El insomnio se aferra a mí. Se prende de mis ojos, danza con fervor y cuando esto parece no funcionarle, me susurra al oído letras… palabras… historias que nacen como un ligero viento, dispuestas a convertirse en huracán. Entonces el insomnio inyecta en mi mano un rabo de energía y hace que las letras fluyan y se extiendan en ese cielo oscuro carente de estrellas.

martes, 3 de mayo de 2016

Escalofrío


Por María Celeste Vargas Martínez 


Esa noche Mario tuvo miedo. Miedo de caminar entre la gente y encontrarse con ella. Miedo de sentir su aliento frío en la nuca,  de su mirada  refugiándose en los ojos  de ella. Miedo de buscar su sombra y no hallarla  más. Y sintió el escalofrío que se había adueñado de su cuerpo desde hacía ya algún tiempo.
            Había sentido su presencia por primera vez dos semanas atrás. Aquella tarde cuando tuvo que apresurar el paso para esquivar la marcha  de un taxi. La vio ahí, del otro lado de la acera, y entonces sintió frío.  La contempló tranquila con su cabello largo y negro,  y con su vieja gabardina. Mario olvidó el suceso hasta el tercer día cuando volvió a verla sentada en el vagón del metro. Trató de identificarla. Estaba seguro de haberla visto en algún lugar, y cuando contempló sus ojos inmediatamente vino a su mente ese rostro en la avenida. El joven bajó del vagón y al subir las escaleras para llegar al paradero de autobuses  la vio otra vez, parada, ajena a todo. Pasó a su lado y contempló sus ojos. No vio nada, sólo soledad y frío. Y cuando se dio la media vuelta ella ya no estaba. Después su imagen fue constante. La veía en la oficina, en la calle, en el cine, y perdió la serenidad cuando una mañana la  sintió en su propia casa, en su habitación, sentada cerca de su cama.  Él le habló, trató de saber el motivo de su presencia, pero ella no contestó… sólo siguió mirándolo.
            Y esa noche, después de salir de trabajar, Mario caminó por más de una hora entre las calles, oscuras y malolientes, de la Ciudad de México. Caminó tratando de perderla, pero no lo logró. Con la cabeza gacha y la mirada baja cruzó con pasos apresurados el callejón que llevaba a su casa. De pronto, dos tipos le cerraron el paso, sacaron un cuchillo y le pidieron el dinero. Mario ofreció escasas monedas. Los delincuentes, nerviosos, se alteraron. No era suficiente, querían más, mucho más. La mano en alto de uno de ellos dejó ver la fatal arma que se depositó con furia en el pecho de Mario.  Un grito, pasos apresurados y después todo fue silencio. Entonces el joven volvió a verla, y se vio a sí mismo tirado en medio de la calle, con los ojos abiertos, y las luces de las ventanas de los vecinos encendiéndose una a una. Sintió  escalofrío mientras el brillo escapaba de sus ojos y la muerte amable le sonreía y le ofrecía la mano.

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