El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 4 de agosto de 2016

Placeres ajenos



 Por María Celeste Vargas Martínez

Con la mirada fija contempló la pequeña llama de ese delgado trozo de madera, la cual ardía frente a sus ojos: diminuta, discreta.  Siempre le sorprendió que algo tan insignificante se transformara en un monstruo enorme de garganta perversa y voraz que se alimentaba mientras corría veloz.
            Una ligera sonrisa se esbozó en sus labios gruesos y rojos. Sintió un poco de calor en sus dedos, mas no cedió. 
            Suspiró profundamente y ese olor a combustión entró en sus pulmones y recorrió su cuerpo. Sin más, sus dedos se abrieron y esa imperceptible flama cayó lentamente, tan lento que él pudo seguir su trayectoria y disfrutar cada segundo antes de llegar a su destino: húmedo y ansioso  por comenzar a  crecer.
            El cerillo y la gasolina esparcida en un largo camino que llevaba a la vieja cabaña donde los niños del pueblo jugaban, parecieron convertirse en un rugir potente, deseoso de crecer.  
El fuego, hasta entonces ingenuo, se extendió, corrió veloz a lo largo del pasto seco – un año sin llover es mucho tiempo. Él retrocedió y la ligera sonrisa dio paso a una amplia carcajada. Un momento, sólo tuvo que esperar un momento para ver las llamas saliendo por las ventanas, ojos tristes y suplicantes de la casa abandonada.  Algo se adueñó de su estómago, de sus brazos, de su cabeza… ese algo que no puede explicar aunque desde hace diez años lo acompaña cuando sus ojos perciben el fuego.
            Largas lenguas estrujan la madera crujiente e indefensa. El olor invade su cuerpo: sigue sonriendo. El color, cálido, provocador y poderoso, llena sus pupilas mientras sus manos se tensan. Levanta el rostro al cielo y sus ojos negros parecen no ver el azul de éste y sólo perciben el  naranja de las llamas. Despega los brazos del cuerpo y extiende los dedos. Vuelve a sonreír  y, complacido, levanta sus manos: algo le quema por dentro. Se siente poderoso y enorme. 
            La cabaña, el pequeño cobertizo de un costado y un par de árboles son devorados por el fuego. El fuerte viento le da en la espalda, él siente su golpe y esa extraña energía que nace en su cuerpo le hace girar el rostro. Siente la bofetada del viento, le susurra al oído: “Nuevamente lo has logrado”. Observa la cabaña, el viento… el fuego se extiende,  corre alegre entre los arbustos secos, en medio de los árboles que han tratado de mantenerse en pie después de larga sequía. Un conejo sale de su madriguera y se aleja aprisa  por el camino de tierra. Un par de tordos y una serpiente se pierden entre la hojarasca.
            Él desciende por la ladera, cruza el arroyo  donde solamente se observan piedras y los restos de un perro. Sube un par de metros más y se detiene sobre una discreta loma. Observa cómo el diminuto animal, ese que él creó, se ha transformado en algo enorme. Introduce su mano derecha a la bolsa del pantalón, extrae un cigarro y después saca de la cajetilla un cerillo: lo enciende. Mira la llama, levanta la vista y complacido se regocija con el amplio incendio. Ya no es inerme, ahora el fuego   cubre la parte baja del monte: en poco tiempo se extenderá a lo largo del cerro.
            Él no deja de sonreír ante la gran obra que ha creado.
            Se aleja satisfecho, emocionado, excitado, dejando atrás ese fuego inmenso quien con su amplia bocaza se traga el pasto ya no verde, los arbustos de zarzamoras, los árboles de capulines, los de durazno, los pinos, los abetos y hasta los animales que  quedan acorralados entre las largas llamas.
            El verde desaparece, mientras el rojo, el amarillo y el naranja se adueñan de esas tierras donde a las faldas se asienta un pueblo. El humo nace, lo cubre todo como amplia neblina.
            Se da la señal de alerta y los campesinos tratan de frenar el incendio, mas sus manos son insuficientes.
            Pasan las horas y el fuego continúa: cinco hectáreas han sido consumidas por éste y tres personas han perdido la vida.
            Él enciende el televisor y una imagen llega a sus ojos: las llamas. Aún está complacido al ver que su obra sigue en pie… ninguna había durado tanto. Apaga el televisor, toma su chamarra y despreocupado se dirige a la tienda, pues sus labios tienen sed.
-          Y dijeron que siempre sería un bueno para nada… Ahora saben quién soy – se dice mientras cierra la puerta tras de sí.

                                               

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