El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

domingo, 28 de diciembre de 2014

En nombre de la fe IV



IV

Belleza

Con la  mirada perdida, el silencio en la boca, las manos callosas del duro trabajo y la espalda dolida por los golpes, contemplaba a través de la ventana a los niños del pueblo jugando en la calle que estaba frente al orfanato. Parecía escuchar sus risas y hasta creía percibir sus voces. Sonrió con desgana, bajó la vista y contempló sus zapatos viejos, el vestido oscuro y el  delantal blanco que siempre debía mantener impecable. Alzó el rostro y se encontró con su imagen dibujada en el vidrio. Su padre le había dicho que tenía los bellos ojos avellana de su  madre, los labios delicados y los coquetos hoyuelos en  las mejillas eran iguales a los de su tía Agnes. “¡Eres tan bella como ella!”, decía su padre cada noche cuando regresaba de la taberna después de beber un par de pintas. La sentaba en sus piernas  y mientras le contaba una y otra vez cómo se ría su madre cuando veía al perro del vecino salir huyendo  al robarse un trozo de pan, o cuando Patricia reñía con su esposo por haberse gastado el pago de la semana en la taberna con sus amigos.
-           Su risa era discreta. Siempre decía que la gente  jamás debe darse cuenta cuando una mujer pelea con su marido ni cuando ríe de las tonterías de los demás… ¡Era una buena mujer! – decía  su padre suspirando.
-           ¿Yo me parezco a ella? – preguntaba la niña aferrándose al rostro de ese hombre de cabello castaño.
-           ¡Claro, eres tan linda como ella, mi pequeña Jane! – gritaba él para luego llenar su delgado cuerpo de cosquillas y llevarla a la cama  entre canciones que hablan de animales, inventadas por él.
La niña dormía tranquila al sentir la mano de su padre cubriendo su cuerpo  y cuando sus labios se cansaban de decir lo buena y linda que había sido su esposa Jane, y sus ojos se cerraban entre las lágrimas de los recuerdos y el amor jamás olvidado,  la niña se ponía de pie y lo cubría con la vieja cobija que alguien les había regalado el día de su boda. Después,  se imaginaba ser el  gato de Patricia, y se metía bajo el brazo de su padre y dormía, acurrucada cerca de él, hasta el amanecer cuando despertaba de súbito para darse cuenta que debía irse a trabajar.
Los labios Jane se abrieron para susurrar la canción que su madre, según decía su padre, le cantaba cuando era tan pequeña que dormía en una caja de velas. Tragó saliva  y siguió  observando a los niños. Sonreía  discretamente cuando veía a uno de ellos caer de los juegos o a otro tratando de trepar a los árboles. Sonreía,  siempre cuidando de que nadie la observara. Le hubiera gustado tener un hermanito, llevarlo al parque  y sujetarlo de la mano para evitar que el temor  no le permitiera trepar… y ambos correr entre los árboles y las bancas.
Suspiró y se llevó la mano al vientre,  bajó la vista y lo contempló por un instante. El médico le había dicho que debía guardar reposo, no pasar tantas horas parada en la lavandería y evitar cualquier esfuerzo,  de no ser así el desmayo en el comedor podía volver a repetirse y el parto se adelantaría. Aunque qué sabía ese médico de recomendaciones, si  jamás le había preguntado cómo una niña de quince años, que llevaba más de diez encerrada en ese orfanato, podía estar preñada por segunda vez. Qué sabía ese médico que  se había llevado a su primer hijo después de que la ayudó a tenerlo y del que no supo más.
Volvió a ver su imagen en el vidrio de la ventana y le pareció ver a su padre, sonriente y alegre como siempre, parado tras de ella, mientras le decía adiós desde la baranda de ese barco que lo llevó a buscar un empleo y la oportunidad de sacarla adelante. Creyó  también ver a su tía, con el ceño fruncido, como siempre, llevándola con las Hermanas de la Misericordia, un año después de que su padre no regresó y  dejó de enviarle dinero.
Cerró los ojos y la imagen de su padre desapareció y llegaron hasta su cabeza  los gritos, el llanto, la desesperación y las oscuras imágenes de  otras chicas mientras eran violadas en  la lavandería, en la habitación, en los baños, en los pasillos y en los oscuros rincones de ese lugar lleno de monjas, sacerdotes y civiles que siempre deambulaban por esas paredes frías y húmedas necesitando un cuerpo donde “descargar las ansias”. Nuevamente se llevó la mano al estómago y sintió a su bebé moviéndose dentro. Trató de llorar, pero sus ojos se habían secado después de  inundarse la segunda vez que el hombre  que se llevaba la ropa, le abrió  las piernas y depositó en ella su semilla. Y cuando el sacerdote Kane, que visitaba a las monjas una vez al mes, le dijo que ella sería una de sus preferidas, las lágrimas se fueron para siempre.
La madre Constanza entró  por el pasillo que comunicaba la lavandería con la habitación donde ese médico,  de aspecto poco agradable, revisaba a las niñas como ella. Y que a veces, mientras  hacía su labor, la mano se le perdía en el corpiño de la paciente o entre sus piernas.
Los ojos secos de Jane bajaron la vista y caminó unos pasos atrás hasta que su espalda tocó la fría pared: “Debes seguir tu trabajo en la lavandería, lo que pasó en el comedor no es nada, el médico no puede verte en este momento”, ordenó la monja.
-           Sí,  madre – dijo  Jane y caminó en silencio tras esa mujer gorda  de rostro amable, pero que era severa con los castigos e inconmovible cuando alguna de las niñas no obedecía sus órdenes.

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