El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

miércoles, 5 de noviembre de 2014

A ése... no lo conozco



Por María Celeste Vargas Martínez

La niña, de lágrimas secas y sonrisa perdida, tomó el oso de felpa café y lo apretó a su cuerpo. Se acomodó en esa gran silla. Alisó el vestido que le había puesto su abuela, a sabiendas de que a ella no le gustaban los vestidos, y miró uno a uno el rostro de los hombres que ahí se encontraban: aquél parecía el enorme sujeto que siempre está en silencio en la puerta del lugar donde comían, con un gran gorro blanco y una charola en la mano; el otro asemejaba  a un  animal molesto y con el ceño dispuesto a discutir; el de más allá  tenía un aire de un mueble viejo donde las abuelas guardan todo aquello que  no quieren que uno encuentre.
A todos los observó en silencio.
            Se detuvo en el último, sus pequeños pies, que no alcanzaban el piso, se quedaron quietos. Si el oso hubiese sido un ser vivo, en ese momento el aire se hubiera alejado de sus pulmones y muchas lágrimas se desprenderían de sus ojos de madera. Ella se quedó inmóvil: “A ése… no lo conozco”, dijo  y contuvo las lágrimas que su abuela le había dicho que no derramara. 
Bajó la vista y quiso no recordar.

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