Por María Celeste Vargas Martínez
Porque los hechos brutales del hombre corrupto y ruin, no deben ocultarse tras el estandarte de la fe
II
La mujer caída
El dolor se hizo intenso y sintió
un líquido cálido dentro de ella. Giró el rostro y se encontró con la pared
húmeda de ese callejón desolado. Una mueca se dibujó en sus labios, cerró los
ojos, su garganta seca se había cansado de gritar.
- ¡Eres genial muñequita! – dijo aquél
hombre.
Ella abrió los
ojos y pudo sentir cómo él se bajaba de
su cuerpo. El hombre se abotonó el pantalón y río discretamente mientras contemplaba a Margaret con el vestido hasta
la cintura y el rostro descompuesto.
Ella escuchó los
pasos de él alejándose por el callejón. Respiró profundamente y se tragó la
última lágrima que sus ojos lanzaron. Se incorporó. Lentamente se puso de pie
sosteniéndose de la pared. Sus manos temblaban. Tragó saliva y escuchó a lo
lejos los gritos de los niños jugando en algún parque. Se subió la ropa
interior y vio una delgada línea de sangre que bajaba por sus piernas. Caminó
hacia la calle, siempre sosteniéndose de la pared y evitando los botes de
basura, los muebles viejos y la hojarasca que la lluvia del día anterior había
dejado. Salió a la calle. Veía a las personas
como si fueran una de esas
películas que alguna vez su padre le había
llevado a ver, antes de que se marchara y dejara a su madre sola
cuidando a sus cuatro hermanos. Se
sostuvo de un poste. Recorrió varias calles hasta que llegó a ese callejón cuesta arriba donde vivía.
-
¿Estás bien, Margaret? – preguntó Sofie
la vecina.
- Sí – dijo ella sin pensarlo.
- Tras sangre en la boca niña y tu vestido está
sucio – aclaró la mujer.
Margaret
rápidamente se limpió los labios con el dorso de la mano y bajó la vista
para contemplar su vestido lleno de lodo: “Me caí señora
Sofie”, afirmó con una tenue sonrisa y se encaminó rumbo a su casa. Dos de sus
hermanos jugaban en la puerta con un trozo de madera. Corrieron hacia ella
cuando la vieron. “Margaret tenemos hambre, pregúntale a la abuela si ya
podemos comer”, dijeron los niños muy quedo. La destartalada puerta de madera
se abrió, dejando al descubierto un olor a humedad y carne descompuesta. La habitación donde
vivían y que contaba con una cama, una mesa, dos sillas y una pequeña chimenea, estaba cálida. Margaret contempló en el fondo a su abuela
vestida con una desgastada falda café, una remendada blusa, otrora blanca, y el
cabello sujeto con una cinta. La mujer probaba con una cuchara lo que cocinaba
en la chimenea y que despedía un olor
nada agradable.
La niña se
sacudió el vestido y se arregló el cabello rápidamente. Su abuela la observó.
Margaret se fijó en sus ojos hundidos y
sus labios marchitos, parecía un fantasma alumbrado por la luz del atardecer.
- Los niños tienen hambre, quieren saber si… –
guardó silencio ante la mirada fiera de su abuela.
- ¡Comer, comer, comer! ¡No saben otra cosa que
comer! ¿No saben lo difícil que es conseguir la comida? – gritó la mujer.
Marcos y
Francis entraron corriendo en ese
momento, gritando y riendo como siempre, pero cuando vieron la mirada
enardecida de la mujer, guardaron silencio.
- Y, ¿ustedes donde han estado? Jugando
seguramente, sería mejor que anduvieran
por ahí viendo en qué poden trabajar para traer algo a la casa… Su madre
siempre fue un estorbo y se le ocurre morirse y dejármelos a mí – gritó.
Los niños
bajaron la vista. Margaret deseaba hablar pero sabía que si lo hacía recibiría
una tunda. Sus hermanos se abrazaron a ella.
- Inútiles todos… ¡Igual a sus padres! – la mujer volvió a levantar la voz.
Margaret
abrazó a sus hermanos sin dejar de ver a su abuela. La anciana caminó hacia la
mesa y pateó el montón de trapos que les servían a los niños de colchón y
cobijas. Pasó al lado de la niña y se detuvo: “¿A qué hueles?” – preguntó.
Quizá sus huesos estaban cansados, las manos con estragos de artritis y la
vista siempre le fallaba, pero su olfato eran tan bueno como cuando era adolescente.
- A nada – aclaró Margaret, mientras se cubría
con sus hermanos.
Marcos se pegó
a su hermana y comenzó a olerla discretamente. La vieja se acercó y de un tirón separó a la bola de
niños que se aferraban entre sí. Olió el cabello de la niña y encontró en él un
olor a tierra y agua estancada, bajó a su pecho y sólo percibió su aroma habitual y después de inclinó para oler
su falta. Margaret trató de alejarse,
pero la vieja la sostuvo. Aspiró fuerte:
sus ojos negros se abrieron de par en par y la rabia se adueñó de ellos. La niña comenzó a temblar.
- ¿Con quién te has metido mal agradecida? –
interrogó furiosa la mujer.
Margaret dio
un par de paso atrás y con sus manos temblorosas pretendió bajarse la falda que
su abuela ya se apresuraba a subir. La
mujer la olió. La niña se cubrió la cara, mientras sus hermanos la observaban
desconcertados y a punto de llorar. La
vieja le bajó la ropa interior y encontró en ella un manchón de sangre. Una
bofetada hizo que Margaret cayera al piso, cerca de la mesa. Sus hermanos
comenzaron a llorar.
- Eres igual que tu madre, se revolcó con tu
padre, ese borracho bueno para nada cuando
tenía tu edad, no llegaba a los quince, y ahora tú… - señaló la mujer
indignada.
- Yo no hice nada, yo no hice nada abuela…
Paul me acorraló en un callejón, me subió la falda y me… ¡Yo no hice nada, yo
no quería! – decía la niña una y otra vez.
- ¡Tú no querías, tú no querías! - afirmó la mujer mientras sujetaba su rostro
infantil- . ¿Esperas que te crea?
Los niños
seguían abrazados. No sabían qué pasaba. La mujer guardó silenció un
momento, se sentó y contempló el fuego
en la chimenea.
- ¡Perdóname abuela, pero en verdad yo no
hice nada! – afirmó Margaret que para ese momento ya había corrido hacia esa
mujer reacia y estaba inclinada sobre sus rodillas.
La vieja la
contempló en silencio y la arrojó sobre
el piso: “Si tanto te gusta andar con hombres, quizá deberías empezar a
mantenernos”, señaló. Margaret la miró aterrorizada. La mujer se puso de pie, caminó hacia la cama
y se puso el chal. “Será mejor que
ustedes no salgan, ahorita vengo”, dijo y al hacerlo cogió a Margaret de la
mano. La niña primero fue arrastrada por la habitación, pero al salir a la
puerta se puso de pie ante los tirones de
su abuela. Atravesaron el callejón: la mujer en silencio y la niña
gritando por su inocencia. Anduvieron un par de calles hasta que llegaron a la
puerta trasera de un viejo edificio. Ambas entraron al lugar. La vieja arrojó a
Margaret sobre un sillón, mientras se perdía en el estrecho y maloliente pasillo oscuro. Minutos después
salió acompañada de un hombre alto, delgado y de cabello claro.
- No es
bonita, pero puede servir -
mencionó el hombre mientras acariciaba el rostro de la niña.
Ésta veía a
su abuela. “Vendré cada semana por la paga”, agregó la mujer y se perdió por el
pasillo mientras sus labios arrojaban oraciones silenciosas. Margaret trató de
huir, pero el hombre se lo impidió: “Tranquila, esta será tu nueva casa”, le
dijo y la metió a lo que parecía ser su oficina. Ahí la sentó en una silla y él
hizo lo mismo sobre el escritorio.
Después de una larga charla sobre mil cosas, la puso de pie, le levantó
la falda y la arrojó sobre el sillón. Margaret gritó al sentir un profundo
dolor muy cerca de su vientre. Lloró, pataleó
y hasta mordió al hombre, quien se detuvo cuando sintió un cálido líquido saliendo de su
cuerpo. Sólo entonces se puso de pie, se subió el pantalón, salió a la puerta y
gritó: “¡Monserrat, ven acá!”. Margaret
se sentó, la mirada perdida en el piso y su pecho jadeando.
Una adolescente
de cabello castaño y delgado cuerpo
entró corriendo. Observó el rostro del hombre y
a Margaret tratando de acomodar su falda.
- ¡Llévala a la habitación y enséñale lo que
debe aprender! – dijo mientras caminaba hacia su escritorio.
La joven, temerosa
y de voz amable, se acercó al sillón y
tomó a Margaret de la mano. Salieron juntas y se perdieron en el largo
pasillo.
El lugar era
oscuro con un fuerte olor a humedad. Subieron unas estrechas escaleras y
caminaron por otro pasillo, entonces
Margaret pudo ver en una de las habitaciones que tenía la puerta abierta, a un
hombre gordo montado sobre una joven de carnes llenas y grandes senos. Bajó la
vista inmediatamente. Margaret adivinó en ella el miedo.
- Al principio es difícil, pero con el tiempo
te acostumbras y entiendes que es mejor dejar que ellos te hagan lo que quieran
y comer dos veces al día que soportar el hambre y las tundas de tu madre o los
extraños juegos de tu padre – aseguró Monserrat.
- No tengo padres, murieron por la tifo y nos cuida la abuela – musitó Margaret.
- Imagino que no es una buena abuela, si no,
no estarías aquí.
- No - dijo muy quedo Margaret.
Volvieron a
subir unas escaleras para ingresar a un largo dormitorio de camas destartaladas
y sábanas sucias, donde jovencitas como ella, dormían o jugaban en
silencio. “Comenzamos a trabajar a las siete
y regresamos antes de las doce, entregamos al dinero a Alfred y después
si ya nadie te solicita puedes dormir. Algunos clientes vienen en el día, pero
son contados. Tú sólo debes de hacer lo que los hombres te
pidan, pero siempre cobra por adelantado y cuídate de los que tienen cara de
locos: quieren que les hagas cada cosa. No puedes quedarte con nada, porque si
Alfred lo descubre te dará una paliza y
te encerrara en el cuarto de castigo de donde no saldrás en tres días, no te
dará de comer ni de beber”, señaló Monserrat mientras arreglaba la cama que
sería de la recién llegada.
- Si quieres descansa un rato – recomendó, para
minutos después salir de la estancia.
Las otras niñas
observaban a Margaret a la par que
susurraban entre ellas. Ella se acurrucó en la cama, cerró los ojos y su cuerpo
parecía volar… durmió. Más tarde una
joven que no pasaba de los veinte la despertó: “Si no te levantas te quedarás
sin comer” – le dijo.
Margaret se
incorporó lentamente, le dolía el
cuerpo. Una mujer gorda y de cabello rojizo estaba parada al centro de la
habitación. Llevaba una gran olla ceniza
y un cucharón. Monserrat repartía platos y vasos maltrechos donde la mujer
gorda colocaba una cucharada de una sopa aguada con algunos vegetales flotando.
Monserrat le dio al a nueva niña un trozo de pan y un poco de agua. Margaret a
sentar a su cama y comió. A pesar del aspecto,
el sabor no era del todo desagradable y tranquilizó su estómago después
de casi veinticuatro horas sin probar alimento.
Algunas comían en silencio, con la miraba perdida y el rostro
descompuesto, otras reían y
bromeaban sobre la imparable lluvia que hacía que un delgado musgo
creciera sobre las casas.
A las siete,
Monserrat se encaminó con Margaret,
y otras adolescentes, a la calle. Salieron por la puerta trasera y se
perdieron en las poco transitadas calles
de la ciudad. Margaret tenía miedo, deseaba regresar a casa, pero seguramente
su abuela la volvería a llevar con el
hombre alto. Un hombre se acercó a
Monserrat, ella le sonrió; se perdieron en un callejón. Margaret la
vio levantarse la falda mientras el hombre se desabotonaba el pantalón.
Corrió, bajó por una calle empinada y resbaló con el lodo y el agua encharcada,
común en esa ciudad húmeda, llena de pobreza, hambre, piojos y enfermedad. Se
levantó con la mano ensangrentada y sus ojos se posaron en las largas y oscuras
vestimentas de un par de monjas que salían
de un establecimiento cargando harina y otros comestibles.
Margaret
corrió hacia ellas y se aferró a sus
ropas: “Por favor hermanas, ayúdenme, no quiero hacer nada con esos hombres” –
dijo. Las mujeres la observaron y después de un momento una de ellas se inclinó
para levantarla.
- ¿Y tus padres? – preguntó la monja.
- La tifo los mató y la abuela me llevó a ese
lugar para que… para que… – no pudo concluir.
Las monjas se
observaron: “No acostumbramos a recoger niños en la calle, sus familias o
alguna alma caritativa nos los llevan”,
dijo la monja.
- Por favor, si no me llevan consigo Alfred me obligará a estar con esos
hombres – afirmó y al hacerlo se encontró con Monserrat que caminaba asustada hacia ella.
Las monjas volvieron a mirarse. Las tres
caminaron juntas calle abajo mientas Monserrat gritaba: “No sabes lo que haces,
es mejor estar con Alfred”. Su voz se apagó y Margaret se sintió aliviada.
Al llegar al
orfanato, un hombre calvo y de anchos hombros abrió la puerta.: “Dile a la
madre superiora que traemos una caída y llévala a la habitación”, ordenó una de
las monjas. El hombre le hizo una seña a Margaret, quien antes de seguirlo se puso de rodillas para besar la
mano de las monjas: “Gracias”, dijo.
- A partir de ahora te referirás a nosotros
como madre y tú por lo tanto serás nuestra hija – aclaró la mujer.
El hombre y
Margaret se perdieron en el amplio lugar
de paredes altas y estrechas ventanas. Llegaron hasta una estancia enorme donde
hileras de camas de latón aguardaban, cual animales dormidos: en ellas se
divisaban bultos que de vez en cuando tosían o se movían lentamente. Atravesaron la estancia, de lado derecho
grandes ventanales dejaban entrar la luz de la luna.
- Esta será tu cama – dijo el hombre para
después salir del lugar.
Margaret se
sentó un momento y observó: el silencio era total. Bajó la cabeza y las lágrimas descendieron
por sus mejillas hundidas, llegaron a su pecho aún sin despertar del todo y
humedecieron su blusa. Cuando levantó la
cabeza se encontró con los grandes ojos
de alguien en la cama de enfrente. Quiso decir algo, pero las sábanas cubrieron
el rostro y los ojos interrogativos se
ocultaron. La niña se acostó y el sueño le llegó observando las nubes frente a
la ventana.
- Vamos, vamos es hora de ponerse de pie –
gritaba una monja en la puerta.
Margaret
despertó sobresaltada y observó a las demás chicas vistiéndose aprisa. La monja
seguía gritando, mientras otra le tendía a Margaret un largo vestido gris, un
delantal blanco y gruesas medias. Ésta se vistió.
- ¿Creen que la ropa puede esperar? – gritó la
monja.
Un pequeño
ejército de niñas, que iban de los siete a los veinte años, salió del lugar.
Margaret trató de hablar con su vecina de cama, pero la monja se apresuró a
decir: “Silencio, es preciso guardar silencio y arréglate ese cabello.” La niña
se apresuró a sostener su cabello. Entraron todas en tropel a la lavandería: una estancia igual de grande que en la que
dormían, con largas mesas frente a frente y al fondo las calderas. Ahí,
esperaba un par de mujeres gordas y algunos hombres bajan bultos de ropa.
- Es nueva, enséñale qué se debe hacer – dijo
la monja.
- Sí, madre Esther – agregó una de las
mujeres.
- Para empezar estarás en las mesas de doblar…
este será tu lugar, si deseas ir al baño deberás pedir permiso a la madre
Constanza… no puedes salir hasta que termines tu labor y no puedes hablar con
nadie – aclaró la mujer de rostro severo.
La madre
Constanza era quien la había traído la noche anterior. Los hombres contemplaban
de reojo a las niñas y mujeres que ahí aguardaban. La ropa llegó hasta las manos de Margaret y
comenzó su labor.
- ¿Tus padres no pudieron mantenerte? –
preguntó una joven de ojos aceitunados y
cabello castaño sujeto en una trenza.
- No, no tengo padres – afirmó ella.
- ¿Huérfana? Creo que habías tardado en llegar aquí – afirmó su vecina de cama.
- ¡Silencio! – gritó la monja.
El trabajo
siguió en la lavandería: “Mira nada más que buen trasero”, dijo un hombre que
descargaba ropa a la joven de ojos aceitunados.
- Y si te atreves a tocarlo, te cortaré algo
más que la lengua – agregó ésta.
Margaret le
observó: “Debes cuidarte de estos tipos son unos lujuriosos, también de las
monjas y de la madre superiora” – señaló
otra joven.
- Creo que primero deberíamos presentarnos – aclaró la joven de ojos aceitunados. Mi nombre es
Rose, ella es Ameli y la de los buenos consejos Annie.
- Soy Margaret.
- Pero ustedes no entienden: he dicho silencio
y es silencio - señaló Constanza
mientras tomaba por la oreja a Rose. Tal
vez quieras fregar el piso niñita parlanchina.
Ambas salieron
de la lavandería, Rose soportando el dolor y la monja presionando más su oreja.
El silencio se hizo y el calor mojó los rostros. Las horas pasaron y a Margaret
empezaron a dolerle los pies. Los labios de la niña se secaron, Ameli susurró:
“Ni se te ocurra pedir agua, tendrás un castigo, falta poco para el desayuno.”
- ¡Necesito ir al baño! – aclaró la niña.
Las otras dos
jovencitas se miraron: “Debes pedir permiso, pero te recomiendo que no vayas”,
señaló Annie. “No aguanto más”, afirmó Margaret y se encaminó hacia la monja
que había tomado el lugar de Constanza.
- Necesito ir al baño – reafirmó Margaret.
- ¿Cómo? – preguntó la monja.
- ¡Necesito ir al baño! – volvió a decir la
niña.
- Madre, ¿puedo ir al baño? – enfatizó la
monja.
Margaret
repitió la frase y salió del lugar. Le llevó un tiempo llegar a su destino y
cuando iba de regreso a la lavandería se encontró con un hombre joven que
llevaba entre las manos una caja de comida. Margaret bajó la vista y caminó
pegada a la pared, entonces el hombre dejó la caja sobre el piso y acorraló a
la niña. “No eres tan bonita como otras, pero no estás mal”, argumentó mientras
metía la mano bajo su vestido. Ella trató de escapar, pero el hombre la aprisionó
más. Con sus manos delgadas y callosas tocó los senos de Margaret y quiso
besarla. Ésta levantó la pierna y lo golpeó. El hombre cayó de rodillas.
-
¡Veras
cómo con el tiempo serás más comprensible! – gritó.
Poco después,
la hora de desayunar llegaba. Mujeres y niñas se acomodaron en el amplio y
escueto comedor. Las cocineras empezaron a servirles. Margaret logró ver a Rose fregando en cuclillas el
piso de la cocina, mientras el hombre calvo que la escoltara la noche anterior,
rozaba sus nalgas con su pierna: ella sólo bajó la vista y siguió tallando.
- ¿Rose no comerá? – preguntó Margaret.
- Aquí también debes guardar silencio – agregó
Annie mientras fingía beber de la taza
humeante que sostenía entre sus manos. Si no obedeces, te quedas un día sin comer. Rose las ha desafiado en los
últimos días cualquier provocación ellas
saben aprovecharla.
Margaret comió
lentamente los alimentos que tenían una extraña apariencia y un sabor poco
usual. De pronto una joven en la mesa de
enfrente se puso de pie y antes de que Constanza pudiera darle una orden, cayó sobre la losa
fría. Algunas de sus compañeras se
apresuraron a auxiliarla, Margaret sólo se inclinó un poco, pero pudo
ver su vientre totalmente abultado bajó el largo vestido de color impregnado de
soledad.
-
¡Sigan comiendo! – gritó Constanza. ¡Y usted
lleve a Jane a la enfermería!
El hombre calvo
levantó a la joven con la facilidad que se toma a un gato y la sacó del comedor, seguido de un par
de monjas. “¿Está preñada?, ¿La trajeron aquí estando embarazada?”, preguntó
Margaret sorprendida.
Las compañeras
de su mesa sonrieron ante las interrogantes de la recién llegada. Ameli bajó la
vista y se llevó la mano al vientre.
- Son pocas
las que llegan embarazadas aquí – afirmó Annie triste.
- Ser bonita
es una maldición y si a eso le agregas que es huérfana… tiene el mundo contra
ella – dijo triste Amelie.
- ¿Y el padre? - volvió a preguntar Margaret.
- Ni ella sabe… Por eso te digo: en este lugar
debes cuidarte de todos, en especial de los sacerdotes – aclaró Annie.
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