Por María Celeste Vargas Martínez
No siento mi
cuerpo, ni mis raíces, ni mis ramas, ni el cosquilleo de las ardillas que
siempre corren. No siento a las orugas devorando mis hojas ni al pájaro
carpintero hurgando en mi tronco, ni a la mariposa saliendo de su capullo.
Tampoco siento el agua de lluvia llenándome de vida, ni puedo escuchar al
riachuelo corriendo apresurado a mi lado, ni oler el aroma de la tierra mojada
mientras penetra en mí. No veo las nubes
ni el azul del cielo y el sol y el viento han desaparecido.
Desde hace unos días todo es
oscuridad, pero en este cielo no hay estrellas ni Luna ni grillos, ni esos
sonidos típicos de las noches en el campo. Estoy recostado sobre otros árboles.
Ellos también se lamentan de vez en vez, pero ninguno entendemos lo que ha
pasado. Todos estamos desnudos… nos han quitado nuestras ramas y la savia de
nuestras heridas escurre y se solidifica. Llevo varios días aquí. Todo se mueve
y de repente hay fuertes saltos donde
todos temblamos. Se escuchan sonidos, pero ninguno cercano… todos ajenos.
El movimiento ha cesado. De pronto
la luz se hace… es tan intensa que a cualquiera podría cegar. Se escuchan
ruidos. Alguien habla: “Esta semana he cortado muchos árboles, los haré vigas
para don Julián”. Todos temblamos porque
sabemos que hasta aquí hemos llegado.
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