Por María Celeste Vargas Martínez
“Lo más atroz de las cosas
malas de la gente mala
es el silencio de la gente buena.”
Mahatma Gandhi
Una enorme nube de polvo se levantó a lo lejos y
cual animal furioso comenzó a andar veloz acompañada de un fuerte estruendo:
rugió. Ella la contempló impávida, después apretó los ojos tratando de ver a la
distancia. “¿Será la lluvia?”, se preguntó insegura. Hacia más de treinta meses
que no llovía en esas olvidadas tierras: los campos de cultivo marcaban enormes
surcos como piel deshidratada por la edad; los esqueletos de las reses estaban
regados en la tierra suelta y hasta las cactáceas yacían tristes, levantadas
con desgana, delgadas y enfermas, y a punto de venirse abajo. “¿Podrá ser la
lluvia que ahora, arrepentida de alejarse de éste y otros pueblos, llega
intempestivamente a saciar la sed?”, sus labios secos volvieron a interrogar.
“¡Sí, es la lluvia!”, se dijo sonriente la mujer y sus ojos, marchitos y
desolados, se iluminaron. Debía regresar a casa a dar la buena noticia o,
quizá, sería mejor encaminarse a la iglesia y tocar la campana para que todos
salieran a festejar y sentir el corazón palpitar en el pecho, como ella lo
hacía en ese momento.
La nube se hizo más grande.
Ella dio un par de pasos hacia atrás y se subió a
un cúmulo de rocas que le permitía ver la calle principal de ese pueblo de
casas polvorientas y abandonadas. Su rebozo gris se deslizó por su cabello cano
y bajó hasta su hombro derecho. Se colocó de puntas y sólo entonces logró ver
lo que la nube traía consigo. La sonrisa se desdibujó de su rostro cuando, a la
distancia, no vislumbró la lluvia sino que adivinó el autobús negro de vidrios
cubiertos de pintura oscura, defensa reluciente y grandes faros iluminados. La
luz de sus ojos se apagó y el temor nació en ellos. Rápidamente se colocó el
rebozo en su lugar. Se llevó la mano derecha al rostro y se persignó:
“¡Avemaría purísima!”, musitó. Su mano izquierda comenzó a temblar, se sujetó
de una carcomida barda y corrió hacia la tienda de don Lolo.
El hombre, en otros años regordete y enorme, con
la delgada mano en la cintura miró extrañado a la mujer.
—¡Cierre, don Lolo, cierre!—gritó ella mientras
tomaba la tranca de detrás de la puerta y se apresuraba a levantar el palo.
Sin preguntar, el hombre de espalda cansada
corrió hacia la puerta de madera y la cerró. La mujer colocó la tranca. Carmen,
la esposa de don Lolo, entró por el hueco que unía su casa con el negocio. En
sus manos sostenía una bandeja con los alimentos de su marido.
—¿Qué pasa?—interrogó Carmen asustada y corrió al mostrador para dejar la
charola.
—¡Ahí viene!—fue todo lo que dijo la mujer del
rebozo.
No fue necesario decir más, todos sabían lo que
esa frase significaba.
Carmen corrió hacia la puerta, después de
santiguarse. Don Lolo abrió discretamente la pequeña ventana por donde
despachaba urgencias en la noche… y esperó.
—Oí que no encuentran al sobrino de Rita… ¿Usted
cree que… ?— preguntó Carmen
—¡Cállate mujer!— dijo el hombre. No debes pensar de esa manera.
La nube de polvo se acercó y un potente motor
cobijó por completo el silencio del pueblo. Algunos hombres, refugiados en sus
casas debido al insistente calor y a la falta de trabajo, escucharon el ruido
del motor e inmediatamente corrieron a cerrar puertas y ventanas: las casas
tapiadas parecían abandonadas. Los niños que jugaban a la orilla de lo que
antes era el arroyo, vieron aproximarse el camión y entonces corrieron a
refugiarse tras las rocas y entre los huesos de la vaca de Rosario y el perro
de Fortino.
—Algún día seré como ellos—dijo muy quedo Rincón.
Los otros niños lo miraron incrédulos. “No sabes
lo que dices”, gritó un niño delgado y de piel cuarteada.
El autobús pasó frente a ellos… se alejó.
—Claro que sé lo que digo. A ellos no les falta
nada… te aseguro que no se preocupan por si mañana habrá frijoles para comer o
leña para calentar el café… tampoco han de pensar en el agua ni en cómo
conseguirla, no creo que vayan al pozo a sacar esa dizque agua achocolatada que
hay que colar para poder lavar la ropa con ella… ¡No, ellos no piensan en esas
cosas porque lo tienen todo!—afirmó Rincón.
—¡No sabes lo que dices!—repitió el otro niño mientras se alejaba rumbo al
pueblo con los ojos completamente húmedos y el rostro descompuesto.
Los otros dos niños vieron a Rincón: de pie
frente a ellos, decidido y sin dejar de observar el autobús. Después, trataron
de encontrar la silueta de Martín, pero ésta ya había desaparecido. Quizá si
ellos hubiesen perdido a dos de sus hermanos, llorarían como él lo hacía.
—Sí, ellos no son pobres como nosotros… No les falta nada— insistió el pequeño
sin darse cuenta que sus compañeros de juego ya lo habían abandonado.
El pueblo nuevamente quedó en silencio. Nadie se
atrevió a abrir las puertas después de que el autobús se alejara.
—Don Lolo, présteme su teléfono, le voy a avisar a Rita—dijo Eugenia, la mujer
del rebozo.
El hombre contempló a Carmen y descubrió el dolor
en su rostro, ella sólo movió ligeramente la cabeza. Eugenia se encaminó hacia
el mostrador: sacó el monedero que siempre llevaba oculto entre los senos y
buscó en él un trozo de papel. Marcó un número.
—¿Rita?… ¡Acaba de pasar hace unos minutos!… ¿Cómo que quién?… ¡Ya sabes
quién!… Deberías avisarle a tu hermano, yo creo que va cargado—dijo Eugenia.
Del otro lado del teléfono, una mujer delgada, de
cabello largo y negro, cerró los ojos y una lágrima abrió un surco en su piel
polvorienta y morena. Respiró profundamente y marcó el número de su hermano.
Hubo un largo silencio hasta que por fin sus labios se abrieron y
tartamudearon: “No… no… cuelgues Jorge. Soy Rita… me…me acaba de hablar
Eugenia…”, quiso continuar, mas un nudo en la garganta se lo impidió. Del otro
lado del teléfono un suspiro ahogado se escuchó, su hermano sabía qué era aquello
que tanto trabajo le costaba decir.
—¿A qué hora pasó?—preguntó el hombre.
—Hace unos minutos… ¡Va cargado!—aseguró de golpe la mujer.
El hombre no dijo más. Colgó el teléfono y su
delgada quijada comenzó a temblar. Contuvo las lágrimas al escuchar la voz de
su esposa peleando con los gatos en el patio: “¡Caramba, pero no se cansan de
tragar… Ya les di en la mañana!”, dijo la mujer mientras abría la carcomida
puerta metálica que produjo un fuerte rechinido. Un par de gatos, escuálidos y
sucios, entraron tras ella. Jorge se repuso súbitamente, caminó hacía el sillón
y cogió su sombrero.
—Voy a salir, Amelia—aclaró él fingiendo una
sonrisa.
—¿Adónde vas a esta hora? ¡El sol está que quema!—aseguró la mujer.
—Voy donde José, me dijo que me cambiaría algo de semillas por el
caballo—agregó el hombre y salió.
Su esposa corrió hacia la puerta y lo vio
extrañada.
—¿Y no llevas el caballo?—interrogó ella.
Él se detuvo, cerró los ojos: “No, primero voy a
ver si… si aceptó el trato y ya después, mañana, le llevo el caballo”, aclaró
sin siquiera voltear. Jamás le había mentido a su esposa, sabía que si viraba y
observaba sus profundos ojos cafés soltaría el llanto y se aferraría, como un
niño, a su vestido marchito.
Caminó de frente.
La mujer se quedó parada en la puerta. Imaginó a
dónde iría su esposo. Entró a la casa, corrió la cortina de tela que separaba
la estancia que les servía de cocina, comedor y sala, de la habitación de su
hijo. Vio su camisa a cuadros colgada en la pared y su chamarra de mezclilla en
la silla: se sentó un momento.
Cuando el autobús salió del pueblo, don Lolo
abrió la tienda. Eugenia se marchó cabizbaja y el hombre y su esposa se
abrazaron en medio del gran local de altos estantes de madera y con una balanza
colgada al techo.
Hace unos meses, cuando el camión atravesaba el
pueblo y lo dejaba atrás, todos salían a la calle a susurrar. Las mujeres,
asustadas, se cubrían la cabeza con el rebozo e iban a la iglesia a rezar, y a
los hombres les daba por fumar o tomar una cerveza. Ahora, muchos se habían ido
y los pocos que quedaban lo que hacían era encerrarse en casa y pedir que el
autobús jamás volviera a pasar.
Jorge caminó por el sendero que llevaba a la
carretera de terracería y luego salió de ella para atravesar por lo que antes
eran milpas y los corrales del ganado. La tierra se levantaba a cada paso y a
lo lejos un par de cerros se divisaban. Siguiendo por ahí podía llegar antes
que el autobús.
Amelia contemplaba la cortina de tela, a los
gatos jugando en la cocina y la guitarra de Ramiro, su hijo, en el sillón, como
la había dejado antes de irse para la fiesta. Sus ojos se detuvieron en la
fotografía que Ramiro tenía pegada en el espejo, en ella se podía ver a un niño
delgado y de rostro afilado, sonriendo con un grupo de adolescentes vestidos
con short verde y playera blanca, mientras al fondo una portería enmarcaba el
paisaje semidesértico. Sonrió ligeramente y sus ojos se humedecieron.
Rita se encaminó al pueblo; su casa, junto con la
de sus hermanos, se encontraba a las orillas. Cogió a sus dos hijos que jugaban
a la sombra de un árbol y, apretando fuertemente sus manos, entró por la calle
principal. Los niños estuvieron a punto de gritar por el dolor que les producía
su propia madre, pero cuando levantaron la vista y se encontraron con sus ojos
llorosos, se tragaron éste y caminaron más rápido.
La mujer entró a la tienda de don Lolo. El hombre
la contempló apenado y fingió una sonrisa.
—Buenos días Rita, ¿en qué puedo servirle?—preguntó.
—Deme dos veladoras, un kilo de azúcar y un café de sobre—dijo la mujer firme.
Los niños se sentaron en el escalón de la puerta,
tristes acariciaban sus manos amoratadas.
El hombre le dio lo que pedía. Rita volteó y
observó los ojos vacíos de sus hijos. “También dos paletas”—pidió al tendero.
—Claro, y aquí tengo unos chicles nuevos que trajo mi hijo de la capital y unos
juguitos que están muy buenos, tenga para los niños—afirmó el hombre.
—Pero yo…—la mujer bajó la vista y guardó silencio.
—No se preocupe Rita, es cortesía de la casa… ésos no los cobro— agregó don
Lolo sonriente.
Los niños se levantaron rápido y corrieron al
mostrador a tomar lo que el hombre les ofrecía. La mujer dio las gracias y
cuando estaba a punto de salir, el hombre la detuvo.
—Rita, si me lo permite y no me lo toma a mal,
tenga estas flores, Carmen las trajo ayer de la ciudad… Sé que mañana hará dos
años de… de la muerte de Nicolás y a Carmen y a mí nos gustaría que las pusiera
en su tumba… era un buen amigo—señaló triste don Lolo.
Ella tomó un gran ramo de flores multicolores.
Las lágrimas bajaron por su rostro, sus labios hicieron una mueca y múltiples
arrugas se adueñaron de él. Respiró fuertemente para contener ese llanto que
siempre inundaba sus ojos, ahogaba su voz y hacía que el dolor se adueñara de
su cuerpo.
Pensó en Nicolás y su sonrisa amplia en sus
dientes amarillos.
Los niños se abrazaron a su madre y la paleta que
pretendían saborear plácidamente, fue estrujada contra el cuerpo de la mujer:
extrañaban a su padre.
—Se lo agradezco mucho don Lolo, mañana se las
llevaré… aunque probablemente alegren dos tumbas—dijo Rita, tragando el dolor
de la soledad y el sufrimiento.
Salió.
La gente del pueblo la vio pasar por la calle
principal sosteniendo en una mano el ramo y las veladoras y con la otra
abrazando a sus pequeños.
Jorge siguió caminando por las tierras que en
otros años producían maíz y frijol. Bajó por la hondonada donde antes se
encontraba la presa artificial creada por su papá y sus pies patearon el cráneo
agusanado de una vaca. Volteó y vio a lo lejos la nube de polvo que se
acercaba. Corrió hacia las faldas de ese cúmulo de tierra un poco más alto que
una casa. Lo rodeó y entonces se escondió entre las rocas y los mezquites.
Levantó la cabeza y sus ojos se clavaron en un sombrero agujerado, un par de
botas y algunas prendas de vestir. El sol era intenso y sus labios estaban
secos: se volvió a tragar el llanto.
Agazapado, no tuvo que aguardar mucho. Al poco
tiempo, el ruido producido por el motor del autobús se hizo más potente, junto
con la inseparable nube de polvo. Jorge respiró profundamente cuando escuchó el
vehículo frente a él, hasta que se detuvo. La puerta del autobús se abrió.
—¡Que la chingada! ¡Con este pinche calor se
antoja una chela bien fría! ¿Que no podemos hacer esto en la noche?—gritó un
hombre gordo, de sombrero blanco y botas puntiagudas.
—El Charly necesita el camión al rato… ¡Pero si
quieres dile tú que no lo haces!—afirmó un joven delgado que no llegaría a los
veinte años.
—No, ni hablar—aseguró el hombre gordo. Tú,
Diablo… ¡abre las pinches puertas de atrás pa‘largarnos de aquí!
El rostro casi infantil de un joven que dejó la
secundaria para seguir a su primo y llevar dinero a casa, se asomó por el
autobús, descendió de éste y caminó hacia la parte trasera. Un líquido espeso
escurría y humedecía la tierra sedienta. Inmediatamente las pesadas gotas eran
absorbidas.
—¡De seguro me van a poner a lavarlo!—frunció el
ceño cuando una gota cayó sobre sus recién adquiridas botas.
Jorge se levantó un poco. Trataba de contemplar
la escena, pero el autobús estaba frente a él y no podía ver lo que pasaba en
la parte trasera.
—¡Tigre, ayúdale a ese pendejo… y así quiere que
lo ascienda el jefe!—gritó el hombre gordo.
El Tigre, como apodaban al hijo de Memo quien se
había ido para la capital con el resto de su familia, corrió hacia la parte
trasera del camión. Se trepó a éste y juntos iniciaron la labor. El vehículo no
tenía asientos, sólo el del chofer y uno donde podían ir dos acompañantes. Todo
había sido transformado en una bóveda oscura que servía para cargar. Los
vidrios los habían pintado de color negro y del pasamanos pendían algunos lazos
y cadenas. El Tigre y el Diablo se apresuraron a descargar.
Escondido tras las piedras, Jorge podía escuchar
un ligero “croc-croc” que nacía de la parte trasera del autobús. Se quitó el
sombrero, cerró los ojos y comenzó a rezar en voz baja. El claxon y un par de
gritos lo hicieron apretar el sombrero contra su pecho y abrir de súbito los
ojos.
—¡Apúrense!… ¡Todavía tienes que lavar el camión,
pinche Diablo!— gritó el hombre gordo.
—¡Lo sabía!—dijo el joven, quien de mala manera arrojó, sobre la tierra, lo que
tenía entre sus manos.
Los hombres se subieron al vehículo y
emprendieron el regreso. La nube de polvo volvió a hacerse, pero cuando
llegaron al camino por donde habían arribado, decidieron seguir hacia el Norte
y no por el Sur.
—Mejor nos vamos por acá. Tengo que pasar a
arreglar un asuntito con un tipo que se cree muy listo—aseguró el hombre gordo
esbozando una poco discreta sonrisa.
El autobús se perdió entre la nube y la carretera
que corría larga y profunda fue devorada por los montes.
Jorge lo vio alejarse. Nervioso, se puso el
sombrero: su quijada nuevamente comenzó a temblar. Bajó entre las rocas,
esquivó un par de biznagas y sus pies titubearon. Estuvo a punto de caer sobre
la tierra suelta, pero su mano, dura y firme por el pesado trabajo en el campo,
se sostuvo de la rama de un mezquite: no sintió dolor. Mantuvo la mirada al
frente, fija en lo que los hombres habían abandonado: no veía las piedras con
las que de vez en cuando tropezaba ni los bichos que por ahí deambulaban ni los
zopilotes comiendo desesperados. Un cráneo lo hizo titubear, bajó la vista y
miró las dos oquedades que parecían verlo fijamente. El sudor empapó su rostro
y un súbito calor se adueñó de su estómago y sus manos. Apretó el paso.
Se detuvo.
Se agachó, con el rostro descompuesto y con las
manos temblorosas tomó el dorso de un hombre, que aún conservaba la camisa
blanca con águilas bordadas. La sangre que manaba de aquél, empapó los brazos
de Jorge. Su estómago estuvo a punto de protestar, pero se contuvo. Bajó el
dorso que se encontraba encima de todos los cuerpos, entonces una cabeza rodó y
el delgado brazo de una joven mujer se deslizó cerca de su pie. Jorge saltó,
quería gritar, pero tenía miedo que alguien lo escuchara. Movió un par de
cuerpos más hasta que se encontró con el rostro moreno, de nariz pequeña,
labios delgados y prominentes cejas de su hijo. Lo liberó de los otros cuerpos.
Su camisa a cuadros estaba llena de sangre y su pantalón de mezclilla ya no era
azul. Lo jaló de los pies y lo puso aparte. En silencio, lo contempló por un
instante: “Te dije que no fueras a ese pinche pueblo… ¡Era sólo una fiesta!” —
dijo y se tiró sobre el cuerpo del joven que en un par de meses cumpliría
dieciocho años. Entonces las lágrimas que había retenido durante cuatro días
llegaron a sus ojos y bajaron por su rostro sin detenerse. Su garganta se cerró
y un fuerte dolor le dio en el pecho. Gritó y sus ojos se nublaron.
La sangre de su hijo, y la de los otros cuerpos,
se adhirió a él. El líquido rojo manchó su ropa y no le importó. Lloró: lloró
como quería hacerlo desde hace tiempo cuando ellos comenzaron a adueñarse de
esas tierras y la muerte caminó tranquila entre los pueblos; lloró como debió
hacerlo cuando la lluvia desapareció, la tierra empezó a secarse y la gente se
marchó; lloró como no quiso hacerlo aquel día en que tuvo que matar a su última
res antes de que la sequía se la llevara; lloró como quiso hacerlo cuando el
presidente dio un mensaje a la nación para decir que la guerra contra el
narcotráfico iba a ser frenada y la violencia iba a cesar; lloró como debió
hacerlo ese día cuando el ejército disparó contra la camioneta de su primo
matando a dos de sus hijos; lloró como deseó hacerlo cuando vio tres cuerpos
colgando de un puente y en uno de ellos reconoció a un vecino; lloró como no
pudo hacerlo cuando su ahijado Mario, periodista del diario local, fue
encontrado torturado y muerto en un camino vecinal… lloró como jamás había
llorado.
Un sonido tras él lo hizo callar. Asustado, giró
el rostro y se encontró con dos ancianos que llevaban una mula.
—Nos dijeron que aquí venía el camión de los
muertos a deshacerse de todos los que se llevan—dijo muy quedo el hombre
encorvado de pies cansados.
—Nuestro nieto, Eduardo, desapareció la semana pasada. Se fue hace tres meses
con ellos, dijo que estaba cansado de la pobreza y de mal comer. Prefirió las
armas antes que seguir siendo pobre—señaló la mujer ya sin dientes y con un ojo
blanco.
—Después se escucharon rumores de que quiso salirse y entonces ya no lo vimos
más—aclaró el anciano.
El viejo se inclinó sobre los cuerpos: volteó
hacia al sol aquellos que estaban de espaldas, examinó las cabezas, los brazos
y piernas desmembrados hasta que encontró a su nieto. Le hizo una seña a su
mujer y ésta se acercó lo más rápido que sus pies lentos le permitieron,
siempre jalando la mula.
—Su papá lo dejó para irse al otro lado, tenía
cuatro años y él y sus hermanos se quedaron con nosotros. Los demás tomaron su
camino: unos pa’la capital, otros pa’l Norte, pero el desierto se los tragó y
no llegaron allá—decía la mujer mientras ayudaba a su esposo a subir el cuerpo
a la mula.
—¿El suyo tampoco quiso seguir siendo pobre?—preguntó el anciano.
—Sólo fue a un baile al Chaparral—señaló Jorge consternado.
—¡Ahí hay mujeres bonitas que les gustan a ellos! ¡Mejor ni meterse en
ese pueblo!—aseguró el viejo.
Los dos ancianos se alejaron cargando el cuerpo:
la mula, flaca y fastidiada, se detenía de vez en cuando hasta que sentía un
golpe por parte del viejo. Ninguno de los dos lloró, ya habían llorado mucho y
sus ojos estaban secos.
Jorge se puso de pie y cargó el cuerpo de su
hijo. Si no hubiera sido por los múltiples moretones, los ojos cerrados por dos
certeros golpes y el labio reventado por una patada, cualquiera hubiera dicho
que dormía. El hombre caminó firme y aunque sus pies parecían titubear, las
fuerzas le hacían dar cada paso. La mano de Ramiro bajó suavemente cuando su
padre estuvo a punto de caer y tirarlo. Jorge se detuvo un instante, acomodó el
cuerpo del muchacho y siguió su camino.
A lo lejos, una delgada silueta se acercaba.
Jorge distinguió la figura de Amelia. En silencio, la mujer corrió hacia él.
Cubrió el cuerpo de su hijo con una manta y sin decir una sola palabra ni
soltar una lágrima, caminó al lado de su esposo.
La pareja se perdió entre la tierra pobre, muerta
de hambre y llena de sed de ese lugar desértico donde la violencia había hecho
nido desde hacía ya algún tiempo. Caminaron en silencio y cabizbajos pasaron al
lado de un cactus donde la muerte, serena y profunda, los observó tranquila
mientras fumaba un cigarro. Contempló los ojos tristes de la mujer y conmovida
bajó la vista. Su rostro se levantó cuando muy a lo lejos observó una columna
de polvo que se alejaba. Suspiró, alisó su cabellera negra y lanzó el cigarro
para comenzar a caminar hacia el Norte donde algunas detonaciones ya se
escuchaban.
Jorge y Amelia, ya con la mirada siempre al
frente, seguían caminando en silencio. Los ojos de ella se desviaron cuando a
un lado del camino, en un gran cartel, se podía leer: “Estamos avanzando más
que nunca, porque tú y tus hijos lo merecen. México es un país libre” y, al
lado, la foto sonriente de un político de fino traje y rostro limpio. Sólo
entonces una lágrima se desprendió de los ojos de Amelia y un nudo se adueñó de
su garganta. La mano de Ramiro resbaló y sobresalió de la cobija. Amelia la
tomó con dulzura y siguió andando, siempre en silencio, sin soltar la fría mano
de su hijo.