun, si como a él, la mujer lo ha dejado solo y con dos hijos.
- ¡Me hablas! – le vuelve a gritar ella.
Él da vuelta a la esquina y sólo levanta la mano.
Son las seis y Esther ya no pretende dormir. Se viste y cae a propósito sobre la cama. Su marido se sobresalta: “¡Ya levántate borracho, vete a trabajar!”, dice ella.
- Estoy muy cansado – responde él y vuelve a dormir.
- Pero un día de éstos, un día de éstos te voy a echar a la calle – musita.
No pelea porque no tiene ganas de hacerlo. Está preocupada: Amelia nunca falta a casa. Corre la cortina y sale a esa estancia que funciona como sala, comedor y cocina. Aquí recoge los juguetes de los niños, allá los calcetines de Ray y más allá la silla que su esposo tirara cuando entró casi en cuatro patas. Mira su teléfono: no hay nada.
Las siete.
Levanta a los niños y los prepara para la escuela. Gonzalito se pone la playera al revés y está a punto de caerse de la cama si no es porque su hermana lo despierta con tremendo golpe en la cabeza. “Órale tú, despierta que te vas a romper toda la jeta”, el chamaco llora. Llora cómo sólo él sabe hacerlo con ese llanto de animal exageradamente dolido, sería capaz de despertar a cualquiera si no fuera porque las casas están muy separadas.
Desayunan leche y huevos.
- Ya me cansé de comer huevos – dice el niño.
- Pos no hay otra cosa… Si quieres te doy frijoles – afirma Esther.
- También me cansé de los frijoles.
- Pues es lo único que hay y te los comes o no tragas.
La charla finaliza.
Ray se encamina para arriba, como yendo hacia San Andrés. “¿No llegó Amelia?”, pregunta y su madre sólo mueve la cabeza. Lleva a los niños corriendo entre las piedras, no platica con nadie y corriendo regresa a casa. Aunque sus carnes amplias, sus caderas prominentes, sus piernas gruesas, le impiden moverse con agilidad, ella parece un animal silvestre moviéndose con destreza entre esas piedras redondas, entre la tierra mojada - ni siquiera sintió cuándo llovió -, entre la mugre de la gente y los deshechos de los animales.
Abrió la puerta de madera, hecha de restos de tarima, y corrió a casa cuando escuchó el primer timbre del teléfono.
- ¿Amelia? – fue lo primero que dijo cuando ni siquiera vio quién hablaba.
- No, soy Gonzalo…
- ¿Apenas me hablas? – interrogó ella molesta. Desde hace dos horas espero tu llamada.
Un silencio.
- Apenas vi al Yiyo.
Otro silencio y su voz cambia.
Esther escucha a su hijo distinto: el aire le falta. La mano que sostiene su celular empieza a temblar, la sujeta con la otra, mas ésa está igual. No sabe por qué, pero algo le aprieta la garganta. No dice nada. Gonzalo nervioso señala: “Dice que ella salió a las seis… él se quedó horas extras”. Los ojos de ella se nublan y su quijada empieza a temblar.
- Ve por tus hijos al rato… voy a ir a la fábrica – cuelga.
Entra al cuarto, su marido ya no está. Ella no perderá tiempo en avisarle, sabe que está en “La Gracia Divina”. “Pinche Melo, tenía que poner una cantina”, dijo cuando pasó frente al local y vio los papeles de colores adornando la entrada y escuchó la música saliendo de esa grabadora destartalada y observó a una gorda, tan gorda y negra como ella, moviéndose extrañamente e invitando a los hombres a entrar: “La Divina Gracia… Hoy todos los pulques al dos por uno y las cubetas de cerveza a mitad de precio y si compra un taco… le regalamos otro.” “Pinche Melo, ¿una cantina?… Mejor hubiera puesto una farmacia que buena falta hace… No que hay que ir hasta Tilapan para comprar una pinche medicina… ¡Pinche Melo!”.
Abre la lata de chocolate escondida dentro de ese viejo ropero. Saca doscientos pesos, por si algo se necesita. Coge su suéter y pretende salir aprisa, pero de pronto, sus piernas se doblan y cae al piso. No las siente, no siente las manos y el corazón lo siente tan fuerte en su pecho: tiene miedo, mucho miedo. En el país pasan cosas, muchas cosas feas que siempre ve en la televisión. Y su Amelia, su Amelia es una buena niña, ni siquiera se va a fiestas como las otras muchachas, ni se sale los domingos al río ni a la laguna. Llora, no quiere que las lágrimas le salgan, pero no puede evitar que bajen por su rostro. Temblando, se pone de pie. Sale de casa y en el camino su comadre la nota rara.
- Amelia no llegó – es todo lo que dice.
Y su comadre se une a sus pasos. Suben la calle. Una camioneta: se trepan en ella. Esther lleva la vista clavada enfrente. Su comadre la ve asustada. Le toma la mano. Media hora después, descienden y se encaminan a la fábrica.
- Amelia salió a las seis – le dice el vigilante que es primo del primo de su comadre.
- ¿Estás seguro? – pregunta la comadre.
- Sí, la vi que caminó rumbo a la parada.
Otra vez sus pies están débiles. La comadre la sostiene, el vigilante la sostiene y algunos obreros ven a esa mujer sentarse bruscamente en una silla.
- Debemos ir con la policía, comadre.
La comadre no la escucha, llora a mares, a torrentes, a ríos fríos, sucios y desolados como se siente su alma en ese momento. Reza. Le reza a sus santos que ha dejado en casa. Le reza a ese Dios que en algún lugar en el cielo escuchará sus palabras.
La comandancia. Saludan a un policía de ropa sudorosa y con olor a cerveza. Cuando pretenden decir algo, el hombre señala: “¡Allá adentro!”. Huele a su marido y al marido de su comadre, huele a todos los hombres del rumbo. Entran. Un negro alto y cacarizo está tras de un viejo escritorio. Muerde un palillo mientras ve un periódico. Esther lleva los ojos rojos, las manos le tiemblan, sus piernas no responden. No sabe cómo llegó hasta ese lugar. Flota, cree flotar. Observa todo a su alrededor moviéndose. Que deje de moverse todo, no le gusta que las cosas se muevan: las paredes se mueven, los rostros de las personas parecen desfigurarse. ¡Que deje todo de moverse!
- Oficial, venimos a denunciar la desaparición de mi ahijada – dice la comadre.
- ¿Desaparición? – pregunta indiferente el hombre.
- Sí, ayer salió de trabajar y no llegó a casa.
Esther no habla. ¿Por qué no habla?
- ¿Cuántos años tiene?
- Dieciséis – asegura la comadre.
- ¡Uy, lo más seguro es que se fue con el novio!… ¿Pa’ qué la buscan? Cuando se aburra regresará – dice el hombre indiferente.
- ¡Mi hija no tiene novio! – entonces habla Esther. Grita.
- Miren, pa’ mí que se fue con el novio, aunque ustedes digan que no tiene, seguramente lo tiene por ahí escondido, así son todas las muchachas… Además, no podemos buscar a nadie hasta después de setenta y dos horas… sólo entonces podemos decir que alguien desapareció.
- ¿Quién dice? – pregunta Esther.
- La ley – asegura el hombre.
La ley. Ni ella ni la comadre saben de leyes. Ninguna de las dos terminó la primaria… es más, a veces les cuesta trabajo juntar las letras de las palabras que no conocen. Salen del lugar. Y, ¿ese hombre sí sabrá de leyes? Es policía, creció en el pueblo como ellas, sólo terminó la primaria. A veces la lengua se le traba y dice una palabra por otra o cambia las letras: “Nos juimos todos pa’llá”, “A mí no me vengas a lamber, porque ni con lambidas me vas a convincer”, “Cuando la luz isté en colorado, tos entras”.
Ellas no saben de leyes.
¿El policía sabe de leyes?
Esther sale y ve el cielo iluminado y los árboles creciendo enormes y la carretera yendo larga frente a ellas. Se siente tan pequeña y el mundo, no el mundo no, porque ése ni lo conoce, el estado, no el estado tampoco porque sólo una vez ha ido a la capital que es Xalapa, el pueblo… Sí, el pueblo le parece tan enorme y ella se cree tan pequeña.
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