Por María Celeste Vargas Martínez
Con la mirada fija
contempló la pequeña llama de ese delgado trozo de madera, la cual ardía frente
a sus ojos: diminuta, discreta. Siempre
le sorprendió que algo tan insignificante se transformara en un monstruo enorme
de garganta perversa y voraz que se alimentaba mientras corría veloz.
Una ligera sonrisa se esbozó en sus
labios gruesos y rojos. Sintió un poco de calor en sus dedos, mas no
cedió.
Suspiró profundamente y ese olor a
combustión entró en sus pulmones y recorrió su cuerpo. Sin más, sus dedos se
abrieron y esa imperceptible flama cayó lentamente, tan lento que él pudo
seguir su trayectoria y disfrutar cada segundo antes de llegar a su destino:
húmedo y ansioso por comenzar a crecer.
El cerillo y la gasolina esparcida
en un largo camino que llevaba a la vieja cabaña donde los niños del pueblo
jugaban, parecieron convertirse en un rugir potente, deseoso de crecer.
El
fuego, hasta entonces ingenuo, se extendió, corrió veloz a lo largo del pasto
seco – un año sin llover es mucho tiempo. Él retrocedió y la ligera sonrisa dio
paso a una amplia carcajada. Un momento, sólo tuvo que esperar un momento para
ver las llamas saliendo por las ventanas, ojos tristes y suplicantes de la casa
abandonada. Algo se adueñó de su
estómago, de sus brazos, de su cabeza… ese algo
que no puede explicar aunque desde hace diez años lo acompaña cuando sus ojos
perciben el fuego.
Largas
lenguas estrujan la madera crujiente e indefensa. El olor invade su cuerpo:
sigue sonriendo. El color, cálido, provocador y poderoso, llena sus pupilas
mientras sus manos se tensan. Levanta el rostro al cielo y sus ojos negros
parecen no ver el azul de éste y sólo perciben el naranja de las llamas. Despega los brazos del
cuerpo y extiende los dedos. Vuelve a sonreír
y, complacido, levanta sus manos: algo le quema por dentro. Se siente
poderoso y enorme.
La cabaña, el pequeño cobertizo de
un costado y un par de árboles son devorados por el fuego. El fuerte viento le
da en la espalda, él siente su golpe y esa extraña energía que nace en su
cuerpo le hace girar el rostro. Siente la bofetada del viento, le susurra al
oído: “Nuevamente lo has logrado”. Observa la cabaña, el viento… el fuego se
extiende, corre alegre entre los arbustos
secos, en medio de los árboles que han tratado de mantenerse en pie después de
larga sequía. Un conejo sale de su madriguera y se aleja aprisa por el camino de tierra. Un par de tordos y
una serpiente se pierden entre la hojarasca.
Él desciende por la ladera, cruza el
arroyo donde solamente se observan
piedras y los restos de un perro. Sube un par de metros más y se detiene sobre
una discreta loma. Observa cómo el diminuto animal, ese que él creó, se ha
transformado en algo enorme. Introduce su mano derecha a la bolsa del pantalón,
extrae un cigarro y después saca de la cajetilla un cerillo: lo enciende. Mira
la llama, levanta la vista y complacido se regocija con el amplio incendio. Ya
no es inerme, ahora el fuego cubre la
parte baja del monte: en poco tiempo se extenderá a lo largo del cerro.
Él no deja de sonreír ante la gran
obra que ha creado.
Se aleja satisfecho, emocionado,
excitado, dejando atrás ese fuego inmenso quien con su amplia bocaza se traga
el pasto ya no verde, los arbustos de zarzamoras, los árboles de capulines, los
de durazno, los pinos, los abetos y hasta los animales que quedan acorralados entre las largas llamas.
El verde desaparece, mientras el
rojo, el amarillo y el naranja se adueñan de esas tierras donde a las faldas se
asienta un pueblo. El humo nace, lo cubre todo como amplia neblina.
Se da la señal de alerta y los
campesinos tratan de frenar el incendio, mas sus manos son insuficientes.
Pasan las horas y el fuego continúa:
cinco hectáreas han sido consumidas por éste y tres personas han perdido la
vida.
Él enciende el televisor y una
imagen llega a sus ojos: las llamas. Aún está complacido al ver que su obra
sigue en pie… ninguna había durado tanto. Apaga el televisor, toma su chamarra
y despreocupado se dirige a la tienda, pues sus labios tienen sed.
-
Y dijeron que siempre sería un
bueno para nada… Ahora saben quién soy – se dice mientras cierra la puerta tras
de sí.
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