Mi abuela paterna tenía la mirada firme, como la de mi padre. Su risa era potente y sin preocupaciones. Me contaba historias de muertos y tesoros enterrados en la sierra zacatecana. Hablaba de aparecidos que llevaban hojas de tabaco para cumplir sus promesas y otros quienes avisaban de su propia muerte. Mi padre dice que era ella quien escribía las cartas de las personas iletradas, pues al estudiar en una pequeña escuela particular aprendió a escribir de forma clara y precisa. Hice esta historia ficticia teniendo como referencia este hecho.
Por María Celeste Vargas Martínez
A mi abuela Paulina,
con quien entendí que la
oralidad
es importante para los
pueblos.
Primera parte
Mónica barría sin prisa el patio de
tierra. En realidad ésta era una labor
desperdiciada, pues a media mañana la tierra suelta se enredaría en los pies,
volaría con el discreto viento y entraría en casa. Le gustaba barrer todas las
mañanas y de no hacerlo sentía que la casa estaba sucia. Daba un escobazo aquí
y otro allá para atraer las hojas secas y el polvo que no se había aplacado con
el agua arrojada por ella. La escoba de
popotillo, bastante gastada por el uso, cumplía todavía muy bien su labor.
Cuando el sol apenas lanzaba sus
primeros brazos, Mónica se levantaba para comenzar con los deberes del hogar:
asear las dos habitaciones que conformaban su casa, barrer el patio y preparar
los alimentos, incluidas las tortillas.
-
Buenos días, Mónica – dijo una mujer mientras se detenía
frente a la destartalada puerta de madera.
Con el rebozo
cubriendo su cabellera y las manos ocultas debajo, para protegerlas del frío
matinal, la mujer aguardó tras la puerta que separaba la casa de Mónica de la
polvorienta calle en aquel pueblo de casas viejas de adobe, paredes de cal
roídas por los años, y con marcas de las balas de antaño.
-
Pase, doña Rosa – dijo Mónica mientras recargaba la escoba en
ese árbol de tronco torcido.
-
Disculpe que la moleste tan temprano, pero ayer en la tarde
recibí esto y usted sabe… ¡Es más, no sé por qué el cartero la dejó en mi casa…
Si ya sabe! – señaló la mujer mientras sacaba de sus ropas un sobre.
Mónica lo tomó,
invitó a la mujer a entrar. Le ofreció una silla y ella se acercó otra junto a
la ventana donde la luz caía por completo. “Estimada Rosa: Yo estoy bien por
acá. ¿Tú y los chamacos cómo están? Ya el frío comienza a sentirse, pero no te
preocupes que las casas son muy calientes y con tanto trabajo que tenemos pos a
veces ni lo sentimos. La semana pasada me encontré a don Claudio, el que vivía
allá cerca del arroyo chiquito. Está trabajando en un pueblo cercano, pizcando
algodón. Está un poco acabado el pobre, pero le echa ganas pa’mandarle unos
centavitos a su mujer. Rosa, vieras cómo extraño las enchiladas de chile rojo
con adobera que siempre me hacías. Espero pronto ir al pueblo y comérmelas.
Salúdame a todos y a doña Mónica. Juan Castro Rosales”. Terminó de leer Mónica
y observó lágrimas en los ojos de la mujer.
-
No se preocupe doña Rosa, él está bien. Pronto volverá. Ya ve
que aquí no hay manera de hacerse de algo… Lo único que tienen los hombres es
irse para el otro lado – señaló la mujer morena mientras entregaba la carta.
-
Sí, doña Mónica… ¿Qué le va uno a hacer? – aclaró ésta al
ponerse de pie y hurgar en el bolso de su mandil –. Luego vuelvo para que le
responda a Juan.
La mujer se
encaminó al patio y dio a Mónica el pago de la lectura. Ésta la llevó hasta la
puerta de la calle y luego regresó a casa. Entró en su habitación y tomó una
lata de café que estaba sobre el ropero. Guardó en ella el peso.
San Miguel era un
pueblo pobre, de campesinos que vivían principalmente de sembrar maíz y criar vacas.
La mayoría no sabía leer ni escribir y los pocos que lo hacían deletreaban con
trabajos y su escritura a veces era ilegible. Por ello, todos recurrían a
Mónica: carta que llegaba al pueblo pasaba por sus manos y la respuesta también
era escrita por ella. Sabía leer sin dificultad y su letra destacaba por la
belleza de sus trazos. Cobraba un peso por leer y un peso por escribir.
Mónica había
estudiado con maestras particulares, un lujo no para cualquiera. Este hecho se
debió al destino que de vez en vez señala el camino de los hombres y cuando uno
lo cree marcado, algo lo hace virar y comienza a andar otro sendero. Todo
comenzó una mañana cualquiera, cuando don Pancho entró corriendo en la casa de
Oliva, la madre de Mónica. “Los cristeros se acercan, si quiere venir con
nosotros partimos en dos horas”, dijo el hombre y se marchó a toda prisa. Oliva
tuvo miedo, entró en la casa, hizo una pequeña maleta con ropa y algo de
comida. Se encaminó con la vecina, quien le hizo saber que ella no se iría.
Entonces Oliva llevó sus muebles a la casa de la mujer y le pidió resguardo
para sus escasos y viejos enseres.
Unas horas más
tarde, Oliva y su pequeña hija se unían al grupo dispuesto a abandonar el
pueblo. Mónica vio el maíz de su madre apilado en el patio, había sido un buen
año y la cosecha era excelente. Dejaron todo y se encaminaron a un lugar
seguro. Entonces el pueblo estaba compuesto por unas cuantas casas y pocas
familias. Los habitantes de San Miguel habían escuchado del movimiento
cristero, el cual cobraba fuerza: sus huestes iban en aumento. Ellos,
campesinos sumidos en la pobreza, no podían enfrentarlos, así que algunos decidieron huir. Los
restantes se quedaron firmes a confrontar al pelotón.
Los cristeros
llegaron esa misma tarde. Los hombres los esperaban armados en la plaza, atravesada
por la calle principal. Pero aquellos abrían boquetes en las casas abandonadas
y los sorprendieron por un costado. La batalla se efectuó y las balas no sólo
se depositaron en las paredes y en la torre de la iglesia, sino en el cuerpo de
varios hombres defendiendo su hogar. Los cristeros salieron triunfantes y el
maíz de Oliva sirvió para alimentarlos a ellos y a los animales.
El
grupo que huyó se refugió en Valparaíso, una cabecera importante de Zacatecas,
que desde luego también sufrió los embates del movimiento armado. Oliva se
dedicó a hacer aseo y ayudar en diversas labores, de alguna manera tenía que
mantener a su hija. Como entonces no había escuelas públicas, Oliva le pagó las
clases a la niña en una pequeña escuela privada. Ahí aprendió a leer y
escribir.
Una delgada
maestra se encargaba de la educación de la niña y de otros pequeños cuyos
padres podían pagar la enseñanza. Cuando todo acabó, cuando Mónica había dejado
la infancia a un lado, las mujeres regresaron a su pueblo maltratado por las
armas cristeras.
Y
cuando Mónica se convirtió en mujer y se hizo responsable de sus hijos, vio en
la lectura de cartas una forma de obtener el dinero siempre faltante y
escurridizo en el hogar.
Mónica conocía la
vida de todos. Sabía cómo vivían los hombres en el otro lado y cómo sus mujeres
tomaban valor para hacerles saber que las cosas por acá marchaban bien, aunque
no fuera así.
Por
la tarde Martha entró apresurada en la casa de Mónica.
-
¿Podría escribir mi carta? – preguntó la mujer.
-
Sí, sólo déjeme llevar el agua para los niños.
Las dos entraron
en la casa. Tres niños aguardaban dentro de la estancia agazapados en el piso.
Mónica vació el agua en una cubeta y ellos comenzaron a lavarse. Martha, de
unos treinta años, acercó dos sillas a la mesa y sacó de entre sus ropas una
hoja y un sobre. El hijo mayor de Mónica
corrió a la habitación contigua. Arrimó con trabajos un viejo baúl verde al
ropero, se trepó rápidamente en él y a tientas alcanzó la pluma de su madre. La
llevó aprisa y se la entregó. La pluma siempre estaba fuera del alcance de los
niños. El alto ropero era el mejor lugar para protegerla.
Mónica se secó
las manos en su delantal, aun cuando ya estaban perfectamente secas. Tomó el
papel y la pluma y se dispuso a escribir.
-
¿Qué le dirá usted? – preguntó a Martha.
-
Que… Querido Carlos – dijo la mujer nerviosa. Espero que
estés bien, por aquí todos estamos bien. Los niños… los niños crecen muy rápido
y yo… y yo…
Mónica detuvo su
escritura y vio las manos de la mujer acariciándose el vientre. Gruesas lágrimas rodaron por su rostro y con
un grito desesperado comenzó a llorar. Mónica hizo señas a sus hijos para que
salieran al patio a jugar. Los tres se encaminaron cerca del pino.
- No llore, Martha. Todo estará bien – señaló
con voz pausada.
-
¿Cómo le digo? ¿Cómo le digo que…? Hace más de siete años que
se fue, ya ni siquiera me acuerdo cómo es. En todo ese tiempo no me escribió ni
mandó dinero… y ahora, y ahora me manda esto y… ¿Cómo le digo que su cama está
ocupada? – preguntó la mujer llorando.
-
Ha pasado mucho tiempo y uno se tiene que resignar… – no
terminó la frase.
-
A poco usted cree que Ramiro regresará. ¿Hace cuánto que se
fue? Todos los que se van no regresan, se olvidan de nosotras. Se largan y nos
dejan a los hijos y creen que con los centavos que nos mandan podemos ser
madres y padres y terminar con la soledad… ¿Qué hace usted en la noche cuando
va a la cama sola? – preguntó la mujer.
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