El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Carta de un árbol


Por María Celeste Vargas Martínez
 
No siento mi cuerpo, ni mis raíces, ni mis ramas, ni el cosquilleo de las ardillas que siempre corren. No siento a las orugas devorando mis hojas ni al pájaro carpintero hurgando en mi tronco, ni a la mariposa saliendo de su capullo. Tampoco siento el agua de lluvia llenándome de vida, ni puedo escuchar al riachuelo corriendo apresurado a mi lado, ni oler el aroma de la tierra mojada mientras penetra en mí. No veo las nubes  ni el azul del cielo y el sol y el viento han desaparecido.
            Desde hace unos días todo es oscuridad, pero en este cielo no hay estrellas ni Luna ni grillos, ni esos sonidos típicos de las noches en el campo. Estoy recostado sobre otros árboles. Ellos también se lamentan de vez en vez, pero ninguno entendemos lo que ha pasado. Todos estamos desnudos… nos han quitado nuestras ramas y la savia de nuestras heridas escurre y se solidifica. Llevo varios días aquí. Todo se mueve y de repente hay fuertes  saltos donde todos temblamos. Se escuchan sonidos, pero ninguno cercano… todos ajenos.
            El movimiento ha cesado. De pronto la luz se hace… es tan intensa que a cualquiera podría cegar. Se escuchan ruidos. Alguien habla: “Esta semana he cortado muchos árboles, los haré vigas para don Julián”. Todos temblamos  porque sabemos que hasta aquí hemos llegado.

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