Hay días en que la muerte sale a la calle,
se aferra a ella,
pretende no dejarla más,
se cubre con su vieja gabardina,
alisa su cabello negro,
pule su mirada profunda,
contempla las líneas de su rostro
y sale… va a caminar.
Observa los rostros,
hurga en los ojos
y cuando alguien mira los de ella,
todo llega a su final,
absorbe las almas
como un leve halo de luz,
saborea vivencias,
deglute recuerdos,
bebe una a una las gotas
de la soledad.
Entra a un edificio,
se acerca a la cama de una niña,
ella la contempla,
le ofrece la mano,
la pequeña la toma,
mientras su madre
llora sobre el cuerpo,
la muerte sale,
sus ojos se fijan en un asalto,
el hombre se resiste,
se escucha un disparo,
roja sangre invade el cuerpo,
él se resiste a morir,
ella se acerca
y lo toma entre sus manos,
un último respiro se deja escuchar,
mientras ella continúa su peregrinar.
Baja al subterráneo,
una joven nerviosa la contempla,
ella sólo mira,
el convoy se acerca,
las personas toman sus lugares,
la joven observa las vías,
levanta la vista… el metro,
luego la observa a ella,
gritos,
un golpe,
el rechinar de las llantas,
y el cuerpo de la joven se desangra.
Ella sigue andando por la calle,
un fuerte golpe
y el murmullo de la gente la llama,
un vehículo destrozado,
dos cuerpos
fríos,
inmóviles,
atrapados,
ella se acerca
los contempla,
los observa tranquila,
el llanto de un niño
cerca de los cuerpos
la distrae,
ella sólo lo acaricia,
pues sabe que todavía
en esta tierra
él tendrá su lugar.
Hay días en que la muerte
sale a la calle
y se aferra a ella,
no quisiera dejarla,
camina,
entra y
sale,
y aunque la gente se esconda,
ella siempre los encontrará,
para la muerte no hay límites,
ni fronteras
ni territorios
ni lenguas,
a ella le gusta caminar,
hurgar en los ojos
y encontrar en ellos
el reflejo de su propia imagen,
porque sabe que ese
es el final.
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