Por María Celeste Vargas Martínez
Ese día la muerte se acercó a dos hombres:
el primero de ellos murió cuando un automovilista borracho lo atropelló.
Falleció con el estómago vacío porque esa tarde prefirió comprar el medicamento
de su hija Martha y dejar la comida para la hora en que pudiera llegar a casa;
el segundo, sucumbió ahogado con una semilla mientras estaba sentado en su
amplísima sala observando en su pantalla plana una película, a su lado su inseparable amigo Max, un perro boxer de raza pura, degustaba
una suculenta carne sazonada exclusivamente para él.
Ambos vieron sus
cuerpos inertes: uno sobre la fría y desolada calle y con el pie izquierdo
descalzo (“De todas formas ya estaba roto y me entraba el agua por él”, se dijo
el hombre triste al no encontrar su zapato en la avenida); el otro tirado sobre
la alfombra que había comprado en Europa y con su pijama de seda.
El
primer hombre observa a la ciudad perderse y sólo deja de mirarla cuando siente
un gran peso a su lado. Entonces voltea,
junto a él, sentado cómodamente, el segundo hombre. Los dos se miran, para
luego fijar su atención en esa nube rechoncha
en la que están posados: no es muy grande y su color grisáceo asemeja al
algodón sucio.
La nube, sube por
unos minutos, después baja, continua en forma recta, gira a la derecha, vuelve a bajar y sigue su marcha.
El
segundo hombre, alto, grueso como un ropero, cabello completamente peinado y
piel olorosa, contempla al tipo flaco de
grandes ojeras, cabello revuelto, pantalón remendado y con un único zapato de
obrero.
“¿Es la nueva
moda andar con un zapato?” – pregunta el hombre gordo.
El otro lo mira
sereno para responder, después de unos segundos, indiferente: “¡Sí!”.
-
¿Sabes dónde estamos? – interroga el hombre obeso.
-
Imagino que iremos a parar a uno
de los dos extremos que tiene la muerte – aclara el otro.
-
Seguramente iremos al cielo –
señala alegre el hombre gordo mientras contempla bajo sus pies las casas, los
parques y las calles que cada vez parecen más pequeñas.
La nube vuela
nuevamente en línea recta y vuelve a descender. Ya no hay nada bajo sus pies ni
sobre sus cabezas.
-
Qué mala suerte tengo, apenas mañana iba a comer
con el Señor Presidente, ahora mi hijo tendrá que ir solo. Ni modo, deberá explicarle
el proyecto de empresas sustentables y casas ecológicas que pensábamos hacer en la Rivera Maya.
El otro hombre lo
examina sin decir nada. Sus ojos miran fijamente hacia el frente tratando de ver algo en ese
lugar con tan poca luz.
-
Se siente un dolor en el pecho
dejar a ese México tan lleno de oportunidades. Ese México deseoso de gente
que invierta en sus lugares
vírgenes para construir hoteles de lujo.
Un México solidario que le tiende la mano a cualquiera. Un México donde los
niños son libres y llenos de esperanzas
para forjar su propio destino en la mejor universidad del mundo. Un México
donde los grandes partidos de derecha cobijan a los pequeños grupos que apenas
están aprendiendo a entender la política. Un México seguro y próspero…. Un
México… – el hombre se detiene. Se lleva la mano derecha al
rostro y limpia esa lágrima que debería estar ahí si las múltiples cirugías no
le impidieran llorar.
El silencio se
hace.
El hombre gordo
suspira y observa extrañado al hombre de las grandes ojeras.
-
¿No lo cree así, amigo? – pregunta
desconcertado.
-
En realidad no sé si hable de su
México o mi México – señala el hombre delgado mientras contempla a su
acompañante.
-
¿Qué no es el mismo país? –
interroga molesto el hombre gordo.
-
Por supuesto que no. En mi país hay muchos Méxicos: en mi México,
mi hijo mayor murió cuando un ladrón
asaltó el autobús donde viajaba; y mi cuarto hijo falleció en cuidados
intensivos cuando mi esposa dio a luz en el metro, después de ser
rechazada por cuatro hospitales, su pequeña cabeza chocó contra las frías lozas grisáceas de los
andenes y sólo así el Seguro Social le hizo caso; y mis otras dos hijas no van
a la escuela porque no nos alcanza el dinero…. En mi México, nosotros comemos
dos veces al día: frijoles, arroz, nopales y,
cuando nos iba bien, retazo de pollo, es lo único que podíamos comprar.
En mi México compramos medicamentos similares y tienes que hacer fila para adquirir
algunos litros de leche. Y antes de morir en ese accidente, estuve en el fuego
cruzado entre un grupo de narcos y el
ejército – el hombre guarda por un momento silencio y deja correr, libre, esa
larga y callada lágrima que desciende por su rostro.
El otro hombre lo
contempla con la boca abierta y un poco extrañado.
-
En tu México, tu hijo mayor será
dueño de tu empresa y al menor le heredaste tu puesto en el partido; tú, tus
hijos y tu esposa, tienen los mejores servicios de salud, que son pagados por
el resto del pueblo y todos los atienden con un inigualable servilismo. En tu México, comías
cinco veces al día y sabes de la
inseguridad, los saltos y el narcotráfico porque lo ves en la televisión
sentado cómodamente, caliente y seguro en tu hogar. En tu México imaginas que
hay empleo y oportunidades para todos y
cincuenta y cinco pesos, el salario mínimo, te los gastas en el “viene viene”
de la calle – el hombre guarda silencio y mueve
ligeramente la cabeza. En mi México esos
cincuenta y cinco pesos deben alcanzar para la comida, la renta, el
pasaje y los medicamentos.
El hombre gordo
baja la cabeza y observa sus pantuflas italianas que cuelgan de sus pies fríos.
-
¿Te das cuenta cómo no vivimos en
el mismo México? Lo que ahora me pregunto y que en realidad me preocupa, es si
el lugar a donde vamos será tu cielo y por lo tanto mi infierno – dice el
hombre cabizbajo y de ojos borrosos.
-
¿Mi cielo y tu infierno? –
interroga molesto el hombre gordo.
-
Sí, mi infierno porque todavía
estando muerto me mostrarás que tu descanso sigue siendo mejor de lo que era mi
vida en ese México.
No hay comentarios:
Publicar un comentario