Los invito a leer este relato que se publicó en el libro "Alquimia de la Tierra", editado por la Universidad de Huelva, España.
ESPERANZA
Por María Celeste Vargas Martínez
La
tierra suelta se adhería a sus pies llenos de surcos. Sus huaraches de correa y
suela de llanta, dejaban ver sus múltiples callosidades y sus uñas gruesas y
amarillas. A cada paso la tierra se levantaba ligera y provocaba una discreta
nube que se disipaba al momento. Subió la pequeña colina y esquivo a un
alacrán que salió debajo de una piedra, cuando su pie cansado tropezó con ella.
Se detuvo.
Observó las discretas colinas que años atrás
estaban llenas de sembradíos y animales. Respiró. Una lágrima estuvo a
punto de bajar por su piel ceniza: la contuvo. Frente a él, una ligera brisa
levantaba la tierra suelta y se la llevaba lejos, y escuetos arbustos estaban a
punto de desfallecer, cual fantasmas de brazos marchitos se aferraban a buscar
un poco de agua en lo profundo de la tierra. Restos de vacas yacían aquí y
allá. Abajo, la oquedad que hace un tiempo servía de estanque artificial y muy
cerca a ella el viejo mezquite, el único que aún permanecía en pie. Levantó la
vista y se encontró con un sol intenso que quemaba la piel. Bajó hasta el mezquite,
siempre sosteniendo con firmeza un jarro de barro decorado por su abuelo. Llegó
frente al árbol, respiró con dificultad: se sentía cansado. Los años y la
vida en las minas, recolectando plata para el patrón extranjero, le habían dejado
unos pulmones que siempre protestaban. Dejó el jarro cerca del tronco, se
inclinó y su largo calzón blanco se impregnó de polvo. En silencio recogió una
bolsa metálica de papas, un alata de refresco y algunas colillas de cigarros. Después,
sus ojos negros se posaron en el letrero con pintura roja que yacía en el
tronco: “Marco estuvo aquí”, decía. Él movió la cabeza: “Cuando entenderán esos
jóvenes.”-musitó.
Volvió a tomar el jarro y se incorporó.
“Dirás que soy un terco, pero mi padre me
enseñó a ser así. Sé que todos los días me das fuertes bofetadas para que mire
el pueblo crecido, las fábricas que van naciendo, las carreteras que corren y
tumban cerros... Y en las noches, pareces gritarme al oído que todo ha
terminado. Pero soy un terco y aquí me tienes hoy, ofreciéndote Madre Tierra,
un trago de este pulque que aún no toca mis labios. Vengo a darte las gracias
por permitirme seguir andando, pero también vengo a pedirte que te acuerdes de
nosotros y que hagas que tu hija la lluvia llegue…ya son tres años y no hemos
sembrado… mi gente, tus hijos, están muriendo… Madre, piensa en nosotros que
nacimos de estas tierras” – dijo e inclinó su jarro. Un chorro de ese
líquido blanco y espeso cayó en la tierra y fue absorbido.
El hombre miró hacia la colina; su gente,
con calzones blancos de manta y largas blusas multicolores, se acercaban
llevando instrumentos y viandas. Cantaban en su lengua una canción que le pedía
a la Madre Tierra una oportunidad en ese mundo que pretendía olvidarse de
ellos. También se disculpaban por el viento oloroso, por el agua negra del río,
por los edificios y los autos que se habrían camino. Pedían perdón aun sabiendo
que no eran los culpables, pero temían que la Madre Tierra, que les había dado
la vida, ahora se las quitara… de ahí que se llevara el agua y trajera la sed y
el cansancio a sus tierras.
El grupo bajó hasta el mezquite y comenzaron
a bailar como lo hacían sus padres y los padres de sus padres cuando el cielo
era azul y enorme y cuando en las noches la luna, coqueta y melancólica,
los observaba junto con miles de sus hijos mientras iluminaba el cielo.
© María
Celeste Vargas Martínez. (México, DF, 1976).
Escritora y periodista.
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