El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 10 de agosto de 2016

La plaga



Por María Celeste Vargas Martínez                                                           Primera Parte 

- ¡Quizá es momento de rezar! – dijo una voz hueca y lóbrega.
-  Dejé de hacerlo cuando dios se olvidó de mí y del mundo  – recalcó un hombre delgado y de cabello corto.  Y aunque pudiera hacerlo, de nada sirve en estos momentos.
Golpeó la pared de ese callejón sucio, lleno de escombros, y accionó una palanca que permanecía oculta  cerca de un contenedor de basura. Un crujir se escuchó de pronto, seguido de un estruendo.  
-         O, quizá,  seas tú quien deba rezar – aclaró el joven antes de echarse hacia atrás.
A su costado pasó  veloz  un par de postes de teléfono unidos entre sí por largas cadenas. Un golpe, un sonido,  el cuerpo de su oponente voló y fue a estrellarse contra los contenedores de basura. La noche, el silencio se fue y en algún lugar no muy lejos de ahí se escuchó un alarido. El joven sonrió y caminó hacia el caído, observó sus largas pesuñas de tres dedos donde antes hubiera cinco y la piel lampiña y grisácea de ese cuerpo semiencorvado. El cuerpo, alargado y delgado, donde las extremidades eran más extensas que el tronco, estaba incrustado en las lanzas que él había preparado con anterioridad.  
            Lo observó detenidamente: sus ojos oblicuos, negros y sin pupilas aún parecían esconder algo de luz, la  gran boca, que corría de oreja a oreja, mostraba sus puntiagudos y largos dientes, mientras su escaso cabello, semejante  a  delgadas raíces, caía sobre su frente amplia. Las orejas puntiagudas, con escueto pelaje blanco, estaban en alto. Respiró con dificultad y sintió cómo las lanzas le atravesaban el pecho, algo crujió dentro de él. Levantó su mano y sus largos dedos trataron de coger al joven que lo observaba con indiferencia. Él dio un paso atrás, su oponente bajó el brazo.
- Por uno de los nuestros que mates, nacen veinte más que devoran a tu sociedad sin contemplación  – dijo  con esa voz ronca que más asemejaba al sonido producido por algún animal.
- No me interesa cuántos de los  tuyos surjan y tampoco me importa si terminan con    esta sociedad decadente que nunca comprendí y que siempre fue egoísta y ambiciosa… Yo,  al igual que tú, sólo deseo sobrevivir y por eso estoy aquí  - aclaró él para después perderse en ese callejón oscuro.
Salió a la calle, la observó desierta. Caminó en medio de lo que en otros tiempos fue la avenida principal de la ciudad; siempre iluminada por  la luz de las lámparas que gobiernos ecologistas instalaron años atrás y cercada por grandes edificios. Se detuvo un instante y aguzó el oído:  los podía escuchar hablando entre ellos a las orillas de la acera, escondidos en la oscuridad de los negocios vacíos con cristales rotos o entre las fuentes y las figuras de héroes de antaño. Los podía escuchar susurrando al interior de los viejos cines y olvidados teatros y adivinaba sus siluetas siguiéndolo  con sigilo.  Su mano derecha se depositó en el mango de su espada, mientras que con la izquierda acarició el arma que estaba sujeta a su pierna: sabía que no lo atacarían, a pesar de todo seguía siendo superior a ellos.
Caminó tranquilo, aunque siempre  alerta de los sonidos que nacían a lo largo de la calle. A veces parecían simples susurros arrastrados por el escaso viento, algunas más eran estruendosos  alaridos. Gritos, lamentos  de resignación al saber en lo que se habían convertido o  chillidos ante la impotencia de no poder alimentarse.   
Levantó la vista y vio  el cielo más claro y las estrellas ocultándose  tras un manto azul profundo. Se quedó quieto observando la fría figura de esa mujer desnuda que sostenía con su mano izquierda un arco que carecía de flecha  y que en otros tiempos fue símbolo de la Ciudad de los Palacios. Se llamaba Diana, igual que esa mujer que lo hizo olvidarse de las compañeras de la prepa  cuando aún no cumplía dieciocho. Pero ésta tenía un cuerpo perfecto de senos firmes y larga cabellera,  la otra, de carnes nada escasas y cabello al hombro,  era  vecina del barrio que en las noches salía a buscar hombres solitarios. Aún así,  la amó en su momento. Suspiró tratando de  acercarse los recuerdos, pero estos parecían alejarse cada día.  Cerró los ojos tratando de recordar el rostro de esa mujer, mas le fue imposible. Hizo una mueca y suspiró, sabía que poco a poco  el hombre que había sido desaparecería por completo.   
Cada vez recordaba menos y a veces el  pasado se alejaba tanto de él que creía haber nacido aquella noche en el muelle.
-         No puedo olvidar – se dijo.
Un  grito nació en algún lugar. Siguieron otros: ellos se estaban  alimentando.
-         Máximo – dijo muy quedo. Te llamas Máximo y jamás debes olvidarlo… ¡Máximo!- repitió  como si al hacerlo pudiera apresar cada letra de esa palabra y sujetarla fuertemente  entre sus dedos para impedir que se fuera.
Pero el olvido era parte  de ese presente que cada vez era más suyo y que se alejaba  de ese pasado ya nada cercano.  El viento levantó las hojas  que yacían sobre la acera y se las llevó. Pensó que lo mismo estaba ocurriendo con su memoria. “Pronto no tendré nada”,  afirmó. Le costaba trabajo recordar a su familia, a sus sobrinos, a sus mujeres y a veces, por más que se esforzara, le era difícil adivinar  el rostro de sus padres o el sabor del café en la mañana, de las quesadillas que comía en la noche sentado tranquilamente a una cuadra del malecón. No recordaba cuál era su color preferido, si en verdad había tenido alguno, ni la música que escuchaba ni el olor al mar cuando la lluvia llegaba.
No recordaba.
E incluso empezó a olvidar cómo era y cómo pensaba antes de que todo eso sucediera.
Una ligera capa de luz iluminó  el cielo  y despidió la noche. Lo que parecía un camino brillante,  nació al fondo de la calle y llegó hasta él. Entonces, los escuchó a ellos caminar en las aceras, sobre los edificios, en los techos de las vecindades desvencijadas  y de pronto le pareció escucharlos bajo sus pies, refugiándose en  el drenaje de la ciudad y en los túneles del metro. Por las ventilas se dejaban oír sus  hirientes chillidos y sus constantes cuchicheos. 
Sonrió.
El día nació frente a él.
Se quedó ahí hasta que el sol lo iluminó por completo y la ciudad, otrora llena de vida, ahora parecía una vieja fotografía, con más de un siglo,  tomada en alguna ciudad europea donde dos guerras mundiales se habían desarrollado y la habían mermado.  Para entonces, sólo escuchaba el silencio y el cielo limpio parecía no albergar más aves y las calles estaban deseosas  de sentir sobre ellas pies calzados. 
Sólo hasta que el primer rayo de sol tocó su piel siguió andando. Caminó por Paseo de la Reforma, donde una enorme figuraba alada, sobre un pedestal, parecía contemplarlo con tristeza.  Vio a los pies de ésta rastros de sangre y  un zapato solitario en uno de los escalones. La puerta que conducía  hasta la cima estaba abierta, creyó ver un par de ojos observándolo con reserva, no quiso averiguar si alguien o uno de ellos se escondía ahí. Continuó su camino y más allá  se topó con una blusa de mujer y el carrito de plástico  de un niño. Imaginó la escena  que  había sucedió durante la noche: no sintió nada por ellos.
            Siguió por la avenida principal de esa gran ciudad, dejó atrás las estatuas de los héroes nacionales  y el zoológico con las jaulas vacías, donde de reojo observó cómo  algo se movía. Se detuvo por un instante y a un costado, como a veinte metros, un hombre se escondió entre la basura. Estaba asustado y llevaba la ropa deshecha. Lo veía fijamente, pero no pretendía acercarse a él.
Hacía más de seis meses que no hablaba con nadie, pero tampoco creía necesitarlo. Si se detenía a  charlar con ese hombre, seguramente querría permanecer a su lado, lo que implicaba, probablemente, cuidarlo, pues ningún humano  era capaz de enfrentarse a ellos ni sobrevivir por mucho tiempo. Se olvidó de él.   
            Antes de llegar al zócalo de la ciudad, sobre la antigua calle Madero, vio a uno de ellos recostado sobre una pared con los pies, que  ya  habían sido tocados por la luz solar, achicharrados: agonizaba. Sacó su espada y cuando estaba a punto de cercenarle la cabeza escuchó una voz: “¡Ayúdeme, por favor!”. Él entró y observó a una mujer  tirada sobre el piso, era sujetada por la bestia. De su cuello manaba una gruesa línea de sangre y en el hombro izquierdo tenía una mordida profunda. “El sol lo cogió antes de terminar de alimentarse”, pensó  él.
- Por favor, ayúdeme… No puede regresar la noche y yo seguir aquí… ellos me encontrarán – dijo la mujer de mirada suplicante y rostro bello.
- ¡Te han mordido! – aclaró él.
- No, sólo es un rasguño, nada serio… sus dientes no me tocaron… le aseguro que sólo es un rasguño, nada más, no es nada serio  – afirmó ella llevándose la mano libre al hombro y tocando la herida.  
Él contempló las líneas azules que ya comenzaban a nacer en su cuello,  también observó  ese brillo rojizo que rodeaba sus pupilas y sus labios secos le decían que ella se estaba transformando y si los rayos del sol no la mataban, por  la noche, de ese bello rostro, ya no quedaría nada.   Se dio la vuelta para salir del lugar, la mujer lo sujetó por el pantalón.
-         Por favor, no me dejes aquí… ¡Ten piedad! – gimió y al hacerlo él pudo contemplar los dientes que ya comenzaban a crecer.
Sacó  su espada y la levantó, se detuvo, ella le recordaba a alguien. De un movimiento hizo que la cabeza de la mujer rodara sobre el piso, aunque de la herida no manó sangre:   “No sé lo que esa frase significa, tener piedad no me dice nada, lo único que sé es que en un par de días seguramente tendré que luchar contra ti, ya transformada, con mayor fuerza y llena de hambre… así que es mejor que mueras antes”, dijo con indiferencia y salió. Pero antes de hacerlo observó tras él las largas y gruesas paredes de la iglesia, sabía que ellos aguardaban ahí la llegada nuevamente de la noche.
- Al final somos iguales – gimió la bestia, que creía muerta, en un susurro agonizante. Tú también  te deshaces de ellos.
- Me importa vivir, no me importan ustedes ni ellos. Si ustedes quieren terminar con todos me tiene sin cuidado y si ellos quieren asesinarlos a ustedes, también me da igual. Si no la mataba ahora, lo haría después… ¿qué importa el momento? – aclaró  y se marchó rumbo al Zócalo.

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