El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

viernes, 14 de febrero de 2014

José Sánchez Carrasco, quizá algún día nosotros estemos en su lugar



Por María Celeste Vargas Martínez

Probablemente  el nombre de José Sánchez no le dice nada, es más, está seguro de jamás haberlo escuchado. No recuerda que la televisión haya  hecho mención de él, ni en la estación de radio de música tropical que siempre escucha, ni en el periódico popular que venden en todos los cruceros… No, el nombre no le dice nada. Pero, a mi parecer, el nombre de José Sánchez deberíamos recordarlo todos y en cualquier momento.  ¿Por qué?, es muy sencillo, quizá en el  algún momento de nuestra vida, nosotros seamos José Sánchez.
                José Sánchez Carrasco es el nombre de un jornalero que murió en la calle, fuera de un hospital. Sí, murió después de estar cinco días recostado en el piso, cerca de una jardinera… murió de hambre y deshidratación.  ¿Ahora recuerda? El hombre llegó en octubre al  Hospital  General de Guaymas, Sonora; una ambulancia lo llevó, se sentía enfermo y pretendía que lo atendieran. Sin embargo, el 21 de octubre en una de las jardineras del lugar, donde había permanecido, murió. El cuerpo  del jornalero jamás fue reclamado y el pasado 14 de  enero fue sepultado en la fosa común en el panteón “Héroes Civiles de Guaymas” (después de permanecer 79 días en espera de que algún familiar lo reclamara).
                El hombre, originario de Chihuahua, nacido en Guachochi, criado en Casas Grandes y con 38 años de edad,  “tuvo mala suerte”, como se atrevió a decir  el director del hospital, José Alfredo Cervantes,  ya que exactamente el día en que murió,  tenían contemplado atenderlo. Aunque algunos aseguran, como el Secretario de Salud del estado,  que fue José quien se negó a ser atendido nuevamente, después de llegar, trasladado en ambulancia, al área de urgencias y recibir atención médica, salir del hospital y  quedarse  en la calle.
                En el único testimonio que queda, una entrevista en video realizada por un medio local, se observa un hombre mermado, con la carne  pegada a los huesos, la vista perdida y los ojos amarillos. José Sánchez es un cuerpo  desnutrido, envuelto en una cobija gris, y cuya hambre no es de apenas unas semanas: la desnutrición, el mal comer, seguramente los arrastra desde años atrás (como muchos de nuestros campesinos mexicanos). En el video, el hombre asegura que ingresó al hospital pero el médico no lo vio, y que no puede ponerse en pie: “… como si fuera un muñequito que lo mojas, muy remojadito y por allá  cae…”, dice él al explicar su falta de fuerza.
                José Sánchez murió. Su cuerpo quedó en la banqueta, bajo ese árbol que le dio sombra por cinco días. Su muerte costó la destitución del encargado del hospital  y una multa de 650 mil pesos… nada más.  Eso es lo que costó la vida de un mexicano pobre, muerto de hambre, enfermo, sin documentos que ratifiquen su pertenencia al servicio de salud nacional: 650 mil pesos, una investigación y una destitución.
                Lo cierto que es que los servicios de salud pública en México dejan mucho que desear, porque cuando no es un jornalero que espera la muerte afuera de un hospital, es una mujer que da a luz en la banqueta al no ser atendida, es  un ser humano común y corriente al que se le niega un servicio que le corresponde  por derecho… cuando uno es algo de  eso, tiene que batallar.  
                A mi parecer, José Sánchez Carrasco murió por razones  irrefutables y que  generalmente están unidas: el pésimo sistema de salud que se tiene en México, donde los seres humanos son sólo números en un papel, cuerpos que son atendidos si a los médicos y a las enfermeras  les da la gana. Un sistema de salud donde muchos médicos y enfermeras han perdido el sentido humano y el juramento que los primeros  hacen al graduarse se les olvida inmediatamente; el hambre que aqueja a un país  que con una venda en los ojos parece negarlo día a día. El hambre donde los partidos políticos pueden gastar los millones que requieran las campañas de sus candidatos,  donde a los políticos sólo les importa seguir exprimiendo a un pueblo, tener autos de lujo y relojes de marca; la apatía de la sociedad que al escuchar la noticia de que un jornalero aguardaba en la calle en espera de ser atendido, no hizo nada.
                El caso de José Sánchez dejó en claro  (aunque muchos se nieguen a verlo) que ser pobre, no tener seguro  social (¿el popular sirve para algo?), ni dinero para pagar una consulta no sólo es mala suerte, sino sinónimo de muerte.
                ¿Hasta cuándo seguiremos viendo y escuchando casos como éste? ¿Hasta cuándo la apatía, indiferencia, falta de respeto, de  humanidad, seguirán generando en un México como el nuestro este tipo de situaciones? Creo que será por mucho tiempo en que noticias como éstas seguirán surgiendo, por ello es necesario que no olvidemos el nombre de José  Sánchez Carrasco… quizá algún día nosotros estemos en su lugar.

                                               *                             *                             *

Nota:  Esperemos que alguien conozca a su hermana Juana Sánchez Carrasco, quien vive en Casas Grandes, Chihuahua, para que, por lo menos, haga que la tumba de su hermano no esté inmersa en esa desolación que José llevaba en los ojos.

martes, 11 de febrero de 2014

El camión de los muertos



Por María Celeste Vargas Martínez
“Lo más atroz de las cosas malas de la gente mala
es el silencio de la gente buena.”

Mahatma Gandhi

Una enorme nube de polvo se levantó a lo lejos y cual animal furioso comenzó a andar veloz acompañada de un fuerte estruendo: rugió. Ella la contempló impávida, después apretó los ojos tratando de ver a la distancia. “¿Será la lluvia?”, se preguntó insegura. Hacia más de treinta meses que no llovía en esas olvidadas tierras: los campos de cultivo marcaban enormes surcos como piel deshidratada por la edad; los esqueletos de las reses estaban regados en la tierra suelta y hasta las cactáceas yacían tristes, levantadas con desgana, delgadas y enfermas, y a punto de venirse abajo. “¿Podrá ser la lluvia que ahora, arrepentida de alejarse de éste y otros pueblos, llega intempestivamente a saciar la sed?”, sus labios secos volvieron a interrogar. “¡Sí, es la lluvia!”, se dijo sonriente la mujer y sus ojos, marchitos y desolados, se iluminaron. Debía regresar a casa a dar la buena noticia o, quizá, sería mejor encaminarse a la iglesia y tocar la campana para que todos salieran a festejar y sentir el corazón palpitar en el pecho, como ella lo hacía en ese momento.
La nube se hizo más grande.
Ella dio un par de pasos hacia atrás y se subió a un cúmulo de rocas que le permitía ver la calle principal de ese pueblo de casas polvorientas y abandonadas. Su rebozo gris se deslizó por su cabello cano y bajó hasta su hombro derecho. Se colocó de puntas y sólo entonces logró ver lo que la nube traía consigo. La sonrisa se desdibujó de su rostro cuando, a la distancia, no vislumbró la lluvia sino que adivinó el autobús negro de vidrios cubiertos de pintura oscura, defensa reluciente y grandes faros iluminados. La luz de sus ojos se apagó y el temor nació en ellos. Rápidamente se colocó el rebozo en su lugar. Se llevó la mano derecha al rostro y se persignó: “¡Avemaría purísima!”, musitó. Su mano izquierda comenzó a temblar, se sujetó de una carcomida barda y corrió hacia la tienda de don Lolo.
El hombre, en otros años regordete y enorme, con la delgada mano en la cintura miró extrañado a la mujer.
—¡Cierre, don Lolo, cierre!—gritó ella mientras tomaba la tranca de detrás de la puerta y se apresuraba a levantar el palo.
Sin preguntar, el hombre de espalda cansada corrió hacia la puerta de madera y la cerró. La mujer colocó la tranca. Carmen, la esposa de don Lolo, entró por el hueco que unía su casa con el negocio. En sus manos sostenía una bandeja con los alimentos de su marido.
—¿Qué pasa?—interrogó Carmen asustada y corrió al mostrador para dejar la charola.
—¡Ahí viene!—fue todo lo que dijo la mujer del rebozo.
No fue necesario decir más, todos sabían lo que esa frase significaba.
Carmen corrió hacia la puerta, después de santiguarse. Don Lolo abrió discretamente la pequeña ventana por donde despachaba urgencias en la noche… y esperó.
—Oí que no encuentran al sobrino de Rita… ¿Usted cree que… ?— preguntó Carmen
—¡Cállate mujer!— dijo el hombre. No debes pensar de esa manera.
La nube de polvo se acercó y un potente motor cobijó por completo el silencio del pueblo. Algunos hombres, refugiados en sus casas debido al insistente calor y a la falta de trabajo, escucharon el ruido del motor e inmediatamente corrieron a cerrar puertas y ventanas: las casas tapiadas parecían abandonadas. Los niños que jugaban a la orilla de lo que antes era el arroyo, vieron aproximarse el camión y entonces corrieron a refugiarse tras las rocas y entre los huesos de la vaca de Rosario y el perro de Fortino.
—Algún día seré como ellos—dijo muy quedo Rincón.
Los otros niños lo miraron incrédulos. “No sabes lo que dices”, gritó un niño delgado y de piel cuarteada.
El autobús pasó frente a ellos… se alejó.
—Claro que sé lo que digo. A ellos no les falta nada… te aseguro que no se preocupan por si mañana habrá frijoles para comer o leña para calentar el café… tampoco han de pensar en el agua ni en cómo conseguirla, no creo que vayan al pozo a sacar esa dizque agua achocolatada que hay que colar para poder lavar la ropa con ella… ¡No, ellos no piensan en esas cosas porque lo tienen todo!—afirmó Rincón.
—¡No sabes lo que dices!—repitió el otro niño mientras se alejaba rumbo al pueblo con los ojos completamente húmedos y el rostro descompuesto.
Los otros dos niños vieron a Rincón: de pie frente a ellos, decidido y sin dejar de observar el autobús. Después, trataron de encontrar la silueta de Martín, pero ésta ya había desaparecido. Quizá si ellos hubiesen perdido a dos de sus hermanos, llorarían como él lo hacía.
—Sí, ellos no son pobres como nosotros… No les falta nada— insistió el pequeño sin darse cuenta que sus compañeros de juego ya lo habían abandonado.
El pueblo nuevamente quedó en silencio. Nadie se atrevió a abrir las puertas después de que el autobús se alejara.
—Don Lolo, présteme su teléfono, le voy a avisar a Rita—dijo Eugenia, la mujer del rebozo.
El hombre contempló a Carmen y descubrió el dolor en su rostro, ella sólo movió ligeramente la cabeza. Eugenia se encaminó hacia el mostrador: sacó el monedero que siempre llevaba oculto entre los senos y buscó en él un trozo de papel. Marcó un número.
—¿Rita?… ¡Acaba de pasar hace unos minutos!… ¿Cómo que quién?… ¡Ya sabes quién!… Deberías avisarle a tu hermano, yo creo que va cargado—dijo Eugenia.
Del otro lado del teléfono, una mujer delgada, de cabello largo y negro, cerró los ojos y una lágrima abrió un surco en su piel polvorienta y morena. Respiró profundamente y marcó el número de su hermano. Hubo un largo silencio hasta que por fin sus labios se abrieron y tartamudearon: “No… no… cuelgues Jorge. Soy Rita… me…me acaba de hablar Eugenia…”, quiso continuar, mas un nudo en la garganta se lo impidió. Del otro lado del teléfono un suspiro ahogado se escuchó, su hermano sabía qué era aquello que tanto trabajo le costaba decir.
—¿A qué hora pasó?—preguntó el hombre.
—Hace unos minutos… ¡Va cargado!—aseguró de golpe la mujer.
El hombre no dijo más. Colgó el teléfono y su delgada quijada comenzó a temblar. Contuvo las lágrimas al escuchar la voz de su esposa peleando con los gatos en el patio: “¡Caramba, pero no se cansan de tragar… Ya les di en la mañana!”, dijo la mujer mientras abría la carcomida puerta metálica que produjo un fuerte rechinido. Un par de gatos, escuálidos y sucios, entraron tras ella. Jorge se repuso súbitamente, caminó hacía el sillón y cogió su sombrero.
—Voy a salir, Amelia—aclaró él fingiendo una sonrisa.
—¿Adónde vas a esta hora? ¡El sol está que quema!—aseguró la mujer.
—Voy donde José, me dijo que me cambiaría algo de semillas por el caballo—agregó el hombre y salió.
Su esposa corrió hacia la puerta y lo vio extrañada.
—¿Y no llevas el caballo?—interrogó ella.
Él se detuvo, cerró los ojos: “No, primero voy a ver si… si aceptó el trato y ya después, mañana, le llevo el caballo”, aclaró sin siquiera voltear. Jamás le había mentido a su esposa, sabía que si viraba y observaba sus profundos ojos cafés soltaría el llanto y se aferraría, como un niño, a su vestido marchito.
Caminó de frente.
La mujer se quedó parada en la puerta. Imaginó a dónde iría su esposo. Entró a la casa, corrió la cortina de tela que separaba la estancia que les servía de cocina, comedor y sala, de la habitación de su hijo. Vio su camisa a cuadros colgada en la pared y su chamarra de mezclilla en la silla: se sentó un momento.
Cuando el autobús salió del pueblo, don Lolo abrió la tienda. Eugenia se marchó cabizbaja y el hombre y su esposa se abrazaron en medio del gran local de altos estantes de madera y con una balanza colgada al techo.
Hace unos meses, cuando el camión atravesaba el pueblo y lo dejaba atrás, todos salían a la calle a susurrar. Las mujeres, asustadas, se cubrían la cabeza con el rebozo e iban a la iglesia a rezar, y a los hombres les daba por fumar o tomar una cerveza. Ahora, muchos se habían ido y los pocos que quedaban lo que hacían era encerrarse en casa y pedir que el autobús jamás volviera a pasar.
Jorge caminó por el sendero que llevaba a la carretera de terracería y luego salió de ella para atravesar por lo que antes eran milpas y los corrales del ganado. La tierra se levantaba a cada paso y a lo lejos un par de cerros se divisaban. Siguiendo por ahí podía llegar antes que el autobús.
Amelia contemplaba la cortina de tela, a los gatos jugando en la cocina y la guitarra de Ramiro, su hijo, en el sillón, como la había dejado antes de irse para la fiesta. Sus ojos se detuvieron en la fotografía que Ramiro tenía pegada en el espejo, en ella se podía ver a un niño delgado y de rostro afilado, sonriendo con un grupo de adolescentes vestidos con short verde y playera blanca, mientras al fondo una portería enmarcaba el paisaje semidesértico. Sonrió ligeramente y sus ojos se humedecieron.
Rita se encaminó al pueblo; su casa, junto con la de sus hermanos, se encontraba a las orillas. Cogió a sus dos hijos que jugaban a la sombra de un árbol y, apretando fuertemente sus manos, entró por la calle principal. Los niños estuvieron a punto de gritar por el dolor que les producía su propia madre, pero cuando levantaron la vista y se encontraron con sus ojos llorosos, se tragaron éste y caminaron más rápido.
La mujer entró a la tienda de don Lolo. El hombre la contempló apenado y fingió una sonrisa.
—Buenos días Rita, ¿en qué puedo servirle?—preguntó.
—Deme dos veladoras, un kilo de azúcar y un café de sobre—dijo la mujer firme.
Los niños se sentaron en el escalón de la puerta, tristes acariciaban sus manos amoratadas.
El hombre le dio lo que pedía. Rita volteó y observó los ojos vacíos de sus hijos. “También dos paletas”—pidió al tendero.
—Claro, y aquí tengo unos chicles nuevos que trajo mi hijo de la capital y unos juguitos que están muy buenos, tenga para los niños—afirmó el hombre.
—Pero yo…—la mujer bajó la vista y guardó silencio.
—No se preocupe Rita, es cortesía de la casa… ésos no los cobro— agregó don Lolo sonriente.
Los niños se levantaron rápido y corrieron al mostrador a tomar lo que el hombre les ofrecía. La mujer dio las gracias y cuando estaba a punto de salir, el hombre la detuvo.
—Rita, si me lo permite y no me lo toma a mal, tenga estas flores, Carmen las trajo ayer de la ciudad… Sé que mañana hará dos años de… de la muerte de Nicolás y a Carmen y a mí nos gustaría que las pusiera en su tumba… era un buen amigo—señaló triste don Lolo.
Ella tomó un gran ramo de flores multicolores. Las lágrimas bajaron por su rostro, sus labios hicieron una mueca y múltiples arrugas se adueñaron de él. Respiró fuertemente para contener ese llanto que siempre inundaba sus ojos, ahogaba su voz y hacía que el dolor se adueñara de su cuerpo.
Pensó en Nicolás y su sonrisa amplia en sus dientes amarillos.
Los niños se abrazaron a su madre y la paleta que pretendían saborear plácidamente, fue estrujada contra el cuerpo de la mujer: extrañaban a su padre.
—Se lo agradezco mucho don Lolo, mañana se las llevaré… aunque probablemente alegren dos tumbas—dijo Rita, tragando el dolor de la soledad y el sufrimiento.
Salió.
La gente del pueblo la vio pasar por la calle principal sosteniendo en una mano el ramo y las veladoras y con la otra abrazando a sus pequeños.
Jorge siguió caminando por las tierras que en otros años producían maíz y frijol. Bajó por la hondonada donde antes se encontraba la presa artificial creada por su papá y sus pies patearon el cráneo agusanado de una vaca. Volteó y vio a lo lejos la nube de polvo que se acercaba. Corrió hacia las faldas de ese cúmulo de tierra un poco más alto que una casa. Lo rodeó y entonces se escondió entre las rocas y los mezquites. Levantó la cabeza y sus ojos se clavaron en un sombrero agujerado, un par de botas y algunas prendas de vestir. El sol era intenso y sus labios estaban secos: se volvió a tragar el llanto.
Agazapado, no tuvo que aguardar mucho. Al poco tiempo, el ruido producido por el motor del autobús se hizo más potente, junto con la inseparable nube de polvo. Jorge respiró profundamente cuando escuchó el vehículo frente a él, hasta que se detuvo. La puerta del autobús se abrió.
—¡Que la chingada! ¡Con este pinche calor se antoja una chela bien fría! ¿Que no podemos hacer esto en la noche?—gritó un hombre gordo, de sombrero blanco y botas puntiagudas.
—El Charly necesita el camión al rato… ¡Pero si quieres dile tú que no lo haces!—afirmó un joven delgado que no llegaría a los veinte años.
—No, ni hablar—aseguró el hombre gordo. Tú, Diablo… ¡abre las pinches puertas de atrás pa‘largarnos de aquí!
El rostro casi infantil de un joven que dejó la secundaria para seguir a su primo y llevar dinero a casa, se asomó por el autobús, descendió de éste y caminó hacia la parte trasera. Un líquido espeso escurría y humedecía la tierra sedienta. Inmediatamente las pesadas gotas eran absorbidas.
—¡De seguro me van a poner a lavarlo!—frunció el ceño cuando una gota cayó sobre sus recién adquiridas botas.
Jorge se levantó un poco. Trataba de contemplar la escena, pero el autobús estaba frente a él y no podía ver lo que pasaba en la parte trasera.
—¡Tigre, ayúdale a ese pendejo… y así quiere que lo ascienda el jefe!—gritó el hombre gordo.
El Tigre, como apodaban al hijo de Memo quien se había ido para la capital con el resto de su familia, corrió hacia la parte trasera del camión. Se trepó a éste y juntos iniciaron la labor. El vehículo no tenía asientos, sólo el del chofer y uno donde podían ir dos acompañantes. Todo había sido transformado en una bóveda oscura que servía para cargar. Los vidrios los habían pintado de color negro y del pasamanos pendían algunos lazos y cadenas. El Tigre y el Diablo se apresuraron a descargar.
Escondido tras las piedras, Jorge podía escuchar un ligero “croc-croc” que nacía de la parte trasera del autobús. Se quitó el sombrero, cerró los ojos y comenzó a rezar en voz baja. El claxon y un par de gritos lo hicieron apretar el sombrero contra su pecho y abrir de súbito los ojos.
—¡Apúrense!… ¡Todavía tienes que lavar el camión, pinche Diablo!— gritó el hombre gordo.
—¡Lo sabía!—dijo el joven, quien de mala manera arrojó, sobre la tierra, lo que tenía entre sus manos.
Los hombres se subieron al vehículo y emprendieron el regreso. La nube de polvo volvió a hacerse, pero cuando llegaron al camino por donde habían arribado, decidieron seguir hacia el Norte y no por el Sur.
—Mejor nos vamos por acá. Tengo que pasar a arreglar un asuntito con un tipo que se cree muy listo—aseguró el hombre gordo esbozando una poco discreta sonrisa.
El autobús se perdió entre la nube y la carretera que corría larga y profunda fue devorada por los montes.
Jorge lo vio alejarse. Nervioso, se puso el sombrero: su quijada nuevamente comenzó a temblar. Bajó entre las rocas, esquivó un par de biznagas y sus pies titubearon. Estuvo a punto de caer sobre la tierra suelta, pero su mano, dura y firme por el pesado trabajo en el campo, se sostuvo de la rama de un mezquite: no sintió dolor. Mantuvo la mirada al frente, fija en lo que los hombres habían abandonado: no veía las piedras con las que de vez en cuando tropezaba ni los bichos que por ahí deambulaban ni los zopilotes comiendo desesperados. Un cráneo lo hizo titubear, bajó la vista y miró las dos oquedades que parecían verlo fijamente. El sudor empapó su rostro y un súbito calor se adueñó de su estómago y sus manos. Apretó el paso.
Se detuvo.
Se agachó, con el rostro descompuesto y con las manos temblorosas tomó el dorso de un hombre, que aún conservaba la camisa blanca con águilas bordadas. La sangre que manaba de aquél, empapó los brazos de Jorge. Su estómago estuvo a punto de protestar, pero se contuvo. Bajó el dorso que se encontraba encima de todos los cuerpos, entonces una cabeza rodó y el delgado brazo de una joven mujer se deslizó cerca de su pie. Jorge saltó, quería gritar, pero tenía miedo que alguien lo escuchara. Movió un par de cuerpos más hasta que se encontró con el rostro moreno, de nariz pequeña, labios delgados y prominentes cejas de su hijo. Lo liberó de los otros cuerpos. Su camisa a cuadros estaba llena de sangre y su pantalón de mezclilla ya no era azul. Lo jaló de los pies y lo puso aparte. En silencio, lo contempló por un instante: “Te dije que no fueras a ese pinche pueblo… ¡Era sólo una fiesta!” — dijo y se tiró sobre el cuerpo del joven que en un par de meses cumpliría dieciocho años. Entonces las lágrimas que había retenido durante cuatro días llegaron a sus ojos y bajaron por su rostro sin detenerse. Su garganta se cerró y un fuerte dolor le dio en el pecho. Gritó y sus ojos se nublaron.
La sangre de su hijo, y la de los otros cuerpos, se adhirió a él. El líquido rojo manchó su ropa y no le importó. Lloró: lloró como quería hacerlo desde hace tiempo cuando ellos comenzaron a adueñarse de esas tierras y la muerte caminó tranquila entre los pueblos; lloró como debió hacerlo cuando la lluvia desapareció, la tierra empezó a secarse y la gente se marchó; lloró como no quiso hacerlo aquel día en que tuvo que matar a su última res antes de que la sequía se la llevara; lloró como quiso hacerlo cuando el presidente dio un mensaje a la nación para decir que la guerra contra el narcotráfico iba a ser frenada y la violencia iba a cesar; lloró como debió hacerlo ese día cuando el ejército disparó contra la camioneta de su primo matando a dos de sus hijos; lloró como deseó hacerlo cuando vio tres cuerpos colgando de un puente y en uno de ellos reconoció a un vecino; lloró como no pudo hacerlo cuando su ahijado Mario, periodista del diario local, fue encontrado torturado y muerto en un camino vecinal… lloró como jamás había llorado.
Un sonido tras él lo hizo callar. Asustado, giró el rostro y se encontró con dos ancianos que llevaban una mula.
—Nos dijeron que aquí venía el camión de los muertos a deshacerse de todos los que se llevan—dijo muy quedo el hombre encorvado de pies cansados.
—Nuestro nieto, Eduardo, desapareció la semana pasada. Se fue hace tres meses con ellos, dijo que estaba cansado de la pobreza y de mal comer. Prefirió las armas antes que seguir siendo pobre—señaló la mujer ya sin dientes y con un ojo blanco.
—Después se escucharon rumores de que quiso salirse y entonces ya no lo vimos más—aclaró el anciano.
El viejo se inclinó sobre los cuerpos: volteó hacia al sol aquellos que estaban de espaldas, examinó las cabezas, los brazos y piernas desmembrados hasta que encontró a su nieto. Le hizo una seña a su mujer y ésta se acercó lo más rápido que sus pies lentos le permitieron, siempre jalando la mula.
—Su papá lo dejó para irse al otro lado, tenía cuatro años y él y sus hermanos se quedaron con nosotros. Los demás tomaron su camino: unos pa’la capital, otros pa’l Norte, pero el desierto se los tragó y no llegaron allá—decía la mujer mientras ayudaba a su esposo a subir el cuerpo a la mula.
—¿El suyo tampoco quiso seguir siendo pobre?—preguntó el anciano.
—Sólo fue a un baile al Chaparral—señaló Jorge consternado.
—¡Ahí hay mujeres bonitas que les gustan a ellos! ¡Mejor ni meterse en ese pueblo!—aseguró el viejo.
Los dos ancianos se alejaron cargando el cuerpo: la mula, flaca y fastidiada, se detenía de vez en cuando hasta que sentía un golpe por parte del viejo. Ninguno de los dos lloró, ya habían llorado mucho y sus ojos estaban secos.
Jorge se puso de pie y cargó el cuerpo de su hijo. Si no hubiera sido por los múltiples moretones, los ojos cerrados por dos certeros golpes y el labio reventado por una patada, cualquiera hubiera dicho que dormía. El hombre caminó firme y aunque sus pies parecían titubear, las fuerzas le hacían dar cada paso. La mano de Ramiro bajó suavemente cuando su padre estuvo a punto de caer y tirarlo. Jorge se detuvo un instante, acomodó el cuerpo del muchacho y siguió su camino.
A lo lejos, una delgada silueta se acercaba. Jorge distinguió la figura de Amelia. En silencio, la mujer corrió hacia él. Cubrió el cuerpo de su hijo con una manta y sin decir una sola palabra ni soltar una lágrima, caminó al lado de su esposo.
La pareja se perdió entre la tierra pobre, muerta de hambre y llena de sed de ese lugar desértico donde la violencia había hecho nido desde hacía ya algún tiempo. Caminaron en silencio y cabizbajos pasaron al lado de un cactus donde la muerte, serena y profunda, los observó tranquila mientras fumaba un cigarro. Contempló los ojos tristes de la mujer y conmovida bajó la vista. Su rostro se levantó cuando muy a lo lejos observó una columna de polvo que se alejaba. Suspiró, alisó su cabellera negra y lanzó el cigarro para comenzar a caminar hacia el Norte donde algunas detonaciones ya se escuchaban.
Jorge y Amelia, ya con la mirada siempre al frente, seguían caminando en silencio. Los ojos de ella se desviaron cuando a un lado del camino, en un gran cartel, se podía leer: “Estamos avanzando más que nunca, porque tú y tus hijos lo merecen. México es un país libre” y, al lado, la foto sonriente de un político de fino traje y rostro limpio. Sólo entonces una lágrima se desprendió de los ojos de Amelia y un nudo se adueñó de su garganta. La mano de Ramiro resbaló y sobresalió de la cobija. Amelia la tomó con dulzura y siguió andando, siempre en silencio, sin soltar la fría mano de su hijo.

Alquimia de la Tierra



Los invito a leer este relato que se publicó en el libro "Alquimia de la Tierra", editado por la Universidad de Huelva, España.




ESPERANZA 
Por María Celeste Vargas Martínez

La tierra suelta se adhería a sus pies llenos de surcos. Sus huaraches de correa y suela de llanta, dejaban ver sus múltiples callosidades y sus uñas gruesas y amarillas. A cada paso la tierra se levantaba ligera y provocaba una discreta nube que se disipaba al momento. Subió la pequeña colina y esquivo a un alacrán que salió debajo de una piedra, cuando su pie cansado tropezó con ella.
   Se detuvo.
   Observó las discretas colinas que años atrás estaban llenas de sembradíos y animales. Respiró. Una lágrima estuvo a punto de bajar por su piel ceniza: la contuvo. Frente a él, una ligera brisa levantaba la tierra suelta y se la llevaba lejos, y escuetos arbustos estaban a punto de desfallecer, cual fantasmas de brazos marchitos se aferraban a buscar un poco de agua en lo profundo de la tierra. Restos de vacas yacían aquí y allá. Abajo, la oquedad que hace un tiempo servía de estanque artificial y muy cerca a ella el viejo mezquite, el único que aún permanecía en pie. Levantó la vista y se encontró con un sol intenso que quemaba la piel. Bajó hasta el mezquite, siempre sosteniendo con firmeza un jarro de barro decorado por su abuelo. Llegó frente al árbol, respiró con dificultad: se sentía cansado. Los años y la vida en las minas, recolectando plata para el patrón extranjero, le habían dejado unos pulmones que siempre protestaban. Dejó el jarro cerca del tronco, se inclinó y su largo calzón blanco se impregnó de polvo. En silencio recogió una bolsa metálica de papas, un alata de refresco y algunas colillas de cigarros.   Después, sus ojos negros se posaron en el letrero con pintura roja que yacía en el tronco: “Marco estuvo aquí”, decía. Él movió la cabeza: “Cuando entenderán esos jóvenes.”-musitó.
   Volvió a tomar el jarro y se incorporó.
 “Dirás que soy un terco, pero mi padre me enseñó a ser así. Sé que todos los días me das fuertes bofetadas para que mire el pueblo crecido, las fábricas que van naciendo, las carreteras que corren y tumban cerros... Y en las noches, pareces gritarme al oído que todo ha terminado. Pero soy un terco y aquí me tienes hoy, ofreciéndote Madre Tierra, un trago de este pulque que aún no toca mis labios. Vengo a darte las gracias por permitirme seguir andando, pero también vengo a pedirte que te acuerdes de nosotros y que hagas que tu hija la lluvia llegue…ya son tres años y no hemos sembrado… mi gente, tus hijos, están muriendo… Madre, piensa en nosotros que nacimos de estas tierras” – dijo e inclinó su jarro. Un chorro de ese líquido blanco y espeso cayó en la tierra y fue absorbido.
   El hombre miró hacia la colina; su gente, con calzones blancos de manta y largas blusas multicolores, se acercaban llevando instrumentos y viandas. Cantaban en su lengua una canción que le pedía a la Madre Tierra una oportunidad en ese mundo que pretendía olvidarse de ellos. También se disculpaban por el viento oloroso, por el agua negra del río, por los edificios y los autos que se habrían camino. Pedían perdón aun sabiendo que no eran los culpables, pero temían que la Madre Tierra, que les había dado la vida, ahora se las quitara… de ahí que se llevara el agua y trajera la sed y el cansancio a sus tierras.
   El grupo bajó hasta el mezquite y comenzaron a bailar como lo hacían sus padres y los padres de sus padres cuando el cielo era azul y enorme y cuando en las noches la luna, coqueta y melancólica, los observaba junto con miles de sus hijos mientras iluminaba el cielo.
© María Celeste Vargas Martínez. (México, DF, 1976).  Escritora y periodista.