El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

martes, 14 de agosto de 2018

La evangelista





Mi abuela paterna tenía la mirada firme, como la de mi padre. Su risa era potente y sin preocupaciones.  Me contaba historias de muertos y tesoros enterrados en la sierra zacatecana. Hablaba de aparecidos que llevaban hojas de tabaco para cumplir sus promesas y otros quienes avisaban de su propia muerte. Mi padre dice que era ella quien escribía las cartas de las personas iletradas, pues al estudiar en una pequeña escuela particular aprendió a escribir de forma clara y precisa. Hice esta historia ficticia teniendo como referencia este hecho.



Por María Celeste Vargas Martínez  
A mi abuela Paulina,
con quien entendí que la oralidad
es importante para los pueblos.
Primera parte

Mónica barría sin prisa el patio de tierra.  En realidad ésta era una labor desperdiciada, pues a media mañana la tierra suelta se enredaría en los pies, volaría con el discreto viento y entraría en casa. Le gustaba barrer todas las mañanas y de no hacerlo sentía que la casa estaba sucia. Daba un escobazo aquí y otro allá para atraer las hojas secas y el polvo que no se había aplacado con el agua arrojada por ella.  La escoba de popotillo, bastante gastada por el uso, cumplía todavía muy bien su labor. 
Cuando el sol apenas lanzaba sus primeros brazos, Mónica se levantaba para comenzar con los deberes del hogar: asear las dos habitaciones que conformaban su casa, barrer el patio y preparar los alimentos, incluidas las tortillas.
-          Buenos días, Mónica – dijo una mujer mientras se detenía frente a la destartalada puerta de madera.
Con el rebozo cubriendo su cabellera y las manos ocultas debajo, para protegerlas del frío matinal, la mujer aguardó tras la puerta que separaba la casa de Mónica de la polvorienta calle en aquel pueblo de casas viejas de adobe, paredes de cal roídas por los años, y con marcas de las balas de antaño.
-          Pase, doña Rosa – dijo Mónica mientras recargaba la escoba en ese árbol de tronco torcido.
-          Disculpe que la moleste tan temprano, pero ayer en la tarde recibí esto y usted sabe… ¡Es más, no sé por qué el cartero la dejó en mi casa… Si ya sabe! – señaló la mujer mientras sacaba de sus ropas un sobre.
Mónica lo tomó, invitó a la mujer a entrar. Le ofreció una silla y ella se acercó otra junto a la ventana donde la luz caía por completo. “Estimada Rosa: Yo estoy bien por acá. ¿Tú y los chamacos cómo están? Ya el frío comienza a sentirse, pero no te preocupes que las casas son muy calientes y con tanto trabajo que tenemos pos a veces ni lo sentimos. La semana pasada me encontré a don Claudio, el que vivía allá cerca del arroyo chiquito. Está trabajando en un pueblo cercano, pizcando algodón. Está un poco acabado el pobre, pero le echa ganas pa’mandarle unos centavitos a su mujer. Rosa, vieras cómo extraño las enchiladas de chile rojo con adobera que siempre me hacías. Espero pronto ir al pueblo y comérmelas. Salúdame a todos y a doña Mónica. Juan Castro Rosales”. Terminó de leer Mónica y observó lágrimas en los ojos de la mujer.
-          No se preocupe doña Rosa, él está bien. Pronto volverá. Ya ve que aquí no hay manera de hacerse de algo… Lo único que tienen los hombres es irse para el otro lado – señaló la mujer morena mientras entregaba la carta.
-          Sí, doña Mónica… ¿Qué le va uno a hacer? – aclaró ésta al ponerse de pie y hurgar en el bolso de su mandil –. Luego vuelvo para que le responda a Juan.
La mujer se encaminó al patio y dio a Mónica el pago de la lectura. Ésta la llevó hasta la puerta de la calle y luego regresó a casa. Entró en su habitación y tomó una lata de café que estaba sobre el ropero. Guardó en ella el peso.
San Miguel era un pueblo pobre, de campesinos que vivían principalmente de sembrar maíz y criar vacas. La mayoría no sabía leer ni escribir y los pocos que lo hacían deletreaban con trabajos y su escritura a veces era ilegible. Por ello, todos recurrían a Mónica: carta que llegaba al pueblo pasaba por sus manos y la respuesta también era escrita por ella. Sabía leer sin dificultad y su letra destacaba por la belleza de sus trazos. Cobraba un peso por leer y un peso por escribir.
Mónica había estudiado con maestras particulares, un lujo no para cualquiera. Este hecho se debió al destino que de vez en vez señala el camino de los hombres y cuando uno lo cree marcado, algo lo hace virar y comienza a andar otro sendero. Todo comenzó una mañana cualquiera, cuando don Pancho entró corriendo en la casa de Oliva, la madre de Mónica. “Los cristeros se acercan, si quiere venir con nosotros partimos en dos horas”, dijo el hombre y se marchó a toda prisa. Oliva tuvo miedo, entró en la casa, hizo una pequeña maleta con ropa y algo de comida. Se encaminó con la vecina, quien le hizo saber que ella no se iría. Entonces Oliva llevó sus muebles a la casa de la mujer y le pidió resguardo para sus escasos y viejos enseres. 
Unas horas más tarde, Oliva y su pequeña hija se unían al grupo dispuesto a abandonar el pueblo. Mónica vio el maíz de su madre apilado en el patio, había sido un buen año y la cosecha era excelente. Dejaron todo y se encaminaron a un lugar seguro. Entonces el pueblo estaba compuesto por unas cuantas casas y pocas familias. Los habitantes de San Miguel habían escuchado del movimiento cristero, el cual cobraba fuerza: sus huestes iban en aumento. Ellos, campesinos sumidos en la pobreza, no podían enfrentarlos,  así que algunos decidieron huir. Los restantes se quedaron  firmes a  confrontar al pelotón.
Los cristeros llegaron esa misma tarde. Los hombres los esperaban armados en la plaza, atravesada por la calle principal. Pero aquellos abrían boquetes en las casas abandonadas y los sorprendieron por un costado. La batalla se efectuó y las balas no sólo se depositaron en las paredes y en la torre de la iglesia, sino en el cuerpo de varios hombres defendiendo su hogar. Los cristeros salieron triunfantes y el maíz de Oliva sirvió para alimentarlos a ellos y a los animales.
            El grupo que huyó se refugió en Valparaíso, una cabecera importante de Zacatecas, que desde luego también sufrió los embates del movimiento armado. Oliva se dedicó a hacer aseo y ayudar en diversas labores, de alguna manera tenía que mantener a su hija. Como entonces no había escuelas públicas, Oliva le pagó las clases a la niña en una pequeña escuela privada. Ahí aprendió a leer y escribir. 
Una delgada maestra se encargaba de la educación de la niña y de otros pequeños cuyos padres podían pagar la enseñanza. Cuando todo acabó, cuando Mónica había dejado la infancia a un lado, las mujeres regresaron a su pueblo maltratado por las armas cristeras.
            Y cuando Mónica se convirtió en mujer y se hizo responsable de sus hijos, vio en la lectura de cartas una forma de obtener el dinero siempre faltante y escurridizo en el hogar.
Mónica conocía la vida de todos. Sabía cómo vivían los hombres en el otro lado y cómo sus mujeres tomaban valor para hacerles saber que las cosas por acá marchaban bien, aunque no fuera así.
            Por la tarde Martha entró apresurada en la casa de Mónica.
-          ¿Podría escribir mi carta? – preguntó la mujer.
-          Sí, sólo déjeme llevar el agua para los niños.
Las dos entraron en la casa. Tres niños aguardaban dentro de la estancia agazapados en el piso. Mónica vació el agua en una cubeta y ellos comenzaron a lavarse. Martha, de unos treinta años, acercó dos sillas a la mesa y sacó de entre sus ropas una hoja y un sobre.  El hijo mayor de Mónica corrió a la habitación contigua. Arrimó con trabajos un viejo baúl verde al ropero, se trepó rápidamente en él y a tientas alcanzó la pluma de su madre. La llevó aprisa y se la entregó. La pluma siempre estaba fuera del alcance de los niños. El alto ropero era el mejor lugar para protegerla. 
Mónica se secó las manos en su delantal, aun cuando ya estaban perfectamente secas. Tomó el papel y la pluma y se dispuso a escribir.
-          ¿Qué le dirá usted? – preguntó a Martha.
-          Que… Querido Carlos – dijo la mujer nerviosa. Espero que estés bien, por aquí todos estamos bien. Los niños… los niños crecen muy rápido y yo… y yo…
Mónica detuvo su escritura y vio las manos de la mujer acariciándose el vientre.  Gruesas lágrimas rodaron por su rostro y con un grito desesperado comenzó a llorar. Mónica hizo señas a sus hijos para que salieran al patio a jugar. Los tres se encaminaron  cerca del pino.
            -    No llore, Martha. Todo estará bien – señaló con voz pausada.
-          ¿Cómo le digo? ¿Cómo le digo que…? Hace más de siete años que se fue, ya ni siquiera me acuerdo cómo es. En todo ese tiempo no me escribió ni mandó dinero… y ahora, y ahora me manda esto y… ¿Cómo le digo que su cama está ocupada? – preguntó la mujer llorando.
-          Ha pasado mucho tiempo y uno se tiene que resignar… – no terminó la frase.
-          A poco usted cree que Ramiro regresará. ¿Hace cuánto que se fue? Todos los que se van no regresan, se olvidan de nosotras. Se largan y nos dejan a los hijos y creen que con los centavos que nos mandan podemos ser madres y padres y terminar con la soledad… ¿Qué hace usted en la noche cuando va a la cama sola? – preguntó la mujer.

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