Hace algunos
años le di vida a un pequeño hombre (los niños le llaman duende): Felipe. Escribí tres cuentos sobre él que
fueron publicados en la revista electrónica Letralia. Algunos niños los leyeron y me hicieron
llegar imágenes que aquí adjunto.
Alimentando a El Viento
—Grrrrr
—un sonido hueco y profundo se dejó escuchar.
Y
sin más, nuevamente se volvió a oír ese extraño Grrrr que rompió el silencio de
la noche. Era una noche fría, lluviosa como todas las noches de julio. Tan fría
que los perros tenían flojera de ladrar.
—No
puede ser... Creo que voy a morir de hambre esta noche. Cada vez es más difícil
conseguir comida —era la voz de un hombre regordete, de cabello negro, cejas
prominentes y una ancha nariz.
Sin
pensarlo más, aquel hombre se puso su deshilachado chaleco, una mochila a
cuadros azules en los hombros y salió de ese pequeño cuarto que le servía de
habitación. Caminó por varios pasadizos, bajó algunas escaleras y después de un
momento ya estaba frente a una mesa. Pero no era una mesa común: era una enorme
mesa de madera con un mantel rojo. Era tan grande que el hombre, aun parado, apenas
si llegaba debajo de un cuarto de una de las patas.
Felipe y el gato contra… el perro
Después
de que Felipe se convirtió en amigo del dueño de la casa donde vivía, que por
cierto se llamaba Octavio, a éste se le ocurrió comprar un gato. Al principio a
Felipe no le gustó mucho la idea, pues tenía miedo de que el gato se lo
comiera, pero Octavio le prometió que eso jamás sucedería. Al contrario, el
gato sería una gran compañía para Felipe cuando Octavio y Lola salían de casa a
visitar a sus amigos o de vacaciones a la playa.
Así
que un día cualquiera la puerta de la casa se abrió y el hombre gritó:
“¡Felipe, hemos llegado!”.
Felipe
llegó hasta la sala, deslizándose alegre por la resbaladilla que Octavio le
había construido cerca de la ventana, para que llegara más rápido y no se
cansara subiendo y bajando escaleras. Octavio mostró sus manos, que hasta ese
momento mantenía escondidas tras su espalda, y Felipe vio una pequeña bola de
pelos.
Después
de que Felipe se convirtió en amigo del dueño de la casa donde vivía, que por
cierto se llamaba Octavio, a éste se le ocurrió comprar un gato. Al principio a
Felipe no le gustó mucho la idea, pues tenía miedo de que el gato se lo
comiera, pero Octavio le prometió que eso jamás sucedería. Al contrario, el
gato sería una gran compañía para Felipe cuando Octavio y Lola salían de casa a
visitar a sus amigos o de vacaciones a la playa.
Así
que un día cualquiera la puerta de la casa se abrió y el hombre gritó:
“¡Felipe, hemos llegado!”.
Felipe
llegó hasta la sala, deslizándose alegre por la resbaladilla que Octavio le
había construido cerca de la ventana, para que llegara más rápido y no se
cansara subiendo y bajando escaleras. Octavio mostró sus manos, que hasta ese
momento mantenía escondidas tras su espalda, y Felipe vio una pequeña bola de
pelos.
Los ladrones de la Luna
Ese
día había sido muy agitado: Luna y Felipe jugaban a las escondidillas en la
cocina; de pronto, el gato trató de esconderse, saltó sobre la mesa, sus uñas
se atoraron en el mantel y una botella de aceite cayó sobre él, seguida de
varias ollas y trastos. Luna maulló por el susto y Lola y Octavio llegaron
aprisa cuando escucharon el ruido. Encontraron a Luna debajo de una olla todo
embadurnado de aceite. Felipe corrió a ver qué le había pasado a su amigo y
cuando vio su pelo graso lo reprendió fuertemente... ahora tenía que bañarlo.
Lola calentó un poco de agua y la colocó en una charola en el baño, donde
Felipe pasó más de una hora quitándole la grasa al pequeño gato. Cuando hubo
terminado, peinó delicadamente el pelo de Luna.
Por
la noche, los dos subieron a su casa, después de cenar un par de galletas con
leche tibia y un poco de fruta... porque, si no lo sabían, Felipe había
enseñado a Luna a comer fruta y algo más. Y la que más le gustaba era la papaya
y los cacahuates, los cuales pelaba muy bien con sus pequeños dientes.
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