IV
Belleza
Con la mirada perdida, el silencio en la boca, las
manos callosas del duro trabajo y la espalda dolida por los golpes, contemplaba
a través de la ventana a los niños del pueblo jugando en la calle que estaba
frente al orfanato. Parecía escuchar sus risas y hasta creía percibir sus
voces. Sonrió con desgana, bajó la vista y contempló sus zapatos viejos, el
vestido oscuro y el delantal blanco que
siempre debía mantener impecable. Alzó el rostro y se encontró con su imagen
dibujada en el vidrio. Su padre le había dicho que tenía los bellos ojos
avellana de su madre, los labios
delicados y los coquetos hoyuelos en las
mejillas eran iguales a los de su tía Agnes. “¡Eres tan bella como ella!”,
decía su padre cada noche cuando regresaba de la taberna después de beber un
par de pintas. La sentaba en sus piernas
y mientras le contaba una y otra vez cómo se ría su madre cuando veía al
perro del vecino salir huyendo al
robarse un trozo de pan, o cuando Patricia reñía con su esposo por haberse
gastado el pago de la semana en la taberna con sus amigos.
- Su risa era discreta. Siempre decía que la gente jamás debe darse cuenta cuando una mujer
pelea con su marido ni cuando ríe de las tonterías de los demás… ¡Era una buena
mujer! – decía su padre suspirando.
- ¿Yo me parezco a ella? – preguntaba la niña aferrándose al
rostro de ese hombre de cabello castaño.
- ¡Claro, eres tan linda como ella, mi pequeña Jane! –
gritaba él para luego llenar su delgado cuerpo de cosquillas y llevarla a la
cama entre canciones que hablan de
animales, inventadas por él.
La
niña dormía tranquila al sentir la mano de su padre cubriendo su cuerpo y cuando sus labios se cansaban de decir lo
buena y linda que había sido su esposa Jane, y sus ojos se cerraban entre las
lágrimas de los recuerdos y el amor jamás olvidado, la niña se ponía de pie y lo cubría con la
vieja cobija que alguien les había regalado el día de su boda. Después, se imaginaba ser el gato de Patricia, y se metía bajo el brazo de
su padre y dormía, acurrucada cerca de él, hasta el amanecer cuando despertaba
de súbito para darse cuenta que debía irse a trabajar.
Los
labios Jane se abrieron para susurrar la canción que su madre, según decía su
padre, le cantaba cuando era tan pequeña que dormía en una caja de velas. Tragó
saliva y siguió observando a los niños. Sonreía discretamente cuando veía a uno de ellos caer
de los juegos o a otro tratando de trepar a los árboles. Sonreía, siempre cuidando de que nadie la observara.
Le hubiera gustado tener un hermanito, llevarlo al parque y sujetarlo de la mano para evitar que el
temor no le permitiera trepar… y ambos
correr entre los árboles y las bancas.
Suspiró
y se llevó la mano al vientre, bajó la
vista y lo contempló por un instante. El médico le había dicho que debía guardar
reposo, no pasar tantas horas parada en la lavandería y evitar cualquier
esfuerzo, de no ser así el desmayo en el
comedor podía volver a repetirse y el parto se adelantaría. Aunque qué sabía
ese médico de recomendaciones, si jamás
le había preguntado cómo una niña de quince años, que llevaba más de diez
encerrada en ese orfanato, podía estar preñada por segunda vez. Qué sabía ese
médico que se había llevado a su primer
hijo después de que la ayudó a tenerlo y del que no supo más.
Volvió
a ver su imagen en el vidrio de la ventana y le pareció ver a su padre,
sonriente y alegre como siempre, parado tras de ella, mientras le decía adiós
desde la baranda de ese barco que lo llevó a buscar un empleo y la oportunidad
de sacarla adelante. Creyó también ver a
su tía, con el ceño fruncido, como siempre, llevándola con las Hermanas de la
Misericordia, un año después de que su padre no regresó y dejó de enviarle dinero.
Cerró
los ojos y la imagen de su padre desapareció y llegaron hasta su cabeza los gritos, el llanto, la desesperación y las
oscuras imágenes de otras chicas
mientras eran violadas en la lavandería,
en la habitación, en los baños, en los pasillos y en los oscuros rincones de
ese lugar lleno de monjas, sacerdotes y civiles que siempre deambulaban por
esas paredes frías y húmedas necesitando un cuerpo donde “descargar las
ansias”. Nuevamente se llevó la mano al estómago y sintió a su bebé moviéndose
dentro. Trató de llorar, pero sus ojos se habían secado después de inundarse la segunda vez que el hombre que se llevaba la ropa, le abrió las piernas y depositó en ella su semilla. Y
cuando el sacerdote Kane, que visitaba a las monjas una vez al mes, le dijo que
ella sería una de sus preferidas, las lágrimas se fueron para siempre.
La
madre Constanza entró por el pasillo que
comunicaba la lavandería con la habitación donde ese médico, de aspecto poco agradable, revisaba a las
niñas como ella. Y que a veces, mientras
hacía su labor, la mano se le perdía en el corpiño de la paciente o
entre sus piernas.
Los
ojos secos de Jane bajaron la vista y caminó unos pasos atrás hasta que su
espalda tocó la fría pared: “Debes seguir tu trabajo en la lavandería, lo que
pasó en el comedor no es nada, el médico no puede verte en este momento”,
ordenó la monja.
- Sí, madre –
dijo Jane y caminó en silencio tras esa
mujer gorda de rostro amable, pero que
era severa con los castigos e inconmovible cuando alguna de las niñas no
obedecía sus órdenes.
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