El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

lunes, 7 de agosto de 2023

Fragmento del libro “De muertos y otros devenires”

Bendito muro

 

Hace una semana vi la última luz. Parecía perdida en los edificios abandonados… era tan pequeña y aun así pude verla. Al principio dudé un poco, imaginé una luciérnaga en la noche y recordé los días en la casa de la abuela:  en las vacaciones me la pasaba entre las milpas, los borregos y los charcos repletos de renacuajos negros y gordos a los cuales destripaba sólo para saber qué tenían adentro (de niño era muy curioso) y descubrir un intestino largo repleto de lodo.   Pero con los años el campo se fue olvidando y la ciudad me consumió, aunque ahora más que nunca añoro el verde de los prados y los altos árboles levantándose lejos, más allá de la presa en la casa de los abuelos.  La luz duró sólo unos minutos. Un breve silencio, apenas perceptible y roto por los estruendos de la música de mi vecino, él sabe que no es recomendable hacer ruido, pero a veces, o casi siempre, le gana el pasado y su estéreo lanza alaridos y entonces me pongo nervioso: inmediatamente se pueden escuchar los golpes en las láminas, los gruñidos y su hambre. A mi vecino eso no le importa, le gusta escuchar la música fuerte, muy fuerte. Y ellos allá chocando contra el frío metal, tratando de traspasarlo como si fuera una simple hoja de papel.  Para mi buena fortuna no es así: es grueso, fuerte e imposible de penetrar. Ellos lo golpean, están desesperados.

En los noticieros afirman que al no alimentarse sucumben, pero deben pasar meses o tal vez años. El no comer debe ser fatal para ellos, porque las calles están tapizadas de esqueletos y siempre un olor fétido llega, por lo tanto debemos cerrar las ventanas, tapar cualquier orificio y evitar salir a la calle o cubrirnos el rostro con mascarillas rudimentarias realizadas por nosotros mismos.

-   Buenas noches, vecino – grita don Romualdo, el hombre obeso del 15B.

-   Muy buenas – respondo alegre.

En verdad estoy contento.  Cómo no había de estarlo. Extraño el pasado, pero mi futuro no parece tan malo. Sé que mi país se está cayendo a pedazos: la inseguridad está canija; la colonia donde vivo es más que popular, llena de chamacos, perros, drogadictos y mujeres de la vida galante; el dinero no alcanza; y el alza de la gasolina nos sumió en una crisis, pero si lo piensa uno bien, estar aquí es algo así como un cielo chiquito o muy grande depende de cómo se vea.

-         Hola, ¿ya se enteró usted? – me pregunta Lolita.

Si uno quiere saber qué pasa en el rumbo, y en otros lejanos, sólo necesitamos caminar por la calle y esperar a que la nada agraciada mujer nos encuentre y entonces todos los rumores, noticias y chismes llegarán hasta nuestros oídos.

-  No, ¿de qué? – pregunto intrigado.

-  Ayer la Rosa oyó gritos allá – y al decirlo señala esa estructura como a quinientos metros de nosotros – dice que una mujer lloraba y suplicaba y varios hombres gritaban. No sabe qué decían porque hablaban en inglés.

Inmediatamente pienso en la luz de aquella noche: desaparecida para siempre.

-  Estuvieron un rato gritando y después todo fue silencio. ¿Usted cree que haya alguien más? – la mujer fingía estar intrigada, aunque en el fondo ella sabía la respuesta y la gozaba.

-  Sinceramente, no creo. Hace más de seis meses no se escucha nada. He escuchado algunos sonidos, pero esporádicamente – le dije seguro.

-   Sí, ya ve. Primero todos corrieron para acá y trataron de salir, pero gracias a eso les fue imposible… ¡Solitos se echaron la soga al cuello! – afirmó ella sonriente.

Lolita jamás había querido a los gringos. En Estados Unidos habían muerto sus dos hijos: al primero lo mataron en el metro, un policía creyó ver que llevaba consigo un arma y le disparó en tres ocasiones; al segundo lo encontraron en el desierto: “lo cazaron como a un animal”, me dijo la mujer cuatro años atrás. 

Observé el frio metal frente a nosotros. Ella tenía razón, ellos mismos habían marcado su destino: hace unos años “El Trompudo”, como le decíamos acá, ganó las elecciones y se convirtió en el presidente de Estados Unidos. A los pocos meses comenzó con la construcción de un alto y grueso muro, pues no quería que ningún latino llegara hasta territorio estadounidense.  Un año duró la construcción y durante ese tiempo y el año siguiente todos los migrantes intentando cruzar eran asesinados: los podíamos ver caer cual animales trepando en la jaula del zoológico. “América es para los americanos”, afirmaban los extremistas. Ellos vigilaban con autos y drones, siempre estaban pendientes de su muro. Poco después un extraño virus comenzó a extenderse entre la gente. Los noticieros hablaban de algo que se transmitía por medio de la saliva, hacía a las personas morir y después revivir para alimentarse de carne. En pocas palabras, los zombis habían llegado a la tierra de las hamburguesas. Eso que se podía ver en el cine y de lo cual muchos gozábamos (me declaro fanático de las películas de muertos vivientes) se convirtió en una realidad. En poco tiempo el virus comenzó a extenderse y aunque quisieron combatirlo les fue imposible: no había cura alguna.  Con el paso de los días algunos gringos trataron de salir de su país, pero el gobierno mexicano les prohibió la entrada (hasta que el presidente hizo algo correcto… por fortuna ya no estaba en el poder Peña Nieto, había muerto en un accidente aéreo, porque si no, México hubiera acogido a todos y hasta les hubiera regalado casas del Infonavit). Ante la negación, algunos gringos empezaron a saltar el muro, pues se extendió la noticia de que en México no pasaba nada y el virus parecía no existir aquí. Por eso, muchos trataron de llegar a la tierra de los tamales. Por alguna razón los tacos, gorditas, quesadillas, pambazos, tortas y la grasa presente en ellos nos habían hecho mutar y desarrollar una especie de gen o algo que le impedía al virus terminar con nosotros.  Algunos se enfermaron de gripe, pero nada más, se recuperaron en un mes y el virus mortal desapareció de su organismo.

 

 

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