Por María Celeste Vargas Martínez
Su corazón latía frenético y un olor
a gasolina entraba lentamente por su nariz amoratada. Su cabeza chocaba con
algunos tubos y el miedo cobijaba su cuerpo dolido por los golpes.
- ¡Cuídala… y a los niños! – susurró.
El auto frenó. Su
quijada comenzó a temblar. El portaequipaje se abrió y un una luz lo cegó.
“¡Llegó tu hora!”, dijo uno de los hombres.
Él ya no quiso
hablar: ellos callarían sus palabras. Las lágrimas se agolparon en sus ojos.
- ¿Creíste que la policía te iba a ayudar?
¿Quién crees que nos dijo?
Un disparó y una ráfaga. Cayó de rodillas, para después
quedar sobre la tierra.
-
¡Pinches periodistas! – dijo un hombre.
El
auto se alejó y la muerte, profunda y sola, se inclinó sobre él y lo
abrazó.
* * *
Nota: Por desgracia vivimos en un país donde la verdad puede matar. La
impunidad y la inseguridad deambulan todos los días por las calles
olvidadas de nuestra nación. A nadie le importa que México sea un país
peligroso para los periodistas. Nadie parece pensar en los periodistas muertos
y desaparecidos. ¿Por qué habrían de hacerlo? No son sus esposos o esposas, sus
hermanos o hermanas, sus hijos o hijas… ni siquiera son conocidos. Pero la
muerte de un periodista es otro paso de la sociedad al silencio, a la apatía… a
la oscuridad.
No más periodistas
muertos. No más mexicanos asesinados y desaparecidos.
Porque los
periodistas también tenemos derecho a gritar.
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