El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

jueves, 28 de abril de 2022

Sólo son humanos

Por María Celeste Vargas Martínez

 

 I

De un fuerte golpe cerró la puerta del ropero. Lo único perceptible era su respiración agitada. El aire le faltaba, ¿o le sobraba a sus pulmones?  Sus ojos negros, grandes y sorprendidos,  se olvidaron de hurgar en ese mueble enorme y oscuro. Siempre que entraba a un lugar sin luz buscaba en los rincones para no encontrarse con ellos: les temía tanto.  Pero, ¿al caso podrían estar ahí? ¡No, para ellos el ropero era  un mueble sin ningún sentido! Un golpeteo creció en su pecho. Con sus delgados dedos, temblorosos y casi transparentes, abrió la puerta del mueble. Un ligero rechinido y él detuvo su labor. Silencio. La  puerta continuó abriéndose. Poco a poco una delgada línea de luz entró al interior del mueble y le dio en el ojo. Buscó la puerta de la habitación: seguía cerrada. Murmullos: el silencio se fue. La  mano de él tiembla. Bajo la puerta algunas sombras se cuelan como animales inciertos con temor de acercarse al río infestado de cocodrilos. Las sombras van… vienen. 

-           Lo vi entrar aquí – dice la voz de una niña.

-           No, se fue  – afirma un pequeño.

-           ¡Claro que no! ¡Entró aquí! – asegura decidida ella.

-           ¡Pues si es así, yo no entro! – asegura su hermano.

La puerta del ropero se cierra en silencio. Él palidece aun más. Esa piel deslavada, sin luz ni brillo, se vuelve más difusa.  El sonido provocado por su pecho  se hace más fuerte, sus manos tiemblan, las piernas  también y la quijada la siente rígida. Sus ojos crecen. Antes jamás había sentido eso: ¿por qué ahora sí? Con fuerza sostiene la fría madera. La puerta de la estancia se abre.  El metal lanza un lamento, la madera  truena y  él se  siente desfallecer.

Pasos.

Pasos se acercan.

La niña busca bajo la cama: sus labios no dejan de sonreír. Su preocupado hermano la contempla desde el pasillo. Ella se incorpora, mueve las cortinas,  inspecciona  tras la cajonera: no hay nada.

Él tiembla.

La niña fija su mirada malévola en el ropero. Su  hermano da un paso atrás. Él siente los pasos de  ella acercándose. Sus delgadas y débiles manos sostienen la puerta de madera: no puede permitir a ella abrirla. Un jalón: la puerta no cede. Otro más y la fuerza hace que una uña de él quede atorada entre la madera.

-         ¡No, por favor no! – suplica dentro del ropero.

-         ¿Escuchaste eso? – pregunta la niña a su hermano que para ese momento yace recargado, con los ojos asustados, en la pared del pasillo.

-   ¡Yo no oí nada! – responde él,  negando el susurro  percibido por sus oídos.

La niña lo observa indiferente.  Vuelve a tirar de la puerta del ropero y él, al interior, continúa sosteniéndola.

-         ¡Vamos, sé que estás ahí! – afirma la pequeña.

Él escucha su voz, imagina su sonrisa en esos dientes chimuelos, su mirada fría y perversa, sus labios abiertos y un poco sangrantes por el intempestivo clima.

Tiembla.

Sus manos tiemblan, su rostro tiembla, su quijada tiembla, todo él tiembla. La voz sigue, no para. Él continúa sosteniendo la puerta.

-         ¡Vamos, Clara… déjalo en paz! –  ruega el niño parado en el corredor.

-         ¡No, ésta es nuestra casa y él no debe estar aquí! ¿Por qué no lo entiendes, Paco? – afirma la niña.

-         ¿Por qué no entiendes tú? ¡A mí todo esto me da miedo… Nunca me han  gustado los… ! – grita su hermano para  salir huyendo por el corredor y descender por la escalera.

-         ¡Pues yo lo voy a sacar de ahí! – afirma ella.

Insiste con la puerta. “¡No debes tener miedo, no debes tener miedo!”, se repite él una y otra vez dentro del ropero.

-       ¡Sé que estás ahí! – grita la niña.

-       ¡No debes tener miedo, no debes tener miedo! – grita él.

-       ¿Qué dices? – interroga ella.

Él no escucha las palabras de la niña. Tiene miedo, mucho miedo, siempre siente miedo cuando ellos están cerca: “¡No debes tener miedo, no debes tener miedo… Sólo son humanos y nada más!”, afirma él.

-         Vamos, pequeño fantasma, debes entender: ¡Ésta es nuestra casa y no puedes seguir aquí!

 

 

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