Por
María Celeste Vargas Martínez Primera Parte
-
¡Quizá es momento de rezar! – dijo una voz hueca y lóbrega.
-
Dejé de hacerlo cuando dios se olvidó de
mí y del mundo – recalcó un hombre
delgado y de cabello corto. Y aunque
pudiera hacerlo, de nada sirve en estos momentos.
Golpeó
la pared de ese callejón sucio, lleno de escombros, y accionó una palanca que
permanecía oculta cerca de un contenedor
de basura. Un crujir se escuchó de pronto, seguido de un estruendo.
-
O, quizá, seas tú quien deba rezar – aclaró el joven
antes de echarse hacia atrás.
A
su costado pasó veloz un par de postes de teléfono unidos entre sí
por largas cadenas. Un golpe, un sonido, el cuerpo de su oponente voló y fue a
estrellarse contra los contenedores de basura. La noche, el silencio se fue y
en algún lugar no muy lejos de ahí se escuchó un alarido. El joven sonrió y
caminó hacia el caído, observó sus largas pesuñas de tres dedos donde antes
hubiera cinco y la piel lampiña y grisácea de ese cuerpo semiencorvado. El
cuerpo, alargado y delgado, donde las extremidades eran más extensas que el tronco,
estaba incrustado en las lanzas que él había preparado con anterioridad.
Lo observó detenidamente: sus ojos
oblicuos, negros y sin pupilas aún parecían esconder algo de luz, la gran boca, que corría de oreja a oreja,
mostraba sus puntiagudos y largos dientes, mientras su escaso cabello, semejante
a
delgadas raíces, caía sobre su frente amplia. Las orejas puntiagudas,
con escueto pelaje blanco, estaban en alto. Respiró con dificultad y sintió cómo
las lanzas le atravesaban el pecho, algo crujió dentro de él. Levantó su mano y
sus largos dedos trataron de coger al joven que lo observaba con indiferencia.
Él dio un paso atrás, su oponente bajó el brazo.
-
Por uno de los nuestros que mates, nacen veinte más que devoran a tu sociedad
sin contemplación – dijo con esa voz ronca que más asemejaba al sonido
producido por algún animal.
-
No me interesa cuántos de los tuyos
surjan y tampoco me importa si terminan con esta
sociedad decadente que nunca comprendí y que siempre fue egoísta y ambiciosa…
Yo, al igual que tú, sólo deseo
sobrevivir y por eso estoy aquí - aclaró
él para después perderse en ese callejón oscuro.
Salió
a la calle, la observó desierta. Caminó en medio de lo que en otros tiempos fue
la avenida principal de la ciudad; siempre iluminada por la luz de las lámparas que gobiernos
ecologistas instalaron años atrás y cercada por grandes edificios. Se detuvo un
instante y aguzó el oído: los podía
escuchar hablando entre ellos a las orillas de la acera, escondidos en la
oscuridad de los negocios vacíos con cristales rotos o entre las fuentes y las
figuras de héroes de antaño. Los podía escuchar susurrando al interior de los
viejos cines y olvidados teatros y adivinaba sus siluetas siguiéndolo con sigilo.
Su mano derecha se depositó en el mango de su espada, mientras que con
la izquierda acarició el arma que estaba sujeta a su pierna: sabía que no lo
atacarían, a pesar de todo seguía siendo superior a ellos.
Caminó
tranquilo, aunque siempre alerta de los
sonidos que nacían a lo largo de la calle. A veces parecían simples susurros
arrastrados por el escaso viento, algunas más eran estruendosos alaridos. Gritos, lamentos de resignación al saber en lo que se habían
convertido o chillidos ante la
impotencia de no poder alimentarse.
Levantó
la vista y vio el cielo más claro y las
estrellas ocultándose tras un manto azul
profundo. Se quedó quieto observando la fría figura de esa mujer desnuda que
sostenía con su mano izquierda un arco que carecía de flecha y que en otros tiempos fue símbolo de la
Ciudad de los Palacios. Se llamaba Diana, igual que esa mujer que lo hizo
olvidarse de las compañeras de la prepa
cuando aún no cumplía dieciocho. Pero ésta tenía un cuerpo perfecto de
senos firmes y larga cabellera, la otra,
de carnes nada escasas y cabello al hombro,
era vecina del barrio que en las
noches salía a buscar hombres solitarios. Aún así, la amó en su momento. Suspiró tratando
de acercarse los recuerdos, pero estos
parecían alejarse cada día. Cerró los
ojos tratando de recordar el rostro de esa mujer, mas le fue imposible. Hizo
una mueca y suspiró, sabía que poco a poco
el hombre que había sido desaparecería por completo.
Cada
vez recordaba menos y a veces el pasado
se alejaba tanto de él que creía haber nacido aquella noche en el muelle.
-
No puedo olvidar – se dijo.
Un grito nació en algún lugar. Siguieron otros:
ellos se estaban alimentando.
-
Máximo – dijo muy quedo. Te llamas
Máximo y jamás debes olvidarlo… ¡Máximo!- repitió como si al hacerlo pudiera apresar cada letra
de esa palabra y sujetarla fuertemente
entre sus dedos para impedir que se fuera.
Pero
el olvido era parte de ese presente que
cada vez era más suyo y que se alejaba de
ese pasado ya nada cercano. El viento
levantó las hojas que yacían sobre la
acera y se las llevó. Pensó que lo mismo estaba ocurriendo con su memoria.
“Pronto no tendré nada”, afirmó. Le
costaba trabajo recordar a su familia, a sus sobrinos, a sus mujeres y a veces,
por más que se esforzara, le era difícil adivinar el rostro de sus padres o el sabor del café
en la mañana, de las quesadillas que comía en la noche sentado tranquilamente a
una cuadra del malecón. No recordaba cuál era su color preferido, si en verdad
había tenido alguno, ni la música que escuchaba ni el olor al mar cuando la
lluvia llegaba.
No
recordaba.
E
incluso empezó a olvidar cómo era y cómo pensaba antes de que todo eso
sucediera.
Una
ligera capa de luz iluminó el cielo y despidió la noche. Lo que parecía un camino
brillante, nació al fondo de la calle y
llegó hasta él. Entonces, los escuchó a ellos caminar en las aceras, sobre los
edificios, en los techos de las vecindades desvencijadas y de pronto le pareció escucharlos bajo sus
pies, refugiándose en el drenaje de la
ciudad y en los túneles del metro. Por las ventilas se dejaban oír sus hirientes chillidos y sus constantes
cuchicheos.
Sonrió.
El
día nació frente a él.
Se
quedó ahí hasta que el sol lo iluminó por completo y la ciudad, otrora llena de
vida, ahora parecía una vieja fotografía, con más de un siglo, tomada en alguna ciudad europea donde dos
guerras mundiales se habían desarrollado y la habían mermado. Para entonces, sólo escuchaba el silencio y
el cielo limpio parecía no albergar más aves y las calles estaban deseosas de sentir sobre ellas pies calzados.
Sólo
hasta que el primer rayo de sol tocó su piel siguió andando. Caminó por Paseo
de la Reforma, donde una enorme figuraba alada, sobre un pedestal, parecía
contemplarlo con tristeza. Vio a los
pies de ésta rastros de sangre y un
zapato solitario en uno de los escalones. La puerta que conducía hasta la cima estaba abierta, creyó ver un
par de ojos observándolo con reserva, no quiso averiguar si alguien o uno de
ellos se escondía ahí. Continuó su camino y más allá se topó con una blusa de mujer y el carrito de
plástico de un niño. Imaginó la
escena que había sucedió durante la noche: no sintió
nada por ellos.
Siguió por la avenida principal de
esa gran ciudad, dejó atrás las estatuas de los héroes nacionales y el zoológico con las jaulas vacías, donde
de reojo observó cómo algo se movía. Se
detuvo por un instante y a un costado, como a veinte metros, un hombre se
escondió entre la basura. Estaba asustado y llevaba la ropa deshecha. Lo veía
fijamente, pero no pretendía acercarse a él.
Hacía
más de seis meses que no hablaba con nadie, pero tampoco creía necesitarlo. Si
se detenía a charlar con ese hombre,
seguramente querría permanecer a su lado, lo que implicaba, probablemente,
cuidarlo, pues ningún humano era capaz
de enfrentarse a ellos ni sobrevivir por mucho tiempo. Se olvidó de él.
Antes de llegar al zócalo de la
ciudad, sobre la antigua calle Madero, vio a uno de ellos recostado sobre una
pared con los pies, que ya habían sido tocados por la luz solar,
achicharrados: agonizaba. Sacó su espada y cuando estaba a punto de cercenarle
la cabeza escuchó una voz: “¡Ayúdeme, por favor!”. Él entró y observó a una
mujer tirada sobre el piso, era sujetada
por la bestia. De su cuello manaba una gruesa línea de sangre y en el hombro
izquierdo tenía una mordida profunda. “El sol lo cogió antes de terminar de
alimentarse”, pensó él.
-
Por favor, ayúdeme… No puede regresar la noche y yo seguir aquí… ellos me
encontrarán – dijo la mujer de mirada suplicante y rostro bello.
-
¡Te han mordido! – aclaró él.
-
No, sólo es un rasguño, nada serio… sus dientes no me tocaron… le aseguro que
sólo es un rasguño, nada más, no es nada serio
– afirmó ella llevándose la mano libre al hombro y tocando la herida.
Él
contempló las líneas azules que ya comenzaban a nacer en su cuello, también observó ese brillo rojizo que rodeaba sus pupilas y
sus labios secos le decían que ella se estaba transformando y si los rayos del
sol no la mataban, por la noche, de ese
bello rostro, ya no quedaría nada. Se
dio la vuelta para salir del lugar, la mujer lo sujetó por el pantalón.
-
Por favor, no me dejes aquí… ¡Ten
piedad! – gimió y al hacerlo él pudo contemplar los dientes que ya comenzaban a
crecer.
Sacó su espada y la levantó, se detuvo, ella le
recordaba a alguien. De un movimiento hizo que la cabeza de la mujer rodara
sobre el piso, aunque de la herida no manó sangre: “No sé lo que esa frase significa, tener
piedad no me dice nada, lo único que sé es que en un par de días seguramente
tendré que luchar contra ti, ya transformada, con mayor fuerza y llena de
hambre… así que es mejor que mueras antes”, dijo con indiferencia y salió. Pero
antes de hacerlo observó tras él las largas y gruesas paredes de la iglesia,
sabía que ellos aguardaban ahí la llegada nuevamente de la noche.
-
Al final somos iguales – gimió la bestia, que creía muerta, en un susurro
agonizante. Tú también te deshaces de
ellos.
-
Me importa vivir, no me importan ustedes ni ellos. Si ustedes quieren terminar
con todos me tiene sin cuidado y si ellos quieren asesinarlos a ustedes,
también me da igual. Si no la mataba ahora, lo haría después… ¿qué importa el
momento? – aclaró y se marchó rumbo al
Zócalo.
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