Por María Celeste Vargas Martínez
La niña, de lágrimas secas y sonrisa perdida, tomó el oso de felpa café y
lo apretó a su cuerpo. Se acomodó en esa gran silla. Alisó el vestido que le
había puesto su abuela, a sabiendas de que a ella no le gustaban los vestidos,
y miró uno a uno el rostro de los hombres que ahí se encontraban: aquél parecía
el enorme sujeto que siempre está en silencio en la puerta del lugar donde
comían, con un gran gorro blanco y una charola en la mano; el otro
asemejaba a un animal molesto y con el ceño dispuesto a
discutir; el de más allá tenía un aire
de un mueble viejo donde las abuelas guardan todo aquello que no quieren que uno encuentre.
A todos los observó en silencio.
Se detuvo en el último,
sus pequeños pies, que no alcanzaban el piso, se quedaron quietos. Si el oso
hubiese sido un ser vivo, en ese momento el aire se hubiera alejado de sus
pulmones y muchas lágrimas se desprenderían de sus ojos de madera. Ella se
quedó inmóvil: “A ése… no lo conozco”, dijo
y contuvo las lágrimas que su abuela le había dicho que no
derramara.
Bajó la vista y quiso no recordar.
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